Hispania, 2017, vol. LXXVII, nº. 256, mayo-agosto, págs. 437-469
ISSN: 0018-2141, e-ISSN: 1988-8368, doi: 10.3989/hispania.2017.013
Declinaciones de la reacción eclesiástica contra la Revolución francesa
en España (1789-1808)*
Andoni Artola Renedo1
Universidad del País Vasco / Institut d’Histoire de la Révolution Française
andoni.artola@ehu.eus
Antonio Calvo Maturana2
Universidad de Málaga
antonio.calvo@uma.es
RESUMEN:
El objetivo de este trabajo es estudiar la respuesta de la Iglesia a la amenaza planteada por la Revolución francesa. Con tal fin, se utilizarán
fuentes impresas y documentos de la época que nos permitirán conocer
las diferentes posturas adoptadas por el clero español, siempre desde el
punto de vista de la reacción. Así, se desarrollarán cuatro epígrafes que
intenten abarcar la complejidad del pensamiento eclesial a partir de
1789. El primero, se dedicará al pensamiento contrailustrado, ya existente en las décadas previas, que verá en las Luces y la revolución a un solo
rival. El segundo se centrará en la tentativa de renovación de la sinergia
entre el poder eclesiástico y el monárquico, producida en los textos de
los eclesiásticos más cercanos al poder, generalmente más próximos
————
* Andoni Artola es miembro del proyecto I+D financiado por el Ministerio de Economía,
Industria y Competitividad con título: «El proceso de la modernidad. Actores, discursos y cambios de la sociedad tradicional a la revolución política liberal» (HAR2013-48901-C6-4-R), del
Grupo de Investigación del Sistema Universitario Vasco IT896-16, Sociedad, poder y cultura
(siglos XIV a XVIII) y beneficiario de una ayuda para el perfeccionamiento del personal investigador del Gobierno Vasco. Antonio Calvo es miembro de los proyectos I+D financiados por el
Ministerio de Economía, Industria y Competitividad con los títulos: «Liberalismo y antiliberalismo en España e Hispanoamérica, 1780-1840: discursos, actores y prácticas» (HAR201342563-P) y «La cultura literaria de los exilios españoles en la primera mitad del siglo XIX,
CLEX 19» (FFI2013-40584-P).
1 ORCID iD: http//orcid.org/0000-0002-5588-2392.
2 ORCID iD: http//orcid.org/0000-0002-7510-212X.
Copyright: © 2017 CSIC. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de
una licencia de uso y distribución Creative Commons Attribution (CC-by) España 3.0.
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también a las Luces. El tercer epígrafe pone de manifiesto cómo un sector de la Iglesia comenzó a experimentar un proceso de desafección
hacia el monarca absoluto y a acercarse a posturas ultramontanas. Finalmente, el cuarto apartado se centra en el cardenal Lorenzana como
ejemplo de ese proceso. La conclusión de este artículo es que el pensamiento reaccionario español fue, ya en 1789, mucho más complejo de lo
que la historiografía ha percibido tradicionalmente y que ni fue absolutamente oscurantista ni totalmente afecto a la monarquía.
PALABRAS CLAVE: Absolutismo; Contrarrevolución; Ilustración; Fernando Ceballos; Antonio Tavira; Antonio Lorenzana.
The ecclesiastic reaction to the French Revolution in Spain (1789-1808)
ABSTRACT: This essay studies how the Catholic Church reacted to the threat of the
French Revolution. Manuscripts and primary sources of this period are
studied in order to identify the different positions adopted by the Spanish
reactionary clergy. Four main epigraphs will be developed with the intention of covering the complexity of the ecclesiastical thinking landscape
from 1789. The first one will focus on the traditional enemies of the
Enlightenment, which considered that revolution was a consequence of
this movement. The second one will analyse the restoration of the alliance between throne and altar addressed by those clerics who were not
only closest to power, but also generally the most enlightened. Thirdly,
we will see how a sector of the Spanish clergy started to feel disillusioned
with the king and his absolutist policies, and found consolation in the
Pope (in a sort of Ultramontanism). Finally, the last epigraph will study
the case of one of these disaffected clerics, Lorenzana, Archbishop of
Toledo. The conclusion of this article is that Spanish reactionary thinking
after the French Revolution was much more complex than previously
thought. Not every reactionary cleric was against the Enlightenment, nor
were all the reactionary clergy favour to the king.
KEY WORDS:
Absolutism; Counter-Revolution; Enlightenment; Fernando Ceballos; Antonio Tavira; Antonio Lorenzana.
CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO/CITATION: Artola Renedo, Andoni y Calvo
Maturana, Antonio, «Declinaciones de la reacción eclesiástica contra la Revolución francesa en España», Hispania, 77/256 (Madrid, 2017): 437-469. doi: 103989/hispania.
2017.013.
INTRODUCCIÓN
Como es sabido, las reacciones contra las manifestaciones más radicales
de la Ilustración formaron en buena medida el vivero en el que iba a nutrirse
el argumentario contrarrevolucionario. Hay que ser prudentes, sin embargo,
Hispania, 2017, vol. LXXVII, nº. 256, mayo-agosto, págs. 437-469, ISSN: 0018-2141, e-ISSN: 1988-8368, doi: 10.3989/hispania.2017.013
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ante la tentación de establecer una filiación lineal entre ambos fenómenos. Si
las Luces fueron un fenómeno heterogéneo, de desarrollo discontinuo, caracterizado más por los solapamientos e interferencias entre diversas tendencias
que por su unicidad, tampoco sus némesis fueron unívocas ni tuvieron objetivos comunes claramente fijados3. Por ello, merece la pena estudiar las declinaciones de esa contrailustración en su variada complejidad4. Las investigaciones de las dos últimas décadas han puesto el acento en la heterogeneidad
de esas expresiones reactivas contra las Luces que, desde la historia de las
ideas más convencional, se habían visto reducidas a un patrón de oposición
binaria que ocultaba una rica paleta de matices5. En efecto, tanto la contrailustración (primero), como la contrarrevolución (después), se impregnaron
de los argumentos, las nociones y los conceptos manejados por sus contrarios
en el curso de su relación dialéctica6. Cada parte modificaba, así, algunos
elementos de su discurso de partida para hacerse inteligible en la disputa. La
asunción historiográfica de esta retroalimentación, que sustituye al énfasis
sobre la dimensión puramente reactiva de tales idearios, comporta la redefinición parcial de los objetivos de estos: ni los oponentes de las Luces, ni los
enemigos de la revolución buscarían el mero restablecimiento de una situación que sabían irrecuperable7, sino que propondrían proyectos alternativos,
sistemáticos, de los que todavía tenemos un conocimiento superficial.
Deberíamos comenzar a ver el inicio del siglo XIX como un periodo de
múltiples posibilidades de desarrollo ulterior que, por diversas razones, se
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3 Véase al respecto MACMAHON, 2001; MASSIEU, 2000: 393-418. ARMENTEROS,
2013. COMPAGNON, 2005: 44-66.
4 Preferimos el término de «contrailustración» al de «antiilustración» retomando la distinción, formulada por Claude Mazauric, entre la contrarrevolución (conjunto de estrategias
políticas estructuradas en un proyecto global caracterizado por su elitismo) y la antirrevolución (reacciones espontáneas, sin fundamento político ni contraproyecto global, originadas en
el descontento popular); MAZAURIC, 1987. GENGEMBRE, 1989: 82-86. No hay una conceptualización satisfactoria que distinga el contenido de cada uno de los términos, que son,
por otra parte, construcciones retrospectivas elaboradas en el siglo XX. En cualquier caso,
recurriremos también al más apropiado término de “antifilosofía”, ya usado en el siglo XVIII,
en tanto que designa con mayor precisión la reacción contra algunas expresiones de las Luces
por autores que, en su confrontación con estas, se habían visto forzosamente impregnados del
espíritu ilustrado. MASSEAU, 2000. ZAGANIARIS, 35 (2009).
5 CHAPPEY, 2005. MASSEAU, 2000: 7-14
6 En este sentido, POCOCK, 20/1 (1999) estima que la contrailustración puede ser concebida como una corriente de la propia Ilustración. STERNHELL, 2006: 14, hace una afirmación en el mismo sentido, aunque en una interpretación discutible estima que estas reacciones
contrailustradas forman una suerte de altermodernidad que contiene la semilla de los totalitarismos del siglo XX.
7 Como ha escrito LÓPEZ ALÓS, 2011: 48, la contrarrevolución «implica una superación de las condiciones potencialmente revolucionarias, no la vuelta al momento inmediatamente anterior a la crisis».
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vieron abortadas8. Esta perspectiva nos permitiría salir de la linealidad teleológica con la que tendemos a observar el comienzo de aquella centuria, sin
ignorar los proyectos fracasados o inacabados en cuya plausibilidad sus portadores, sin embargo, creyeron plenamente. Pero para dar cuenta de estos escenarios posibles conviene conocer los precedentes de los que se alimentaron.
Con este ánimo, estudiamos en el presente texto distintas variaciones de la
reacción eclesiástica contra el ciclo revolucionario francés durante la última
década del siglo XVIII. La diversidad de corrientes eclesiológicas y teológicas que atravesaban el estamento clerical impidieron (al contrario de lo que
frecuentemente se ha defendido) la formación de un frente unívoco ante las
Luces. Huelga decir que tampoco se formó ante la Revolución francesa9.
En primer lugar, se estudiará la reactivación del espíritu antifilosófico del
jerónimo Fernando Ceballos en la España posterior a 1789. A continuación,
prestaremos atención al clero reformista, regalista e ilustrado, que por lo general mantendría una relación más estrecha con el trono, para observar cómo
defendió a la Iglesia y a la Monarquía de los ataques exteriores sin traicionar
su fe en las Luces. Finalmente, analizaremos, en dos apartados, otra configuración específica de ese pensamiento que, difuminada por su inclusión en el
segundo bloque del esquema dicotómico revolución / reacción, no ha recibido
en nuestra opinión la atención que merece: el de la crítica altoclerical de la
acumulación del poder en el monarca, seguido del desengaño de una parte del
episcopado que tuvo por consecuencia su progresiva desvinculación de la
Corona y la emergencia de un incipiente ultramontanismo10.
EL ESPÍRITU DEL PADRE CEBALLOS
El ataque en España a los apóstoles europeos de la igualdad y la libertad es
previo a la Revolución francesa. La publicación de las traducciones de obras
firmadas por apologistas como Claude-François Nonnotte, Nicolas-Silvestre
Bergier y Antonio Valsecchi marca la divulgación de esta reacción contra las
ideas del siglo. Estos enemigos declarados de las Luces denunciaban y demo-
————
8 Véanse las pertinentes reflexiones al respecto de FUREIX, 2014: 5-20; FUREIX y
JARRIGE, 2015.
9 Dejamos para otra ocasión un estudio interesante como el de la “reacción ilustrada”,
aunque este colectivo ya aparece representado en este trabajo pues también hubo, evidentemente, clérigos ilustrados.
10 En adelante, ultramontanismo ha de entenderse como un movimiento de reafirmación,
centralización, y expansión del poder pontificio sobre el mundo católico. Como se ha de ver,
aunque los prefigura, no presenta a finales del siglo XVIII los caracteres de fidelidad absoluta
e indiscutible a la autoridad jurisdiccional y doctrinal de la Santa Sede que lo caracterizarían
durante el siglo siguiente, y por lo tanto utilizamos la noción como “tipo ideal”.
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nizaban a los llamados “nuevos filósofos” (Voltaire y Rousseau principalmente), calificándolos de campeones de la impiedad, la incredulidad y el ateísmo, considerándolos herederos de los protestantes como enemigos del catolicismo y conspiradores, en clave no pocas veces apocalíptica, contra un
orden sancionado por la providencia11.
Junto a las traducciones de sus obras, estos ideólogos franceses e italianos
encontraron su eco en escritores españoles que aplicaron sus teorías de la
conspiración a la situación del país. Pero, cabe preguntarse, ¿era real esta
amenaza? La sensación general de los historiadores es que no. Aunque Rousseau, Voltaire y Montesquieu eran conocidos, e incluso admirados (especialmente el último), por algunos intelectuales españoles, no habían llegado a
crear escuela. Además, el carácter moderado y pragmático de la Ilustración
española, y el control férreo que el Estado, la Inquisición y la autocensura
ejercían sobre la imprenta, minimizaron su presencia en el panorama literario
del último tercio de siglo.
En consecuencia, los frailes antifilosóficos no estaban denunciando una
amenaza real de las ideas de la Ilustración radical en España; más bien se sirvieron de estos clamores apocalípticos como argumento de refuerzo para insistir en lo que venían haciendo años atrás. Esto es, trabar todo intento de
avance del pensamiento científico y laico en el país. Por su perspectiva contraria al racionalismo y sus argumentos de orden estrictamente religioso, estos
autores han de diferenciarse de otros ‒que trataremos en el próximo apartado‒
que no defendieron un “apagado” de las Luces en su totalidad, sino que advirtieron de sus peligros si no eran convenientemente controladas.
Pero el poder político de los ilustrados españoles y el impulso a ciertas
Luces en tiempos del idealizado Carlos III fueron muy relativos. En este sentido, no se puede ignorar el apoyo expreso que dos reformistas como Campomanes y Floridablanca hicieron de las dos grandes obras oscurantistas de
las dos décadas previas a la Revolución francesa. Así, La falsa filosofía
(1774), de fray Fernando Ceballos, contiene una dedicatoria al primero de 26
folios instándolo, como primer magistrado de la nación, a proteger a la religión católica y las regalías del monarca. Por su parte, Vicente Fernández Valcárcel encomendaría los Desengaños filosóficos (1787) a Floridablanca12. En
ambas dedicatorias se aprecia un intento de sus autores “antifilosóficos” de
maridar el objetivo de la obra con las ínfulas reformistas de sus homenajeados.
La incoherencia que suponía el apoyo de este tipo de autores para un rey y
un gobierno que basaban cada vez más su prestigio interno y externo en su
talante ilustrado (solo hay que leer los elogios publicados a la muerte de Carlos III) acabó manifestándose en la persona del padre Ceballos. Sus duras
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HERRERO, 1971: 35-37.
FERNÁNDEZ DE VALCÁRCEL, 1787-1797.
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críticas contra la traducción al castellano, en 1774, de la famosa obra de Beccaria, De los delitos y de las penas, supusieron la reacción del Consejo de
Castilla contra el jerónimo (obligándole a un «perpetuo silencio» en 1782) y
contra sus ideas: la publicación del séptimo tomo de La falsa filosofía, que
proyectaba hasta doce, fue paralizada, y los seis primeros volúmenes requisados. Los censores del Consejo calificaron en 1776 y 1781 a Ceballos como
«miserable escritor» y a su obra como «ridícula y despreciable». Victoria pírrica para las Luces, pues corrió pareja a la prohibición inquisitorial del libro
de Beccaria en 177713.
No desaparecieron, sin embargo, los ecos de estos autores contrailustrados,
ni siquiera en la década de 1780, en la que publicaciones como El Censor
(aun considerando sus problemas con la censura) demostraron cierta permisividad con las Luces. En 1788, por ejemplo, se tradujo la Defensa de los puntos más interesantes a la religión acometidos por los incrédulos, de Nonnotte.
Con la Revolución francesa, se produjo en España una revigorización del
espíritu antifilosófico14. El propio secretario del despacho de Estado lo manifestó con las medidas que han dado en conocerse como “el pánico de Floridablanca”, marcadas por el establecimiento de un cordón sanitario con Francia,
un recrudecimiento de la censura (de la mano del cierre de casi todos los periódicos) y la revigorización de la actividad inquisitorial.
Tras el intento de mantener a los españoles ajenos a las noticias de lo sucedido en Francia, la ejecución de Luis XVI y la posterior declaración de guerra obligaron al gobierno de Carlos IV a cambiar de estrategia e iniciar un
ataque a gran escala contra las ideas revolucionarias, de notorio eco clandestino en el país. Son años en los que la imprenta fomentó el resurgimiento de
la ideología contrailustrada. Ya en 1793 apareció la refutación de Nonnotte al
Diccionario filosófico de Voltaire, mientras que desde los púlpitos se predicaba la cruzada contra el nuevo “infiel”.
Los autores antifilosóficos vivieron, coincidiendo con la guerra contra la
Convención, un periodo de cierto éxito. La obra contrarrevolucionaria más
significativa durante estos años fue El soldado católico en guerra de religión
(1794), de fray Diego de Cádiz, El libro recoge a la perfección la idea del
conflicto como guerra de religión que obliga al soldado en conciencia por la
defensa del orden divino, idea tradicional que se había mantenido vigente en
el XVIII. Este fraile, cuyos efectivos y efectistas sermones de tono profético y
apocalíptico lo habían hecho ya célebre en la década anterior, se había señalado como enemigo de las Luces al acusar de herejía al reformista Lorenzo
Normante en 1786. El predicador caería en desgracia en 1800 tras ser delata-
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ROBLEDO, 2012.
Nuevo despliegue de la antifilosofía que tuvo su paralelo en el resto de Europa. MASSIEU, 2000.
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do al Santo Oficio por cuestionar las regalías eclesiásticas del monarca, hecho
del que había sido ya acusado previamente15.
El patrón seguido en los casos de fray Diego de Cádiz y el padre Ceballos
manifiesta la desconfianza del gobierno hacia los predicadores más barrocos y
conservadores, que eran un arma de doble filo para la monarquía borbónica,
cuya política regalista e ilustrada chocaba con los planteamientos teocráticos de
estos religiosos. Es muy probable que la mayoría de ellos se sintieran traicionados por el rey con la firma de la Paz de Basilea y el consiguiente Tratado de San
Ildefonso, que hacía primar las necesidades geoestratégicas del país sobre los
argumentos religiosos. La influencia adquirida durante el conflicto y la costumbre de “opinar” sobre las relaciones hispano-francesas podía convertir a estos
predicadores en un peligroso enemigo ahora que Carlos IV se había aliado con
la república regicida. La guerra de la Independencia daría también una nueva
vida a El soldado católico, que fue reeditado al menos en 1813, 1814 y 1815.
El discurso de El soldado católico coincide con el del resto de maestros
reaccionarios, al negarse a considerar a los nuevos filósofos, a los revolucionarios y a la revolución en sí como algo nuevo. En este sentido, el uso de la
Historia como magistra vitae supone un ancla de inmovilismo, ante la idea de
progreso; una idea de eternidad contrapuesta al mensaje de revolucionario de
la apertura de una nueva era. Este recurso narrativo ayuda a localizar en todas
las épocas de la Historia personajes y eventos que son utilizados para establecer paralelismos ‒tanto positivos y negativos‒ con el presente, realizando una
interpretación retrospectiva de los hechos que diera sentido al trauma revolucionario. Dos periodos históricos como la Reconquista o las guerras de religión devienen, así, extraordinarias canteras interpretativas para los contrarrevolucionarios españoles16.
En estos mismos años, el proceso inquisitorial de Ramón de Salas, profesor de la Universidad de Salamanca denunciado por un anónimo enviado a
Floridablanca en 1792, simbolizó la caza de brujas contra los intelectuales
más progresistas en un nuevo intento de los sectores contrailustrados de aprovechar la coyuntura para ajustar cuentas pendientes con las Luces.
En el contexto de los ataques oscurantistas a los estudios filosóficos en general (las cátedras de derecho natural fueron suprimidas en 1794), y de los
impartidos en la Universidad de Salamanca en particular, hay que situar el
“renacer” del padre Ceballos, que mantuvo correspondencia con Godoy entre
1794 y 1796. Tras el regicidio francés, este monje, que había pronosticado los
mayores males para la monarquía de continuar las Luces sus progresos, debía
de sentir que la Historia le había dado la razón. Aprovechando la coyuntura, y
tras su experiencia como visitador de la Orden de los Jerónimos, remitió a
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LÓPEZ-CORDÓN, 1978.
RAMÓN SOLANS, 2012: 215-243.
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Godoy un Remedio permanente de las Universidades y modo práctico de establecerlo, donde apostaba por emprender un camino contrario a la reforma
carlotercerista y poner a cada uno de estos centros bajo el control del obispo
respectivo, y a todos bajo la jurisdicción de una Dirección General de Estudios integrada sobre todo por clérigos regulares. Nostálgico de los tiempos de
Felipe II, Ceballos apoyaba su decreto de prohibición para que los españoles
estudiasen en el extranjero. A pesar de la aparente receptividad de las altas
instancias (del gobernador del Consejo de Castilla, Fernández Vallejo, e incluso del rey, según intuye R. Robledo), el fraile nunca vería aprobado su
plan, ni publicados sus manuscritos. Habría que esperar a la Guerra de la Independencia para el resurgir de sus obras en la imprenta17 (que no entre el
público lector, como comentaremos en breve).
Superados el miedo inicial al contagio revolucionario y las urgencias bélicas, el espíritu de cruzada dejó de tener sentido. En manos de Godoy, el reformismo volvió (quizás con más fuerza) al gabinete español, y la alianza con
Francia (Tratado de San Ildefonso, 1796) hizo que la galofobia de años atrás
fuese incómoda en términos de política exterior.
Subsistirían, empero, algunos ecos del espíritu del padre Ceballos en los
meses siguientes. En 1797, se publicó el tomo IV de los Desengaños filosóficos de Valcárcel, quien reconocía en el prólogo haber cambiado el plan de su
obra tras el estallido de la Revolución francesa. Mientras la tendencia de las
producciones de las Sociedades Económicas y las academias reales es, a finales de siglo, la de dar al factor religioso un papel secundario, representando al
rey como el primer patriota, Valcárcel devolvía el componente teocrático al
primer plano. Es el caso del elogio del autor a las persecuciones religiosas de
Carlos III tras la conquista de Menorca para purificarla de «toda infección
judía, mahometana y protestante», ya que «en el juicio de un Príncipe verdaderamente Católico un poco mas de población, de comercio y tráfico, nada
importa en comparación de la seguridad, y pureza de la religión»18. El menosprecio de Locke y Descartes por parte del mismo autor, y frases como,
«mejor nos es dormir que despertar para tales paradojas» dan la razón a Javier
Herrero al situar a estos religiosos en el espectro más inmovilista del pensamiento español de la época19.
La Iglesia tuvo aún, durante el reinado de Carlos IV, una nueva ocasión
para la confrontación. Se trata del ascenso al poder del gabinete filojansenista
a finales de siglo, periodo durante el cual la toma de medidas de alta carga
regalista y episcopalista como la desamortización de 1798 o el famoso decreto de Urquijo de septiembre de 1799 (por el que el monarca se arrogaba atri-
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ROBLEDO, 2012.
FERNÁNDEZ DE VALCÁRCEL, 1787-1797, vol. IV: 276.
HERRERO, 1971: 110-113.
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buciones pontificias, aprovechando el vacío existente en la silla de San Pedro), provocaron una reacción de un amplio sector eclesiástico que comprendió
a los clérigos más conservadores, claro está, pero también a algunos reformistas
que habían venido colaborando con el proyecto borbónico, desencantados con
este por culpa de los acontecimientos posteriores a la Paz de Basilea.
Los años finales del reinado de Carlos IV, suponen, sin que se truncase el
reformismo gubernamental (ni siquiera en el seno de la Iglesia, como demuestran los intentos de reforma del clero regular de Luis de Borbón a partir
de la bula Inter graviores), un periodo de desconfianza generalizada hacia el
poder político y de reagrupamiento de las fuerzas inmovilistas en torno a la
figura de Fernando VII. Aunque silenciado políticamente, el clero más conservador seguía teniendo un fuerte predicamento. Un informe de Francisco
Bruna a al secretario del despacho de Gracia y Justicia José Antonio Caballero, fechado el 24 de enero de 1802, informaba de la revitalización del interés
del público por las obras del padre Ceballos, que habían pasado de «andar en
el baratillo» o ser repartidas en los conventos a cuenta de misas, a ser muy
cotizadas, «de modo que en el día se halla rarísimo ejemplar, que se vende
muy caro»20.
El descrédito de los filojansenistas (evidenciado en el pase regio a la bula
Auctorem fidei y en la desgracia de personajes como Jovellanos) dio voz a los
más críticos con este sector, como Lorenzo Hervás y Panduro. Exjesuita,
enemigo acérrimo de los jansenistas, Hervás ya había defendido en su Historia de la vida del hombre (1789) que estos habían sido los aliados de los filósofos en la preparación de la Revolución francesa21. Este autor, cuya amplia
producción literaria no deja duda alguna sobre su condición ilustrada (los
propios ultramontanos rechazaron sus obras por ser excesivamente filosóficas), es también uno de los grandes artífices del maniqueísmo contrarrevolucionario español. Para él, el siglo de la extinción de la Compañía no podía ser
menos que la centuria del apocalipsis22. En 1794, escribió sus Causas de la
Revolución de Francia y medios de que se han valido para efectuarla los
enemigos de la revolución y el estado, en las que anticipaba la tesis complotista de Barruel23. La censura negativa del inquisidor Joaquín Lorenzo Villanueva (el futuro liberal acusó a Hervás de “filósofo”) y la alianza con Francia
hicieron que la obra no fuese publicada hasta 180324, momento de decadencia
del influjo filojansenista.
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20
AHN, Consejos, leg. 11.284/2, cit., por ROBLEDO, 2015: 219-236.
HERRERO, 1971: 151.
22 HERRERO, 1971: 153.
23 RAMÓN SOLANS, 2012: 232.
24 Es la fecha que aporta Herrero, si bien la edición más antigua que posee la Biblioteca
Nacional es de 1807.
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Hispania, 2017, vol. LXXVII, nº. 256, mayo-agosto, págs. 437-469, ISSN: 0018-2141, e-ISSN: 1988-8368, doi: 10.3989/hispania.2017.013
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EL ALTAR EN DEFENSA DEL TRONO
En 1799 el exjesuita Antonio Eximeno publicó El espíritu de Maquiavelo,
una respuesta al elogio que Juan Bautista Baldelli había hecho del florentino
en 1794. En una de las disertaciones de Eximeno, la dedicada a refutar la opinión de Maquiavelo sobre el poco valor de los soldados cristianos, el español
estimaba que lo importante en un ejército es la capacidad de sus jefes y la
sabiduría de sus ordenanzas, añadiendo que «no puede tener influjo el alborotado entusiasmo popular, y mucho menos la religión, en la cual, durante el
calor de la batalla, ninguno de los combatientes piensa»25.
Cinco años después de la publicación del Soldado católico y de la predicación de una cruzada contra los revolucionarios, un religioso afirmaba que este
tipo de mensajes (al contrario de lo defendido por el propio Cadalso en relación al mito de Santiago) eran inútiles. No es de extrañar, y más teniendo en
cuenta lo poco que gustaba a los poderes fácticos absolutistas cualquier mención a Maquiavelo, que la Inquisición prohibiese la obra en 1800.
Este ejemplo demuestra hasta qué punto dentro del seno de la Iglesia, aun
habiendo un rechazo generalizado de partida al credo revolucionario26, se
pueden encontrar diferentes modelos de contrarrevolución y de contrarrevolucionarios. Las distintas respuestas al reto de 1789 se corresponden, en ocasiones, con las divisiones previas a las que se ha aludido en la introducción.
En lo que toca a los eclesiásticos más en contacto con el fenómeno ilustrado,
observamos una serie de argumentos de sesgo más racional, de tono mucho
más moderado y menos maniqueo.
En el siglo XVIII, con el incremento del control sobre la jerarquía eclesiástica, la creación de seminarios y la expulsión de una orden afecta a la Santa Sede
como era la jesuita, el Estado borbónico buscó la formación de un clero fiel que
colaborase con él, ya no solo en el mantenimiento del statu quo, sino también en
las reformas emprendidas para la optimización de los recursos del país desempeñando dos papeles, como controladores de las conciencias del pueblo que tenía que acatarlas y como ejecutores de las mismas desde puestos tanto eclesiásticos como administrativos27. Es cierto que la quimera reformista solo pudo
captar a una parte del clero, siendo el regular especialmente esquivo, pero tan
solo el reinado de Carlos IV nos ofrece nombres como los de Tavira, Díaz de
Valdés, Llorente, Villanueva, Estala o Melón, que son buena muestra de lo dicho.
El clérigo ilustrado por excelencia es asociado, con mayor o menor acierto,
al “jansenista”, término que ‒como es bien sabido‒ no agrupaba a finales del
XVIII a los seguidores de Jansenio y a su doctrina teológica de la gracia, sino
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25
26
27
EXIMENO, 1799: 93-94.
Si bien hubo excepciones, como la del famoso abate Marchena.
CALVO MATURANA, 2011.
Hispania, 2017, vol. LXXVII, nº. 256, mayo-agosto, págs. 437-469, ISSN: 0018-2141, e-ISSN: 1988-8368, doi: 10.3989/hispania.2017.013
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a un grupo de religiosos y laicos que abogaban por una religiosidad interior,
una reforma de la Iglesia, una mejor formación de sus miembros y un regreso
al episcopalismo pretendidamente originario en detrimento del poder pontificio. El jansenismo, por tanto, casaba coyunturalmente con el regalismo y el
reformismo borbónicos, y alcanzó una considerable influencia durante la primera década del reinado de Carlos IV a pesar de que otros clérigos los consideraron una quinta columna de los filósofos del siglo, además de herederos de
los reformistas luteranos28.
Antonio Tavira, nombrado obispo de Salamanca durante el corto periodo
en el que Jovellanos fue secretario de Gracia y Justicia, es un buen ejemplo de
clérigo jansenista, que debió su exitosa carrera más a la actividad intelectual y
a la Corte, que a la trayectoria pre-episcopal que pasaba por las curias de los
prelados o los cabildos catedralicios29. Defendió al trono y al altar ante la
amenaza revolucionaria, pero lo hizo de una forma distinta, diferenciando
claramente Ilustración y revolución, y justificando la diferenciación entre el
presente epígrafe y el anterior.
Considerado por muchos de sus contemporáneos como «el mayor predicador del siglo»30, este alto representante de la “ilustración católica” española
fue autor de varios discursos en los que trató de fomentar la obediencia al rey
como padre de la patria. El espíritu reformista del obispo se puede apreciar en
el informe que le había solicitado el Príncipe de la Paz con ideas para «fomentar la industria, agricultura y comercio».
Sin tapujos, renunciando a la autocomplacencia apologética, Tavira consideraba «innegable el atraso que padecemos». La solución para este atraso,
pasaba, según el autor por la educación, focalizada en la mejora tanto del conocimiento científico como de la formación religiosa. En un siglo en el que
cundía la «impiedad» y «la desenfrenada licencia de pensar», y en el que se
habían combatido como nunca «los más ciertos y sentados principios de la
religión», apostaba el prelado por lo contrario a la dogmática cerrazón: «Lo
que yo no dudaré afirmar es que se acabó ya el tiempo en que se creía que la
ignorancia serviría para precavernos»31.
Hemos hablado ya del proyecto de reforma de las universidades del padre
Ceballos, por lo que resulta oportuno confrontarlo con las ideas de Tavira
sobre la educación superior. En el citado informe, el obispo proponía la formación de una junta, igual que el jerónimo, con la diferencia de que la del
primero había de estar formada por «personas escogidas entre las de mayor
instrucción de todo el reino», reconocidos por su «vasta literatura» y su amor
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29
30
31
HERRERO, 1971: 71-89.
ARTOLA RENEDO, 2013: 221 y 228.
SAUGNIEUX, 1986: 38.
TAVIRA, 1797: 143.
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a «las ciencias y artes útiles»32. La de Ceballos es también una junta de sabios, pero su espíritu es censor, el de una guardiana de la doctrina33.
Sin duda, no obstante de ser crítico con las ideas revolucionarias, Tavira
aceptó la alianza de Carlos IV con Francia de mejor grado que los predicadores apocalípticos. En 1801, para apaciguar los ánimos del pueblo (al que pocos años antes le habían representado a los franceses como poco menos que el
Anticristo) ante el paso de las tropas napoleónicas en dirección a Portugal,
explicó a los fieles de su diócesis que el buen católico debe tender la mano a
su prójimo independientemente de su credo («el idólatra, el mahometano, el
hereje, todos son nuestros acreedores, y a todos debemos, según las circunstancias lo exigieren, los oficios de caridad») y que, además, «la República
francesa» ya no vive «los calamitosos tiempos que siguieron a su Revolución,
tiempos que ya detestan todos» en un país en el que, a pesar de la libertad de
cultos, «de ocho partes las siete y media profesan la religión católica»34.
Fueron varias las defensas del trono publicadas en el reinado de Carlos IV
que se pueden diferenciar del modelo del Soldado católico. La primera característica de estas obras es que pusieron el centro de atención en la obediencia al
monarca por mandato divino más que en la defensa de la religión en sí. La segunda es la cercanía de sus autores a la Corona, reflejada tanto en sus carreras
como en el apoyo recibido por sus obras. La tercera es el utillaje ilustrado utilizado ‒en mayor o menor medida‒ por los autores, que empleaban un tono y un
vocabulario distintos a los de los autores más beligerantes e intentaban refutar
de manera racional las ideas de los filósofos a los que condenaban.
Entre los tratados políticos de aquel periodo firmados por eclesiásticos
destacaremos cinco: El vasallo instruido en las principales obligaciones que
debe a su legítimo monarca de Antonio Vila (1792), el Catecismo del Estado
de Joaquín Lorenzo Villanueva (1793), La Monarquía de Clemente Peñalosa
(1793), El vasallo fiel a su Príncipe de Sebastián Sánchez Sobrino (1798) y la
Verdadera idea de la Sociedad Civil, gobierno, y soberanía temporal conforme a la razón de Francisco Dorca (1803)35.
Tradicionalmente, se han venido valorando las dedicatorias desde un punto
de vista unidireccional. Esto es, como elemento de adulación y búsqueda de
protección por parte del autor, pero se suele obviar que dichas dedicatorias
debían ser aceptadas por los homenajeados (los expedientes de imprenta están
llenos, por ejemplo, de solicitudes rechazadas por Floridablanca). De manera
que la concesión del permiso para la inclusión del nombre de un ministro o
del mismo rey en el encabezamiento de una obra, implicaba un respaldo de la
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33
34
35
TAVIRA, 1797: 143-144.
CEBALLOS, 1796.
TAVIRA, 1801: 174-175.
CALVO MATURANA, 2011: 51-84.
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autoridad al autor y a su obra36. Desde este punto de vista hay que valorar el
hecho de que La Monarquía y el Catecismo de Estado estén dedicados a Carlos IV (la primera, con grabado del rey incluido37; el segundo, publicado por
la Imprenta Real), y El vasallo fiel a su príncipe, a Francisco Saavedra, secretario de Estado. En cuanto a Antonio Vila, se puede apreciar en su carrera un
ascenso motivado por su servicio intelectual al monarca, puesto que su obra le
valió una canonjía de la catedral de Menorca38.
En las obras de Villanueva y Peñalosa, José María Portillo observó algo
aplicable a las otras tres. A raíz de la amenaza revolucionaria y de las posibles
filtraciones filosóficas a la teología católica, «se percibía la necesidad de reformular un principio teológico que sirviera de fundamento religioso al orden
político, que indicara al vasallo católico la obligación religiosa respecto de la
“constitución de Estado”»39. Estos textos trazaron un «discurso católico antipolítico» que, además de exhortar a la obediencia por mandato divino (con
evidentes ecos de Bossuet), defendía a la monarquía absoluta como el mejor
de los sistemas políticos posibles. Estas obras, insistimos, se diferencian de
las vistas en el apartado anterior en su objetivo político (o antipolítico), pues
se centran en legitimar al monarca y en fomentar la obediencia de sus súbditos, integrando esta obediencia entre las obligaciones religiosas.
Siendo las obras de Villanueva (autor difícil de clasificar teniendo en
cuenta su actividad política posterior) y Vila las más tradicionales formalmente, encontramos en las cinco citadas alusiones directas a los nuevos filósofos, así como expresas refutaciones de sus argumentos. También es común
a los cinco autores el recurso al iusnaturalismo (tan importante para rebatir a
Hobbes, Locke y Rousseau) para demostrar que la paternidad es el primer
vínculo social del hombre que, reproducido a gran escala, da lugar a la monarquía, el más natural de los gobiernos (y vincula, claro está el cuarto mandamiento a la obediencia a los reyes). En cierta medida, al rebatir los argumentos de sus contrarios, los mencionados autores se apropiaban del utillaje
conceptual que aquellos utilizaban, y lo reproducían. Aunque ninguno compartía la imagen monstruosa del poder ofrecida por Hobbes, todos corroboraron de alguna forma su diagnóstico: el hombre necesita de un gobierno fuerte
que lo proteja. Esto no implica que estos tratadistas reconociesen la existencia
de un pacto, ya que para ellos la voluntad humana está condicionada desde el
principio por el conveniente orden social diseñado por Dios.
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36
CONDE NARANJO, 2006, pp. 325-340.
De hecho, Peñalosa, arcediano de la catedral de Segovia, obtuvo un permiso real para
ausentarse de aquella ciudad y residir en la Corte para redactar la obra (BONO GUARDIOLA, 1995: 315-321).
38 ARTOLA RENEDO, 2013: 253-254.
39 PORTILLO, 2000: 87.
37
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A diferencia de Vila y Villanueva, que defendieron la obligación de obedecer a cualquier monarca, aunque fuese un tirano, Peñalosa y Dorca optan
por defender el carácter amable de los reyes absolutos, diferenciándolos (con
ecos evidentes de Montesquieu) de los déspotas. Así, escribía Peñalosa:
«cuanto dista la superstición de la religión verdadera, tanto se aparta el gobierno arbitrario de la Monarquía Absoluta»40. Ambos autores, lejos de tratarlos como seguidores del Anticristo, se refirieron a los filósofos con cierto respeto, que en el caso de Peñalosa se antoja incluso admiración dentro del
disentimiento con sus ideas. Así, se refería a Rousseau como «aquel espíritu
observador y profundo, aquel corazón agrio que jamás pudo mirar con indulgencia el desliz más pequeño del virtuoso; aquel entendimiento, que reuniendo las calidades naturales del filósofo, ostentó en sus escritos los axiomas
fuertes de un republicano»41. Las citas al Espíritu de las Leyes de Montesquieu se reparten por la misma obra.
Clemente Peñalosa es, después de Villanueva, el más conocido de los autores, por lo que no le dedicaremos mucho espacio42. Su Monarquía es el testimonio de un eclesiástico reformista, un ilustrado conservador que quiere
defender a su rey recurriendo al lenguaje del siglo y a la argumentación racional, evitando, en la medida de lo posible, recurrir a la autoridad de la Biblia. No se conformaba el religioso con afianzar al sistema monárquico en las
raíces de la tradición; como ha observado acertadamente Portillo, el autor
identificó a la monarquía «con la modernidad», haciendo de ella el ámbito
ideal para «la civilización, el desarrollo de la vida urbana y el comercio, la
diversificación de la propiedad y la formación de patrimonios» y, por lo tanto,
el sistema que ofrece la verdadera libertad al hombre43. El rey y el conjunto
de “ciudadanos” (a menudo mencionados con términos colectivos como “patria” y “nación”) conviven en tal armonía que son uno: «… el poder de la ley
y toda su autoridad se deposita en un hombre solo, que moralmente es todos
los demás, como único origen y término de las relaciones que estrechan el
cuerpo con su cabeza y la patria con sus individuos»44.
En cuanto a Francisco Dorca, resulta llamativo que haya pasado tan desapercibido para los historiadores45. Este clérigo inició su trayectoria en la universidad de Cervera, donde ocupó varias cátedras, pero su carrera se vio truncada por su conocido projesuitismo. En 1778 no había pasado de canónigo de
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40
PEÑALOSA, 1793.
PEÑALOSA, 1793: 357.
42 Vid. BONO GUARDIOLA, 1995. PORTILLO, 2000: 101-108. CALVO MATURANA,
2011: 51-84.
43 PORTILLO, 2000: 103.
44 PEÑALOSA, 1793: 88-89.
45 CALVO MATURANA, 2011: 51-84.
41
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la catedral de Gerona. No parece casualidad que este autor publicase la mayoría de sus obras a principios del XIX, tras la desgracia jansenista, momento
que quiso aprovechar para coger el impulso de los nuevos aires políticos. En
1801 publicó un oportunista texto antigalicano, el Discurso sobre el primado
pontificio, esto es, sobre el origen, naturaleza y objeto de este primado.
En 1803 vieron la luz las dos obras que más nos interesan aquí, ambas en
la imprenta de Vicente Oliva, “Impresor de S.R.M.”, la Verdadera idea de la
sociedad civil y De las ventajas del gobierno monárquico. Francisco Dorca
sorprende en sus obras por su perspectiva. En la primera de las citadas, extracta pasajes de Rousseau para señalar las contradicciones del ginebrino y
probar así que el hombre es un súbdito bajo el “pacto social”46 o la importancia de la religión47. En De las ventajas del gobierno monárquico, reconoce su
intención de emular El espíritu de las leyes de Montesquieu.
Fijémonos finalmente en el franciscano fray Sebastián Sánchez Sobrino48,
cuya obra más destacable en defensa del trono es El vasallo fiel a su príncipe,
publicada en 179849. El objetivo del libro es manifestar «los estrechos vínculos de amor, de obediencia y de fidelidad que nos ligan a nuestro reyes y señores naturales». Aunque el autor no evitase la tentación de considerar el
XVIII como un siglo «corrompido» y se refiriese al conjunto de autores que
conspiraban contra el altar y el trono como «nuevos filósofos» y herederos de
la herejía protestante, encontramos en la obra varios elementos que la diferencian de los escritos más reaccionarios del siglo y que ponen de manifiesto
el talante ilustrado de su autor, comenzando por la dedicatoria al secretario
interino de Estado Francisco Saavedra, al que llama «condiscípulo» por
haberse formado ambos en el convento de San Antonio Abad de Granada
bajo la tutela del historiador de la literatura fray Rafael Rodríguez Mohedano.
El propio Saavedra contaría más tarde cómo la guía del religioso y la asistencia a su tertulia lo habían iniciado en lecturas como la del padre Feijoo50.
Dicho talante se refleja en El vasallo fiel a su príncipe de muchas maneras,
empezando por aspectos formales como el tono moderado del texto (que no
demoniza a los «nuevos filósofos») o la breve extensión de la obra, adaptada
al «genio moderado de nuestro siglo (…) amante de la brevedad» (comúnmente denunciada, por superficial, por los enemigos de las Luces). Un razonamiento propio de los nuevos tiempos se puede encontrar en los argumentos
esgrimidos por el autor para la obediencia al monarca. El principal de ellos,
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48
49
50
DORCA, 1803a: 17-19.
DORCA, 1803b: 39-40.
CALVO MATURANA, 2017.
SÁNCHEZ SOBRINO, 1798.
VALVERDE TERCEDOR, 2015: 9.
Hispania, 2017, vol. LXXVII, nº. 256, mayo-agosto, págs. 437-469, ISSN: 0018-2141, e-ISSN: 1988-8368, doi: 10.3989/hispania.2017.013
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por supuesto, se encuentra en la conciencia51, puesto que se trata de un mandato divino; pero, si «esas leyes sagradas no bastasen a conciliarles nuestra
veneración y respeto», pregunta Sánchez Sobrino, «¿no debería bastar nuestro
amor a la Patria, de la cual [los reyes] son padres?». En la misma línea, apreciada también en La Monarquía de Peñalosa, y seguida por los oradores de
las Sociedades Económicas de Amigos del País, el autor hace de la patria un
colectivo que marca el común interés entre el rey y sus vasallos: «Este dulce
vínculo nos une tan estrechamente con ellos [los monarcas], que nos hace
personales su majestad, su decoro, sus guerras, sus alianzas. Sus derechos, sus
pérdidas, sus ventajas, todo nos es común mediante el amor a la Patria». Ese
vínculo patriótico, aunque era más próximo a la dieciochesca idea de bien
común que al nacionalismo decimonónico, tiene ya «su origen en el corazón
del vasallo»52 (aunque el fraile no se cansase de puntualizar que «la fidelidad
a los reyes no es una virtud puramente civil o política, sino cristiana y de conciencia»53).
Los autores de cabecera de Sánchez Sobrino en El vasallo fiel a su príncipe
no son aquellos reconocidos por Herrero como los padres del pensamiento reaccionario dieciochesco. Además de las acostumbradas referencias a autores
latinos, a las Sagradas Escrituras y a Santo Tomás, encontramos citas a intelectuales eclesiásticos de un perfil distinto, tales como Juan Ginés de Sepúlveda,
Diego Saavedra Fajardo, el jansenista Claude-Pierre Goujet y el probabiliorista
Daniello Concina, claros defensores todos de la soberanía regia, pero con argumentaciones derivadas del intelecto, no de las entrañas54.
Para conocer un poco mejor al personaje, se puede rastrear brevemente su
obra en los años siguientes. En 1813, publicó bajo pseudónimo un periódico
semanal titulado El ciudadano imparcial, donde la imparcialidad brilla por su
ausencia puesto que se trata de un claro vehículo para la deslegitimación de
los liberales de las Cortes. Pero Sánchez Sobrino no era un “servil” recalcitrante. A su familiarización con el lenguaje del momento (“nación”, “patria”,
“conciudadanos”…) hay que unir que no critica la ley de libertad de imprenta
en su totalidad, sino cuando se vulnera para hablar de asuntos religiosos.
Igualmente, reconoce la necesidad de una reforma del clero secular y regular,
pero condena lo que considera una persecución contra la Iglesia y sus bienes.
En definitiva, la contrarrevolución española contó, también, con autores
eclesiásticos que no dudaron en tachar a los filósofos mentirosos, embaucado-
————
51
Vid. por ejemplo, SÁNCHEZ SOBRINO, 1798: 81-85.
SÁNCHEZ SOBRINO, 1798: 110.
53 SÁNCHEZ SOBRINO, 1798: 86.
54 Es cierto que Sánchez Sobrino cita varias veces al juez inquisidor de Giordano Bruno
y Galileo, el contrarreformista Roberto Belarmino, un intelectual, sin duda, pero que puede ser
asociado a la batalla de la Iglesia contra los avances científicos.
52
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res e impíos, pero que separaron lo ilustrado de lo revolucionario; que leyeron
a estos autores en lugar de citarlos de segunda mano; y que respondieron a
sus argumentos desde una paradójica tradición renovada acorde con las circunstancias.
EL DOBLE FILO DE LA CRÍTICA A LA REVOLUCION FRANCESA
El alcance de la expansión dieciochesca del poder monárquico se revelaría
en toda su operatividad al comenzar la Revolución francesa, que transformó
las relaciones de los súbditos con el poder soberano tanto allí donde logró
tener éxito como donde se reaccionaba contra ella. Después de 1789 el poder
regio se vería obligado a reconsiderar, como respuesta a la rompedora idea de
la soberanía nacional, los vínculos que le unían con los súbditos. La guerra
contra la Convención sería la ocasión de pulsar esta vinculación poniendo a
prueba la capacidad de movilización de recursos con los que, después de varias décadas de expansión, contaba la monarquía55.
La Corona contaba en esta tarea con la cooperación de una alta clerecía a
la que pidió que actuase como correa de transmisión de los principios que
sostenían el orden político, que habría de prestarse a la labor de ideologización contrarrevolucionaria de los súbditos del rey, y que en lo material debería participar en el sostenimiento del esfuerzo bélico (de forma voluntaria,
primero, y a petición de la propia Corona, después) con la aportación de importantes recursos. En la cooperación discursiva con la Corona el alto clero
pudo contar, dada su familiaridad (armónica o conflictiva) con el ideario de
las Luces, con un depósito teórico a partir del cual articular rápidamente una
crítica global del proceso revolucionario. Obispos y arzobispos se unieron a la
batalla contra los filósofos franceses y cumplieron con las demandas del gobierno para que pidieran a su grey que colaborase con los recursos necesarios,
desoyese las máximas revolucionarias o mantuviese la paz social.
El alto clero parecía sumar con entusiasmo sus esfuerzos a los de la Corona en la guerra contrarrevolucionaria, pero la impresión puede ser engañosa.
Sin descartar la existencia de ese afán cooperador, resulta evidente que el
ideario desplegado por el episcopado en sus pastorales del periodo encierra
una carga discursiva de notoria ambigüedad. En un nivel de lectura superficial, se revela en sus escritos la existencia de una renovada sinergia con la
monarquía en la lucha contra la impiedad, el desorden y el regicidio. En estos
términos se precisaban los discursos, digamos, oficiales. Sin embargo, bajo
esta pátina discursiva se ocultaba, como muestra una lectura más atenta de los
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55
RÚJULA, 2016.
Hispania, 2017, vol. LXXVII, nº. 256, mayo-agosto, págs. 437-469, ISSN: 0018-2141, e-ISSN: 1988-8368, doi: 10.3989/hispania.2017.013
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textos, la existencia de algunas fricciones en torno a la concepción misma del
orden político. Ciertamente, el clima de guerra contra la Convención podía
ser propicio a que el estado eclesiástico se prestara a sumar sus esfuerzos con
los de la monarquía para actuar contra un enemigo común. Pero ese mismo
ambiente permitía la crítica, en paralelo, de una expansión del poder del monarca que, en determinada lectura reaccionaria del siglo XVIII, podría encontrarse en el origen del mal revolucionario. En especial, según veremos, en lo
que tocaba a su control del espacio eclesiástico o a los deseos de reforma
eclesiástica promovidos sin concurso de la propia jerarquía clerical.
De hecho, es perceptible en algunos textos el establecimiento de cierto parentesco entre el devenir de los acontecimientos en Francia hasta la revolución con las críticas que se hicieron al regalismo en España desde los años
sesenta del siglo XVIII. El regalismo, llevado más allá de sus justos límites,
no solamente era considerado un ataque a la libertad eclesiástica, sino que
repercutía directamente en la crisis de las bases constitutivas de la monarquía.
El obispo de Calahorra retomaba el caso francés para explicar un proceso que
debería hacer reflexionar a sus diocesanos: en su labor de erosión del orden
monárquico, aquellos «falsos Filósofos» habrían asegurado, bajo pretexto de
reforma de las estructuras eclesiásticas, «que la Religión Católica siempre
sería la dominante», que tales reformas no afectarían sino a la organización
material de la Iglesia y que la religión permanecería intacta, aunque al mismo
tiempo «esparcían máximas de impiedad con más libertad que nunca»56. El
mensaje era claro: bajo el pretexto regalista de protección a la Iglesia, se podía actuar contra la religión socavando, de paso, los fundamentos del edificio
político.
Recordemos que la cooperación prestada por el alto clero durante la guerra
contra la Convención se producía en un contexto de desarrollo crítico del proceso de acumulación del poder en el polo monárquico. La expansión de la
capacidad de acción del monarca comportaba la marginación de otras instancias que estimaban tener una función consejera del poder político. Era el caso
del alto clero, sí, pero no solamente; afectaba al conjunto del sistema. La expulsión de los jesuitas en 1767 o el progresivo control sobre las universidades
(por citar las medidas de mayor impacto), marcan el punto álgido del desarrollo de una política regalista que envolvía aspiraciones de mayores vuelos. Los
privilegios de los cuerpos o de los sujetos eran cada vez menos vistos, en la
segunda mitad del siglo XVIII, como elementos constitutivos de la relación
bilateral entre el rey y sus vasallos, pasando a considerarse, cada vez más,
como prerrogativas arrancadas al monarca que este debía ir recuperando. Recuérdese que, si bien la expansión de la Corona tuvo su expresión más defini-
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56
AGUIRIANO, 1793: 9-10.
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da en las pugnas por el sometimiento de la esfera eclesiástica al rey, la soberanía de este aspiró a extenderse no sólo al clero y a los cuerpos privilegiados,
sino a las relaciones de parentesco, a la propiedad privada, a la transmisión de
bienes, al mundo de la producción intelectual o al ámbito académico.
Con este telón de fondo, la irrupción del ciclo revolucionario francés puede ser vista como la ocasión de renovación de la sinergia entre las fuerzas
veterorregimentales o, por el contrario, como catalizador y acelerador de tensiones preexistentes entre los componentes del sistema. En cierta manera,
ambos fenómenos tuvieron lugar en la última década de la centuria. El momento fue propicio a la aclaración de ciertas dudas en torno a la progresión
del poder regio, de su acaparamiento creciente del espacio político y de las
consecuencias que esto pudiera tener. El obispo de Orense lo expresó con
cierta nitidez cuando, en 1795, el arzobispo de Toledo contactó con él para
que, junto con el resto del episcopado, cooperara al esfuerzo de la guerra donando la plata de las iglesias bajo su jurisdicción. En respuesta al primado, de
12 de febrero de 1795, exponía largamente varios puntos en los que, según
pensaba, los cauces en los que se debían desarrollar las relaciones de la esfera
política con la eclesiástica habían sido rebasados. Las exigencias monárquicas
durante la guerra contra la Convención no serían sino la continuación de una
línea de injerencia de largo recorrido que comenzaba a despertar la animosidad de una parte de las élites de la monarquía. Prefigurando la que sería su
mejor conocida intransigencia ante las Cortes de Cádiz, el prelado de fino
olfato político lanzaba una premonitoria declaración de desvinculación de la
esfera eclesiástica al asegurar que los «Reyes, y los Reinos, se pierden sin la
Iglesia. La Iglesia subsistirá siempre, y no depende de ellos»57. La bifurcación
de los dos mundos, cuyas lógicas respectivas comenzaban a disociarse, era
prevista de manera clara por el obispo.
Esa afirmación del obispo de Orense probablemente no se entienda en toda
su dimensión sin una referencia al proceso de reafirmación de la autoridad
pontificia sobre el mundo católico. En efecto, en las fechas en las que el prelado realizaba su reflexión, la Santa Sede iba haciendo significativos progresos en una concentración de poder paralela a la de la monarquía. Durante el
siglo XVIII, ante las corrientes eclesiológicas que minoraban su importancia
en el conjunto de la Iglesia universal (jansenismo, richerismo, episcopalismo,
regalismo, galicanismo, josefinismo, etc.), Roma había ido promoviendo la
idea de una única soberanía apostólica, poseedora de la plenitud de funciones
(legislativa, disciplinar y magisterial) en la sociedad eclesiástica. Esta tendencia alcanzaba un punto álgido en su desarrollo a la altura de 1794 con la mencionada bula Auctorem fidei, condenatoria de las actas del sínodo de Pistoya,
en la que pueden detectarse los elementos esenciales de la intransigencia cató-
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57
Quevedo a Lorenzana. Orense, 12-II-1795. Citado en LÓPEZ-AYDILLO, 1918: 175-176.
Hispania, 2017, vol. LXXVII, nº. 256, mayo-agosto, págs. 437-469, ISSN: 0018-2141, e-ISSN: 1988-8368, doi: 10.3989/hispania.2017.013
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lica tal como se desarrollaría durante el siglo XIX58. La idea central de la bula,
la de una sociedad eclesiástica en cuyo centro se situara la autoridad magisterial del pontífice romano, se había visto acelerada en su desarrollo por el ciclo
revolucionario. No habría provocado este la ruptura neta con las controversias
del pasado reciente sino su intensificación. El movimiento de afirmación pontificia había comenzado antes de los sucesos de Francia. Roma ya había ido
desplegando diversas estrategias para contrarrestar los efectos disolventes de
la modernidad temprana; estrategias que mostraron todo su potencial a la hora
de enfrentarse a la revolución59.
En este proceso, las posiciones eclesiológicas de la denominada «escuela
romana» (representada por E. D. Cristianopulo y T. M. Mamachi, P. Ballerini, F. A. Zaccaria o G. Bolgeni), cuyos ejes principales eran la idea de la monarquía pontifical y la de la infalibilidad pontificia, adquirieron una clara centralidad en la reflexión sobre la posición de la Santa Sede en el conjunto de la
sociedad eclesiástica60. Esto fue complementado con una intensificación de
prácticas piadosas y devocionales cuyo objetivo era la neutralización del jansenismo, tendente a la mitigación de tales prácticas en favor de un cristianismo depurado de ellas y, por extensión, de toda corriente que pretendiera atenuar la autoridad pontificia61. Durante el pontificado de Pío VI (1775-1799)
se promovieron, asimismo, formas artísticas que compensaran la disminución
de la autoridad política del papado maximizando su prestigio simbólico62. Y,
frecuentemente de manera subrepticia, se difundieron al mismo tiempo obras
favorables a los derechos de la Santa Sede por medio de las redes que, desde
el secretariado de Estado pontificio hasta las nunciaturas, Roma tenía tejidas
en Europa63.
Este proceso no puede ser minusvalorado si se quiere tener una idea cabal
del pensamiento reaccionario posterior, en el cual la posición central del romano pontífice fue elemento destacable.
LA ESPERANZA ULTRAMONTANA
Roma saldría de su prudente inacción con respecto al proceso revolucionario
tras la publicación de la Constitución Civil del Clero, que propiciaría la petición
de intervención del papa por parte de la mayoría (todos excepto dos) de los
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58
BOUTRY, 1994:59-82. NEVEU, 93/1 (1981): 215-275.
CAFFIERO, 2012.
60 REGOLI, 2006: 109-110, 117-121. FIORANI y ROCCIOLO, 2004: 394-400. PELLETIER, 2004: 235-257.
61 CAFFIERO, 2006.
62 COLLINS, 2005.
63 VANYSACKER, 1995: 266-271.
59
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obispos diputados en la Asamblea Nacional francesa, más cien eclesiásticos de
la misma, que firmaron la Exposition des principes sur la Constitution Civil du
Clergé dirigida a Pío VI. En el escrito, los prelados negaban a la Asamblea la
legitimidad para intervenir en la esfera eclesiástica sin contar con el parecer
previo de la Santa Sede y, lo que es más importante, pedían al papa que se pronunciara de una vez por todas sobre lo ocurrido desde el inicio de la revolución.
El pontífice lo haría en marzo de 1791, con una diatriba contra la Asamblea, a
la que acusaba de haberse arrogado poderes espirituales de manera ilegítima.
Condenaba también en bloque la revolución, con lo que oficializaba el conflicto
de esta con la Santa Sede64. De esto se desprendía una consecuencia importante: la jerarquía eclesiástica se veía obligada a elegir entre uno de los dos polos
legitimadores concurrentes, sin que en adelante cupiera la doble lealtad que
permitía la confianza en un poder secular tenido, en adelante, por potencialmente perverso (la Constitución Civil del Clero era entendida, de hecho, como
consecuencia del desarrollo extremo del galicanismo65). Roma había conseguido, tras un largo periodo de mediación de la monarquía entre ambas partes,
contactar directamente con los obispos galicanos a petición de estos. Y la urgencia del momento le permitiría soslayar todo obstáculo para marcar su supremacía sin mediación de los poderes seculares que en el Antiguo Régimen
habían interferido, de mutuo acuerdo, en su contacto con el episcopado66.
Como percibiera Joseph de Maistre en su análisis retrospectivo de los
acontecimientos, la Revolución francesa no podía tener sino un paradójico
efecto positivo para la religión y, más concretamente, para la Santa Sede67. El
ataque revolucionario servía a Roma una ocasión de oro para sustituir su paulatino debilitamiento político desde la paz de Westfalia por una renovada autoridad eclesiológica, doctrinal y carismática sobre el conjunto del mundo
católico, tratando de establecer su hegemonía sobre una jerarquía eclesiástica
universal que se había estado debatiendo entre dos potestades.
La trayectoria del arzobispo de Toledo (y, por ende, primado de España),
Francisco Antonio Lorenzana, durante los últimos años de su vida es ilustrativa de los desequilibrios en la doble fidelidad en la que se había movido el
episcopado hasta finales del siglo XVIII. Su caso nos servirá para adentrarnos
en los inicios de un proceso de importantes consecuencias: la desvinculación
de la jerarquía eclesiástica de la esfera política. Figura destacada del episcopado regalista durante el reinado de Carlos III, su antijesuitismo le había facilitado el nombramiento para el arzobispado de México en 1766. Estando a la
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64
PELLETIER, 2004: 164-166. VANYSACKER, 1995: 254-255.
Como resulta, por ejemplo, de la interpretación de los hechos del cardenal Giuseppe
Garampi, VANYSACKER, 1995: 256-258.
66 PELLETIER, 2004: 333-360.
67 ARMENTEROS, 2013: 67-68. GENGEMBRE, 1989: 253-255
65
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cabeza de este organizó el (mal) llamado IV concilio provincial mexicano, en
el cual actuó como portavoz de los intereses de la Corona en varios asuntos
que interesaban a esta. Su comportamiento le valdría la promoción a la sede
primada de España en 1772. Ejemplo paradigmático, a priori, de sujeción al
regalismo carlotercista, su pensamiento no puede reducirse, como veremos, a
categorías predefinidas o estereotipos historiográficos68. Su interés reside,
precisamente, en su aparente ambigüedad.
Francisco Antonio Lorenzana es en ocasiones definido como uno de los
representantes del alto clero ilustrado, junto con José Climent o Antonio Tavira. Si no queremos vaciar completamente de contenido el calificativo, describiendo bajo su paraguas actitudes bien distintas ante las Luces, hay que
precisar mínimamente su significado. Sus inclinaciones regalistas, su participación de algunas de las empresas reformistas del periodo, su inquietud intelectual o la promoción de una mejor formación clerical no necesariamente
han de corresponderse sin más con una actitud ilustrada. De hecho, su temprana hermenéutica de los acontecimientos de Francia como obra de la filosofía marca bien a las claras su rechazo de las manifestaciones más radicales de
la Ilustración69. Esa actitud no era fruto de un súbito horror. Se encontraba
bien anclada en la manera de ver el mundo del primado y, de hecho, es necesario profundizar en ella para comprender su recorrido posterior.
Su idea sobre la estructuración de la Iglesia (de amplia influencia sobre su
concepción de lo político), resulta reveladora. En 1776 compendiaba, en carta
al padre Ceballos, los puntos más importantes de su pensamiento eclesiológico. En síntesis, subrayaba la importancia clave del concepto de jerarquía en
la Iglesia. Para él, jansenistas y todo tipo de novadores eran enemigos potenciales de este principio, al cuestionar la jerarquía o proponer nuevas formas
de organización eclesiástica. Las propuestas venidas del flanco jansenista
equivalían a «desconceptualizar al Vicario de Cristo en la tierra, minorar el
respeto al episcopado, ensalzar la libertad de las costumbres»70. Tres años
antes, en representación escrita a Carlos III en 1773, desaprobaba con fuerza
el conciliarismo, idea característica de la eclesiología jansenista y episcopalis-
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68
Como acertadamente indican SAUGNIEUX, 1976: 247-278, y VIZUETE, 2004.
Eso se desprende de la respuesta dada por José Nicolás Azara, embajador en Roma, al
arzobispo, en 21 de octubre de 1789, en la que le decía: «Usted declama contra la filosofía
como autora de los males de Francia, y yo no soy de su sentir. La buena filosofía siempre hace
bien y nunca mal. La corrupción de las costumbres, el mal gobierno, la dilapidación del Estado, el descrédito de los que mandan, y la ambición loca de los que no son filósofos han traído
esta revolución». AZARA, 2010: doc. 67. Se reafirmaría en la misma idea al ser testigo de la
llegada de los obispos franceses emigrados en España, hecho que terminaría por convencerle
de que lo que estaba ocurriendo en el reino vecino era resultado de los excesos de la filosofía
(GUTIÉRREZ, 20, 1993: 168).
70 SAUGNIEUX, 1976: 271-275. VIZUETE, 2004: 338-356.
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ta, por considerar que aminoraba la autoridad del papa71. Hay que tener en
cuenta al señalar esta idea, que en los primeros tiempos de la Contrarreforma
se había apuntalado la tesis de que dicha corriente estaba en el núcleo de las
conmociones vividas en la Iglesia durante el siglo XVI72. Con esto, el primado venía a señalar implícitamente que cualquier atisbo de alteración de la jerarquía eclesiástica repercutiría, también, en el sistema político. En resumen,
según su modo de ver las cosas, el marco ideal de coexistencia de las dos potestades era el que otorgaba a los príncipes católicos el papel de protectores
de la Iglesia en sus dominios; eso sí, con el respeto mutuo de ambas esferas.
El desequilibrio en favor de alguna de las dos rompería inevitablemente el
marco.
Su correspondencia privada con el jesuita expulso Faustino Arévalo, antiguo profesor del colegio de la Compañía de Jesús en Medina del Campo y
relevante humanista de prolífica producción bibliográfica residente en Italia,
ofrece una privilegiada ventana para captar los desarrollos posteriores de estos postulados. El primado, en un elocuente giro de su antijesuitismo previo,
había establecido contacto (a través de su secretario de cámara), a finales de
los años 80 o comienzos de los 90, con Faustino Arévalo, cuyos escritos patrocinaría en adelante. En las cartas enviadas desde Roma por este entre 1793
y 1796, publicadas por Rafael Olaechea, se pueden encontrar noticias sobre
temas tanto eruditos, como eclesiásticos o políticos. Constituyen un formidable material para la observación de su acercamiento a realidades que superaban la monarquía hispánica (en la que se había movido principalmente hasta
entonces), de la forja de una nueva visión de los acontecimientos en aquella
cambiante Europa, de su inserción progresiva en el entorno de un incipiente
ultramontanismo global o de su percepción de los cambios en los que se encontraba inmerso el mundo que había conocido73.
El patrocinio del primado sobre la obra de Faustino Arévalo comportaba la
aceptación, al menos parcial, de los presupuestos ideológicos de este. La relación, que llegó a ser estrecha, superaba lo meramente erudito para insertarse
de lleno en el combate contrarrevolucionario. Eran dos aspectos inextricables.
Especialmente cuando, como decía el exjesuita, las circunstancias exigían que
no solamente las armas, sino también los libros «se emplearan en combatir la
impiedad corriente»74. El mundo de los jesuitas expulsos en Italia se había
constituido en un foco de investigación de primera magnitud en humanidades,
reconocido como tal incluso por los sectores que con más ahínco habían luchado contra la Compañía y que todavía guardaban una clara actitud contraria
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72
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74
LORENZANA, 1773: 384.
PRODI, 2011: 19-20.
Tema tratado con mayor detalle en ARTOLA, 2013: 199-210.
F. Arévalo a F. A. Lorenzana. Roma, 2-X-1794. OLAECHEA, LI (1982): 138.
Hispania, 2017, vol. LXXVII, nº. 256, mayo-agosto, págs. 437-469, ISSN: 0018-2141, e-ISSN: 1988-8368, doi: 10.3989/hispania.2017.013
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sobre lo que esta había representado. Los expulsos formaban un grupo en que
se daban cita, por una parte, la defensa de la eclesiología ultramontana y, por
la otra, las pautas características de deseo de descubrir nuevas realidades, de
intensa investigación, que se han atribuido a cierta Ilustración, todo ello en
armónico equilibrio75. Es significativo que, entre los materiales que el exjesuita enviaba al primado figuraran (además de los correspondientes a sus intereses eruditos) ejemplares del Giornale ecclesiastico di Roma, publicación
pontificia de combate opuesta a los Annali ecclesiastici, impresos en Florencia, de corte jansenista76.
La comunidad de intereses intelectuales adquiría con el contexto revolucionario una nueva dimensión. En este sentido, si los «buenos libros» que,
entre ambos, iban publicando, servirían para complementar en un nivel intelectual la lucha física en la guerra contra la Convención, el nombramiento del
cardenal para Inquisidor General mostraba «la singular piedad, y prudencia»
del rey, quien, «honrando el estado eclesiástico, se opone directamente a las
impías máximas de los que quieren deprimirle, para introducir de este modo
la irreligión y la anarquía»77. Junto a las cuestiones técnicas o logísticas de la
colaboración literaria, iban apareciendo señales evidentes de la introducción
de nuevos conceptos, expresados en el lenguaje de una incipiente modernidad
contrarrevolucionaria78. La Revolución francesa, con sus consecuencias sobre las relaciones de poder en la sociedad del Antiguo Régimen, cobra una
importancia cada vez mayor en la correspondencia a medida que los acontecimientos se van sucediendo. Las informaciones enviadas por el exjesuita
daban cuenta del trastorno integral que conllevaba el proceso revolucionario
en los lugares en que conseguía derribar al antiguo orden. Es lo que, según
relataba Arévalo, ocurría en Milán tras la llegada de los revolucionarios: nobles decapitados, un abogado al frente del gobierno, un calendario de nueva
creación marcaban, en la mentalidad discursiva del exjesuita, la sustanciación
de un proceso cuyos fundamentos no eran compatibles con los que sostenían
el edificio social, institucional y político en la Europa católica hasta 178979.
Esta comunicación con Roma, que mostraba al cardenal la situación de la
Iglesia universal, el desarrollo de la guerra contra Francia y el hundimiento
del sistema veterorregimental, se complementaba e intersectaba con muchas
otras cartas, en que se expresaban cambios profundos en lo político, en lo
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75 Entre la bibliografía al respecto, destacan GUASTI, 2006; GUASTI, 123 (2009). GIMÉNEZ y FERNÁNDEZ, 2010. GIMÉNEZ, 15 (1996).
76 Arévalo a Martínez Nubla. Roma, 31-VII-1794. OLAECHEA, LI (1982). Sobre el
Giornale Ecclesiastico di Roma, VANYSACKER, 1995: 271-272.
77 Arévalo a Lorenzana. Roma, 14-VIII-1794. OLAECHEA, LI (1982): 140.
78 BATLLORI, 1966: 84-86.
79 Arévalo a Lorenzana. Roma, 1-VI-1796. OLAECHEA, LI (1982): 151.
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eclesiástico, y la disociación paulatina de ambos mundos. La multitud de misivas que le enviaban clérigos franceses refugiados en España constituyen un
buen ejemplo80. Por su condición de primado, mediador del episcopado español con la Corona, era por otra parte centro receptor de las impresiones de los
obispos españoles sobre la Revolución francesa, sobre su relación con el poder político y sobre la experiencia de la guerra. Como las del obispo de Orense, con el que, a pesar de todo lo que les pudiera separar, coincidía en la
transcendental importancia del proceso en que estaban inmersos, ellos, y el
mundo católico en general. En respuesta a las cartas en que aquel mostraba su
reticencia a donar la plata de las iglesias para el sufragio de la guerra contra
Francia, argumentando la falta de correspondencia entre el uso de los bienes
de la Iglesia (que deberían ir a parar a los pobres) y los objetivos de la guerra
(que incumbían a los reyes), el primado contestaba con un lenguaje que muestra la consolidación de determinados conceptos e ideas. Haciendo un repaso
de algunos acontecimientos que habían precedido a la revolución, afirmaba
que en la Historia de la Iglesia no había habido «guerra más universal, más
sangrienta, y declarada con igual empeño que la que al presente hacen los
Filósofos ateístas de la Francia», quienes «hacen la ostentación de decir que
no hay Dios, y burlarse de toda Religión verdadera». La correspondencia de
Federico de Prusia con Voltaire mostraba que «entre los dos se trataba de los
medios de acabar con la Religión, y que sus pronósticos ya se han verificado
en la Francia», siendo el siguiente paso el de «esparcir el veneno a nuestras
provincias»81
La asunción de los principios complotistas del mito reaccionario europeo
aparece bien representada en estas frases. Existían, parecía decir el primado,
en la sombra, fuerzas ocultas que habían movido a la masa popular a tomar
las armas contra el orden, empujadas básicamente por los filósofos ateos franceses. El proyecto de las élites impías veía cómo se realizaban algunos de sus
puntos en la Revolución francesa. Cabe recordar que estas ideas eran muy
conocidas entre los exjesuitas españoles residentes en Italia, de cuyas mejores
plumas salió la formulación más acabada del mito82. Puede que la inserción
progresiva de Francisco Antonio Lorenzana en las redes epistolares de aquel
mundo le ofreciera (o le confirmara), algunas claves de interpretación del
contexto político global.
El creciente contacto con estas realidades forzosamente había de tener
consecuencias en sus relaciones con la Corona. De hecho, lo eclesiológico
adquirió una evidente dimensión política en la última década del siglo83. La
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83
GUTIERREZ, 2004: 398-427.
Lorenzana a Quevedo. Madrid, ¿?-II-1795. Cit. LÓPEZ-AYDILLO, 1918: 177-178.
HERRERO, 1971: 151-180. GIMÉNEZ, 2010.
LA PARRA, 2 (2001-2002).
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tendencia a la intensificación expansiva que la monarquía siguió en estos años
era exactamente la contraria a la que, según una fracción de las élites de la
monarquía entre las que se encontraba el primado, había que adoptar tras los
acontecimientos en Francia. En lo que hace a la relación de la Corona con la
jerarquía eclesiástica, los incidentes que tuvieron lugar en 1793 entre el arzobispo de Valencia (amigo de largo recorrido de Francisco Antonio Lorenzana) y el capitán general de aquel reino (duque de la Roca), con el resultado de
la renuncia forzada del primero a la mitra, venían a dejar claro que el episcopado estaba viéndose sujeto por la monarquía84. La utilización de las regalías
de mayor relevancia se consolidó durante la última década de la centuria, como mostraba el uso del exequatur o «pase regio» para evitar la circulación
(contra los deseos del primado, que trabajó intensamente por su publicación)
de la bula Auctorem fidei, en la que se criticaba la intervención unilateral del
poder político sobre las estructuras eclesiásticas. Constantemente se dictaron
disposiciones para regular asuntos tocantes a lo eclesiástico, desde el destino
de las rentas episcopales a la creación de capellanías.
El primado, que marchaba en el sentido contrario al de esta evolución absolutista, se estaba convirtiendo en un problema. En la sesión del Consejo de
Estado de 29 de diciembre de 1795 lanzó una contundente amonestación al
gobierno por su supuesta permisividad en la difusión de obras extranjeras que
«extendían el veneno de la libertad e igualdad» mientras el poder de actuación de la Inquisición (a cuya cabeza se le había puesto confiando en su docilidad regalista) era coartado85. Su insistencia en la condenación del sínodo de
Pistoya y, más tarde, sus esfuerzos para la publicación de la bula Auctorem
fidei, le aproximaban al conflicto abierto con el poder político. Por último,
fuentes diplomáticas francesas situaban a Lorenzana en el partido de oposición a Manuel Godoy (indistintamente denominado «aragonés», «inglés», o
«aristocrático»), confluencia de aristócratas y jerarcas eclesiásticos, junto con
un amplio grupo de canónigos y otros clérigos a los que se conocía como
grupo beato. Ese partido habría tenido como objetivo, desde 1794, poner fin a
la guerra con Francia, y organizar el gobierno interior acortando el campo de
influencia del rey, revitalizando la estructura de los Consejos en detrimento
del secretario del despacho de Estado86. La presencia del primado en España
podía entorpecer tanto la planeada alianza con Francia como los proyectos de
amplia reforma eclesiástica que barajaba la Corona.
En estas circunstancias fue enviado a Roma, en marzo de 1797, en una
embajada extraordinaria junto con el confesor de la reina María Luisa (Rafael
Múzquiz) y el arzobispo de Sevilla (Antonio Despuig), con el supuesto obje-
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LEÓN, 2003.
LA PARRA, 1992: 58.
LA PARRA, 1992: 110.
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tivo de asistir al papa tras la primera invasión de la ciudad por los franceses.
En realidad se trataba de un destierro. En marzo de 1798, contraviniendo las
órdenes del Príncipe de la Paz, proyectaba volver a España; decisión que tuvo
que revocar por la orden de quedarse en Roma como embajador87. Más tarde,
cuando se le exigió volver, en 1800, se negó a hacerlo. Permaneció en la Ciudad Eterna, eligiendo a Faustino Arévalo como su secretario de cámara. Desde 1801 trabajaría en el marco de la congregación cardenalicia de Propaganda
fide integrándose plenamente en el colegio cardenalicio, en el cual desarrolló
nuevas actividades, amistades y, seguramente, una nueva forma de entender
qué era, cómo se debía estructurar y cuál era el papel de la Iglesia en aquel
convulso mundo88.
En sus últimos días, habría mirado hacia la Santa Sede en busca de una legitimidad que reconociera su posición. En abril de 1804 murió en Roma y con
él moría, también, en cierta medida, todo un conjunto de concepciones sobre
la coexistencia armónica de las dos potestades. Su caso no puede ser explicado con el sencillo recurso al desengaño del antiguo regalista. Lo que revela es
una rápida erosión de las bases sobre las cuales se fundamentaba la entente
entre ambas potestades. Eliminados estos fundamentos, la jerarquía eclesiástica iniciaba el camino hacia una separación del mundo político, dotado de
una eclesiología que minorara la importancia de la razón en favor de la intuición, la emoción y el sentimiento comunitario, en una sociedad eclesiástica
organizada en torno al primado pontificio89.
CONCLUSIONES
El ultramontanismo, el rechazo visceral de la Ilustración y la intransigencia doctrinal es solamente uno de los resultados posibles del posicionamiento
del clero al alborear el siglo XIX. Se suele dar demasiado por supuesta una
intransigencia natural de la Iglesia que conviene al finalismo con el que se ha
escrito la historia de aquel siglo. A lo largo de este trabajo hemos estudiado
las diferentes versiones de la reacción eclesiástica española a la Revolución
francesa, demostrando que la historiografía, siguiendo la estela de Javier
Herrero, ha incurrido en una excesiva generalización a la hora de situar a la
práctica totalidad de los autores en una posición oscurantista y como meros
reproductores del pensamiento antifilosófico europeo de los años 1770-1780.
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OLAECHEA, 1980: 163.
REGOLI, 2006: 197, 272-277, 314-317, pueden verse las actividades de Lorenzana en
el cónclave de 1799-1800, así como sus relaciones con otros cardenales y su reconocida posición en la corte pontificia.
89 Como indica LEHNER, 2016: 214-216.
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Creemos, en cambio que distintos contextos han de dar lugar, a la fuerza, a
distintas expresiones. Diferente fue la especulativa y bastante independiente
Ilustración francesa de la pragmática y tutelada Ilustración española, igual
que fue distinta la situación política a un lado y al otro del Pirineo a partir de
1789. Tampoco —y coincidimos con López Alós— parece acertado hacer del
padre Ceballos y sus seguidores una secta de aislados oscurantistas90. Incluso
el propio monje, al que no podemos llamar amigo de las Luces precisamente
pero que era hijo de su tiempo, tuvo que negociar con ellas en la dedicatoria a
Campomanes de su Falsa filosofía o en el plan de reforma de las universidades que haría llegar a Godoy más tarde para intentar salir del ostracismo.
Se puede decir que los dos primeros epígrafes de este artículo estudian a
los ideólogos religiosos que hicieron causa común con el poder, si bien cada
uno lo hizo de acuerdo a sus circunstancias y a su bagaje previo. Por el contrario, los dos últimos recogen la existencia de un sentimiento de desafección
clerical hacia la monarquía, cuyo absolutismo regalista era una amenaza constante para la Iglesia, cuyo proyecto reformista tendía en ocasiones peligros
puentes a las ciencias y las Luces y cuyas necesidades en política exterior la
habían acabado acercando a la Francia republicana.
Desde este punto de vista, el de la desafección eclesiástica al absolutismo
ilustrado, que se manifestaría en el apoyo clerical a Fernando VII en el golpe
de Estado de Aranjuez o en la posterior militancia carlista de los sectores más
conservadores de la Iglesia, se puede hacer una doble lectura de varios de los
sermones y tratados que apoyaron al trono en 1793. Si estamos de acuerdo en
que los elogios fúnebres de Jovellanos y Cabarrús al supuesto mecenas de las
Luces, Carlos III, no presentaban a la monarquía como era, sino como estos
autores querían que fuera, ¿podríamos hacer una doble lectura de los textos de
Villanueva o Vila y Camps en esa misma línea? ¿Permiten las defensas religiosas del trono una doble lectura apologética pero crítica (o nostálgica) al
mismo tiempo?
En todo caso, creemos que es importante introducir el desencanto con el
absolutismo en la ecuación contrarrevolucionaria del Ochocientos español. El
progreso del ultramontanismo daría forma al pensamiento reaccionario del
siglo que comenzaba. El concordato de 1801 con Francia fortaleció de manera considerable a la Santa Sede. La prisión de Pío VII contribuyó, más tarde, a
hacer de la figura pontificia un mártir viviente, con toda la carga simbólica
que ello conllevaba. La mayoría del alto clero católico (del que quedaban excluidos, en la era postrevolucionaria, regalistas, episcopalistas, jansenistas e
ilustrados) iba situándose en la obediencia univoca e incondicional al pontífice romano, devenido centro de autoridad exclusivo del catolicismo. La tor-
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menta revolucionaria, si bien acabó de debilitar definitivamente el rol político
del papado, que no podía sumarse a la modernidad sin sacrificar sus rasgos
constitutivos más elementales, tuvo como efecto hacer de la Santa Sede el
refugio simbólico, sentimental y carismático de aquellos sectores que rechazaban el diálogo con la modernidad pero que tampoco se sentían identificados
con el absolutismo regalista. El ultramontanismo ofrecía a estos sectores una
cosmovisión coherente, consistente e integral al margen de las convenciones
políticas modernas fundamentadas en la supremacía de la razón. Y como tal,
fue en todo el mundo católico nicho recurrente de generaciones de reaccionarios que, como Joseph de Maistre, se negaban a aceptar (por mucho que las
revoluciones demostrasen lo contrario) que la producción de lo político correspondiese a los hombres en vez de a la divinidad91.
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Recibido: 26/05/2016
Aprobado: 07/03/2017
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