En 1948, el gigante mediático alemán que hoy conocemos Hubert Burda Media Holding celebró la primera ceremonia de sus prestigiosos premios Bambi, destinados a reconocer anualmente a las personalidades más creativas y talentosas del cine, la televisión, la música, las artes o el deporte (entre sus últimos premiados destaca Robbie Williams, quien ya fue distinguido en dos ocasiones anteriores). Cuenta la leyenda que la hija pequeña de la cantante y actriz Marika Rökk, ganadora de la primera edición, confundió el cervatillo de bronce que los jefazos de Hubert Burda eligieron como icono con el protagonista de su novela favorita: Bambi, una vida en el bosque, del austriaco Felix Salten, que solo seis años antes había sido llevada al cine (con singular éxito) por la factoría Disney. Desde entonces, todo el mundo y su vecina procedieron a identificar de manera directa estos premios con un icono inmortal de la cultura germana que ocupa un lugar especial en el corazón de múltiples generaciones. Por no hablar de la comunidad internacional de psicólogos infantiles, en franca deuda con Walt Disney y sus animadores desde finales de la Segunda Guerra Mundial.
Por extraño o paradójico que pueda resultar, Salten era, según el testimonio de sus herederos, un ávido cazador que, tras intentar hacerse un nombre en la Joven Viena de finales del XIX con sus libretos para cabaret y algún que otro coqueteo con la literatura erótica, descubrió el poder de la fábula ilustrada hacia 1923, año en que se alía con el ilustrador Kurt Wiese para publicar dos pequeños libros ilustrados: El sabueso de Florencia, que también terminaría siendo llevado al cine por Disney en El extraño caso de Wilby (Charles Barton, 1959) y sus secuelas/remakes, y Bambi, cuyo primer contacto con Hollywood se produjo a raíz del impactó que su mensaje social produjo en Max Schuster, co-fundador de la editorial Simon & Schuster. Él se encargó no solo de adquirir sus derechos para una traducción al inglés que vendió más de 650.000 entre 1928 y 1942, superando incluso el éxito que el cervatillo cosechó entre los lectores de su idioma natal, sino que también intercedió personalmente en el ingreso de Salten y su familia (que, como el propio Schuster, eran judíos de origen alemán) en Estados Unidos tras el ascenso al poder de los nazis. De hecho, son muchos los expertos que leen Bambi como una parábola oscura sobre el terror antisemita de su tiempo, ángulo que su última edición anglosajona, obra de Jack Zipes, subraya tanto en su prólogo y apéndices como en sus decisiones lingüísticas.
A Disney le interesaba también el componente ecologista y pedagógico del original, por lo que en abril de 1937 cerró un trato de cesión de derechos con Sidney Franklin, productor de la MGM que terminó dando por imposible su sueño de una adaptación en imagen real (es decir, con animales de verdad). El plan original era ponerse manos a la obra con Bambi nada más cerrar Blancanieves y los siete enanitos (1937), lo cual la convertiría en el segundo largometraje animado del estudio, pero el tono sombrío e inusualmente adulto que presentaba el material de partida, unido a la obsesión casi monomaníaca que Disney llegó a desarrollar con su Fantasía (1940), terminaron por dilatar la producción más de lo que a sus máximos responsables les hubiese gustado. No obstante, la triunfal obra maestra que llegó a las salas norteamericanas durante el verano de 1942 (en España habría que esperar aún ocho largos años) demostró que todo ese esfuerzo había merecido la pena: tal como Jordi Costa explica en su libro Películas clave del cine de animación (Ediciones Robinbook, 2010), su impecable factura técnica y estética se mueve por una “exigencia de realismo que coloca a Bambi en un territorio aparte, alejado de esa tendencia al antropomorfismo que dominaba la trayectoria de la compañía, tanto en sus cortometrajes como en sus largos". Esta es, concluye Costa, “una película de animación que quiere ser documental”.
Más allá de su impecable exquisitez formal, por no hablar del modo en que aprovechaba una innovación (la cámara multiplano) que la compañía convirtió en seña de identidad, Bambi pasó a la historia por la sensibilidad con que trataba a sus personajes, tanto los heredados de la novela como aquellos dos que su nutrido equipo de guionistas, dibujantes y diseñadores añadieron en su afán de acercar la narración al público infantil: el conejo Tambor y la mofeta Flor, sin cuyo apoyo dramático y emocional sería imposible concebir el viaje de nuestro protagonista. Hablando de lo cual, Disney y sus hombres de confianza llegaron a un par de conclusiones poco menos que trascendentales durante el largo proceso de desarrollo que vivieron juntos: a) eliminar por completo la figura humana de la ecuación (somos uno de los mayores villanos en la historia de los dibujos animados… y ni siquiera se nos ve); y b) abordar la muerte de la madre de Bambi, sin duda gran punto de giro del relato, a través de una elipsis que no solo se sigue estudiando a día de hoy en las escuelas de cine, sino que también se las ha apañado para, pese a ello, traumatizar a varias generaciones de espectadores. Si, tal como sostiene Slavoj Žižek en Lacrimae rerum (Debate, 2013) a propósito de Casablanca –otro clásico estrenado en 1942–, el cine alcanza su máximo potencial expresivo con a aquello que decide no mostrar (y que, por tanto, deja en manos de la ilimitada imaginación de cada espectador), debemos concluir que Disney al relegar la escena más traumática de Bambi al fuera de campo: de alguna extraña manera, eso fue precisamente lo que la volvió tan horrible y dramática como la recordamos incluso a día de hoy.
De ahí viene el fenómeno conocido popularmente como “Efecto Bambi”, que consiste básicamente en priorizar el sufrimiento y/o la muerte de unos animales sobre otros. En otras palabras: nadie quiere vivir en un mundo donde criaturas tan adorables como Bambi o Tambor aparezcan en el punto de mira de un cazador furtivo, pero el hecho de cenarse unas ricas chuletas de cerdo nos plantea, en general, muchísimos menos dilemas morales. Películas tan recientes como Okja (Bong Joon-ho, 2017) o Eo (Jerzy Skolimowski, 2022) han sabido retorcer con inteligencia el Efecto Bambi para ponerlo al servicio de diferentes causas medioambientales, tratando (con bastante éxito, al parecer) de dirigir a sus espectadores hacia otro estilo de vida y, sobre todo, otros hábitos alimenticios. En este contexto debemos enmarcar la producción francesa Bambi: Una aventura en el bosque (2024), última adaptación de la novela de Felix Salten y Kurt Wiese con la que Michel Fessler, director de El viaje del emperador (2005), ha ganado a Disney en su propio terreno, adelantándose así a un supuesto calendario de remakes fotorrealistas de sus clásicos animados que, tras el discreto resultado crítico y comercial de Mufasa: El Rey León (Barry Jenkins, 2024), parece estar agotando sus últimos cartuchos. Por supuesto que Bambi sigue siendo una parábola humanista tan válida, conmovedora y edificante en nuestros días como en el siglo pasado, pero la película de Fessler desaprovecha una oportunidad de oro para actualizar sus parámetros fundacionales y, bueno, justificar su existencia más allá de amoldarse a una tendencia de mercado a punto de caducar.