MEDICA Review | Vol. 8, No. 2, 2020 | ISSN 2660-6801
International Medical Humanities Review / Revista Internacional de Humanidades Médicas
https://doi.org/10.37467/gka-revmedica.v8.2572
© Global Knowledge Academics, authors. All rights reserved.
PENSANDO LA PANDEMIA DESDE LA FILOSOFÍA DE LA SALUD
Una propuesta para la discusión
Thinking the Pandemic from the Philosophy of Health: a Proposal for Discussion
AMADA CESIBEL OCHOA PINEDA 1, CAYETANO JOSÉ ARANDA TORRES 2
1
2
Universidad del Azuay, Ecuador
Universidad de Almería, España
KEY WORDS
ABSTRACT
Philosophy
Health
SARS-CoV2
Epistemology
Ethic
Liberty
Responsibility
This essay, which is part of a health philosophy project, deals with the
impossibility of understanding SARC-Cov2, and the rest of nature, if we
are not able to understand the human sense of knowledge and science,
and the socio-cultural conditions of technological civilization and
globalized life, without which the pandemic would not have been possible
or, at least, its effects would have been mitigated and located in space /
time. It concludes with the need to make an ethical approach in relation
to freedom and responsibility in the era of globalization.
PALABRAS CLAVE
RESUMEN
Filosofía
Salud
SARS-CoV2
Epistemología
Ética
Libertad
Responsabilidad
El presente ensayo, que se enmarca en un proyecto de filosofía de la
salud, trata la imposibilidad de entender el SARC-Cov2, y el resto de la
naturaleza, si no somos capaces de comprender el sentido humano del
saber y la ciencia, y las condiciones socio-culturales de la civilización
tecnológica y la vida mundializada, sin las que la pandemia no hubiese
sido posible o, al menos, sus efectos habrían sido atenuados y localizados
en el espacio/tiempo. Se concluye con la necesidad de hacer un
planteamiento ético en relación con la libertad y la responsabilidad en la
era de la globalización.
Recibido: 01/06/2020
Aceptado: 04/01/2021
MEDICA Review, 8(2), 2020, pp. 37-48
1. Pandemia y filosofía de la salud
S
ostiene Kant, en una importante nota a la
Crítica de la razón pura, que la razón
humana tiene el extraño y singular destino
de verse agobiada por no poder dejar de
plantearse de modo inexorable ciertos
interrogantes, para los que no tiene capacidad de
respuesta, digamos científica, pero que son
exigidos por la propia naturaleza de la razón
(Kant, 2007). Estos interrogantes tienen que ver
fundamentalmente con la libertad humana, que
no podemos saber qué es, pero que la
necesitamos como postulado, si los humanos
queremos pensar nuestras acciones, como
producto de seres libres, racionales y
responsables de sus actos (Kant, 2000). Todo
parece indicar que el SARS-CoV2 amenaza
nuestra libertad y pone en cuestión el tema de la
responsabilidad, en tres registros básicos, el de
la ciencia, el de los individuos singulares, y el de
los poderes públicos. Ni que decir tiene que, en
los tres ámbitos aludidos, pensamos con Kant
que se da una causalidad por razón de la libertad,
más acá y más allá de la causalidad de la
naturaleza, tomada la causalidad libre o humana
como un factum de la razón (Kant, 2000).
Desde el comienzo de la crisis sanitaria,
desencadenada por el virus antedicho, los que
ejercemos el pensamiento de modo reflexivo y
crítico nos hemos planteado las mismas
cuestiones que en otros casos, como el VIH o el
Ébola se hacían, a saber, qué poder tiene la
naturaleza sobre la humanidad y qué recursos
tiene ésta para vencer, en este caso, a una
microscópica partícula. Muchas voces se
escuchan arguyendo que sólo el trabajo y los
resultados de la ciencia, junto a la
responsabilidad individual son suficientes para
afrontar y resolver, si bien no de manera radical
y definitiva, la pandemia actual (Pita, 2020).
Nuestra posición no puede ser menos que
matizar sustantivamente la expresada por Pita,
cuando no se incluye, entre los medios para
hacer frente a la situación, las decisiones de los
poderes públicos, sometidos a la tensión de los
dictámenes científicos y, por otro lado, la
influencia de la opinión pública o publicada, sea
cual sea el medio en el que ésta se expresa.
38
Por un lado, la microbiología conoce
relativamente bien la realidad concreta que
motiva nuestra reflexión. Apenas una molécula
de ARN y unas proteínas; progresa si los
humanos la transmitimos; de lo contrario,
apenas si sería objeto de una curiosidad tan
lujosa
como
superflua.
¿Responsabilidad
individual en la trasmisión? Sin duda que sí, pero
también colectiva, de los poderes públicos, desde
la conducta de los adultos y discentes que son
imitadas por los más pequeños, y de todos los
gobiernos del mundo, de y en los que cabe
suponer la voluntad y el deseo ferviente de
acabar con la epidemia. Por otro lado, nos
encontramos con la epidemiología, que se basa
en la estadística, en muchos casos, de tipo
muestral. Sin duda sus resultados son
probabilísticos, incluso de alta probabilidad,
pero nunca exactos, con la exactitud de la
evidencia científica que, caracteriza a las ciencias
duras, como la matemática, la física o la biología.
El carácter aproximativo de los estudios
epidemiológicos,
aunque
ofrezca
altas
probabilidades de acierto, plantea a los que han
de tomar decisiones que el recurso a ella sea o
pueda ser el único argumento para dar un cierto
barniz científico a sus decretos o providencias
(confinamiento, desescalada, vuelta a la
normalidad, política de semáforos, y un largo
etcétera), en especial, las referidas al correcto
uso de los recursos sanitarios, siempre costosos
y nunca suficientes, en cada país del globo.
El problema, tal y como lo consideramos los
autores de este trabajo, es que el criterio de los
científicos es claramente insuficiente para
afrontar la presente crisis, en muchos casos,
porque sabiendo mucho de virus y pandemias,
carecen de la suficiente humildad o, dicho de
otro modo, sus actitudes y opiniones derivan en
la soberbia de creerse investidos de un poder absoluto e in-finito sobre la naturaleza, cuando la
naturaleza misma, incluida la humana como una
pequeña parte, es el elemento relativo y el
componente finito de la realidad. Visto desde
determinado punto de vista, estamos ante un
organismo inferior, dicho sin ninguna arrogancia,
que causa estragos por razón del modo humano
de habitar la tierra. Resulta ser un expediente
sencillo y fácil poner énfasis exclusivamente en
la morbilidad y mortalidad del virus, y no
Pensando la pandemia desde la filosofía de la salud
reparar en la manera singular que los humanos
hemos adoptado de vivir en nuestro planeta, que
hoy como ayer resulta decisiva para el contagio.
La “filosofía de la salud”, postulada por los
autores de este trabajo y sometida a la
benevolencia de los lectores de la Revista
Internacional de Humanidades Médicas, considera
que la salud, como responsabilidad de todos y
cada uno de los humanos, tiene que ver con el
cuidado de sí como práctica de la libertad, tal y
como ha sido propuesto por Michel Foucault
(Foucault, 1999), y con todas aquellas prácticas y
tareas relacionadas con la salud, que nos
conciernen como humanos racionales, en contra,
en cierto modo de la enajenación de la salud, que
es la tendencia dominante en los sistemas
sanitarios, sean públicos o privados (Gadamer,
1993). Nuestra consideración programática del
concepto de salud, que sometemos a la
consideración de toda opinión más experta,
formada e informada que la nuestra, tiene que
ver con lo siguiente. Si es cierto que “la salud
exige un estado de armonía con el medio social y
con el medio natural” (Gadamer, 1993, 147), la
sanidad tiene que ver con la curación de las
enfermedades y el restablecimiento del bienestar
corporal y mental, mediante su diagnóstico y
tratamiento, pero la salud es una dimensión del
vivir humano que va más allá de la mera
ausencia de enfermedad. Ésta deteriora a
aquella, pero hay sanos sin salud, y también
menudean enfermos que aparentan salud. De ahí
nuestra definición tentativa, según la cual la
salud es la fuerza de oponer resistencia a las
enfermedades, la potencia y energía para no estar
enfermos y en forma, al tiempo que el estado de
ánimo que permite desarrollar las actividades que
podamos proponernos a nosotros mismos como
formando parte de nuestro proyecto de vida.
Todas estas dimensiones referidas han de
articularse en instituciones sociales que
fomenten la salud como bien público. A nuestro
modo de ver, un rasgo esencial y no menor de la
libertad en el momento presente, que se ha
constituido en principio básico de la ética de la
salud, tiene que ver con el cuidado de sí, que
abarca un amplio y extenso ámbito de influencia
en la vida humana (Castro Orellana, 2008).
El auténtico y más profundo problema que
tiene plantado la humanidad, al margen del
prioritario de preservar la salud pública, consiste
en plantear la relación de la humanidad con el
resto de la naturaleza, por así decirlo no humana,
a fin de ensayar y promover una actitud no sólo
de respeto sino de serena meditación sobre los
efectos de los modos de vida sobre el medio
natural. No es de ninguna manera casual que el
SARS-CoV2 se hay originado en China, país cuyo
desarrollo capitalista no contempla casi ninguna
restricción, ni ética ni política, ni en el respeto a
la democracia y los derechos humanos ni, en fin,
en el acatamiento de los límites y sostenibilidad
de los recursos naturales y medioambientales.
Aún sigue vigente la pregunta de raíz socrática
sobre cómo el conocimiento cosmológico, de la
phýsis en su conjunto, puede configurarse de
manera que corresponda a la auto-comprensión
de la humanidad, en el fundamental propósito de
ésta de realizar el bien común. Esta pregunta de
Sócrates está en el origen de la metafísica y sigue
siendo una de las preguntas clave de la existencia
humana (Gadamer, 2002).
2. La humanidad y la naturaleza no
humana
El auténtico problema actual, al margen del
urgente de preservar la salud pública a nivel
mundial, consiste en la relación de los seres
humanos con la naturaleza, de nuestra actitud
invasiva y petulante ante ella, de la explotación
sin límites de sus recursos y, en definitiva, del
intento de someterla sin restricción para
determinados fines, que se mantienen
preservados de toda crítica. El ejemplo del
SARS.Cov2, un minúsculo cachito de naturaleza, y
del consecuente Covid-19, es muy elocuente. En
tanto no encontramos la forma de su eliminación,
o de atenuar su morbilidad, no somos capaces de
mirarnos a nosotros mismos, para aclarar las
causas culturales, sociales, económicas y
políticas de la pandemia. El problema no es tanto
la naturaleza, con su innegable presión ejercida
sobre la parte humana de ella; sin duda ese
empuje nos ha obligado a la humanidad a
evolucionar y, en buena medida, para bien. Lo
grave es ese segmento de la naturaleza que cree
ser superior o privilegiado sobre el resto, por
disponer del conocimiento de los fenómenos
naturales, porque ha vinculado el saber a un
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modo de vida, para el que, como decía Tarde a
comienzos del siglo XX, el apogeo de la
prosperidad humana parecía logrado (Tarde,
2002). Desde hace siglos, el habitar humano la
tierra no se acomoda a los límites que dis-pone la
naturaleza, tomada en su conjunto, y que hoy
englobamos en el término sostenibilidad. No hay
dos gramáticas, la natural y la humana, sino sólo
una, la que es producto del estímulo y
condicionamiento natural sobre el ser y el hacer
de todos los seres, tanto orgánicos como
inorgánicos, y que obliga a la adaptación al
medio. Nada nos asegura que la relación de los
humanos con la naturaleza se haya pensado con
todo rigor y profundidad, a pesar de, o
precisamente por, el hecho de la ciencia y la
tecnología modernas, que ocultan, solapan y
velan aspectos esenciales de la mentada relación.
Puede ser no solo interesante sino muy
productivo, como veremos en seguida, reparar el
carácter condicionante y determinante de los
hechos naturales, en este caso un virus, y de
nuestro conocimiento de ellos.
La naturaleza no se encuentra tan sólo en los
laboratorios que trabajan afanosamente para
lograr una vacuna contra el virus, sino también
en el tipo de comunidad, que los griegos
llamaron pólis, que los alberga y financia.
Conceptualmente todo depende de considerar y
tener en cuenta la noción de limitación, en el
sentido de que no existe nada en el universo
mundo que no se encuentre determinado por la
categoría de límite, en la acepción según la cual,
en el fondo, no hay otros límites que los humanos
(Trías, 1991; Trías, 2000). Cualquier parte o
partícula de la naturaleza no es sólo un objeto de
laboratorio sino también algo que posee un
régimen propio; éste muestra que no se
identifica sin residuo o completamente con lo
que de ella saben los científicos. La cosa de la que
hablamos procede del mundo inorgánico, no
tiene vida propia, pero es nociva para el
organismo humano pues se adhiere y ataca a
determinadas células. No se refiere de manera
genérica a lo humano, sino a un determinado
modo de entender la vida humana en la
actualidad.
Los lectores de la Revista Internacional de
Humanidades Médicas saben que la historia de la
medicina nos ha familiarizado con la tesis de que
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las enfermedades son el producto de una
intrusión de la vida inorgánica en la orgánica,
tesis
parcialmente
desmentida
por
el
descubrimiento
de
las
enfermedades
autoinmunes.
Pero, detengámonos por un
momento en la idea de que algo amenaza el
organismo humano, fuera del cual es irrelevante
y el jabón de uso común lo destruye.
Afortunadamente para el género humano, éste
ha dispuesto tarde o temprano de la tecnología
para acabar con la amenaza. Pero lo decisivo en
este momento, a la vez que desafortunado,
resulta ser que las amenazas que nos acompañan
desde nuestro nacimiento filogenético y
ontogenético, las hemos llegado a ignorar en aras
de una felicidad basada en el desconocimiento y
la imprudencia. Vivir como si no existieran los
peligros tiene que ver con un modo de vida
humana que pre-supone, en este caso
equivocadamente, o bien que somos en cierto
modo invulnerables, o bien que, si no estamos
libres de amenazas, podemos superarlas y
vencerlas con mayor o menor dificultad, con
mayor o menor costo social. El error estriba en
creer que el dispositivo de la ciencia y la
tecnología, que parece que todo lo puede, nos
oculta su propia limitación. Puede lo que puede o
lo que los científicos y tecnólogos nos hacen
creer que pueden. En la actual tesitura, el
interrogante es claro: ¿puede la cienciatecnología ser el único consuelo y esperanza de
la humanidad amenazada por la pandemia?
Nuestra posición, desde la filosofía de la salud, es
que aún necesitamos algo tan importante e
indispensable como pensar la finitud y falibilidad
de toda la naturaleza como factor determinante.
Y, lo que es más importante, reflexionar en la
circunstancia según la cual el resto de la
naturaleza, digamos no humana, no es ni puede
ser una bodega, estantería o despensa, donde se
encuentran almacenados bienes de todo tipo, a
disposición arbitraria de la humanidad. Los virus
son el ejemplo de una naturaleza que no está
dominada ni se deja dominar fácilmente por los
seres humanos. La naturaleza en su conjunto,
incluida la humana, posee un resto in-dominable,
al que nunca podemos reducir ni siquiera en un
futuro previsible.
Los virus son partículas de ARN/ADN con una
envoltura de proteínas. No se reproducen por sí
Pensando la pandemia desde la filosofía de la salud
mismos sino infectando células de quien los
acoge como huésped, trasladándose de un
hospedaje a otro y, por fin, evitando ser
eliminados por el sistema inmunológico de quien
les proporciona hospitalidad. Determinadas
células, no sólo las humanas de los sistemas
respiratorio, circulatorio, reproductivo, etcétera,
dejan de reproducirse y producen virus en lugar
de células. En definitiva, los virus son parásitos
inertes que pertenecen a la célula como unidad
básica de la vida, que muestra que la interacción
de lo orgánico con lo inorgánico es un proceso
constante y permanente. Para decirlo de modo
sencillo, los virus son toxinas, tósigos para la vida
animal, por su dinámica de supervivencia, a costa
de las células, tal como parece que hacemos los
seres humanos a costa de otras formas de vida.
Podemos llegar a decir que donde hay un
organismo vivo, estamos ante la posibilidad de
una infección por agentes patógenos. Si éstos
necesitan a las células vivas es para causarles un
mal que acaba con ellas. La comunidad científica
llega a plantearse si son organismos vivos,
aunque sí es seguro que rondan y limitan la vida,
a modo de parásitos que amenazan la salud
humana. De ahí nuestro postulado, esencial a
toda consideración reflexiva de la salud, de que
los virus tienen individualidad propia, y que no
es posible separar esa pequeña parte de la
naturaleza del resto, porque la distinción entre la
naturaleza humana y la no humana es una
convención que resulta epistémicamente
irrelevante.
En general, los humanos nos hemos tomado a
nosotros mismos en nuestras acciones como
fines a los que subordinar el resto de la biosfera.
Lo razonable de esta visión que, al menos
procede del mundo de los antiguos griegos, sigue
siendo válido para todo peligro que ponga en
riesgo a la propia humanidad. Pero seguimos sin
pensar la índole del “fin”, que en alemán se dice
Zweck, para indicar que se refiere al propósito
que introducimos como télos de nuestras
acciones, en especial frente a los objetos de la
naturaleza (Hegel, 1997). En concreto, no hemos
pensando con suficiente detenimiento los fines
referidos a lo práctico, es decir, cuando aludimos
a todo aquello que emprendemos con vistas a la
supervivencia y, muy especialmente, no tanto
para entender el esfuerzo por sobrevivir en
condiciones extremas, cuanto sencillamente
tratamos de vivir en las condiciones superiores
propias de la cultura humana repleta de
artificios. No somos conscientes que arriesgamos
el futuro de una parte de la humanidad, la más
vulnerable, cuando surge una amenaza, que
discrimina poderosamente en sus efectos, hasta
el punto de que parece que nos induce a pensar
que algo hemos de sacrificar para vencer esa
amenaza, y ese algo deber ser valioso. No es
tanto la parte de la humanidad más vulnerable
que el resto, sino toda forma de humanidad,
porque su naturaleza dice relación esencial con
la vulnerabilidad de la especie, que puede estar
amenazada en su supervivencia.
Pero volvamos por un momento a lo que con
Hegel llamamos “el punto de vista teleológico
finito” (Hegel, 1997), que se resuelve en tomar el
objeto como mero material para la realización de
nuestros fines, que no supone ningún género de
materialidad específica, sino todo lo que se
requiere para fabricar los útiles, desde el cuero
para un par de zapatos hasta la sílice y el coltán
para un celular. Desde este punto de vista cabe
preguntarse si la naturaleza contiene en sí
misma un fin absolutamente último, que implica
que al virus no se le reconoce la posibilidad de
sobrevivir a nuestra costa, y que toda realidad
finita está subordinada a los fines humanos que
libremente se plantea nuestra especie, lo que
también puede ser objeto de debate.
Pero todavía el reto de la pandemia requiere
ir más allá de ese punto de vista teleológico finito
y sus dos derivaciones. Proponemos al lector de
esta revista una sugerencia especulativa, adjetivo
que se deriva del latín speculum, que no es otra
cosa, como en el caso del instrumento clínico,
que un punto de vista más elevado y preciso
sobre los fenómenos observables en general. Se
trata de pensar como posible, más allá y más acá
del saber científico, propio del conocimiento
finito de las cosas finitas, que hay otros
conceptos que tratan de pensar la naturaleza a
partir y beneficiándose de los resultados de la
ciencia. El que las ciencias naturales trabajen
con objetos empíricos y experimentales, y que
busquen leyes de validez universal, no las
convierte en la únicas que hacen posible saber
sobre la naturaleza. El problema que planteamos
emerge cuando las propias ciencias consideran la
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naturaleza como una organización, que es una
forma de verla como una totalidad orgánica.
Dicho con otras palabras, nuestro saber común y
el saber científico propenden a ver la naturaleza
como un todo orgánico con finalidad propia,
como un organismo que busca y pretende como
finalidad crecer y multiplicarse, sobrevivir
incluso a pesar de un entorno hostil. El
organicismo propio de la ciencia de la naturaleza
debe ser repensado porque tiene que ver
esencialmente con la relación de interacción de
la especie humana con su entorno natural y
social. Expresado de otra manera, nuestra
relación con la naturaleza toda, está
condicionada por una mediación digamos sociopolítica que, como ha mostrado Hegel, determina
la manera de considerar la propia naturaleza
(Aranda Torres, 1992).
La reflexión que incoamos desde una filosofía
de la salud, se hace a partir de tomar los
fenómenos físicos y, por extensión, los
biológicos, como la condición y el origen del
pensar todas las cosas mundanas, como lo
atestigua la historia de la filosofía desde Tales de
Mileto. Apostamos por la tesis fuerte de que la
finalidad aumenta nuestro conocimiento de la
naturaleza (Spaemann, 1991). En este sentido,
todos los objetos naturales se nos aparecen como
algo ajeno y otro en relación con el pensamiento
y la inteligencia, pero esta apreciación inicial es
contradictoria. Lo otro es lo otro de nosotros
mismos, lo que hemos objetivado para mejor
conocerlo y dominarlo. Sin la finalidad de
dominio no hay conocimiento. La exterioridad de
una partícula muy pequeña, que la microbiología
se esfuerza en conocer su estructura y dinámica,
sería el ejemplo de un dispositivo para su
estudio, control y eventual desactivación
mediante una vacuna. Si todos los virus
pertenecen a los seres vivos, la filosofía entiende
que estamos ante una exterioridad mutua y
recíproca, pues, si nos situáramos en el punto de
vista de la naturaleza, veremos que el sentido y,
por qué no, la finalidad de un virus es existir en y
para otro.
Las anteriores consideraciones nos llevan al
núcleo duro de nuestras consideraciones en este
trabajo. Todo se resume en repensar, si quiera
brevemente, en las dos características
conceptuales de los seres naturales, entre los que
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nos contamos nosotros los humanos: necesidad y
contingencia. Todo lo que existe en el universo
mundo es necesario y contingente. Necesario
porque, a diferencia de otras realidades, todos
los seres forman parte del factum de lo dado, de
esa realidad externa entre sí, que no es posible
borrar o eliminar a capricho. Contingente porque
como seres finitos no somos eternos; nacemos y
perecemos y, en la medida de que toda realidad
es individual, es objeto y fin de la vida, que
convierte a lo inorgánico y lo orgánico en
prescindible, innecesario y perecedero.
Hay una expresión hegeliana, “contradicción
no resuelta” para referirse a la naturaleza (Hegel,
1997, 306-308), que nos puede ser de alguna
utilidad para concebir la pandemia desde el
punto de vista de las humanidades médicas. En
primer término, porque hasta que no ingresemos
en el modo de ser humano, configurado por los
que vivimos en sociedad, mientras no pensemos
la naturaleza espiritual de la humanidad, no
podemos entender en verdad la naturaleza,
digamos no humana. No nos referimos a que lo
natural sea puesto o inventado por lo social, sino
a que lo socio-comunitario crea a su vez los
dispositivos científicos y tecnológicos que
convierten a la naturaleza en objeto de estudio y
libre disposición, siempre de acuerdo con las
pautas e intereses de la historia humana.
En segundo lugar, el planteamiento se hace
más explícito cuando pensamos la naturaleza y
sus objetos desde la única categoría que los hace
posibles, la categoría de vida, pues lo inorgánico,
en la medida en que carece de vida, si bien no de
diseño, tiene un escaso interés humano. Sólo
porque partes ínfimas de materia se relacionan
con la vida y, en especial con la humana, han sido
objeto de asombro y admiración, ha sido posible
su estudio y conocimiento preciso, y se han
convertido en una “contradicción no resuelta”.
Por esto, el corolario de estas consideraciones
sobre la polaridad naturaleza/vida humana,
consiste en formular la pregunta de cómo el tipo
de vida humana que representa la humanidad
presente hace posible la pandemia, porque sólo
el saber humanístico puede resolver el
interrogante de naturaleza ética que nos plantea
el SARS-Cov2 (Žižek, 2020a). Las humanidades
están concernidas por la salud en la misma
medida que las ciencias médicas; éstas desde los
Pensando la pandemia desde la filosofía de la salud
avances que supone la biomedicina; aquellas
porque la salud ha sido un objeto privilegiado de
la reflexión filosófica sobre la vida humana en
todas sus dimensiones.
3. Consecuencias ético-políticas
Cuando la filosofía pone especial énfasis en la
contingencia de todo lo natural, no deben
sorprender los atinados diagnósticos coetáneos,
según los cuales, dado que los datos estadísticos
y la mucha información carecen de fuerza
simbólica y vinculante, y están ayunos de
capacidad de ser reconocidos por la mayoría,
estamos ante una pérdida de la comunidad
humana, a costa de una cierta comunicación
ilimitada de los datos (Byung-Chul Han, 2020a;
Byung-Chul Han, 2020b; Žižek, 2020b). Aquí
radica tal vez la hodierna ausencia de
fundamento del habitar humano la tierra. El
modo humano de poblar y morar la tierra se
denomina hábito o costumbre, y éste es el
terreno o ámbito de la ética. No podemos aceptar
de ninguna manera que lo ético diga relación
exclusiva a la formación del carácter, como lo
pretenden algunos planteamientos muy en boga
actualmente. Desde Kant sabemos y podemos
estar de acuerdo sin reserva con que la ética
tiene por sujeto y objeto la libertad humana, esto
es, ella es el saber sobre y por la libertad (Kant,
2000; 2007). Incluso podemos afirmar que el
verdadero sentido del saber filosófico es el de
saber y entender de la libertad de los seres
humanos, no sólo individual sino también de la
establecida institucionalmente, y reconocida en
usos y costumbres. Pero la humana conditio se
caracteriza por una fragilidad y caducidad
extremas: somos libres pero frágiles y caducos o,
tal vez por ser de este modo aspiramos a ser
libres (Butler, 2020).
Desde el origen de nuestra cultura occidental,
en la época de los antiguos griegos, hemos
defendido que lo bueno y lo justo también dicen
relación directa con la libertad, tomada como la
energía que pone en marcha el pensamiento de
seres que viven con y en la naturaleza entorno, e
insertos en sociedades organizadas, cuya
condición ética tiene que ver tanto con el
carácter de cada uno como con las normas y
leyes que educan el carácter y ordenan la
convivencia. Es un lugar común pensar que la
totalidad del género humano quiere dar, en la
presente coyuntura de la pandemia, un paso
hacia la sensatez y la cordura, frente a conductas
irresponsables y de riesgo, teniendo en cuenta
que no puede ser excluido un cuestionamiento,
todo lo radical que sea posible de los usos,
costumbre y modos de vida globalizados.
Nuestra apuesta cree firmemente que la actual
crisis sanitaria representa un antes y un después
en los hábitos sociales, con su directa
repercusión en la antedicha educación del
carácter y de la ciudadanía.
Por extraordinaria e inusual que parezca la
pandemia que sufrimos y las medidas precisas
para superarla, que a los apocalípticos les
parecen cuanto menos terribles, si lo pensamos
bien y recapacitamos sobre la situación presente,
veremos que no es una novedad en el transcurso
histórico de la humanidad, porque no es la
primera ni será la última. Lo que es nuevo es la
hasta cierto punto confianza en nuestra
humanidad como género que resuelve a la larga
todos sus problemas, promovida por la ideología
cientifista, que promete, en uno u otro sentido,
soluciones radicales; ella ha generado el
optimismo
generalizado
en
soluciones
exclusivamente bio-médicas, desde el respirador
a la vacuna, cuando el asunto tiene mucho que
ver con nuestros modos de vida. En su visión
apocalíptica y visionaria de comienzos de la
centuria pasada, rara pero no tanto a la vista de
lo acontecido en la historia del último siglo,
Gabriel Tarde advierte del peligro de la completa
eliminación de la naturaleza con la sola
excepción del ser humano. Con ella, la sociedad
habría logrado su objetivo de sustraerse al medio
natural, en definitiva, la sociedad habría
conseguido ser autónoma de cualquier influencia
natural (Tarde, 2001).
El problema fundamental al que hemos de
hacer frente consiste en hacer compatible la
necesidad natural y ciega de la naturaleza, tanto
orgánica como inorgánica, con la libertad que la
humanidad se arroga frente a las leyes inflexibles
de aquella. Este conflicto resulta ser aparente
para Kant, que lo desarrolla en la tercera
antinomia de la Crítica de la razón pura (Kant,
2007), para encontrar una solución, si bien no
exenta de dificultades. Para resolver éstas es
preciso tener en cuenta dos características de los
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seres naturales que aún no hemos pensado
suficientemente: son concretos y puntuales, y
contingentes. En lo referente a nuestra
naturaleza, si consideramos las condiciones del
saber científico y nuestra capacidad de acción,
Kant saldó el conflicto postulando en el ser
humano una facultad de actual por la libertad y,
de este modo, ser causa de fenómenos
fehacientemente verificables como hechos, cuya
facticidad obedece, no obstante, a una serie de
causas naturales, como puede ser la escritura de
este artículo por sus autores (Kant, 2007).
Por otra parte, vivir con miedo es natural,
pertenece a la condición humana, siempre que no
nos paralice, como ocurre en el caso de algunos
personajes de E. A. Poe. El autor norteamericano
juega con el miedo natural humano, sin recurrir a
la hipérbole visual que caracteriza nuestro
tiempo, que conmociona al lector/espectador
con imágenes sobresaturadas de emociones
catastróficas (Aranda Torres, 2015). Aún nos
queda un margen de confianza, derivado de la
capacidad de reacción individual y colectiva ante
un acontecimiento pasmoso, asombro que, no
paraliza la dinámica cognoscitiva, y sí es la
condición de la reacción ante y frente al mismo.
En este sentido, la serenidad es un componente
básico de la ética que necesitamos para el
presente y el futuro; implica la confianza en la
ciencia para resolver determinados problemas
humanos, pero no todos. De la misma manera
que confiamos en los cirujanos en el quirófano,
los pilotos de aeronaves o los conductores de
buses, debemos confiar también en los políticos,
a los que podemos investir o revocar
democráticamente. La respuesta serena no
supone dejadez, desidia o negligencia alguna,
sino algo mucho más importante, deja oír el
nómos de la tierra, como la acogedora y huésped
universal de la humanidad. La serenidad se
opone al desenfreno, impaciencia y carácter
incondicionado de la perspectiva científicotécnica, pero el ideal de serenidad, que trata de
dejar atrás el super-predominio del querer
desatado y el decisionismo, no niega el progreso
técnico (Heidegger, 2002).
La ética para hacer frente a esta pandemia y
las que a buen seguro vendrán en el futuro debe
cuestionar la enorme aceleración a la que está
sometida la civilización planetaria, y considerar
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no sólo las consecuencias benefactoras de la
transmisión digital de la información, sino
también las posibilidades de contagio e infección
vírica, de manera también acelerada. Nadie
ignora la naturaleza y función de los virus, pero
nadie imaginaba sus consecuencias, por muy
previsible que fuese su morbilidad, porque todos
hemos ignorado o desconocido hasta ahora la
realidad de la vida humana planetaria y sus
consecuencias para la salud. El vivir en común
actual es un producto condicionado hasta tal
punto por la tecnología, que determina muchos
aspectos de nuestra cotidianidad, también
sentimientos y afectos, y que lleva aparejado una
crédula fe optimista, tanto en el progreso infinito
en todos los órdenes, cuanto, lo que es grave, en
la invulnerabilidad de la naturaleza humana, que
olvida la extrema fragilidad que acompaña a la
grandeza humana. La ética planetaria que este
rato se impone multi-lateralmente, se caracteriza
por un optimismo radical, hijo legítimo de la
tecnología mecánica, ejemplificada en las TIC. La
única alternativa que nos está propuesta a los
humanos en estos tiempos de penuria e
indigencia, sería una ética que tomase la
fragilidad como factum, y que se enderezase a
pensar que somos seres limitados con vocación
de cuidadores. Para aprender a ser cuidadores
hemos de empezar por cuidar de nosotros
mismos. Para eso, es preciso volver al asombro
(thaumázein) de los griegos como procedimiento
metódico frente a la actitud cartesiana, impresa
en la ciencia moderna, con su énfasis en la
planificación y prevención, que conjura a toda
costa esa libre actitud admirativa (Descartes,
2006). El asombro-admiración por la naturaleza
es lo anterior y previo, la condición vital
fundamental, de la actitud invasiva y
transformadora, propia de la perspectiva
científico y tecnológica. El dictum de Heidegger,
según el cual la ciencia no piensa, quiere darnos
a entender que la tecnología actual es incapaz de
proporcionar la medida precisa para el habitar
humano la tierra (Heidegger, 2007). Esa medida
incluye, ante todo y, sobre todo, una ética del
cuidado y los cuidados. La vocación de cuidador
y cuidadora tiene que abrir paso a la actividad de
los cuidados múltiples, que no es una actitud
solamente profesional.
Pensando la pandemia desde la filosofía de la salud
La pandemia nos impulsa a pensar cómo es en
realidad la historia humana, y que necesidad la
caracteriza, si la natural o la derivada de la
libertad, justo lo que el historicismo del siglo XIX
puso en primer plano de actualidad, y a lo que
definió como el peso específico del pasado sobre
lo que los individuos pensamos y hacemos. Pero
no es menos cierto que la influencia del pasado
se encuentra hoy sobre-determinada por el
desarrollo científico-tecnológico, que concreta y
precisa toda actividad humana en el presente
(Álvarez Gómez, 2007). Ni que decir tiene que el
factor de mayor impacto en la vida humana, para
lo bueno y lo malo, es la ciencia con su poder
descubridor y la técnica con su poder innovador.
De esto se deduce que la humanidad se
encuentra en la circunstancia presente, terrible
si se mira por el lado de cierta consecuencias
medioambientales, de tener que asumir no solo
aquello de lo que es agente y responsable de
modo inmediato y directo, sino, en general, de
todo lo que, de manera imprevista o no planeada,
le pueda acontecer, todo lo que nos induce a
presentir un no menos aciago futuro quizá
dramático, sin que, en el fondo, tras el destino se
oculte la dimensión de espanto, en el sentido
griego de lo deínotaton, de la acción humana.
Todo lo anteriormente expuesto nos pone
sobre aviso del peso y calado de la magnitud ética
de la vida humana: la libertad como condición y
resultado de la vida, en el sentido de que, por muy
condicionadas que puedan estar nuestras
decisiones, en ellas se encuentra depositado un
componente voluntariamente libre, y de
responsabilidad
que,
incluso
ante
el
desconocimiento posible de los efectos de
nuestras acciones, no nos exime de tener que
responder de ellas, tanto de las pasadas como de
las presentes. La humanidad no deja ni dejará de
ser responsable de sus actos, incluso cuando no se
tome en consideración el principio que debería
regular sus acciones: el principio de la phrónesis,
que ahora más que nunca entendemos como
prudencia, sensatez y buen sentido. Definimos la
sabiduría prudencial como la excelencia que ha de
presidir nuestras vidas ahora y el futuro, y a la que
debemos encaminar nuestras acciones, tanto
individuales como colectivas.
Una ética presidida por la acción prudente
tiene que plantearse el desafío que nos suscita
concebir una comunidad de egos, eso sí, bien
interconectada por las redes sociales, pero con
vínculos flexibles y débiles, con relaciones
efímeras y caedizas, carentes de compromiso.
Por otro lado, la libre movilidad ciudadana y la
progresiva eliminación de las fronteras nos
hacen vivir con y en la ilusión de que todo el
planeta se encuentra a nuestra disposición, a la
mano, sin esfuerzo ni contrapartida alguna. La
globalización, con su libérrima circulación de
capitales, mercancías e informaciones, nos vela y
oculta que también podemos intercambiar
huéspedes indeseados, humanos y de los otros.
No deja de ser cierto que hemos olvidado lo local,
lo patrio, lo hogareño y entrañable, algo que
parece imponer el confinamiento (de nuevo, la
malhadada raíz “fin”), que nos recuerda nuestra
finitud y limitación, que seguimos existiendo,
paradójicamente, gracias a la seguridad y
protección de nuestros hogares.
En la frase de Carlos Fuentes, “no hay
globalidad que valga sin localidad que sirva”
(Fuentes, 1999), no podemos entender una
empecinada
actitud
anti-progreso
y
conservadora; antes bien, señala y despeja el
profundo pensamiento de lo local, los lugares en
los todos y cada uno de nosotros nos ubicamos y
habitamos, pensemos por un momento en
Wuhan, que no sólo existen, sino que tienen una
proyección e interacción planetaria entre ellos.
De ahí que, entre otras, nuestra tarea como
humanidad en su conjunto, sea volver a pensar el
lugar, demorarse en él, aprender a construirlo y
habitarlo, respetando sus exigencias de seguir
existiendo y siendo esencial para la vida humana,
en la medida en que así atestiguamos que somos
hijos e hijas indefensos de la tierra como lugar,
grávidos de finitud y limitación. Los nativos y
asimilados de la era digital y la mundialización
parecen vivir instalados en los no-lugares, en los
espacios digitales en los que hasta el sexo es
virtual (Ochoa Pineda, Aranda Torres, 2019).
Frente y contra todo confín, que existe y seguirá
existiendo, hemos de ser simbióticos con lo
hogareño y lugareño, y, muy especialmente con
la hospitalidad.
Heterogeneidad, hibridación y mestizaje de lo
propio y lo extraño, de lo indígena y lo foráneo,
de lo hogareño y lo extranjero, de lo patrio y lo
apátrida, no son sino componentes esenciales de
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MEDICA Review, 8(2), 2020, pp. 37-48
la ética que el presente precisa y demanda, que
también deberá asumir la perspectiva
cosmopolita, tal y como Kant lo diagnostico a
finales del siglo XVIII (Kant, 2006). No está de
más y parece oportuno recordar que para Hegel,
que pasa por ser de manera equivocada, el
mentor del estatalismo y el nacionalismo alemán,
los inicios de la cultura y la civilización europeas,
en la Grecia clásica, modelo por excelencia para
el pensador germano, tienen que ver con la
llegada de los extranjeros, cuyo ejemplo más
conspicuo es Aristóteles, un macedón que
prosperó y triunfó en Atenas. Porque, en
definitiva, la humanidad y estas humanidades
concernidas con y por la salud, para promoverla
y promocionarla, tomada como poder espiritual,
nacen y crecen consumando la diferencia y lo
distinto, lo ajeno y foráneo, para construir un
mundo sin fronteras, pero atento a la localidad
en la que todos los seres humanos estamos
enraizados, y cuya carencia ocasiona la
apatricidad, una de las peores lacras de nuestro
tiempo.
Pero aún más importante para la ética
presente y futura es la necesidad de considerar
que el resto de la naturaleza no humana no es un
fondo a disposición o almacén, de uso arbitrario
para la humanidad. Este virus es el ejemplo para
que, de modo paradójico, aprendamos a respetar
la naturaleza, que creemos dominable y
dominada, como se respeta a un enemigo, cuya
principal virtud es hacerte crecer y hacerte más
fuerte. La naturaleza en su conjunto, incluida
claro está la humana, detenta un resto o fondo indominable, y así debe seguir siendo para el bien
de todos, para que sigan existiendo estímulos
para el esfuerzo y la excelencia humanos.
Para definir y precisar de modo conclusivo las
consecuencias éticas implementadas por la
actual
pandemia, vamos
a
seguir
el
planteamiento de Paul Ricoeur, según el cual la
aspiración ética se puede definir por tender a la
vida buena, con y para los otros, en instituciones
justas, lo que convertido en lenguaje pragmático
equivale a cuidado de sí, cuidado de los otros y
cuidado de las instituciones (Ricoeur, 2002). La
primera de las aspiraciones hace referencia a la
ética del autocuidado o cuidado de sí mismo, que
no es egoísmo ni nada parecido, sino
sencillamente estimarse lo suficiente como para
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tomar las riendas de la vida propia, haciéndose
responsable de las decisiones libres que
tomamos en relación con nuestra salud, régimen
de vida y proyecto personal, incluido, como no
puede ser de otra manera, el recurso a la
tecnología sanitaria. En segundo lugar, nos
encontramos con el cuidado del otro y de los
otros, que tomamos como solicitud y respeto,
que complementan la estima de uno mismo con
la inestimable reciprocidad, que debe ser la base
de la responsabilidad mutua y compartida, ante
todo aquello que depende de la solidaridad y la
colaboración de todos. El cuidado de los otros
tiene dos dimensiones esenciales: cuidado de la
amistad, considerada como el valor cívico por
excelencia, y cuidado de los demás en el
sufrimiento y la enfermedad. En tercer término, y
para resumir esta ética de urgencia para la
pandemia, hay que insistir en la aspiración
humana de vivir en instituciones justas, único
ámbito de realización de la libertad y las
libertades. Introducimos ahora la necesidad de
que la libertad humana se produzca en el seno de
instituciones, que no son ni deben ser rígidos
corsés que impidan su crítica y mejoramiento,
dirigidas por un sentido de la justicia, a la que se
subordina toda institución social, desde la familia
al gobierno.
La aspiración a la justicia social va más allá y
perfecciona el sentido espontáneo de justicia que
atesora todo ser humano en su fuero interno, y lo
completa con las dimensiones conmutativa y
distributiva de la misma. A diferencia de la
conmutativa, que asegura la igualdad de
derechos (isonomía) de todos los ciudadanos, la
justicia distributiva se constituye en la
dimensión fundamental de la ética en la época de
pandemia. En la medida en que la distribución es
proporcional, demanda de cada uno según su
capacidad y devuelve a cada uno según su
necesidad. Vivimos en sociedades como las
actuales, con un sistema de reparto y
distribución, que se refiere a los derechos y
deberes, a los ingresos y patrimonios, a las
responsabilidades y poderes, en suma, a los
beneficios y cargas, entre absolutamente todos
los ciudadanos, sin distinguir edad, sexo o color
de su piel, o estatus socioeconómico. La lucha
por la desigualdad debe figurar en primer
término de la agenda de científicos y políticos. No
Pensando la pandemia desde la filosofía de la salud
hay mejor arma ni remedio contra los males
humanos, sean de la naturaleza que sean, que un
buen sistema de justicia social igualitaria,
aplicado con imparcialidad, y que atienda
también los elementos que humanizan como
ninguno a lo justo y la acción política: la
benevolencia general, la munificencia, y la
compasión con y del sufrimiento.
4. Conclusiones, si caben
Nuestra contribución ha procedido a plantear
someramente el problema de la pandemia que
vivimos desde la perspectiva de una filosofía de
la salud, tomada como la que se ocupa de la
deseable y exigible competencia de todo
ciudadano/a, libre e igual, que aspira a vivir una
vida buena y a ser feliz en la medida de sus
posibilidades, en el contexto de una coexistencia
pacífica, en sociedades presididas por la justicia
como norma básica de convivencia. Hemos
insistido en el eje axial de la salud, que es todo
aquello que nos permite ser mujeres y hombres
activos, trabajadores, emprendedores, solidarios
y cooperativos. La salud que quiere ser integral
no sólo la proporcionan los remedios y
medicinas, sino el hacer acopio de la energía para
acometer todo lo que nos proponemos como
individuos
singulares,
que
vivimos
en
instituciones sociales que nos humanizan y
liberan, y que nos permiten la realización de los
diferentes proyectos personales, en un régimen
deseable de igualdad de oportunidades.
Además de lo dicho, queremos extraer un
corolario, que puede parecer un estrambote,
pero que no lo es, al menos en la intención de las
autoras de este artículo. Buena parte de la
responsabilidad de y en la toma de decisiones
sobre la pandemia recae sobre los gobiernos,
sobre los que se agolpan multitud de críticas
desde todos los sectores de la sociedad, justas e
injustas, bienintencionadas o desalmadas. A
pesar de que pueda haber casos de corrupción y
de mal gobierno, de pésima gestión sanitaria o
epidemiológica, de adopción de medidas de
emergencia equivocadas, es completamente
necesario suponer buena fe, deseo de hacer las
cosas lo mejor posible, y ni siquiera imaginar, ni
por lo más remoto, que un gobernante pueda no
querer preservar la población de su país de la
enfermedad y la muerte. Esto exige, en tiempos
hipercríticos, un cambio de actitud ante la
política y el gobierno, que no coincide con el
generalizado pesimismo actual. La actitud de
benevolencia, de otorgar un margen de
confianza, por parte de la ciudadanía, ante las
decisiones que los gobiernos y los gobernantes
se ven obligados a tomar, en condiciones muy
difíciles en la mayoría de los casos, es la mejor
contribución a que la situación sanitaria mejore.
Todo esto no es arrojar una tabla de salvación a
los gobiernos y gobernantes corruptos, sino todo
lo contrario. Tratamos modestamente del rearme
ético de la ciudadanía democrática, para ser, a un
tiempo, crítica y constructiva.
Paralelamente, todo aquello que contribuya al
restablecimiento de las actividades económicas y
productivas, la vuelta a la normalidad de
nuestras vidas, a la docencia, investigación y
transferencia del conocimiento a la sociedad,
para que lo presencial vuelva a ganar la batalla a
lo virtual, sin que esto deje de ser una
herramienta de gran ayuda, debe dirigir la
actuación de los ciudadanos y los poderes
públicos. Echamos en falta un espíritu de
colaboración, de comprensión y de solidaridad
con aquellos que tienen que tomar decisiones
cruciales para la vida colectiva en nuestros
países, los de la comunidad iberoamericana, que
tanto está sufriendo los azotes de la pandemia. A
buen seguro, la humanidad saldrá reforzada de
esta situación de emergencia en un respecto muy
concreto, en lo que concierne a una
implementación de la conciencia de que sólo una
respuesta global por parte de nuestra especie
puede afrontar el reto del presente y los desafíos
que el futuro pueda plantear. En ese frente de
batalla, en esa primera línea de fuego, en la
trinchera del combate, han estado, están y
seguirán estando los humanistas de todos los
confines del mundo conocido, y su búsqueda
permanente de una norma que permita in-morar
de modo más humano el planeta Tierra.
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MEDICA Review, 8(2), 2020, pp. 37-48
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