Voy a hablaros sobre uno de mis cuentos favoritos de mi amado cuentista Chejov: el relato largo La Estepa. De hecho, os invito a que hagamos un viaje con el niño protagonista del relato. Así, nos situamos como por arte de magia en la puerta de un hogar de la Rusia de finales del siglo XIX (Os preguntaréis ¿Cómo he podido llegar aquí?... no os preocupéis, no estáis muertos ni nada que se le parezca, son cosas de la fantasía). Estamos ahora en el hogar de Yegorusha (No me he traído ningún abrigo, ¿Hace frío en Rusia? Se pregunta otro. Por favor, dejadme continuar). Bueno, a lo que iba, esta es la historia de La Estepa.
La historia es sencilla: un niño es obligado a abandonar su hogar y se marcha con sus tíos a la ciudad para ponerse bajo la protección de un familiar. No hay drama, no hay tragedia... sólo una tela de vida que se resquebraja, una minúscula vida que se quiebra. Ahora acompañamos al niño en su viaje por la estepa, que ocupa todo el relato. ¿Y ya está, pregunta otro lector suspicaz? Pues sí, no hay aventuras, ni persecuciones con cosacos o tártaros, ni nada parecido. Sólo un niño perdido en la enormidad de la estepa: seca, silenciosa, solitaria. Una minúscula vida ante la inmensidad de un viaje que avanza lentamente. No hay descubrimiento, no hay aprendizaje, pero el mundo parece mudar con la estepa, y frente a ella, nosotros, siguiendo al niño Yegorusha, a quienes se nos va revelando otra naturaleza, que no nos juzga, que no nos interroga, sólo aumenta su presencia, mágica, extraña, casi indiferente, como una luz mudando en una habitación, mostrándonos esa grieta en nuestra máscara, en nuestra minúscula vida.
Ese podría ser el tema de los cuentos de Chejov, si quisierais: el desencanto, en el sentido de pérdida del encantamiento o ilusión que nos mantiene unidos a nuestra vida conocida, segura, previsible. Pero no os desaniméis, porque nuestro escritor (como el médico que era Chejov) no va a querer que ese viaje al desencanto lo hagamos de forma violenta, sino que sabrá protegernos, cuidarnos, con ese cariño con el que trata a los personajes, sin juzgarlos, mostrándoles simplemente su naturaleza, escenificando de una manera tan digna nuestros conflictos, enseñándonos que a pesar de todas nuestras convenciones y rutinas, no somos unos miserables, porque tenemos el don de descubrirnos, de romper el hechizo que nos ata al mundo que nos rodea, el don de desilusionarnos. Es por eso tan triste y hermoso el efecto que nos queda tras ver tanta humanidad despertándose de sus vidas en estos cuentos.
Llegamos a lo que para mí tal vez sea la principal maestría de Chejov, lo que le pone todavía más por encima de otros escritores: la acción interior de los personajes. Gracias al magistral dominio del estilo indirecto se logra una gran inspección psicológica. Las variaciones anímicas suspenden o renuevan el contacto con el mundo, la mágica ilusión a la que llamamos vida: pueden ser sensaciones tan humanas como la fatiga del viaje, el sueño, la atracción o curiosidad, la indiferencia, las que logran ese efecto, creando una suspensión entre la conciencia y lo exterior. En un nivel más profundo, esta rigurosa observación psicológica apuesta por una reflexión ética y un cariño hacia todos los personajes, especialmente por los más miserables. Ésa es la belleza de los cuentos de Chejov. En La estepa la conciencia frágil de Yegorusha y el uso del estilo indirecto permiten afianzar esa inspección psicológica volátil de los personajes, abren esa pequeña grieta en el pequeño mundo del propio Yegorusha, de los personajes y del lector. ¿No es algo mágico? así llegamos al final del relato, dejamos a Yegorusha en casa del familiar, cerramos cuidadosamente el libro, lo sostenemos con cuidado, lo colocamos suavemente en la estantería, cuidando de no agitar todavía más esa pequeña vida, la frágil existencia de Yegorusha, su mágica renovación.