Δαίμων. Revista de Filosofía, nº 39, 2006, 69-85
Poder legítimo y democracia: sobre la desaparición del pueblo
como sujeto político
ANTONIO RIVERA GARCÍA*
Resumen: Partimos de la distinción que establece Giuseppe Duso entre governo y potere,
entre la política antigua centrada en las formas
de gobierno y la moderna basada en la soberanía y la representación legítima. Las democracias
liberales contemporáneas coinciden en el fondo
con la representación semiótica cuya primera gran
exposición encontramos –si estamos de acuerdo
con Ackerman– en los federalistas norteamericanos. Sin embargo, consideramos que la auténtica
democracia es la más rara, la situada más allá del
gobierno y del poder, allí donde los cualquiera,
los que no precisan de ningún título para participar en la esfera pública, cuestionan –como explica
Rancière– la continuidad entre el orden natural o
social y el orden constitucional o político.
Palabras clave: Gobierno, poder legítimo, democracia, representación, pueblo, oligarquía, orden
social.
Abstract: The point of departure of this article
is the distinction established by Giuseppe Duso
between governo and potere, between the old
politics focused on the forms of government and
the modern politics based on sovereignty and
legitimate representation. Contemporary liberal
democracies fundamentally coincide with semiotic representation, which, if we agree with Ackerman, makes its first major appearance with the
North American Federalists. However, we consider that authentic democracy is that which is
rarer, to be found beyond government and power,
where the nobodies, those who do not need any
titles in order to participate in the public sphere,
question –as Rancière explains– the continuity
between the natural or social order and the constitutional or political order.
Key Words: Government, legitimate power,
democracy, representation, people, oligarchy,
social order.
«Se ha dicho acertadamente que la
democracia es discusión.»1
Con razón advierte Giuseppe Duso que debemos reflexionar sobre la pluralidad de los sujetos
políticos e ir más allá de la moderna dualidad sujeto individual y colectivo. La filosofía política
Fecha de recepción: 15 septiembre 2006. Fecha de aceptación: 24 octubre 2006.
* Prof. de Filosofía Política en la Facultad de Filosofía de la UMU. E-mail: anrivera@um.es. Su último libro es Reacción
y revolución en la España liberal (Biblioteca Nueva).
Este texto, en una versión algo más reducida, fue leído el 21 de febrero de 2006, en la X Semana de Filosofía, y en el
contexto de un diálogo que José Luis Villacañas y el autor de este artículo mantuvieron con Giuseppe Duso a propósito
de la democracia. El diálogo partió del libro editado por Duso Oltre la democrazia. Un itinerario attraverso i classici
(Roma, Carocci, 2004), sobre el cual ya había publicado J. L. Villacañas una nota crítica titulada «Oltre la democrazia
o come abbandonare la teologia politica», en Filosofia Politica, n.º 3/2005. En relación con este tema, también cabe
citar los siguientes libros del profesor italiano: La logica del potere. Storia concettuale come filosofia politica (Laterza,
1999), La rappresentanza politica: genesi e crisi del concetto (FrancoAngeli, 2003), o la edición de la obra colectiva El
contrato social en la filosofía política moderna (Res Publica, 2002).
1 Hans Kelsen, Esencia y valor de la democracia, Granada, Comares, 2002, p. 113.
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debería abordar el problema de lo singular en relación con las múltiples, plurales y móviles formas
de agregación; y sobre todo meditar sobre lo que Duso denomina «la dimensión de la relación», fuera
de la cual prácticamente no somos nada. Para pensar esta pluralidad ha invocado el profesor Duso un
nombre clásico, el de Althusius, el publicista que, en otro umbral como el nuestro, en los albores de
la modernidad, pensó en la pluralidad de los sujetos políticos y en su consociatio simbiotica, a la que
hoy Duso se refiere con los términos, quizá algo confusos y gastados, de consenso y solidarietà.
Pero me pregunto si esta invitación a pensar la complejidad, a pensar la pluralità de la comunidad política —y ahora invoco de nuevo el nombre de Althusius, no se trata en el fondo de una
incitación a redefinir el federalismo, la consociatio de plurales sujetos políticos, más allá de la hegemonía y de la unión jerarquizada que suponen los conceptos modernos de soberanía, nacionalismo,
imperialismo o Estado administrativo. En mi opinión, uno de los principales retos actuales de la filosofía política, de la disciplina que realmente asume el carácter conflictivo de la esfera pública y se
toma en serio la constante oposición entre el ideal normativo de la igualdad y la realidad social de la
división en identidades del cualquier tipo, consiste en pensar la democracia federal. La parte federal
nos lleva a meditar sobre nuevas formas de unidad pública que tengan en cuenta la heterogeneidad
o la diferencia social de individuos y comunidades. Los males de la homogeneidad nacional y de la
omnipotencia sólo pueden ser combatidos eficazmente mediante la división de poderes, y ésta sigue
siendo la clave para pensar el federalismo. Pero hoy quisiera reflexionar sobre la primera parte de
la fórmula, la democracia. La política democrática se caracteriza por impedir que el federalismo,
a diferencia de lo sucedido en la época de Althusius, termine justificando la necesaria continuidad
entre las funciones, jerarquías e identidades naturales o sociales y las posiciones ocupadas por los
sujetos en las instituciones de gobierno.
Para Giuseppe Duso, el paso de la democracia de los antiguos a la de los modernos coincide
con la sustitución del clásico concepto de gobierno por el de poder o soberanía. La democracia de
los antiguos, la de Aristóteles o Cicerón, alude a una forma de gobierno en la que el mando político
es asumido por una parte de la polis o respublica, el demos, es decir, por aquel grupo compuesto
por los ciudadanos libres y pobres. Durante este periodo en el que la política responde fundamentalmente a la cuestión de qué partes gobiernan y qué partes son gobernadas, los ciudadanos —con
independencia de las condiciones exigidas para disfrutar de la ciudadanía— sí pueden aparecer
como sujetos políticos activos. Además, la filosofía política no se centra tanto en el análisis del
poder que elabora las leyes, como sucede desde Hobbes o quizá Bodin, cuanto en el estudio del
gobierno según las leyes. Por último cabe señalar que la respublica de los antiguos adopta el aspecto
de un todo compuesto por partes irreductibles y heterogéneas; es decir, implica diferencia entre los
hombres, mas no igualdad entre los individuos como ocurre en los Estados contemporáneos.2
En la época moderna, sin embargo, asistimos al nacimiento de la soberanía y del poder legítimo, así como a un cambio en el concepto de gobierno, que ahora pasa a ser sinónimo de poder
ejecutivo. Para la filosofía política de los modernos, el poder, si es legítimo, sólo puede proceder
del pueblo. Este último ya no se concibe ni como una parte de la respublica ni como un conjunto
de partes heterogéneas, sino como una totalidad de individuos libres e iguales, sin diferencias y
sin partes. Lo cual no impide que en esta época la democracia federal aparezca como el más serio
intento de combinar la igualdad individual con la heterogeneidad de las partes —aunque ahora
éstas coincidan con comunidades formadas por sujetos iguales. El detentador del poder o de la
2
G. Duso, Oltre la democracia…, p. 19.
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soberanía se identifica —advierte Duso— con una nación o pueblo abstracto, sin ninguna relación
con la experiencia, con la realidad social, y surgido de la construcción lógica —y no histórica— del
contrato social.3 El pueblo, por tanto, deja de ser, como ocurría en el pensamiento premoderno, un
sujeto constituido y plural.
El mayor problema para la filosofía política moderna consiste en cómo hacer efectivo el poder
del artificial sujeto colectivo al que denominamos pueblo. En la mayoría de las ocasiones esto va a
tener lugar mediante la mediación representativa; o en otras palabras, mediante la transformación
de la relación material o real de mando y obediencia —la propia del gobierno antiguo— en una
relación formal.4 Quien manda ya no es una parte concreta, tal como era el pueblo —el sector de
los pobres— en la antigua forma de gobierno democrática, sino el abstracto sujeto colectivo. Si en
la política antigua resultaba fundamental el título (arkhé) que facultaba para gobernar o guiar la
respublica, ahora, en la moderna, adquiere especial importancia las condiciones necesarias —generalmente, la autorización del pueblo— para que la representación sea legítima. Directamente, sin
mediaciones, el pueblo o la nación de los modernos sólo va a aparecer en situaciones excepcionales,
en los momentos revolucionarios en los que el sujeto colectivo está dotado —para usar los términos
empleados por Duso— de grandezza costituiente.
Es verdad —como nuevamente indica el profesor italiano— que la democracia contemporánea
se halla enclaustrada dentro del amplio concepto de potere legittimo, y que en nuestros Estados lo
democrático se reduce prácticamente a lo legítimo del poder. Sin embargo, en las páginas siguientes
me propongo tratar la democracia como el más allá del poder legítimo propio de la forma jurídicopolítica estatal; o como el más allá del poder que, de acuerdo con Duso, anula a los individuos
como sujetos políticos activos. Incluso, desde el punto de vista de este poder autorizado, la acción
política del ciudadano, del cualquiera, ha sido deslegitimada como la pretensión indebida de la
voluntad privada de hacerse pública. Contra esta lógica me gustaría hablar hoy.
1. Más allá del gobierno y del poder, la democracia. Comenzaré separando las clásicas formas
de gobierno y los modernos Estados soberanos de la democracia, del poder del demos. El gobierno
y la representación política son muy distintos de la democracia entendida en su sentido más radical, lo cual no significa —como veremos más adelante— que esta última sea indiferente al tipo
de mando político. Tampoco se trata de poner la democracia en el lugar del gobierno o del poder,
que siempre acaba siendo oligárquico o de unos pocos sobre todos —como suelen tener muy claro
los publicistas conservadores del estilo de Eric Vögelin o Raymond Aron. Mas aunque el régimen
constitucional pluralista de nuestros días no sea realmente democrático, sí cabe apreciar algunas
intervenciones democráticas, ciertas apariciones del poder del pueblo, que aminoran los males
inherentes a la oligarquía.
3
4
Ibíd., p. 24.
Un análisis semejante encontramos en Rancière, para quien de Aristóteles a Hobbes tiene lugar un desplazamiento «del
plano de las partes en el poder al de los individuos, de una teoría del gobierno a una teoría del origen del poder» (Jacques
Rancière: El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1996, p. 101). A partir de Hobbes,
la filosofía política sólo tiene dos protagonistas principales: los individuos, cuya intervención de carácter pre-político
consiste únicamente en autorizar al poder soberano, y el Estado. En cualquier caso, tanto para Aristóteles como para
Hobbes la política se reduce al gobierno de las instituciones —parapolítica lo denomina Rancière. La continuidad entre
sociedad y política —que es una de las claves para explicar la filosofía política moderna, o entre las partes definidas
socialmente por un principio, como el de la riqueza o la identidad nacional, y las partes del gobierno sigue siendo esencial para explicar la política de Aristóteles.
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La democracia tiene un carácter extraordinario porque esa pluralidad de sujetos políticos que
componen el pueblo, a diferencia de los gobernantes e instituciones públicas que actúan todos los
días, ordinariamente, se manifiesta —aparece— ocasionalmente, de forma intermitente o incluso
excepcional. En un doble sentido. En primer lugar, porque la democracia está unida a un tipo vida,
descrita ya en cierto modo en la célebre oración fúnebre de Pericles, que concede importancia tanto
a lo propio como a lo común. El hombre de la ciudad democrática no es un soldado permanente de
la democracia. Quizá la mejor expresión contemporánea de esta realidad sea el ciudadano privado
de Ackerman, quien unas veces, las más raras, es ciudadano, y la mayoría del tiempo es un hombre
privado dedicado a la administración de sus asuntos propios. En particular, Ackerman pretende la
búsqueda de una ciudadanía adecuada a la complejidad de este hombre moderno, y que se halla
unida a un dualismo constitucional que examinaremos al final del artículo.
Pero la excepcionalidad de la democracia también se puede decir en otro sentido. Sus enemigos, los liberales conservadores y los reaccionarios del pasado, solían afirmar que el pueblo sólo
se expresaba directamente como súbdito rebelde, en las revoluciones. Hay algo de verdad en esto,
en la medida que la democracia, como expresión del poder del pueblo cuya esencia es la igualdad
o la libertad de los iguales, supone una ruptura de lo más ordinario o normal, de la lógica vertical
del gobierno y del poder legítimo, forzosamente fundada en el establecimiento de una jerarquía y
de una desigualdad.
1.1. ¿Qué es democracia? En realidad, el poder del pueblo no es más que el poder de los iguales.5 Se trata de la forma política que permite la intervención de cualquiera en la esfera pública.
Esto significa que el poder del pueblo, el de cualquier sujeto, es independiente de la identidad
natural o social de cada uno: de su raza, sexo, lugar de nacimiento, religión, riqueza, profesión,
etc. No es preciso tener ningún título, ninguna capacidad, ninguna identidad especial, para gozar
de libertad o igualdad políticas —nos dice el pensamiento sobre la democracia. La lucha en épocas
pasadas por el sufragio universal —uno de los medios modernos, pero de ninguna manera el único,
que puede tener el cualquiera para expresarse— había de asumir y defender el presupuesto, el
universal, de la «igualdad de las inteligencias», y demostrar que cualquiera, sin entrar a considerar
las desigualdades estudiadas por la ciencia social, estaba en condiciones de participar en la esfera
pública o de tener derechos políticos. En la lucha por el sufragio universal se debía verificar la más
democrática de las aserciones: la mejor preparación de un pueblo para la libertad, es la libertad
misma. El sufragio censitario, la soberanía de la inteligencia o cualquier otro título para distribuir
las funciones o los puestos de gobierno partían, en cambio, del hecho de que para participar o
ser visible en la esfera pública era preciso garantizar previamente la capacidad de cada uno para
conocer el bien común. Pues se suponía que una parte de la población, especialmente la acuciada
por las necesidades, la conocida con el nombre de proletariado, pero también otras partes desplazadas hasta el ámbito privado o doméstico, como las mujeres, los negros o los inmigrantes, no
podían saber cuáles eran los intereses públicos que debían ser perseguidos por los gobernantes e
instituciones públicas.
Este hecho de la igualdad, como se pone de manifiesto desde el origen de la filosofía política, desde Platón, provoca un escándalo, principalmente porque se opone a todos los títulos o
principios (arkhai) que legitiman al gobierno y sirven para determinar quiénes deben ser los
5
Para la definición de la democracia sigo algunos escritos de Jacques Rancière: El desacuerdo...; Aux bords du politique,
París, La Fabrique, 1998; y sobre todo La haine de la démocratie, París, La Fabrique, 2005.
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gobernantes y quiénes los gobernados. Recordemos que Platón distingue en el tercer libro de Las
Leyes (690a-690c) siete títulos o principios. Los cuatro primeros se basan en diferencias visibles
desde el nacimiento; esto es, nos referimos al poder de los padres sobre los hijos, el de los viejos sobre los jóvenes, el de los señores sobre los esclavos y el de los nobles sobre los plebeyos.
Los dos siguientes atribuyen el gobierno a los mejores. Se refiere así al poder de las naturalezas
superiores, de los más fuertes sobre los más débiles; y al preferido por el propio Platón y, desde
entonces, por una parte considerable de los filósofos: el de los más sabios sobre los que menos
saben o los ignorantes. En cualquier caso, esos seis títulos se caracterizan porque establecen una
jerarquía, una relación de autoridad, de superioridad o dominación, que, además, aspira a tener
un carácter natural.
El séptimo título, el democrático, el título excepcional, el que no tiene nada que ver con las
identidades naturales o sociales, parte de la absoluta igualdad de todos y establece un paradójico
gobierno anárquico, un gobierno sin gobierno o sin jerarquía: como todos son iguales, cualquiera
puede ocupar indistintamente la posición de gobernante o gobernado. Es un título o un principio
para gobernar que se refuta a sí mismo, ya que, cuando cualquiera puede ser gobernante, ya no
hay ninguna necesidad de título, de arkhé. Al mismo tiempo cuestiona todos los demás principios
que se caracterizan por establecer, por uno u otro motivo, una relación de autoridad o de subordinación.
La jerarquía política se corresponde a menudo, y más cuando no es atenuada por las excepcionales intervenciones del sujeto político democrático, con diferencias, identidades o posiciones
naturales y sociales. Por ejemplo, en el siglo XIX, las clases más ricas eran las más ilustradas y, a
su vez, las que monopolizaban los derechos políticos. Se consideraba natural establecer una estrecha
relación entre el censo, esto es, la propiedad o la riqueza, y los derechos políticos. Los más ricos
eran los únicos dotados de libertad política porque se pensaba que estaban en mejores condiciones
para conocer el bien común. Había aquí una continuidad entre el principio que ordena la sociedad,
cuyo estudio siempre gira en torno a específicas diferencias o a las desiguales posiciones ocupadas
por los hombres dentro de ella, y el principio del gobierno, el que establece la diferencia, el intervalo, entre gobernantes o sujetos con facultades políticas y simples gobernados.
Pues bien, esta continuidad es la que rompe la democracia. El escándalo democrático consiste en que su paradójico título no guarda ninguna afinidad ni con el orden de la naturaleza ni
con los demás principios que ordenan las relaciones sociales. Está claro que, desde una visión
democrática, la política no puede ser, como deseaban los filósofos y desean los sociólogos, una
esfera de saber y consenso donde el poder se halle en manos de los más sabios, de quienes mejor
conocen el sentido de valores como el bien común, la justicia, el progreso, etc. Más bien, la política —según el criterio democrático— se da allí donde se manifiesta la división, el conflicto o el
desacuerdo, donde todavía falta un principio ordenador, una regla previa, más allá del inasible y
contradictorio azar, que distribuya las funciones o las posiciones que debe ocupar cada uno. La
democracia nunca puede ser asimilada al orden propio de la respublica antigua y, menos aún, del
Estado moderno.
Sin embargo, la filosofía dominante ha acabado, en líneas generales, alejándose de los presupuestos democráticos, y ha terminado identificando la política con el orden administrativo de los
Estados, con el poder legítimo —si utilizamos el concepto de Duso— o la policía6 —si preferimos
6
Rancière denomina policía al mando público en un sentido amplio, en un sentido que engloba los dos conceptos separados por Duso, governo y potere legittimo. Policía es así «la agregación y el consentimiento de las colectividades, la orga-
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el de Rancière. Se ha perdido así la dimensión conflictiva y litigiosa que tenía la política. Probablemente haya sido Carl Schmitt el más radical a la hora de describir el proceso que reduce el arte
político a consenso. Es el jurista que con mayor crudeza ha examinado la evolución experimentada
por el Estado moderno desde el Leviatán hobbesiano hasta el Estado total administrativo, tanto en
su vertiente fascista7 como socialdemócrata. Para el alemán se trata de un proceso que conduce a la
completa comunión del pueblo con la oligarquía burocrática encargada de administrar los Estados.
La política queda reducida de este modo a la actividad del representante, a las leyes y medidas
administrativas adoptadas por una oligarquía política y una burocracia cuya legitimidad se deriva
tanto del consentimiento popular como del dominio de las ciencias sociales, a cuya cabeza se
encuentra la economía. En los Estados contemporáneos, las leyes, demasiado abstractas y generales,
son compensadas por un número cada vez más elevado de medidas administrativas caracterizadas
por responder a las particularidades del caso concreto, o por tener en cuenta la función y lugar
determinado que ocupa cada uno dentro de la sociedad. Desde este enfoque, la principal función de
las instituciones estatales consiste en la eliminación de los espacios conflictivos, con el propósito
final de lograr —en palabras de Rancière— el consenso o —en palabras de Schmitt— una nación
homogénea.
1.2. La antidemocrática continuidad entre lo social y lo político. Los enemigos de la democracia, tanto desde la derecha como desde la izquierda, siempre la han criticado por dividir la naturaleza, por deshacer el vínculo entre las propiedades naturales o sociales y las formas de gobierno
y Estado. A la derecha, los reaccionarios y liberales conservadores del pasado fueron quienes más
insistieron en el escándalo que suponía el pensamiento democrático, al cual atacaban por ser demasiado artificial, por estar demasiado alejado de la realidad social, o, en suma, porque, al destruir la
correspondencia entre el poder natural de la sociedad y el poder político, favorecía el desacuerdo
y los litigios que cuestionaban el orden establecido.
Los contrarrevolucionarios católicos, los Maistre, Bonald, Canosa, Balmes o Donoso, fueron
quienes marcaron la pauta para el pensamiento reaccionario posterior. En innumerables ocasiones
atacaron las revolucionarias constituciones liberales por su carácter abstracto, por romper la natural
7
nización de los poderes, la distribución de los lugares y funciones y los sistemas de legitimación de esta distribución» (El
desacuerdo..., p. 43). El filósofo francés no confunde este concepto con la «baja policía», con las fuerzas del orden y las
policías secretas, sino que se refiere al orden institucional, unas veces beneficioso, y otras no tanto. En el fondo, tan malo
es que exista política sin policía, pues los seres humanos necesitan de la estabilidad proporcionada por las instituciones,
como que todo se reduzca a policía, a consenso, y que no se pueda cuestionar y cambiar unos ordenamientos sociales y
constitucionales caracterizados por su contingencia.
Rancière reserva, en cambio, el término de política para referirse a las situaciones excepcionales en las que se hace
visible en el espacio público el conflicto, el encuentro, entre dos procesos heterogéneos: entre la lógica policial, la que
atribuye una determinada identidad y posición a cada una de las partes de la sociedad y del Estado, y la lógica igualitaria
o democrática, la que cuestiona las identidades, funciones o capacidades establecidas. La política se encuentra asociada,
por tanto, a la escenificación pública del desacuerdo con el orden policial o institucional. Desde este punto de vista,
los sujetos políticos son «sujetos flotantes» (Ibíd. p. 126), sin identidad clara, pues no se ajustan a la posición, poder
y función que distribuye el Estado o la sociedad. Cabe hablar así del «doble cuerpo del pueblo»: un cuerpo policial, el
definido por las instituciones sociales y estatales; y un cuerpo político que sólo aparece en contadas ocasiones, cuando
problematiza las identificaciones sociales y policiales, o cuando, en definitiva, revela su insuperable contingencia.
Sobre el Estado total administrativo y sobre la peculiar democracia del fascismo, la plebiscitaria, tienen especial interés
los ensayos de Schmitt El defensor de la constitución (Madrid, Tecnos, 1983) y Legalidad y legitimidad, así como los
artículos «El giro hacia el Estado totalitario» y «El ser y el devenir del Estado fascista». Estas tres últimas obras pueden
leerse en edición castellana en H. O. Aguilar (sel.), Carl Schmitt, teólogo de la política, México, FCE, 2001.
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continuidad entre el orden social y el ordenamiento de la respublica. Advirtieron enseguida que
principios liberales como la división de poderes, los jurados populares, el sufragio universal o la
tolerancia podían crear un espacio común para el litigio, para poner en escena los diversos conflictos
en los que estuviera inmerso el cualquiera, y de esta manera servir a la causa de la democracia.
Jaime Balmes, el más destacado, junto a Donoso, de los reaccionarios católicos españoles, nunca
dejó de advertir que el gran defecto del liberalismo español consistía en «la falta de armonía entre
el orden político y el social».8 En su opinión, los principios constitucionales españoles se apartaban
del verdadero estado de la sociedad, de la saludable unidad nacional religiosa, cuando se pretendía
introducir el abstracto principio de la libertad de cultos. En cierto modo tenía razón el reaccionario
al señalar que, con el reconocimiento de la libertad religiosa, no se hacía más que favorecer la aparición de conflictos políticos, el desacuerdo. Pero, precisamente, era en este escenario conflictivo
donde resultaba posible la democracia. Únicamente si se dividía la homogénea naturaleza religiosa
y se rompía la correspondencia de la libertad política con una determinada identidad confesional,
podía hacer acto de aparición en la esfera pública, y, por tanto, convertirse en sujeto político, el
pueblo compuesto por los cualquiera, por quienes carecen de una determinada identidad para ocupar una concreta posición política y gobernar.
Los liberales conservadores se servían de una manera similar a los reaccionarios de los argumentos basados en la continuidad entre lo social y lo estatal, entre los naturales principios reguladores
de la sociedad y los realistas principios políticos. Cuando los liberales conservadores del XIX
defendían el bicameralismo o la representación en la segunda cámara de las diferentes aristocracias
e intereses privilegiados, no lo hacían tanto porque pensaran que esta cámara permitiría perfeccionar
la función legislativa y evitar la revolución y el despotismo, pues esto también se podía conseguir
por otras vías, sino porque pensaban que las instituciones políticas debían necesariamente expresar
la complejidad social: debían ser el espejo de la sociedad real. Si había dos cámaras era porque
en la sociedad encontrábamos intereses generales o comunes, los de todos, e intereses especiales,
condiciones privilegiadas y tradiciones que no son derecho común. La única razón de ser del bicameralismo consistía en la necesidad de representar políticamente la heterogeneidad social. Por eso,
el liberal puritano Pacheco llegaba a decir que, cuando la aristocracia dejara de ser un hecho social
«con vida propia en el país», la segunda cámara, la de los estamentos privilegiados, dejaría de tener
sentido.9 Se trataba así de no dar por buena una forma gubernativa alejada del verdadero estado de
la sociedad, y, por consiguiente, de vincular estrechamente los fundamentos sociales y los políticos.
Tal argumento, el de la necesaria continuidad entre lo social y lo político, era utilizado siempre que
un principio o una regla formal, como los jurados populares o el sufragio universal, amenazaba con
generar un espacio público donde pudieran hacerse visibles los conflictos o desacuerdos inherentes
a la democracia.
Por lo demás, tampoco me gustaría dejar de comentar que algunos liberales progresistas y demócratas rechazaban, a mi juicio con buen criterio, la citada argumentación. Para ellos, la existencia
de un interés no bastaba para que fuera reconocido y representado por las instituciones políticas.
Que existieran hechos injustos o privilegios contrarios al principio de la igualdad no significaba
que debieran ser respetados: «los principios —decía el progresista Joaquín María López— no se
prueban por los hechos, y sí los hechos por los principios».10
8 J. Balmes, El protestantismo comparado con el catolicismo, Barcelona, Biblioteca Balmes, 1925, p. 196.
9 J. F. Pacheco, Lecciones de Derecho Político, Madrid, CEC, 1984, p. 104.
10 J. M. López, Curso Político-Constitucional, Madrid, CEC, 1987, p. 45.
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Pero no sólo el conservador, ya sea en su vertiente reaccionaria o liberal, también el pensamiento
socialista ha considerado intolerable la distancia entre la realidad social y las formas de gobierno
representativo, y por ello ha aspirado a una nueva unidad o reconciliación que anule la distancia
entre la sociedad real y la democracia formal. La división mencionada ha sido pensada frecuentemente como una prueba de la mentira o la ilusión de la democracia. Se diría que incluso la crítica
social de izquierdas ha sido contaminada por el pensamiento teológico contrarrevolucionario, por
el fantasma de la totalidad perdida. Esta crítica o ciencia social se ha ocupado fundamentalmente
de verificar la desigualdad, aunque sea para oponerse a ella y no para sancionarla como suele hacer
el pensamiento conservador. En cambio, la democracia se interesa por las prácticas políticas que
tienen como principal tarea lo contrario: demostrar en la práctica la igualdad que asumimos como
un presupuesto, como un principio universal. Ello implica, desde luego, tomarse en serio las abstractas o formales declaraciones jurídico-políticas de igualdad; o tomarse en serio el componente
normativo de la política.
Es cierto que la crítica social opone la frase jurídica de todos los españoles, franceses o norteamericanos son iguales ante la ley al hecho social de que no lo son ni los trabajadores, ni las mujeres, ni
los negros, etc.; y de ahí concluye que la igualdad formal o legal es una ilusión que sólo sirve para
enmascarar la verdad de la desigualdad social. Se afirma esta realidad con el objeto de alcanzar en
el futuro próximo la igualdad, la libertad de los iguales. Pero no debemos olvidar que también cabe
otra posibilidad, otra estrategia, la democrática. Ésta es asumida por un sujeto, un cualquiera, que,
primero, comprende que la distancia entre las palabras y las cosas no es fruto de un engaño o de
una decepción, sino algo inherente a un hombre limitado, pero capaz de asumir la abstracción, la
irrealidad, de la representación jurídico-política. Después, tras reconocer esta distorsión, el cualquiera
afirma el universal de la igualdad, incluso el recogido por los conceptos políticos, y lo utiliza para
denunciar la contradicción que implica la existencia de desigualdades sociales.
La historia demuestra que en algunas ocasiones los conceptos jurídico-políticos han tenido
fuerza para oponerse a la lógica de la dominación o de las jerarquías sociales. Tales conceptos
abstractos y vacíos han permitido a veces crear el espacio, el lugar común o público, donde se
produce la discusión y el litigio entre las partes que cuentan en el gobierno y los excluidos de la
esfera pública. Por ello han servido para extender la igualdad propia del cualquiera a otros sujetos y
a otros espacios que, como la educación, el trabajo o la salud, habían sido privatizados. Espacios en
donde sólo imperaba una relación jerárquica y se producía la explotación de los trabajadores, de la
mujer, del negro, etc. En oposición a la conocida tesis de Hannah Arendt, resulta preciso reconocer
que la esfera de lo social, el conjunto de ámbitos privatizados, ha sido el lugar donde, a partir del
siglo XIX, se ha desarrollado en gran medida la política entendida en su sentido más democrático,
el que no la reduce al mero juego de las instituciones.11
La misma dualidad normativa del hombre y del ciudadano ha servido en el pasado para cuestionar la doble lógica de la dominación. Explicaré brevemente en qué consistía esta dominación.
Ante todo, partía de la separación entre lo público y lo privado, entre el ciudadano u hombre
público y el individuo privado, que se traducía en la paradójica diferencia entre derechos políticos
restringidos y derechos civiles universales. La parte de la población a la que se negaba la condición
de sujeto político (trabajadores, mujeres, inmigrantes, etc.) era la que pertenecía exclusivamente
11 J. Rancière, El desacuerdo..., p. 118. Tiene razón Ackerman cuando señala en su We the People que la hostilidad de Hannah Arendt hacia la cuestión social le ha impedido reconocer, quizá con la excepción de su ensayo sobre la desobediencia
civil, la importancia que tienen los movimientos sociales o civiles en la historia norteamericana.
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al jerarquizado espacio privado o doméstico, y por ello eran sujetos invisibles con los que no se
podía compartir el espacio común o el discurso público. Lo importante es que la distinción entre
lo público y lo privado seguía estando al servicio de la anti-democrática continuidad entre la sociedad y la política, pues en las dos esferas, y no sólo en la privada, se producía la misma diferencia
jerárquica. No olvidemos que el título de la dominación política, el de la elite de los capaces, se
derivaba de un título, el nacimiento o —si hablamos de los regímenes censitarios— de la propiedad
o riqueza, que es privado y, por tanto, no se puede universalizar. Por todo ello, aquella división
entre derechos civiles y políticos no ponía fin a la indistinción entre lo privado y lo público, o en
otras palabras, a la continuidad entre la sociedad, con su desigualdad de razas, sexos, naciones,
clases, funciones, etc., y la política.
La dualidad del hombre y del ciudadano fue precisamente rechazada por quienes, a la derecha y
a la izquierda, perseguían el fantasma de la totalidad natural y por ello sancionaban la continuidad
de los principios sociales y políticos, con independencia de que no se pusieran de acuerdo en su
verdadero contenido. A la derecha, el pensamiento conservador, ya fuera reaccionario como el de
Maistre, Burke, Balmes o Donoso, ya tuviera algunos componentes liberales como el de Bentham
o Alcalá Galiano, consideraba una ilusión los derechos del hombre. El argumento era muy sencillo: los derechos, al no existir antes de ser reconocidos por la legislación de los Estados, tan sólo
podían predicarse de los ciudadanos. El conde Joseph de Maistre, con su reaccionario sentido del
humor, decía a este respecto: «La constitución de 1795, de igual manera que las anteriores está
hecha para el hombre. Ahora bien, no hay hombres en el mundo. Durante mi vida, he visto franceses, italianos, rusos, etc.; sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: pero, en
cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es en mi total ignorancia».12
La primera consecuencia práctica de que los derechos o libertades no fueran universales, de que
no pudieran predicarse del hombre, no tardó mucho en manifestarse en una época marcada por la
excepcional amenaza de guerra civil: los gobiernos conservadores suspendieron las libertades, de
carácter individual como la libertad de prensa y culto religioso o de tipo social como la libertad de
asociación y huelga, con el pretexto de que tal medida represiva resultaba conveniente para restaurar
el orden público y lograr el bien común. El conservador Alcalá Galiano, en particular, decía que
cuando los Estados «se ven en peligro de morir y no alcanza a salvarlos el remedio de las leyes»,
debe anteponerse la justicia a la legalidad y conceder al gobierno la facultad dictatorial necesaria
para suspender los derechos de los ciudadanos.
A la izquierda, Marx veía, por el contrario, en los derechos del ciudadano una ilusión, una esfera
ideal, que ocultaba su doble real, los derechos del hombre, del propietario, que impone la ley de
sus intereses, la ley de la riqueza, bajo la apariencia de un derecho igual a todos. A esta política
de la sospecha, Jacques Rancière la denomina meta-política,13 pues la única verdad de la política,
identificada con la democracia formal, es su falsedad, esto es, el hecho de que sólo sirve para
ocultar la terrible realidad social. Tampoco en este caso, en el marxista, cabía hablar de derechos
universales, sino de las libertades de una oligarquía que domina a la mayoría. Desde uno y otro
punto de vista, desde la derecha y la izquierda, los conceptos jurídico-políticos no tenían ninguna
utilidad para la empresa democrática, para hacer realidad, verificándola o haciéndola presente en
la escena pública, la igualdad.
12 J. de Maistre, Consideraciones sobre Francia, Madrid, Tecnos, 1990, p. 66.
13 J. Rancière, El desacuerdo..., pp. 107 ss.
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Sin embargo, para la corriente democrática, el vacío concepto de ciudadano ha servido en
ocasiones para oponer la igualdad legal a las desigualdades sociales que caracterizan al hombre, a
los individuos privados, a los excluidos de la esfera pública y sometidos a los poderes y principios
del nacimiento o de la riqueza. Y, al revés, el hombre ha servido para oponer la igual capacidad
de todos al estrechamiento o privatización de la ciudadanía, esto es, a la exclusión de una parte
del pueblo o de un dominio de la vida colectiva del reino de la igualdad ciudadana.14 Cada uno de
estos nombres puede jugar polémicamente el papel de universal que se opone a un particular,15 y,
por tanto, ambos pueden llegar a ser —de acuerdo con la terminología de Koselleck— factores,
nombres con fuerza, para corregir las desigualdades políticas y sociales. En este caso, sí pueden
servir a la causa de la democracia, que consiste en transformar en sujeto político al cualquiera, al
excluido de las instituciones, o, para ser más precisos, en hacer visible a quien, por permanecer
oculto en el ámbito privado, en la esfera de las necesidades primarias, no podía ser un interlocutor
válido. Todo depende de algo sumamente contingente, de la fuerza que los cualquiera sean capaces
de dar a los conceptos y de que se esfuercen en probar su igualdad. Como bien sabía Cassirer,16 la
libertad y la igualdad no son nada si el cualquiera, si el sujeto político de la democracia, no lucha
por hacerlas efectivas, por demostrar su verdad frente a todos los intentos de instaurar nuevas
relaciones de superioridad y subordinación.
1.3. Más allá del pecado original y de la violencia fundadora. La ruptura de la continuidad
entre los principios que ordenan la naturaleza o la sociedad y la política dio lugar en el pensamiento
contrarrevolucionario, en el principal adversario de la democracia, al mito del origen pecaminoso
del poder del pueblo.17 Desde esta posición, en el comienzo de la democracia encontramos siempre
un crimen espantoso y antinatural, un parricidio, la muerte del pastor que alimenta a su rebaño,
la muerte del padre-rey que cuida de su descendencia, o incluso un sacrilegio, el destronamiento
del dios-padre. La primera víctima del paradójico título democrático es el más importante de los
principios reaccionarios, el de autoridad. El principio que sirve para establecer la posición que ha
de ocupar cada uno en el seno de las instituciones sociales y políticas, y que resulta inseparable
del jerarquizado orden natural, del orden cuyo primer fundamento se halla en la superioridad de
Dios sobre la criatura.
14 Rancière menciona diversos ejemplos históricos en los que la declaración de derechos del hombre y ciudadano, sobre
la cual se apoya una república como la francesa, hace posible el litigio político que tiene como objeto verificar el presupuesto de la democracia, la igualdad. Así, cuando Jeanne Deroin se presenta en 1849 a una elección legislativa a la que,
por ser mujer, no puede presentarse, «se muestra a sí misma y al sujeto las mujeres como necesariamente incluidos en
el pueblo francés soberano que disfruta del sufragio universal y de la igualdad de todos ante la ley, y al mismo tiempo
como radicalmente excluidos» de un orden social y legal que atribuye a una parte del pueblo, las mujeres, la función
de ser madres y educadoras, y por ello quedan confinadas en el privatizado espacio doméstico. La indebida aparición
de la mujer en el espacio electoral —concluye el francés— «hace aparecer lo universal de la república como universal
particularizado, torcido en su definición misma por la lógica policial de las funciones de las partes.» (Ibíd. p. 60). En
relación con el sujeto político «proletariado», Rancière subraya también la utilidad de las declaraciones en el pasado:
«la inscripción de la igualdad en la forma de igualdad de los hombres y los ciudadanos ante la ley definía una esfera de
comunidad y de publicidad que incluía los asuntos del trabajo y determinaba el espacio de su ejercicio como dependiente
de la discusión pública entre sujetos específicos.» (Ibíd., p. 71).
15 J. Rancière, La haine..., p. 67.
16 E. Cassirer, El mito del Estado, México, FCE, 1992, pp. 140-141.
17 El filósofo Blaise Pascal, con su «teoría de la institucionalización de la fuerza en derecho» (Pensamientos, Madrid,
Alianza, 1981, fr. 828), puede ser considerado el más valioso de los antecedentes del pensamiento sobre el origen pecaminoso del poder.
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Esta lógica del crimen parricida y del sacrilegio —que de forma tan extraordinaria podemos ver
en las obras de Donoso Cortés, para quien el anarquismo de Proudhon constituye la más perfecta
plasmación de la satánica revolución democrática— ha sido a menudo recogida, aun de forma
invertida, por el mismo pensamiento revolucionario. No es raro que en la literatura revolucionaria
o en el pensamiento socialista se oponga al antiguo dios-padre el nuevo dios-hijo, el moderno Prometeo, el pueblo —en palabras de Marx— encadenado a las rocas del capitalismo. Desde este punto
de vista, también en el origen del poder del pueblo se encuentra el mito de un parricidio que es al
mismo tiempo un tiranicidio. Pero con este mito fundador no logramos ir más allá del escenario
de la teología política. La violencia, a pesar de destruir las seculares instituciones de dominación,
sigue estando al servicio de la fundación de un nuevo poder legítimo.18 En realidad, se trata de un
mito político que nos habla de la sustitución de una omnipotencia por otra, de una jerarquía por otra.
Ahora bien, la inversión de la jerarquía sigue siendo la afirmación de ésta: sigue habiendo autoridad,
aunque ahora deba predicarse del pueblo, aunque ahora hayamos cambiado de soberano. La lógica
de la democracia no es la de la soberanía, la del Estado moderno o la de la teología política.
La democracia en su sentido más radical, en el más alejado de un régimen determinado de
gobierno o forma estatal, que es el sentido al cual hoy me refiero, no supone una inversión de la
relación entre gobernantes y gobernados, sino la suspensión de esta misma relación, de la diferencia,
de la jerarquía, que existe entre ellos, y la imposibilidad de decidirnos entre uno y otro término.
La lógica de la democracia es la más opuesta a la de la teología política, interesada siempre en la
fundación, en la crítica, excepcional y violenta escena originaria del poder, donde el soberano, el
padre o el hijo, hace acto de aparición. La democracia se da —ciertamente, de manera excepcional, pero sin necesidad de ningún sacrificio ni sacrilegio,19 de ninguna acción heroica, de ninguna
capacidad sobrehumana, porque es lo propio de los cualquiera. Para que se haga realidad basta el
tiro de dados, el coup de dés.
Pensemos en el mallarmeano coup de dés, es decir, pensemos en la relación entre la democracia
y el azaroso sorteo.20 Allí donde sólo se tiene en cuenta la igualdad —y es esto lo que nos dice la
democracia, deja de tener sentido la distinción entre gobernante y gobernado. Todo ello hace inevitable que el paradójico gobierno del demos sea establecido por sorteo, por azar, que surja —como
decía Platón— de la «elección del dios». Hoy consideramos ridículo el sorteo como procedimiento
para distribuir las funciones o cargos políticos, y hemos encontrado para nuestros regímenes un
mecanismo que parece más apropiado: el de la representación del pueblo soberano por sus elegidos.
Con la esperanza, además, de que los representantes no sean unos cualquiera y se aproximen a la
elite del saber, a la formada principalmente en las universidades y otras instituciones científicas.
Confiamos en que la elección realizada por el cualquiera, por quien no tiene ningún título ni capacidad especial, sirva para reconocer a los mejores gobernantes. Por supuesto, no se comprende a
18 El reto consiste en pensar lo político, la democracia, más allá de la violencia y de sus grandes teóricos modernos, los
Benjamin, Bataille o Schmitt.
19 En este sentido, Rancière escribe que la democracia supone «une neutralisation de tout corps sacrificiel». La mejor
fabulación de este hecho la encuentra en el final del Edipo en Colona, en donde la democracia ateniense aparece ligada
a la desaparición del cuerpo sacrificial de Edipo. Querer desenterrar —añade el filósofo francés— el cadáver, no sólo
implica vincular la forma democrática a un escenario de pecado y maldición originales, sino sobre todo supone reconducir la lógica de la política a la cuestión de la escena originaria del poder (J. Rancière, Aux bords du politique, cit., p.
237), y privilegiar —podemos añadir nosotros— uno de los argumentos fundamentales de la teología política, el de la
violencia fundadora o existencial.
20 J. Rancière, La Haine..., pp. 49 ss.
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menudo cómo es posible que quienes no saben tengan que elegir a quienes saben. Misterio que
desde Aristóteles no ha dejado de interesar a la filosofía política.
Pero cuando rechazamos inmediatamente el sorteo como algo absurdo estamos olvidando lo
que los antiguos querían decir con él, y por qué hasta el mismo Platón no puede dejarlo de lado
inmediatamente. El sorteo era el remedio a un mal mucho más grave que el gobierno de los incompetentes. Era el remedio a una cierta competencia, la de los ambiciosos, la de quienes ansiaban
poseer el poder, identificaban a éste con una propiedad y, en definitiva, privatizaban el gobierno. En
aquel entonces el buen gobierno era en gran medida el de quienes no deseaban gobernar, y por ello
asumían el mando más como un deber que como un derecho. Aunque parezca sorprendente, este
mismo efecto era producido por el régimen más opuesto a la democracia, la monarquía hereditaria,
pues quien nacía rey —también un «elegido de los dioses», quisiera o no, tenía la obligación de
dirigir el reino. La teoría política de la primera modernidad veía aquí, en cortar a los ambiciosos
la vía de acceso al gobierno, una de las principales razones del triunfo de la monarquía hereditaria.
Si hoy juzgamos al sorteo como algo completamente irracional es porque consideramos natural lo
que era objeto de una gran preocupación hasta hace prácticamente un siglo: que el primer título
para seleccionar a quienes son dignos de ocupar el poder sea el deseo de ejercerlo.
Según Bernard Manin, antes de las revoluciones americana y francesa, publicistas tan significativos como Harrington, Montesquieu o Rousseau, cuando reflexionan sobre la constitución mixta
que caracteriza al gobierno republicano no pueden dejar de hacerlo sobre el sorteo. Fuera de la
Roma antigua, las repúblicas italianas de Florencia y Venecia admitían la designación de algunos
electores o magistrados de acuerdo con este procedimiento, lo cual, obviamente, no impedía que
estas repúblicas establecieran gobiernos oligárquicos y que la parte del pueblo excluida, la suma
de los desiguales, fuera muy extensa. Los tres filósofos aludidos pensaban que el consentimiento
o la votación era «aristocrática por naturaleza, mientras que el sorteo era el procedimiento de
elección democrática par excellence».21 Rousseau, en la más célebre de sus obras políticas, resumía perfectamente esta posición con las siguientes palabras: «En toda verdadera democracia, la
magistratura no es una ventaja, sino una carga onerosa que no puede imponerse en justicia más a
un particular que a otro. Sólo la ley puede imponer esta carga a aquél sobre quien caiga el sorteo.
Porque siendo entonces la condición igual para todos, y no dependiendo la elección de ninguna
voluntad humana, no hay aplicación particular que altere la universalidad de la ley», que altere la
igualdad que sustenta la democracia.22
2. El triunfo de la elección: el sistema representativo parlamentario. Con la revolución americana el sorteo, el procedimiento democrático de distribución de cargos políticos, cae en el olvido,
y tan sólo se piensa en la elección mediante el consentimiento o el sufragio. A juicio de Bernard
Manin, parece un contrasentido que la elección, «un método del que se sabía que distribuía los
cargos de forma menos igualitaria que el sorteo, prevaleciese sin debates o reservas, en el momento
21 B. Manin, Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza, 1998, p. 102.
22 J.-J. Rousseau, Del contrato social, libro IV, cap. 3. Cit. en B. Manin, o. c., p. 97. En la aplicación de las leyes, en los
jurados populares, es donde el sorteo ha perdurado durante más tiempo. La corriente liberal más progresista pensaba en
el XIX que si los iguales, a los que se hacía mención con el abstracto concepto de soberanía nacional, podían debatir y
decidir el contenido de las leyes, no había ninguna razón para que estos mismos las aplicaran en los tribunales y, por lo
tanto, fueran reconocidos los jurados populares. Nos quedamos a medio camino si el principio de la soberanía nacional
únicamente se extiende a la elaboración de las leyes y no a su aplicación. Sobre esta cuestión, permita el lector que le
remita a mi libro Reacción y revolución en la España liberal, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006, pp. 154-156.
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preciso en el que se declaró la igualdad política entre los ciudadanos».23 Pero la causa de esta
aparente contradicción, como el mismo Manin señala, no resulta difícil de explicar: el triunfo del
gobierno representativo, la circunstancia de que lo importante fuera la igualdad de derechos para
consentir el poder y no la igualdad para obtener un cargo, se corresponde con un cambio decisivo
en el concepto de ciudadanía. A partir de ahora, el ciudadano deja de ser pensado en el papel de
gobernante o magistrado y aparece como fuente de legitimidad política. La democracia se convierte así en algo paradójico: en el fundamento de la oligarquía política. Se pasa —como indica
Duso— de la democracia como forma de gobierno a la democracia como poder legítimo.24 Todo
ello pone de manifiesto que la representación moderna, al combinar elementos oligárquicos, los
relativos al gobierno, y democráticos, los relacionados con la legitimidad, acaba siendo una forma
jurídico-política mixta.
Ni la filosofía hobbesiana ni en la rousseaniana, sino en el federalismo americano, encontraremos la más lúcida reflexión sobre la representación política que impera en los Estados actuales.25
Ackerman, el neo-federalista, en su examen sobre el federalismo norteamericano, nos ha hablado de
dos tipos de representación, la mimética y la semiótica.26 El primer tipo, el finalmente derrotado en
1787, hace alusión a una asamblea de representantes convertida en una copia a escala del pueblo.
La retórica le daría también el nombre de sinécdoque, pues la parte, el congreso, se encuentra en
lugar del todo, el pueblo. Esta modalidad de representación se puede interpretar de dos maneras.
Desde un criterio más democrático, en virtud del cual la igualdad de los cualquiera se impone
sobre el principio aristocrático de la distinción, los Parlamentos tienen que acudir al mecanismo
de la representación proporcional, no por la necesidad de elegir a los mejores, a la soberanía de la
inteligencia, sino por la imposibilidad de reunir a todos los iguales en una misma asamblea.
La segunda manera de interpretar la representación mimética es la antifederalista. Se trata de
una representación similar a la corporativa u organicista, ya sea en su variante conservadora o
socialista. Con la representación política, los antifederalistas trataban de crear una asamblea que
fuera lo más parecida a la población de un Estado, es decir, se trataba de conservar la continuidad
entre sociedad y política que, como hemos comentado, rompe el pensamiento de la democracia.
Brutus escribía a este respecto que la representación del pueblo de América es verdadera si se
parece al mismo sujeto representado, si «los que están situados en lugar del pueblo poseen sus
sentimientos y sensaciones y se rigen por sus intereses». Esta concepción mimética, que Hannah
Pitkin en su ya clásico estudio sobre el concepto de representación califica de descriptiva, presupone
que los representantes harán espontáneamente lo que el pueblo haría si gobernara directamente.
Pero en este caso lo importante es que los antifederalistas hablan de similitud en un sentido social.
Su mayor preocupación consiste, por tanto, en que todas las clases del pueblo, especialmente las
menos ricas, estén representadas de forma adecuada. Por esta razón, Brutus manifiesta que en una
asamblea verdaderamente representativa «los agricultores, los comerciantes, los mecánicos y las
23 B. Manin, o. c., p. 118.
24 G. Duso, «Fine del governo e nascita del potere», en G. Duso (ed.), La logica del potere, cit.
25 El profesor Giuseppe Duso, en Oltre la democrazia, en su libro dedicado al tránsito de la democracia como forma de
gobierno a la democracia como poder y representación política, no ha dedicado, sin embargo, ningún apartado al pensamiento norteamericano sobre la democracia.
26 Para analizar la diferencia entre la representación mimética y semiótica sigo el libro de B. Ackerman, We the People,
Foundations, Harvard University Press, 1991, especialmente el capítulo VII dedicado a Publius. Según el jurista norteamericano, la mimesis consigue su objetivo cuando el intérprete olvida que el símbolo no es realmente la cosa simbolizada, mientras que la semiosis sólo transmite un sentido si el intérprete reconoce el carácter simbólico del símbolo.
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diversas clases de personas deberían estar representadas de acuerdo con sus respectivos pesos y
cantidades; y los representantes deberían estar íntimamente identificados con sus deseos, entender
los intereses de las diversas clases de la sociedad, tener un adecuado sentimiento y asumir con celo
la promoción de su prosperidad».27
El Federalist rechaza sin embargo la mimesis, la ingenua sinédocque, de los antifederalistas.
En su opinión, tales asambleas populares quieren algo imposible: que, en las ordinarias sesiones
parlamentarias, el pueblo hable directamente. La asamblea antifederalista, la basada en la representación mimética, tiene el inconveniente de que, como cree ser el mismo pueblo cuando en realidad
tan sólo constituye una parte, suele actuar de acuerdo con la más perversa retórica populista y se
convierte casi siempre en un déspota electivo.28 Para el Federalist, ningún representante político,
ningún poder que pertenezca al dominio de la política ordinaria, puede transmutarse en el pueblo
de los Estados Unidos: si algo caracteriza a la constitución norteamericana es «la exclusión total del
pueblo, en su carácter colectivo, de toda participación en el gobierno».29 A esta nueva representación
la denomina Ackerman semiótica porque el Parlamento, en cuanto retrato del pueblo, no es más
que un símbolo y no la misma cosa representada. La representación queda de este modo reducida a
una simple ficción política. Nunca puede afirmarse que las asambleas o gobiernos ordinarios hablen
en nombre del pueblo, pues, como sostenía un progresista español decimonónico, los gobernantes
pueden equivocarse en cualquier momento al interpretar la voluntad del pueblo, e incluso pueden
«desatenderla y esquivarla con culpable indiferencia y abandono».30
Los federalistas pensaban que la mejor manera de contrarrestar los efectos perjudiciales derivados de la ausencia del pueblo en los períodos políticos ordinarios, consistía en multiplicar el
número de instituciones representativas. Cada uno de estos órganos representaba y recibía el consentimiento del pueblo de una manera diferente: la Cámara, elegida a través del sufragio directo
de los ciudadanos, tenía como misión hacerse eco de las fluctuaciones de la opinión pública; el
Senado, cuyos miembros eran elegidos por los Estados, debía dar estabilidad y continuidad a
la constitución; y el Presidente, seleccionado por el colegio electoral, disponía de la facultad y
energía necesarias para adoptar las habituales decisiones del ejecutivo. Mediante esta división del
Gobierno se pretendía que unos representantes corrigieran los defectos de otros. Pero también es
cierto que la saludable confrontación entre estos órganos constitucionales demostraba que, por
estar ausente el pueblo, la representación siempre tiene un carácter problemático. Quedaba claro
que ningún representante podía confundirse con ese sujeto impar, incontable e irrepresentable
—al menos en el sentido mimético— que es el pueblo. Asimismo, la división o multiplicación de
los representantes constituía una especie de politeísmo constitucional que, como todo politeísmo,
divide la naturaleza del poder, impide el mal de la omnipotencia,31 el derivado de la absoluta iden27 Cit. en B. Manin, o. c., p. 141. En la misma línea se expresa Samuel Chase: «Es imposible que unos cuantos hombres
estén al corriente de los sentimientos y los intereses de los Estados Unidos, que contienen muchas y diversas clases u
órdenes de personas —comerciantes, agricultores, colonos, mecánicos y personas opulentas y bien situadas. Para formar
una representación idónea y verdadera, cada orden debería disponer de la oportunidad de elegir a una persona como su
representante.» (Cit. en ibíd., p. 140).
28 «En una asamblea popular, los representantes del pueblo parecen imaginarse en ciertas ocasiones que son el pueblo
mismo y dan muestras violentas de impaciencia y enfado a la menor señal de oposición que proceda de otro sector.» (A.
Hamilton, J. Madison y J. Jay, El federalista, México, FCE, 1994, 71, p. 305).
29 Ibíd, 63, p. 270.
30 J. M. López, o. c., p. 106.
31 H. Blumenberg, El trabajo sobre el mito, Barcelona, Paidós, 2003.
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tidad o comunión entre los representantes y el pueblo, y por ello hace posible las excepcionales
intervenciones democráticas.
Aparte de la representación ordinaria, la corriente de pensamiento federalista considera que
existen situaciones extraordinarias, las revolucionarias, en las cuales entran en crisis las posiciones
jurídico-políticas anteriores y se presenta el pueblo en el escenario público. Los americanos son
los primeros en reflexionar sobre las distintas propiedades que tienen las asambleas extraordinarias y ordinarias, diferencia que a la postre se reduce a la que separa el poder constituyente del
constituido.32 Las irregulares asambleas extraordinarias, las caracterizadas por suspender el curso
ordinario del derecho e introducir novedades constitucionales, reciben en la época de la Fundación
el nombre de convenciones. Se trata de una palabra que en el siglo XVIII estaba ligada a la noción
de ilegalidad. Los americanos la habían tomado de la práctica constitucional inglesa, para la cual
convención era el Parlamento desprovisto de fundamento jurídico. Tal era el caso del Parlamento
que, durante la revolución inglesa de finales del XVII, había reunido a los lores y comunes sin
contar con la autorización y presencia del rey.
Ahora bien, aunque los norteamericanos toman la palabra de los ingleses para designar a sus
asambleas revolucionarias, modifican su esencia. Para los ingleses del XVII, el estatuto jurídico
defectuoso de la convención significaba que sus actos eran inferiores, desde el punto de vista del
derecho, a los de un Parlamento auténtico. En cambio, para los americanos, el carácter excepcional
de la convención no era de ningún modo índice de un defecto, sino de su potencialidad revolucionaria: los patriotas de la convención hablaban en nombre del pueblo con una legitimidad superior a
las asambleas ordinarias que respetaban los cauces jurídicos. El reconocimiento del carácter ilegal
de la convención no destruía su autoridad porque se suponía que, por ser el fruto de la energía de
la masa y encarnar el verdadero espíritu público, eran los perfectos sustitutos del pueblo mismo.
Éste debía elegir por sufragio universal —aunque en realidad no lo fuera tal— a los integrantes de
la convención, cuya exclusiva tarea consistía en la creación o reforma constitucional, y después
avalar directamente, con su voto, las proposiciones resultantes de las deliberaciones de la citada
convención.
En España, en la época del liberalismo doceañista, serán muchos los reaccionarios o conservadores, como los del famoso Manifiesto de los persas, que critiquen las Cortes extraordinarias que
dan a luz la Constitución del 12 por su carácter de convención, por ser irregulares o ilegales y no
respetar los preceptos tradicionales sobre convocatoria de cortes. Los defensores del nuevo texto
constitucional tuvieron entonces que acudir a la distinción revolucionaria entre poder constituyente
y constituido que, después de las revoluciones americana y francesa, ya formaba parte del acervo
liberal.
En nuestros días, Bruce Ackerman, basándose en este dualismo constitucional que acabamos de
comentar, defiende una especie de republicanismo liberal. Frente al modelo monista de democracia, el del poder legítimo, el que «permite a la masa de ciudadanos aparecer en escena en un solo
momento: aquel en que ellos votan para seleccionar a sus gobernantes para el próximo período»;
el jurista norteamericano propone un modelo dualista «que busca problematizar la representación
política normal sin deslegitimarla». Si bien rechaza la conveniencia de una revolución permanente
o de la amnesia revolucionaria, reconoce, no obstante, la necesidad de admitir en situaciones
32 Para Duso, una de las manifestaciones más claras del fin del gobierno y del nacimiento del poder, o del tránsito de la
democracia como forma de gobierno a poder legítimo, es el paso del pueblo como realidad constituida y plural al pueblo
como unidad con poder constituyente. Cf. G. Duso, Oltre la democrazia, cit., p. 24.
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históricas excepcionales la forma revolucionaria de lo político mediante la cual el pueblo habla
directamente. Por este motivo, Ackerman sostiene que en la vida política de un Estado republicano
pueden apreciarse momentos singulares o constitucionales, durante los cuales el pueblo ejercita su
soberanía popular, pouvoir constituant, y periodos normales u ordinarios, en los que la política suele
estar en manos del poder delegado o pouvoir constituée, normalmente ejercido por los políticos
electos.33 Esta dualidad origina dos carriles legislativos. En primer lugar, un sistema de legislación
superior que permite a todos los ciudadanos promover el cambio de los programas y principios
fundamentales de la respublica.34 Y, en segundo lugar, un sistema de legislación normal mediante el
cual los representantes democráticos elaboran las leyes que desarrollan la normativa constitucional.
Éste es el carril donde el pueblo se halla en la práctica ausente y los individuos son más sujetos
privados que ciudadanos.
Fuera de que haya inspirado nuevas modalidades republicanas como la de Ackerman, está claro
que los padres constitucionales norteamericanos, y, en especial, el Federalist, nos dicen ya cómo va
a ser la representación contemporánea: poder legítimo, es decir, una forma jurídico-política mixta
que combina del título democrático con el gobierno oligárquico.
3. La democracia, el antídoto contra la usurpación del espacio público por la elite gobernante.
La esfera pública es hoy el lugar donde se encuentran dos lógicas opuestas: la democrática y la
oligárquica, la propia de los iguales y la del gobierno de las elites o de las competencias sociales.
El título democrático constituye, sin duda, el fundamento de la representación pública, del gobierno
oligárquico de las elites. Pero la democracia no sólo se encuentra más acá, en el fundamento de la
forma jurídico-político estatal, sino también más allá. En este último sentido, aparece como el conjunto de las prácticas políticas, por ocasionales o excepcionales que sean, contrarias a la tendencia
natural de los gobiernos, de los Estados, a acaparar la esfera común y a despolitizarla, a convertirla
en su propiedad, en un asunto privado o exclusivo de los representantes.
El sistema político representativo tenderá a la democracia en la medida que se aproxime al poder
de los iguales, de los cualquiera, de quienes no se dejan encerrar en una determinada función o
jerarquía, y en la medida que se pueda verificar la contingencia del ordenamiento social y constitucional. Para lograr estos objetivos se puede hacer uso de toda una serie de reglas o principios
formales y abstractos. Me refiero a esas reglas de juego que, como los mandatos cortos, la división
de poderes, los derechos de asociación, reunión, manifestación y expresión de las opiniones políticas, permiten exigir la responsabilidad de los representantes y abren las instituciones al conflictivo
diálogo con los que están fuera de ellas. Reglas que nos ayudan a construir ese espacio común
donde quienes no toman parte en el gobierno pueden entrar en discusión con las elites que detentan
el mando político y cuestionar sus decisiones. Desde luego, no se debe confundir la democracia
con estas reglas, mas reitero que los dispositivos de control del Estado, incluidos el sufragio y las
garantías institucionales para el ejercicio de la palabra y demás libertades, se convierten en condiciones de posibilidad de la democracia.
33 B. Ackerman, La política del diálogo liberal, Barcelona, Gedisa, 1999, pp. 149-150.
34 Para que sea una realidad el cambio constitucional se debe exigir profundidad en el consentimiento del ciudadano, de
forma que éste invierta más tiempo y energías en deliberar sobre la iniciativa constitucional; se debe fijar un período de
tiempo considerable durante el cual la iniciativa constitucional sea debatida en múltiples foros; tal iniciativa debe contar
con un apoyo mucho más amplio que el requerido por la legislación normal; y, por último, para que la aprobación sea
contundente, no debe suprimirse del debate ninguna alternativa relevante. Cf. Ibíd., 151-152.
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La caída del muro de Berlín y la desaparición de la democracia real socialista no ha supuesto,
como advierte Rancière, el triunfo indiscutible de la democracia formal, la centrada en los aludidos
mecanismos de control del Estado. Más bien parece que en las llamadas democracias liberales ha
triunfado una especie de democracia consensual que hace prácticamente imposible la política,35
sobre todo si la entendemos como el espacio donde se produce el litigio o el conflicto que desvela
la provisionalidad de todo orden social e institucional. La democracia consensual supone el enésimo
intento de restablecer la continuidad o adecuación entre las determinaciones sociales y el orden
constitucional.
El éxito de esta democracia depende de la objetivización de los problemas políticos y, en
concreto, de la transformación del pueblo en «objeto de conocimiento y previsión» por las nuevas
ciencias sociales. El pueblo deja de ser así un sujeto político flotante, esto es, irrepresentable, irreductible a una totalidad e incontable, y se confunde con la población; o, para ser más precisos, se
identifica con la enumeración de sus partes y la clasificación de éstas de acuerdo con variables como
la categoría profesional, edad, sexo, riqueza, opinión, etc. De todas estas variables se privilegia las
opiniones —conocidas a través de instrumentos técnicos como las encuestas o las simulaciones—
de cada parte del pueblo, cuya suma equivale a la opinión pública. El pueblo soberano se reduce a
su presencia estadística porque acaba coincidiendo con los cálculos realizados por la ciencia social,
esto es, con el saber que pone a cada uno en su lugar y establece la opinión que corresponde a
cada lugar.36 En la democracia consensual el pueblo siempre está presente, pues la ciencia dispone
de eficaces medios para obtener la opinión pública, pero también se halla más ausente que nunca
porque el poder se localiza en una elite de sabios cuyas decisiones ya no pueden ser contestadas.
Dicha elite sabe en todo momento lo que quiere y piensa el pueblo, y actúa de acuerdo con este
conocimiento.37 El consenso, en definitiva, introduce en el ámbito político la necesidad propia de
las ciencias e impide los desacuerdos políticos que —insisto una vez más— revelan la contingencia
de todo orden social.
La crítica a la democracia consensual, y en general a la usurpación del poder por la elite de
representantes, pasa por negar la continuidad natural entre lo social y lo político. Evidentemente,
el mayor peligro se produce cuando la oligarquía estatal se identifica con una sola de las partes del
cuerpo social, cuando, por ejemplo, se confunde con la oligarquía económica. En nuestros sistemas
representativos nos alejamos completamente de la democracia cuando las fortunas privadas influyen
de manera decisiva en las elecciones y medidas políticas; o cuando los dueños de imperios mediáticos se apoderan, valiéndose de sus funciones públicas, de los medios de comunicación. Por el
contrario, la democracia se dejará sentir allí donde la presión de los cualquiera contribuya a evitar
el monopolio del espacio público por las oligarquías. En realidad, todo esto pone de relieve que más
allá del poder legítimo, de la forma estatal de los últimos siglos, sigue estando la democracia.
35 J. Rancière, El desacuerdo..., cit., pp. 129 ss.
36 Ibíd., p. 133.
37 El fracaso de la Constitución Europea, un complejo texto elaborado pensando más en el gobierno de los sabios europeos
que en la masa de los cualquiera, demuestra las debilidades de la democracia consensual.
Daimon. Revista de Filosofía, nº 39, 2006