No. 5, 2015
ENTRE EL AMOR Y EL RECLAMO: LA LITERATURA DE LOS HIJOS DE MILITANTES EN LA
POSDICTADURA ARGENTINA
Fernando Oscar Reati
Georgia State University
Los hijos de desaparecidos y otros militantes que sufrieron la cárcel o el exilio durante la
dictadura argentina de los 70 a menudo tienen sentimientos encontrados respecto a las
decisiones políticas de sus padres. El amor, respeto y admiración que sienten por ellos se
entremezclan con la sensación de que su opción por la revolución los destinó a una
infancia marcada por el trauma. Existe ya una abundante literatura escrita por hijos de
las víctimas que ilustra las ambigüedades y contradicciones de lo que se podría llamar un
"reclamo” dirigido a la generación anterior. Sobre la base del estudio acerca de la carga
transgeneracional que acarrean los descendientes de víctimas realizado por Anne
Schützenberger, o el trabajo de las psicoterapeutas Diana Kordon y Lucila Edelman sobre
la identificación/diferenciación de los hijos de desaparecidos con la figura de sus padres,
este ensayo analiza de qué manera la literatura producida por la nueva generación
elabora el sentimiento inconsciente de “abandono” sentido ante la pérdida: ¿por qué mis
padres me abandonaron al desaparecer? Se incluye a poetas (Julián Axat, Juan Aiub, Ana
María Ponce, Nicolás Prividera), novelistas (Laura Alcoba, Raquel Robles, Félix Bruzzone,
Ernesto Semán) y autoras de textos híbridos a medio camino entre el diario/blog y la
autoficción (Mariana Eva Perez, Ángel Urondo Raboy), para tratar de entender cómo los
hijos de militantes responden al mandato transgeneracional de “¡no olvidar!” a través de
estrategias poéticas y narrativas que incluyen el reclamo, la ironía, el sarcasmo, el
distanciamiento emocional e incluso la incorrección política.
Para los hijos de desaparecidos y otros militantes que sufrieron la cárcel y el exilio, los
sentimientos de amor, respeto y admiración hacia los padres se entremezclan a veces con la
sensación (consciente o no) de que la opción revolucionaria que siguieron destinó a los hijos a
una infancia marcada por el trauma. Es un tema incómodo, conflictivo y difícil de tratar sin
apasionamientos, que forma parte de una discusión mayor sobre la responsabilidad que les
cupo a los militantes en la violencia y la derrota. La ya abundante literatura escrita por los hijos
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de quienes pagaron con la vida, la cárcel o el destierro ilustra los dilemas, ambigüedades y
contradicciones de lo que podríamos llamar un “reclamo” dirigido a la generación anterior.
Hace pocos años, una fundadora de HIJOS (la agrupación de hijos de desaparecidos creada en
1995) me confesaba que entre ellos hay quienes admiran de modo incondicional a sus padres y
quienes, sin dejar de quererlos, en privado les echan en cara el abandono sufrido. Ya de
mediana edad, esta mujer recordaba las noches en que sus padres volvían a casa muy tarde por
sus actividades de militancia y ella, todavía niña, debía dar de cenar a su hermanito menor. En
palabras suyas, “nuestros padres fueron grandes militantes y los admiro por eso, pero fueron
terribles padres…” En un incisivo artículo sobre la “Carta a mis amigos”, de Rodolfo Walsh,
donde el desaparecido escritor habla del sacrificio de su hija Vicky (una militante montonera
que se suicidó durante un enfrentamiento con las fuerzas armadas), María Moreno alude a una
pregunta que atraviesa la obra anterior de Walsh: “Una duda recorre Operación Masacre y es si
los hijos pagan las elecciones políticas de los padres o si son sus legatarios” (114). Pero la
posibilidad de que ambas opciones no sean mutuamente excluyentes abre una alternativa
inquietante: ¿y si los hijos como legatarios de sus padres estuvieran pagando con ello las
elecciones políticas de los progenitores? Walsh prefirió no pensar que su propia militancia pudo
haber influido en las elecciones políticas de su hija y consideró que ella tomó su decisión
libremente: “Como padre, Walsh, amén de aludir a una medida de seguridad, separa a Vicky de
su propio legado al afirmar que ignora la fecha exacta en que [ella] ingresó a Montoneros”
(Moreno 117). Sin embargo, racionalizar la libre opción de la hija por el camino revolucionario
es también una manera de no tener que pensar en el peso que los actos paternos pueden tener
sobre los hijos.
En ¡Ay, mis ancestros!, la terapeuta francesa Anne Schützenberger estudia la relación
existente entre ciertas enfermedades padecidas por los descendientes de víctimas de
situaciones traumáticas como el Holocausto o las guerras civiles, y un “resentimiento” difuso
que sienten por la pesada carga transgeneracional que les toca sobrellevar. Los descendientes
de las víctimas acarrean a veces un sentimiento de injusticia sufrida por la suerte que les tocó
vivir (“como dicen los niños, ‘no es justo’”; Schützenberger 42), traducido a menudo de forma
inconsciente en un resentimiento que engloba por igual a víctimas y victimarios. Debido a que
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el “traumatismo transmitido es mucho más fuerte que el traumatismo recibido”
(Schützenberger 128), los hijos son víctimas doblemente potenciadas. No es inusual encontrar
problemas psicosomáticos entre hijos y nietos de las víctimas, lo cual contribuye aún más a ese
resentimiento. Pero al entremezclarse el sentimiento de injusticia sufrida con la característica
culpa del sobreviviente (yo estoy vivo pero mis padres no), el resentimiento se potencia porque
a la rabia difusa por la suerte que les tocó vivir se suma la rabia contra sí mismos por sentirse
así: “Este sentimiento de injusticia en la suerte se acompaña generalmente de la culpabilidad
del sobreviviente” (Schützenberger 43).
En el caso argentino, Diana Kordon y Lucila Edelman, psicoterapeutas del EATIP (Equipo
Argentino de Trabajo e Investigación Psicosocial) que durante décadas apoyó a las víctimas de
la represión y sus familiares, hacen referencia a la problemática de una doble
identificación/diferenciación respecto a la figura de los padres. Paradójicamente, recordamos
para olvidar (sanar), arribando a un “olvido” que no es negación sino integración y aceptación
de la experiencia traumática. Pero en el caso de los hijos de desaparecidos, a las dificultades
naturales de todo ser humano para constituir su propia identidad se les suma el hecho de tener
que hacerlo en medio de los “antagonismos, silencios y secretos” (Kordon y Edelman 57) de las
familias que los criaron, muchas veces estando ellas mismas sujetas al terror, la denegación y la
parálisis. Fue recién a partir de la conformación de la agrupación HIJOS que muchos jóvenes
encontraron en la pertenencia al grupo un marco de contención dador de identidad, pero este
claro efecto positivo fue a la vez una carga para algunos, dado que la identidad “hijo de
desaparecido” vino acompañada de fuertes expectativas grupales y sociales, entre ellas la de
continuar la tarea de los padres: “La figura de los desaparecidos ocupó y aún ocupa un lugar de
alta valoración social […] Los padres desaparecidos son vividos como una posesión narcisista,
que otorga valor al hijo” (Kordon y Edelman 82).
El abandono
Las respuestas de los hijos ante las elecciones políticas de los padres varían casi tanto
como los individuos. Sin embargo, el sentimiento doloroso de pérdida se asocia a veces con el
de abandono, una palabra que aparece repetidamente en el trabajo terapéutico de Kordon y
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Edelman. Una joven hija de desaparecidos reporta: “Entonces empezaban con todo ese tipo de
mentiras ‘se fueron de viaje’ ‘ya van a volver’. Yo tengo como registro que lo viví como un
abandono porque se fueron y no se despidieron…” (81). Otra relata: “Ellos me contaron que mis
padres estaban desaparecidos, hasta ese momento yo creía que ellos me habían abandonado y
estaba esperando que ellos regresen” (86). Un tercero recuerda que recién a los diez años le
revelaron la verdad: “Mi abuela me pidió que no dijera nada, yo toda mi vida había pensado
que me habían abandonado, pero la verdad, no sé que pensaba….” (99). Al producirse el
secuestro a una edad muy temprana, no hubo tiempo para que los niños emprendieran “un
proceso de construcción intersubjetiva del amor recíproco” (Kordon y Edelman 127), resultando
esto en dudas sobre el deseo y el amor de los padres.1 Un caso paradigmático es el de los hijos
de militantes montoneros llevados a Cuba ante la posibilidad de que sus padres murieran en
combate (en efecto, muchos participaron en la fracasada contraofensiva de 1979 y 1980
cuando reingresaron clandestinamente a Argentina y fueron casi todos secuestrados). Analía
Argento estudia esta historia en La guardería montonera. La vida en Cuba de los hijos de la
Contraofensiva, y reporta que entre los niños abundaron las manifestaciones psicosomáticas de
temor al abandono: “Los despertaban pesadillas y sufrían problemas de alergia, trastornos
respiratorios…” (56). Uno cuya madre desapareció tratando de organizar una base montonera
en Brasil cuenta: “[la] buscaba, sin encontrarla, por las calles, en los colectivos, en las
estaciones de tren, a la salida de la escuela. En México, en Barcelona, en Argentina al volver”
(11).
La certeza del cariño de los padres se entremezcla inconscientemente con dudas sobre
hasta qué punto fue su prioridad cuidar y proteger a sus hijos. El cuidado que todo niño espera
de sus padres se relaciona en forma directa con una pregunta angustiante que, según Emiliano
Fessia (miembro de HIJOS y director del Espacio de Memoria en el ex centro clandestino de La
Perla), todo hijo se ha hecho alguna vez: ¿por qué mis padres eligieron la revolución y no me
eligieron a mí?2 Por eso, algunos hijos durante la adolescencia sufrieron fuertes “sentimientos
de bronca y reproche” nacidos de un cuestionamiento: “¿si querían militar y sabían que eso
ponía en riesgo su vida, por qué tuvieron hijos? Este reproche es consciente, pero a su vez
remite a otro reproche inconsciente: ¿por qué me abandonó desapareciendo?” (Kordon y
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Edelman 128). 3 Como señala Schützenberger, los niños entregados en adopción “de algún
modo querrían una reparación del daño que se les hizo, porque hubo una carencia afectiva,
‘abandono’ y ‘vivencia del rechazo’” (59). Si bien es evidente que el caso de los hijos de víctimas
del terrorismo de Estado no es equiparable porque los motivos del “abandono” son
radicalmente diferentes, cabe preguntarse si desde el punto de vista de la subjetividad
temprana importa que dicho “abandono” haya sido intencional o producto de un acto criminal
del Estado.4
La búsqueda de un difícil equilibrio entre el amor incondicional hacia los padres
asesinados por la dictadura y los sentimientos abandónicos que nacen de ser hijo de víctimas,
encuentra una buena expresión en ¿Quién te creés que sos? de Ángela Urondo Raboy (2012). Se
trata de una “combinación de testimonio, diario íntimo y biografía” (Enríquez, en línea) que se
origina en un par de blogs que la autora mantuvo entre 2008 y 2011. El padre de Urondo Raboy,
el conocido poeta Francisco “Paco” Urondo, fue muerto de un golpe en la nuca al cabo de una
persecución y tiroteo con la policía en Mendoza en 1976; su madre, la periodista Alicia Raboy,
intentó huir con su hija en brazos durante el mismo tiroteo pero fue capturada y permanece
desaparecida. Con apenas 11 meses de edad, a Ángela la adoptaron una prima materna y su
esposo, pero durante años le ocultaron la verdad y se negaron a hablarle del tema, hasta que
recién en 1994 le revelaron su identidad y la suerte corrida por sus progenitores. Tras un largo
proceso judicial de “desadopción” para invalidar lo que desde el punto de vista legal era una
adopción en regla, Urondo Raboy recuperó su apellido y se distanció de la familia adoptiva.
El amor de la autora hacia los padres no se pone en duda y a lo largo del texto no es
evidente un reclamo por la opción militante que adoptaron: “[Mis padres] están conmigo
fortaleciéndome. Me acompañan mientras voy encontrándole algún sentido a estar viva, pero
sola en el mundo” (119). Por el contrario, la hija se identifica con sus progenitores y se siente
parte de ellos: “Soy mi madre que aún me abraza” (216). Sin embargo, en una entrevista
reconoce haber pasado por varias etapas que incluyeron el reclamo y el enojo por las
elecciones de los padres: “Por etapas de enamoramiento y por tener a los padres como
idealizados y por etapas de muchísimo enojo y durísimas críticas y cuestionamientos, por
ejemplo de por qué se dio prioridad a los ideales y no a los hijos, como si no fueran lo mismo”
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(Ginzberg). Además, desde los primeros meses de vida su existencia estuvo señalada por la
palabra “abandono” que aparece insidiosamente en los documentos oficiales que justifican su
entrega a familiares tras un breve período en la Casa Cuna: “Dice la causa que fui dada en
adopción tras haber sido ‘abandonada’ por mi madre” (100). De allí la fuerte impronta de
sentimientos abandónicos irresueltos que recorre el texto. Debido a que la autora no
responsabiliza a los padres por el abandono sufrido, las causas de la orfandad se trasladan a
otros sujetos, en particular la dirigencia del grupo Montoneros. Para explicar el asesinato del
padre y la desaparición de la madre, Urondo Raboy vuelve una y otra vez a la orden de
Montoneros que los obligó a trasladarse a Mendoza como sanción disciplinaria por haber
iniciado una relación amorosa no aceptada por la organización, una especie de misión suicida
dado que Urondo era muy conocido en esa ciudad: “Una excusa hilvanada en la moralina del
hombre nuevo […] Los moralizadores ganaron a los liberales al mentar el artículo 16 del Código
Montonero, que penaba con degradación y arresto la infidelidad conyugal. Lo sacaron del diario.
Le quitaron el grado. Luego lo enviarían a Mendoza…” (23). Esta escena lo invade todo a modo
de núcleo fundacional dramático: la genuina relación de amor entre Urondo y Raboy de la que
nace la autora; el castigo originado en la “moralina” de dirigentes guerrilleros que aplicaron un
código penal más propio de la ideología burguesa que de la revolucionaria; y como
consecuencia no buscada, la muerte y una orfandad que se podrían tal vez haber evitado.
La autora no disimula su rechazo a la inflexibilidad ideológica de la dirigencia y describe
el juicio que resultó en la sanción como un “Juicio Revolú(cionario)” (155), vale decir no
revolucionario sino “rebolú” (expresión juvenil que significa “muy boludo”), calificándolo con
ironía de “Juicio Moral Revolucionario por la inmoralidad de haberse enamorado” (203). La
mayor cuota de sarcasmo contra Montoneros aparece en el capítulo titulado “Sr. Orga” que
describe un homenaje público a sus padres en el que un viejo integrante de la organización pide
la palabra. Debido a que no habla a título personal sino en nombre de la organización, la autora
lo bautiza burlonamente como el “Sr. Orga” y lo describe como un hombrecito que “parece
inofensivo e incluso frágil” cuando saca a “relucir antiguos slogans” (202‐204). A través de él, la
autora le endilga a Montoneros una cuota de responsabilidad en la muerte de sus padres:
“quien quiera decir algo hoy en nombre de la Orga tendría, en primer lugar, que hacerse
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responsable del gran pulgar hacia abajo. Del favor, del regalo al enemigo. De la entrega con
papel floreado y moño de las personas a quienes debieron haber protegido. Del desamparo a
las familias desmembradas, del abandono y de mi tragedia personal” (202). La palabra
“abandono” se repite a lo largo de las tres páginas del capítulo, asociada tanto al destino
sufrido por los padres (“Abandonaron a papá ahí, con media familia a cuestas…”, 203) como al
sufrido por la hija: “[el Sr. Orga] sigue poniendo el acento en la figura del héroe mártir, sin
asumir ninguna responsabilidad sobre el abandono y la pérdida” (203).
Al abandono por parte de los dirigentes montoneros se le suman otros. En primer lugar,
el de quienes la adoptaron y hasta 1994 le ocultaron su verdadera historia, alejándola de la
familia paterna: la autora no les echa en cara la adopción en sí —siempre supo que era
adoptada— sino la verdad a medias, las historias confusas sobre un supuesto accidente de
tránsito donde murieron los padres, los dobles mensajes sobre la posible existencia de un
medio hermano. A pesar de que se trató de una adopción legal por parte de familiares directos,
para la autora tiene todas las características del robo de niños: “hubo otros modos de
apropiación, como los intrafamiliares” (Urondo Raboy, “Ángela”). Pero la sensación de
abandono más inesperada tiene que ver con la organización HIJOS, que debiera ser su sitio
natural de contención y de la cual sin embargo se alejó tras discrepancias ideológicas. Los
integrantes de HIJOS, señalan Kordon y Edelman, tuvieron el doble desafío de “sostener el
espíritu de cuerpo, como apuntalamiento narcisista y de soportar la tensión individuante”
(166); su pertenencia les permitió contrarrestar “vivencias personales de desgarro,
fragmentación o inermidad” (168) pero por otra parte limitó su identidad a una versión única
que no les permitió la individuación y diferenciación. Así, Urondo Raboy describe la última
asamblea de HIJOS en la que participó antes de alejarse, donde se discutió acaloradamente si
reivindicar el “espíritu de lucha” de los padres o simplemente su lucha, llegándose incluso a
proponer la reivindicación de la lucha armada misma. Al manifestar su desacuerdo “no por
cagona pero sí por ignorante” (138), y sobre todo al insistir en que se puede ser hijo de
desaparecidos y reservarse a la vez el derecho a criticarlos, sintió “toda la fuerza del rechazo”
(139) y el abandono por parte de aquellos que hasta el momento eran su grupo de contención:
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“Ladraron que si yo no iba a acatar lo que se decidiera en la asamblea, me fuera. Y me fui,
eyectada” (139).
Se trata de una escena importante por la negativa a identificarse exclusivamente como
“hija de” y la decisión de convertirse en individuo por mérito propio y no en función de sus
progenitores: “Ser Hijos para siempre no iba a funcionar. Nunca funciona. Algún día hay que
crecer y cambiar de rol. Madurar para, en algún momento, poder hacer también los propios
hijos” (261). Ese “correrse del lugar de víctima” (Kordon y Edelman 123) es particularmente
difícil para los hijos “portadores de apellido” cuyos padres fueron reconocidos militantes o
líderes de gran peso público, lo cual los convierte en figuras idealizadas en ciertos medios: “Me
recriminaban especialmente que, justo yo, hija de, pudiese dudar en reivindicar la lucha armada,
si mi padre había sido un ‘héroe’ revolucionario…” (139). Así, el abandono que percibe Urondo
Raboy es doble, porque no sólo la echan del ámbito de quienes hasta ese momento habían sido
sus pares, sino además porque la “expulsan” de su propio apellido, del que supuestamente no
es digna.
¿Quién te creés que sos? busca sentido en el sinsentido de la orfandad e intenta
explicarse el abandono sufrido sin responsabilizar a los padres, pero sin hacerse falsas ilusiones
sobre la ideología revolucionaria que los condujo a la trampa mortal ni sobre las nuevas
militancias que se reclaman herederas de aquélla. No existe una condena explícita pero sí cierta
tristeza ante la ingenuidad de una generación que no previó la magnitud del enemigo con que
se enfrentaba. Congelados en el recuerdo, los padres están “para siempre tan anticuados,
jóvenes setentistas” (242), y por eso no hay loas al heroísmo pero sí una angustia por la
ausencia que ninguna práctica reivindicatoria puede remediar: “No alcanzan las fotos que los
recuerden. Ni el acto, ni la baldosa, ni los libros, ni las placas, ni el avisito recordatorio en el
diario…” (197). Por sobre todo, hay pesadumbre y el reconocimiento de la derrota, una palabra
que quema los labios pero se pronuncia sin tapujos, porque “hay días en que absolutamente
nada llena este vacío, esta derrota, esta muerte miserable que nos tocó conseguir, sin laureles,
coronas ni glorias” (197).
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El mandato
El descendiente de la víctima recibe un mandato transgeneracional traducido en un
imperativo ético —¡no olvidarás!— vivido a veces como una pesada carga. En Poemas (2011),
escrito por Ana María Ponce durante su cautiverio en la ESMA entre julio de 1977 y comienzos
de 1978 (desde entonces permanece desaparecida), un poema estremece por la presciencia de
su destino final de muerte. En él, Ponce se dirige a su compañero desaparecido unos meses
antes y al hijo de ambos de un año de edad que había quedado al cuidado de familiares:
“…cuando / definitivamente no estemos, / mañana, / nosotros los que fuimos, / vivos […] y este
niño que quisimos / estará allí / amándonos desde lejos, / sosteniendo nuestro / grito eterno /
abriendo nuestro / vientre cálido / haciendo / interminables y multiplicados / los puños
cerrados con dolor” (30). Luis, el hijo al que se dirige Ana María y que nunca más verá, décadas
más tarde le escribe una carta a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner reproducida en el
libro de poemas, donde evidencia su innegable amor e inmenso orgullo por sus padres: “me
enorgullecería mucho como hijo y como militante que los poemas de mi madre pasen a ser del
pueblo argentino” (s/n). Sin embargo, ¿cómo se vive el mandato inapelable de una madre a
“sostener nuestro grito eterno” y multiplicar “los puños cerrados con dolor”? Frente a
semejante legado, ¿hay libertad para escoger otro camino que no sea el de la reivindicación de
la lucha, y no constituiría una traición el no hacerlo? En otro poema, Ponce le escribe al hijo
algo así como un mensaje en una botella arrojada al mar: “tal vez volvamos a vernos, / pero si
no volvemos a vernos / quiero, por favor quiero / que en medio de tus confusos recuerdos /
busques mi cara” (84). ¿Cómo se vive desde la orfandad el mandato inapelable a mantener
presente aquello que por definición está ausente? ¿Cómo se busca la cara de una madre que se
ha perdido cuando se tenía un año? Son preguntas de difícil respuesta que cada hijo enfrenta a
su manera, especialmente si el mandato de recordar incluye también el de ser fiel a una
determinada interpretación ideológica que el descendiente puede o no compartir pero que a
veces siente “traicionar”.5
Un texto, Restos de restos (2012), del cineasta y escritor Nicolás Prividera, cuya madre
fue secuestrada en 1976, ilustra estos dilemas. 6 Se trata de una recopilación de poemas,
ensayos y reflexiones escritos entre mediados de los 90 y el presente como radiografía de su
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búsqueda de una historia propia sobre la base de una historia trunca que le antecede: “Y
nosotros, aquí seguimos, tratando de escribir nuestra propia historia…” (11). Si toda generación
necesita romper con la anterior en un acto de parricidio simbólico, esto se dificulta cuando los
padres están ausentes desde la niñez. El diálogo y ruptura intergeneracionales quedan
incompletos porque, como señala Emiliano Fessia, el problema es cómo discutir con el ausente:
¿cómo se pelea con un muerto? ¿Qué se hace cuando la figura del padre con quien se discute
no es la de un señor mayor sino la de alguien tal vez menor que el hijo mismo porque en las
fotos y en la memoria el desaparecido siempre se conserva joven? En otras palabras, ¿cómo se
dialoga con un padre que no cambia, que es eternamente joven porque murió joven? La
ausencia, dice Fessia, deja suspendida la discusión porque lo que falta es el padre para
putearlo.7 Como escribe Prividera en Restos de restos, es “como si [al desaparecido] lo hubieran
puesto en pausa hace treinta años” (18). Si crecer implica matar a un padre que se resiste a
morir, “¿Cómo matar a un padre desaparecido?” (Prividera 49).
Cada hijo debe responderse por sí mismo si la lucha revolucionaria tuvo significado y si
los padres estuvieron justificados en asumir riesgos. Refiriéndose a una juventud setentista que
creyó en la inevitabilidad de la revolución sin comprender que jugaba con fuego, Prividera dice
haber crecido “entre espejismos desiertos y juegos convertidos en fuegos” (9; mi énfasis). El
heroísmo y la predisposición al martirologio de aquella generación le parecen equiparables a la
inocente alegría con que los cristianos se entregaban a los leones:
Yo (que sobreviví para contarlo) pienso,
mientras busco una salida, que nunca me gustaron
las corridas, los floreos, la danza caprichosa
de leones y cristianos. (77)
Por eso le resulta anacrónica la retórica del sacrificio que algunos ex militantes todavía
defienden: “ayer alguien me decía algo que no voy a olvidar: ‘Todas las revoluciones son
traicionadas, y no seremos la última generación perdida. Y sin embargo, no podemos
detenernos. Porque ahí, en algún lado, espera la excepción que confirme la regla’. Sin embargo
siento que ya no puedo creer, o creerles (sobre todo cuando miran al horizonte como
queriendo reproducir la foto del Che…” (50). De allí que justificar el dolor personal desde la
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lógica de un proceso histórico no le ofrezca consuelo alguno porque cada dolor es único,
individual e irrepetible: “No es que la historia se repita: / sucede que sucede / por primera vez,
cada vez” (85). Por eso, Prividera ejerce una crítica descarnada a la opción armada. En un
comentario fechado en 2010 sobre los “mariscales de la derrota” que mueren cómodamente en
sus camas, les echa en cara haberse tomado en serio la consigna “Perón o muerte”,
convirtiéndola en una “escena sacrificial” (55). Se dirige a quienes creyeron la retórica
montonera de ser los herederos de Perón y les reprocha su ingenuidad: “queridos padres, la
tragedia fue (tal vez) que se equivocaron de figura: en vez de matar a su padre simbólico (Perón
como espectro de la Argentina plebeya) cedieron ante la pasión de lo real (Aramburu como
mártir de la Argentina oligárquica), para cumplir su sueño imaginario (ser reconocidos por el
Padre como sus legítimos herederos)” (55). El reclamo alcanza incluso a los sobrevivientes, que
debieran asumir “las consecuencias (queridas o no, esa es otra discusión) de [sus] acciones”
(20). Por eso le molesta el tono nostálgico con que algunos ex compañeros de su madre la
recuerdan: “Suele decirse que los sobrevivientes cargan con la culpa de estar vivos. Si así fuera,
me parecería bien: es lo menos que pueden ofrendar a los que no tuvieron esa suerte” (20).
La ambigua relación de Prividera con HIJOS ilustra su búsqueda de un difícil equilibrio
entre el mandato de recordar a los padres y el derecho de reclamar por los errores de su
generación. En un poema fechado en 1998 sostiene que hay “hijos que convierten su vida en un
memorial de los padres” e “hijos que no quieren ser HIJOS” (51). En otro comentario fechado
en 2009 plantea que hay “hijos ‘replicantes’ (que repiten las inflexiones fantasmáticas de la voz
del padre” y por otra parte “hijos ‘frankensteinianos’ (que pretenden escapar de ese mandato
negándose a su destino hamletiano de encarnar la Historia)” (51). Pero existe la tercera opción
de los “hijos ‘mutantes’ (que asumen su origen pero no quedan presos de él)” (51), y es claro
que el autor opta por esta mutación ya que en otro texto caracteriza a la negación y la
identificación con los padres como equivalentes “caminos sin retorno” (61), negándose a
quedar atrapado en el fuego cruzado de una nostalgia por un pasado que no se critica y una
condena sin atenuantes de ese mismo pasado: “Y así vagamos, atrapados entre dos fuegos: el
ayer inhabitable (los compañeros paternos que sobrevivieron para convertirse en guardianes o
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verdugos de su propio pasado) y el de nuestros propios compañeros (médiums atrapados por la
fantasmática voz del padre o renegados que creen poder vivir sin historia)” (61).
En una sección titulada “Carta a los padres”, Prividera se niega a tomar partido por
“quienes asumieron (sin distanciada crítica) la irredenta voz del padre” pero tampoco lo toma
por “quienes rehuyeron (con frivolidad posmoderna) a su martirológica historia”; ni la
fraseología del “dieron su vida” ni el “reproche del hijo abandonado (¿por qué no nos elegiste?)”
le satisfacen completamente (54). Es difícil determinar si el equilibrio perseguido es posible.
Desde su dolor de hijo indica que todo lo que queda son restos de restos, ecos de una historia
ajena:
Nosotros […] somos la retaguardia
de esa vanguardia irredenta […] detenidos
frente a las ruinas de la Historia, tratamos
de escribir sobre ellas. (97)
Pero si bien reclama por los errores de aquella generación, a la vez la exculpa como producto
de una época sobre la que no tuvo control, citando El 18 brumario de Luis Bonaparte, donde
Marx señala que “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio,
bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se
encuentran…” (54).8 Para querer a los padres en su dimensión humana y falible es necesario
perdonar sus errores, pero para ello es imprescindible primero reconocer la falta: “Y es que
entender vuestros errores, queridos padres (entender la línea que separa al sueño de la
pesadilla), es el mejor aprendizaje que podemos hacer de vuestra experiencia trágica, sin dejar
de cumplir a la vez con el viejo mandato que enfrenta Ulises […]: ‘Te pido que te acuerdes de
mí…’” (57).
Otro poeta hijo de desaparecidos, Julián Axat, ilustra en Neo (2012) la búsqueda de un
equilibrio entre el reclamo a los padres y una identificación incondicional y acrítica con ellos. La
muerte ha quebrado la continuidad intergeneracional y el poeta establece una genealogía
propia en base a roles intercambiables:
Padre:
hijo
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que ejerce
oficio de padre.
Hijo:
padre
que ejerce
oficio de hijo. (9)
Un poema en particular ilustra la ambivalencia del poeta frente a un padre que, al escoger la
muerte, de algún modo no escoge al hijo:
Sueño:
estamos en algún lugar
vos papá y yo
me contás que ayer te cantaron
me decís que seguro te están por venir a buscar
te ruego la huida
vamos lejos
bien lejos te digo
pero me contestás que…
la sangre de los compañeros no se negocia
y no hay caso
Padre
no te convenzo
la escena se repite muchas noches
llegamos a discusiones acaloradas
y no hay caso
Padre
no puedo salvarte ni en los sueños. (25)
La obligación de no negociar la sangre derramada, consigna habitual de la guerrilla en los 70,
aparece aquí equiparada a obstinación y martirologio más que a sabiduría política: el padre
prefiere morir antes que huir y con ello destina al hijo a la orfandad. Más aún, el hijo se ve a sí
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mismo como posible salvador (frustrado) de su padre, cuando la lógica intergeneracional indica
que debiera ser al revés: al abdicar el rol paterno el padre actúa como hijo de su propio hijo. Se
trata de lo que Schützenberger denomina “parentización”, un trastocar de valores y una
deformación del sistema de deudas intergeneracionales y “lealtad familiar” por el cual “los
niños, incluso de corta edad, se convierten en padres de sus propios padres” (36).9 En una
variación del mismo tema, otro poema dice:
todos los años
ese día
a la misma hora
sueño
viajo al pasado
una hora exacta antes de que caigan
me veo de siete meses
en los brazos de mamá
desesperado
les cuento de su destino
hay que irse rápido les digo
quedan pocos minutos
no vacilan
no se inmutan
no hay caso pienso
se quedan
antes de volver me entregan
al niño
cuídalo
y regreso con él en brazos
todos los años
ese día. (28)
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También aquí los padres abdican su rol y le entregan en brazos un bebé que es él mismo,
convirtiéndolo así en padre de sí mismo.
En otro libro de poemas, Subcutáneo (2012), Juan Aiub emprende un diálogo imposible
pero necesario con los padres desaparecidos. Aiub, que tenía dos meses cuando su madre fue
secuestrada al llegar con él en brazos a una cita en una casa, también sueña con que viaja en el
tiempo para salvarla (“viajo en el tiempo / (no daré pormenores) / 9 de junio / año 77 […] sé
que estoy ahí / casi cuatro kilos / lo dice el libreto / niño envuelto / hoja de parra / calor
materno…”) pero igual que Axat no puede protegerla del destino que ella escogió (“llamás a la
puerta / que nos digerirá / y no te detengo / ¿para qué vine?”) y se pregunta si ella no podría
haber huido: “la duda aún respira / tu escape / posibilidad / sin mí” (13‐14). También aquí el
hijo se convierte en padre de sus padres contrariando la lógica de la transmisión
intergeneracional (“¿qué palabra define / el legado material / de hijo a madre? /
contraherencia / insucesión”, 38), y se observa el característico sentimiento de culpa del
descendiente que no se cree a la altura de sus antecesores, como por ejemplo en un poema
donde imagina la resistencia heroica de su padre frente a la tortura y la compara con lo que él
hubiera hecho en su lugar:
no daña mis órganos
la electricidad que pasó por los tuyos […] sí en cambio
lacera mi piel
arquea mi cuerpo
la certeza
yo no aguantaría
ni un minuto. (49)
Entre las novelas escritas por hijos, Pequeños combatientes, de Raquel Robles (2013),
ilustra el rescate de la memoria de los padres militantes sin dejar de amarlos pero tomando
distancia de sus mandatos. Robles, miembro fundadora de HIJOS, ya era conocida por su
tratamiento del duelo y la pérdida traumática de seres queridos en su novela Perder (2008). En
este relato que parece exento de referencialidad histórica porque trata del dolor insoportable
de una madre ante la muerte de su pequeño hijo de cinco años en un accidente automovilístico,
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se lee también en clave (aunque no solamente) la posdictadura. El intenso dolor maternal, casi
colindante con la locura, funciona como trasposición simbólica y metonímica del dolor y de la
marca imborrable que deja cualquier pérdida: “El haber perdido algo siempre oculta la
esperanza de volverlo a encontrar” (12). La protagonista añora la muerte, contempla el suicidio
y se separa de su marido para iniciar una nueva vida en Bucarest, pero siempre la persigue la
duda de cómo continuar después de un trauma tan abrumador: “El pasado acecha siempre”
(132). Sin embargo, es posible ser feliz si se acepta que la pérdida del ser querido representa
una derrota pero vivir no significa traicionar su recuerdo: “lloré por primera vez la derrota […]
después de tantos y tantos días de odiarme por estar viva, la derrota comenzaba a colarse en
mí. No había ya nada que hacer; él estaba muerto y yo estaba viva, condenada a seguir” (199).
Por eso, en Bucarest adopta un niño, conforma una nueva familia y perdona al hijo muerto (y se
perdona a sí misma) por aquel accidente que los separó para siempre.
En Pequeños combatientes, Robles reflexiona sobre la pérdida y la reconstitución del yo
desde lo autobiográfico. La narradora es una niña que tras el secuestro de los padres vive con
su hermanito menor, los tíos maternos y las abuelas esperando el regreso improbable de
aquéllos, tratando de ser fiel a sus enseñanzas y comportándose como una “pequeña
combatiente” de la que puedan sentirse orgullosos: “Yo sabía que estábamos en guerra, que
había habido alguna clase de combate y que ellos estarían en alguna prisión helada peleando
por sus vidas. Sabía que me tocaba resistir…” (11). Comportándose como una entrenada hija de
militantes y confiando en que sólo es cuestión de tiempo antes de que los padres reaparezcan,
crea con su hermanito un “Ejército Infantil de Resistencia” (15), lleva un cuaderno secreto “en
el que iba anotando todos los datos que me parecía relevantes” (17) y practica durante horas
frente al espejo para que su cara no refleje sus emociones, ejercitando la simulación y el
camuflaje para parecer niños normales: “Podíamos parecer niños cualquiera, o incluso niños
perturbados, pero nosotros éramos pequeños combatientes” (16). Pero el tiempo pasa, los
padres no regresan y bajo la supuesta fortaleza de la “combatiente” asoma una niña asustada y
traumatizada.
Por ese énfasis en mostrarse como una “combatiente” fiel a las enseñanzas de los
padres, falta en la hija un tono de reclamo directo o una manifestación explícita de
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sentimientos abandónicos. Sin embargo, subyace una tensión entre los ideales de los padres y
la realidad que rodea a la niña, lo cual crea en ella una contradicción irresoluble. La lucha
revolucionaria según la imagina la niña (¿y tal vez sus padres?) dista mucho de lo que de verdad
ocurrió durante el secuestro, y eso la deja perpleja: “me desconcertó mucho que no hubiera
habido ni un solo tiro […] habían venido a mi casa, muchos, es cierto, había habido gritos,
desorden, horas de interrogatorio, y luego se los habían llevado” (11). A diferencia de lo que lee
sobre la revolución en los libros de los tíos comunistas, o lo que le cuenta la abuela judía sobre
los resistentes del gueto de Varsovia, no hubo nada particularmente heroico, y sí más bien algo
prosaico, en la manera en que se los llevaron: “Y la verdad pareció ser esa: nada de balas, nada
de barricadas, nada de granadas ni armas largas. Mis padres, los combatientes, convertidos en
dos vecinos, un matrimonio, un hombre y una mujer, encapuchados, subidos a los empujones a
un Falcon verde oliva” (12). Así, los recursos habituales de la “pequeña combatiente”
comienzan a mostrarse insuficientes y se instala gradualmente en ella una contradicción entre
la retórica del combate y la realidad de la derrota. Además, como ocurre en otros textos de
hijos, la “pequeña combatiente” debe reemplazar a los padres ausentes y convertirse en
“madre” de ellos y del hermano menor: se siente culpable de no haber estado despierta
durante el secuestro para ayudarlos a combatir (“¡Ellos habían luchado durante la noche y yo
había estado durmiendo! ¡Qué ser humano puede tener el sueño tan pesado!”, 11) y adopta el
papel de guía del hermanito que los padres debieran tener.
No se evidencia un reclamo explícito a los padres, pero una pregunta sugerida en otros
textos que la narradora no puede siquiera formular —¿por qué los padres no intentaron
huir?— aparece en boca de una tía que exclama furiosa: “Se lo advertí un montón de veces [al
padre] y no me quiso escuchar y vos tampoco me escuchaste, ¿por qué no se fueron?, ¿por qué
no escaparon? […] Eso fue un suicidio, una irresponsabilidad total, con dos nenes chiquitos, se
tendrían que haber ido cuando todavía se podía…” (112‐113). La narradora se manifiesta
disconforme con ese cuestionamiento que implica culpar a los militantes de lo que les pasó,
pero reconoce que “la verdad es que yo también me había preguntado lo mismo algunas veces”
(112). Son contradicciones presentes en el sugestivo contraste entre dos epígrafes (de los tres
que abren la novela): en uno, el ideólogo de la izquierda peronista John William Cooke afirma
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que tras la revolución “ningún esfuerzo será en vano, ningún sacrificio estéril, y el éxito final
redimirá todas las frustraciones”; en el otro, Carson McCullers dice que “los corazones de los
niños son unos órganos muy delicados”. Dado que la narradora es una niña que ha perdido a
sus padres, es difícil no contraponer la afirmación de Cooke sobre la utilidad del sacrificio, con
la constatación del daño irreversible infligido a su infancia. Además, la página final de
agradecimientos, cuando la autora agradece a sus propios hijos “por demostrarme cada día que
la infancia no es un combate, sino una aventura de amor y belleza”, desmiente la retórica de la
“pequeña combatiente”. ¿Contradice esto el espíritu combatiente que le dio fuerzas a la niña
para resistir? La novela es ambigua en este punto y aquí radica uno de sus mayores méritos.
Pero es sugestivo que, no mucho antes del final, la niña saque a luz la difícil cuestión del fin y
los medios, tal vez no sin un dejo de ironía: “yo pensé que menos mal que la Revolución iba a
hacernos muy felices a todos, porque si no, la verdad es que las cosas que pasaban era como
para acostarse en las vías del tren” (123). Robles, quien como activista de HIJOS dedicó muchos
años a la obtención de justicia, parece por fin haber encontrado en la reapertura de los juicios y
en su propia maternidad la oportunidad de dejar de lado el mandato de ser una “pequeña
combatiente”. Por eso, dedica el libro “A Juan […] por haberme dado la consigna más
subversiva que escuché en toda mi vida: descansá”, permitiéndose por primera vez un
relajamiento del “músculo del combate” (Dillon).
El reclamo
Laura Alcoba, autora de La casa de los conejos (2008), no es hija de desaparecidos pero
su madre, militante montonera, huyó con ella al exilio meses después del golpe mientras su
padre permanecía preso hasta el regreso de la democracia. En la novela, Alcoba reconstruye su
historia cuando, con 7 años de edad, vivió junto a su madre y otros combatientes en una casa
operativa de Montoneros en la ciudad de La Plata desde fines de 1975 hasta mediados de 1976.
En esa casa que ocultaba la imprenta clandestina más importante de la organización guerrillera
bajo la apariencia de un criadero de conejos, la autora conoció a una pareja constituida por
Daniel “Cacho” Mariani y Diana Teruggi. Diana estaba embarazada y dio a luz a una beba poco
después de que Alcoba y su madre abandonaran el país y se exiliaran en Francia. Desde 1978
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Alcoba vive en París, y al cumplirse treinta años del golpe decidió, como explica en las primeras
páginas, “hablar de la Argentina de los Montoneros, de la dictadura y del terror, desde la altura
de la niña que fui, no tanto por recordar como por ver si consigo, al cabo, de una vez, olvidar un
poco” (12).
La novela, narrada en primera persona desde la voz inocente y asombrada de una niña
que observa a los adultos con una madurez inusual para su edad, comienza con una imagen que
sintetiza su deseo de una vida normal como la de otras familias: el sueño de tener una casa
“con tejas rojas, sí, y un jardín, una hamaca y un perro […] como ésas que se ven en los libros
para niños” (13). Su madre se la promete pero cuando por imperativos de la clandestinidad
deben abandonar el departamento que ocupan, la primera vivienda a la que se mudan no es la
casa soñada sino que al frente tiene basuras, una vaca que pasta, una vieja vía de ferrocarril.
Por primera vez asoma aquí un reclamo que jamás se explicita pero se sugiere a lo largo de la
novela: “Tengo la impresión de que ella [la madre] no ha comprendido bien” (14). La desilusión
de la niña se repite más tarde cuando se mudan a la casa operativa donde se crían cientos de
conejos, animales que contrariamente a lo esperado no se asocian en el recuerdo infantil con la
ternura y la calidez, como en los cuentos de niños, sino con el ocultamiento de las actividades
clandestinas. “[E]ra un perro lo que yo más quería. O un gato” (14). De allí la brutal escena en
que la niña ayuda a Diana a matar un conejo para cocinarlo mientras el animal trata
desesperadamente de huir. La casa con tejas rojas y un perro o un gato representa aquello que
la niña desea pero no se atreve a verbalizar, una vida que imagina con “Padres que vuelven del
trabajo a cenar, al caer la tarde. Padres que preparan tortas los domingos…” (14). Pero la madre
es una combatiente, el padre está en la cárcel, y la casa y los animales deseados existen sólo en
la fantasía infantil.
El deseo de una vida diferente también se manifiesta en el contraste entre la vecina
rubia, esbelta y despampanante que los hombres del barrio miran con codicia y que la niña
admira, y el aspecto intencionalmente simple de las militantes que buscan no llamar la atención.
La vecina invita a la niña a su casa para mostrarle su colección de zapatos, entre ellos “un par
de zapatos deslumbrantes, como yo nunca he visto” que le hacen pensar en el “apéndice
natural de una verdadera princesa” (65). También le muestra “un vestido blanco estampado
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por delante de lunares verdes, rosas y violetas” (66) que se identifica con todo aquello que las
mujeres militantes no son, algo que resalta el contraste entre la vida “normal” de una mujer
ocupada en frivolidades tales como la moda, y la existencia oculta y sacrificada de los
combatientes. Ya antes la niña había descrito a la madre ideal en la soñada casa de tejas rojas
como una figura más cercana a la vecina que a la mujer militante: “Una madre elegante con
uñas largas y esmaltadas y zapatos de taco alto. O botas de cuero marrón, y, colgando del brazo,
una cartera haciendo juego. O en todo caso sin botas, pero con un gran tapado azul de cuello
redondo” (14). Se trata, en pocas palabras, de una madre pequeñoburguesa contrapuesta a la
ideología revolucionaria que sostiene la madre real.10 Pero a pesar de esas contradicciones
entre lo real y lo deseado, la niña acepta las explicaciones de los adultos de por qué deben vivir
escondidos. Igual que la “pequeña combatiente” de Robles, hace suya la lógica guerrera de los
padres y desdibuja en su mente el límite entre el mundo infantil y el adulto (“Yo ya soy grande,
tengo siete años pero todo el mundo dice que hablo y razono como una persona mayor”, 17)
preparándose incluso para la eventual tortura: “No voy a decir nada. Ni aunque vengan
también a casa y me hagan daño. Ni aunque me retuerzan el brazo o me quemen con la
plancha” (18). Es decir, a pesar de su deseo de una infancia normal acepta su destino de niña
militante y se identifica con un colectivo de combatientes que no hace distingos entre niños y
adultos, refiriéndose a la situación en la que vive como “la guerra en la que nos obligaron a
entrar…” (42; mi énfasis).
El disparador del recuerdo y eje de la trama es la construcción de una imprenta
clandestina entre dos paredes falsas en el fondo de la casa, y el hecho posterior de que el
mismo ingeniero que la diseñó es quien los delata tras caer en manos del enemigo. En la jerga
militante de la época un escondite secreto se llamaba “embute”, y la narradora dedica un
capítulo entero a desentrañar el significado de esa palabra que le intriga. Embutir significa
esconder, tapar, quitar de la vista, una acción precisamente contraria a lo que hace la novela al
sacar a luz una historia oculta. La construcción de un “embute particularmente sofisticado” (53)
para ocultar la imprenta clandestina constituye una verdadera obra de arte del ingeniero y
forma parte de la estrategia de disimulo de la organización, siendo otras piezas de esa
estrategia el hecho de que los dueños de casa se presentan a los ojos del barrio como “un
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matrimonio modelo, a salvo de toda sospecha, y que además espera un hijo” (53), y que Cacho,
con su traje azul oscuro y corbata al tono, maletín de cuero negro y bigote formal, “no tiene
nada de un ‘revolucionario’” (52). El sofisticado mecanismo que abre la puerta secreta se
disimula con dos cables eléctricos que salen de la pared y parecen dejados allí por descuido, y el
ingeniero explica orgulloso en qué consiste su eficacia:
Bastará con tomar ese burdo aparato de control remoto que estará siempre en
un rincón, a la vista de todos, como dejado allí por casualidad […] El embute
estará mejor guardado si los medios para ponerlo en funcionamiento, el
mecanismo de apertura, digo, quedan a la vista de cualquiera. ¿Genial, no? La
idea se me ocurrió mientras leía un cuento de Edgar Allan Poe: nada esconde
mejor que la evidencia excesiva. (56; mi énfasis)
Recién décadas más tarde la narradora relee el cuento de referencia (“La carta robada”) y
comprende lo que cualquier lector familiarizado con Poe consideraría obvio: que lo que está
más a la vista pasa desapercibido porque la evidencia excesiva es la mejor técnica de
ocultamiento.
En el cuento de Poe, la policía no encuentra la evidencia porque está a plena vista y sólo
quien sabe “ver” de otra manera logra identificarla. El embute que oculta la imprenta funciona
según la misma lógica y es doblemente inmune a la mirada represora porque el ingeniero
siempre llega tapado con una frazada para no ver la ubicación de la casa. Lo que nadie en la
organización anticipa —comprende años más tarde la narradora— es que el ingeniero es de los
que saben “ver” y por eso cuando lo secuestran puede identificar la casa desde un helicóptero:
“no debe haber necesitado conocer, en efecto, el número de la puerta de la casa, ni siquiera el
de la calle, porque era capaz de leer, desde lo alto del cielo, las líneas y los trazos que
denunciaban la casa” (133). Quien revela treinta años más tarde la sospecha de que el
ingeniero permitió que el ejército atacara la casa matando a todos sus ocupantes y
apropiándose de la beba del matrimonio (que ya para entonces había nacido), es la abuela de la
niña desaparecida. Esto resuelve para la narradora el misterio que la ha obsesionado por tanto
tiempo. Pero la suposición de que el ingeniero delató la casa sabiendo que allí vivía una niña
implica para ella algo incomprensible e inenarrable: “Fue el Ingeniero entonces. ¿Pero había
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sido desde siempre un infiltrado o se había quebrado en la tortura? Fuese como fuese, sabía
que una nena de meses vivía ahí […] No puedo concebirlo” (131; mi énfasis). El tono de ira
apenas contenida y la condena lapidaria al militante que “no tenía derecho” (133) a hacer lo
que hizo —delatar la casa sabiendo que allí vivía una beba— evidencian una pregunta que
pugna por salir pero no se puede verbalizar: ¿tenían los militantes (cualquier militante) el
derecho de exponer los niños al peligro?
En la condena al guerrillero que no tenía derecho a poner en peligro a una beba pero de
todos modos lo hizo, se produce un desplazamiento que roza la responsabilidad ética de los
padres: ¿se justifica ideológicamente la crianza de una niña entre armas y en una casa que
oculta una imprenta clandestina? Esta pregunta no termina de formularse pero sobrevuela
incómodamente un relato que gira alrededor de lo dicho y lo no dicho, lo visto y lo no visto, lo
embutido y lo que sale a luz. Es llamativo que la narradora recuerde haber jugado entre armas,
ayudado a imprimir y empaquetar ejemplares del periódico clandestino e incluso salir a
distribuirlos con Diana, pero todo esto está naturalizado desde su óptica de hija de militantes
que no cuestiona las enseñanzas de los padres. Sí, en cambio, hay un cuestionamiento explícito
(además del ingeniero) a los dirigentes guerrilleros que se obstinaron en continuar una batalla
perdida. Cuando el responsable de la célula guerrillera le niega a la madre ayuda monetaria
para huir a Europa porque sólo los miembros de la conducción están autorizados a salir del
país, su respuesta es iluminadora: “Nosotros aceptamos que te vayas con tu hija. Pero no
vamos a prestarte ningún tipo de ayuda… La organización no te va a dar dinero, como lo hace
con los miembros de la conducción. Ni ninguna otra forma de auxilio. Si te vas, te vamos a
cubrir, pero después vos verás cómo mierda te arreglás sola…” (121). Ante lo cual la narradora
se pregunta escandalizada: “¿Qué ha dicho? ¿Puede ser verdad? ¿Los militantes de base dan su
vida mientras los jefes buscan refugio en el extranjero?” (120). En cambio es el abuelo de la niña
quien facilita la huida de la madre al Brasil con la ayuda de “contrabandistas, estafadores, ladrones de
11
todo tipo” (18), que él defiende como abogado y por lo tanto le deben favores.
Si hay un reclamo en Alcboa por el destino que le tocó vivir (el miedo, el exilio, la
infancia inusual) éste se encuentra tan “embutido” como la imprenta clandestina o la carta en
el cuento de Poe, revelándose su presencia sólo para quien sepa evitar la desatención ocular. Es
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posible sin embargo que al tratar de explicarse la actitud reprochable del ingeniero o del jefe
montonero, la autora trate a la vez de comprender la conducta de sus padres y la generación a
la que pertenecieron. Así como la novela se refiere a la imprenta clandestina y el criadero de
conejos como “dos obras, la oficial y la otra” (55), cabría preguntarse si no hay asimismo dos
escándalos éticos puestos sobre el tapete, uno “oficial” o evidente y otro implícito. Dicho de
otro modo, bajo la condena al guerrillero que no tenía derecho a poner en peligro a una beba, o
la condena al dirigente que justificó la huida de la conducción pero no la de los militantes de
base, asoma una pregunta que no se alcanza a formular sobre la responsabilidad ética de los
padres militantes. Quizás esto explica las palabras de Alcoba en las primeras páginas: “Voy a
evocar al fin toda aquella locura argentina, todo aquellos seres arrebatados por la violencia”
(12). La sugerencia de que hubo seres “arrebatados” y envueltos en la “locura” (el terrorismo
de Estado pero quizás también la militancia) hace pensar en la advertencia de Daniel Feierstein,
en Memorias y representaciones, de que algunas “ideologías del sinsentido” (18) vinculan la
militancia revolucionaria con la irracionalidad.12 Así, es difícil no relacionar la sorpresa y el
genuino espanto de la narradora frente a lo que hizo el ingeniero, con un reclamo frente a esa
otra “locura” generacional que va develando de a poco mientras relata sus experiencias en una
casa clandestina llena de armas y conejos.
La incorrección política
Entre las estrategias posibles para recordar a los padres permitiéndose a la vez
cuestionar las ideas de su generación figuran la ironía, el humor negro, la irreverencia, la
desacralización de la memoria y la incorrección política, recurriéndose para ello a menudo a
“bastante parodia, algo de distanciamiento y un poquito de tragedia” (Gatti 149). Un caso
ejemplar es el de Félix Bruzzone, nacido en 1976 y con ambos padres desaparecidos. Su novela
de 2008, Los topos, comienza con lo que pareciera anunciar un relato de corte realista: “Mi
abuela Lela siempre dijo que mamá, durante el cautiverio en la ESMA, había tenido otro hijo.
Varias veces la oí discutir del tema con mi abuelo” (11). Sin embargo, la promesa de una
narración realista se desmiente a las pocas páginas cuando el relato gira bruscamente hacia lo
onírico, surrealista y por momentos absurdo. Tras acercarse a la organización HIJOS y fantasear
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un tiempo con “comprar un Falcon y salir con mis amigos a secuestrar militares” (17), el
protagonista se aleja de ellos y de la abuela que busca obsesivamente al nieto desaparecido
porque los considera “personas devastadas” (42). Se mete en cambio en el mundo de los
travestis y, tras enamorarse de uno de ellos (Maira, un hijo de desaparecidos que se ha
disfrazado para matar a ex torturadores), comienza a compartir todo tipo de elaboraciones
fantásticas, como que los travestis son infiltrados policiales para acabar con los homosexuales
del planeta o que Maira es el hermano suyo desaparecido que buscaba la abuela. Después de
una serie de peripecias y, tras la desaparición misteriosa de Maira, el protagonista termina a su
vez travestido para matar al brutal individuo que posiblemente lo asesinó, pero acaba
enamorándose de él y sometiéndose a un cambio de sexo para ser su mujer.
Así, en una novela vertiginosa e intencionalmente ambigua, los roles se confunden, la
fantasía se entremezcla con lo real y lo serio se contamina de la burla: “El Alemán podía ser el
padre de Maira, mi padre, el torturado, el entregador, el torturador, el boxeador golpeador de
travestis” (174). Como indica Gabriel Gatti, Bruzzone es “políticamente incorrecto y
sociológicamente sugerente” no sólo por su tratamiento del travestismo sino además porque a
través de estos “juegos con los nombres y con los cuerpos” (176) parodia tanto las nociones
acostumbradas de género como la identidad de los hijos de desaparecidos, vale decir, plantea
identidades múltiples que van más allá de una filiación que los identifica socialmente y los
limita.13 Las repetidas bromas sobre la necesidad de crear organizaciones semejantes a HIJOS
pero para otras categorías de familiares tales como SOBRINOS o NUERAS (18), las
especulaciones sobre los “neodesaparecidos” o “postdesaparecidos” (80), las ironías sobre la
ausencia de restos (“Y me preguntaba por qué los militares, para deshacerse de los cuerpos, no
los quemaron a todos y listo: una buena forma de evitar que ahora la gente ande exhumando
huesos”, 88) y el sarcasmo (“Los visitantes conformarían una secta y ellos, y las generaciones
venideras, podrían ir a contemplar el trabajo de los héroes, a llenarse el alma recordando las
viejas proezas”, 88) contribuyen a desacralizar imágenes hasta ahora icónicas, revirtiendo una
temática que “ya sea por operaciones de ocultamiento o de mistificación, corría el riesgo de
quedar congelada en situación de improfanable” (Kamenszain 19). Se trata entonces de un
relato que deja traslucir el peso de la desaparición pero desde una óptica que impide toda
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lectura política acostumbrada, un relato que persigue poner fin a la búsqueda personal de un
medio para tratarlo: “no quiero escribir más sobre eso [la desaparición]: ya llegué” (Bruzzone
22).14
Si la incorrección política es lo que viene a la mente con Bruzzone, Diario de una
Princesa Montonera ‐110% Verdad, de Mariana Eva Perez (2012), lleva dicha estrategia a un
grado de paroxismo. Se trata de un libro difícil de catalogar, con algo de diario íntimo, confesión
de sentimientos, rendición de cuentas y autobiografía ficcionalizada o autoficción, escrito a
partir de un blog en el que la autora fue vertiendo ideas y emociones personales. Como
integrante, con altibajos, de un movimiento de derechos humanos que critica a la vez que
siente profundamente suyo, Perez recrea emotiva pero humorísticamente sus experiencias
como hija de desaparecidos, buscadora incansable de un hermano nacido en cautiverio,
militante primero de HIJOS y luego de CdH (Colectivo de Hijos). Nieta de Rosa Roisinblit
(vicepresidenta de Abuelas de Plaza de Mayo), se sabe dueña de un “pedigree” del que se
enorgullece a la vez que se burla con una alta dosis de ironía, hablando de su experiencia sin
recurrir a un discurso que considera cristalizado e incapaz de aportar nada nuevo después de
décadas de lucha por la memoria y la justicia:
Traté de no caer en esa solemnidad con que se supone que estos temas tienen
que tratarse, porque al haber crecido dentro de este mundo tan particular, esas
palabras las llevo muy grabadas y fue un gran trabajo poder desembarazarme de
ellas y tratar de buscar otras palabras, mis propias palabras o palabras
construidas colectivamente […] Me crié dentro de un discurso muy fuerte y
estructurado, y terminó ahogando mi capacidad de pensar en otras cosas. (Perez
“Ficciones”)
Las notas y reportajes aparecidos tras su publicación reflejan la extrañeza que provoca
un texto tan inusual como éste dentro del panorama de los discursos habituales sobre derechos
humanos: “memoria lúdica, no solemne […] Memoria juguetona y sagaz que está lejos de ser
superficial,
descomprometida
o
mera
irreverencia
mojigata”
(Blejmar);
lenguaje
“desprejuiciado que rompe con la solemnidad conocida para hablar del tema” (Rosso); “Un
humor que a veces, es cierto, deviene en sarcasmo” (Pacheco). Como advierte la autora en un
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epígrafe que abre el libro, tomado de la banda colombiana de rock alternativo y cumbia
psicodélica Bomba Estéreo (“No quiero cantarles a los que están ausentes / Quiero cantarles a
los que están presentes”) se debe enfocar la mirada en el futuro para no quedar atrapados en
un recuerdo paralizante. Con humor e ironía apunta a todo tipo de blancos (ella misma, sus
familiares y compañeros de infortunio, los organismos de derechos humanos, las personas bien
pensantes del mundo entero) y busca que “no sea todo horror, tedio, aburrimiento y fastidio”
para poder “reírnos de nosotros mismos, reírnos de la cosa lastimera y de la victimización”
(citada en Rosso). Para ello, se califica a sí misma de “militonta” en lugar de militante, se refiere
a la desaparición forzada de sus padres como el “temita”, recuerda el secuestro y traslado en
auto a un sitio clandestino como el “Ford Taunus Mystery Tour” (55), se jacta de un curriculum
vitae que incluye ser la “esmóloga más joven, otrora niña precoz de los derechos humanos”
(34), la “huérfana expulsada del ghetto” (63), la “ex huérfana superstar, hija de probeta de los
organismos de derechos humanos de la Argentina” (144), habla de los hijos e hijas de
desaparecidos como “hijis”, y considera que sus amigos íntimos son “algo así como una
subcélula nerd dentro del grupo de hijis” (109).
Perez apunta sus dardos a una amplia gama de temáticas y figuras del movimiento de
derechos humanos sometiéndolas a un cáustico humor negro. Por ejemplo, no le parece justo
que la celda de la ESMA donde estuvo secuestrada la famosa dirigente montonera Norma
Arrostito tenga un cartel identificador y reclama igual trato para el cuartito donde estuvo su
madre embarazada: “yo quiero que pongan una estrella con el nombre de mi mamá en esta
puerta, como en un camarín de Hollywood” (18). A la mujer que se apropió de su hermano la
llama sarcásticamente “Dora La Multiprocesadorapropiadora” (47) y a Argentina la llama la
“Disneyland des Droits de l’Homme” (126). Incluso los iconos habituales —las siluetas, los
desaparecidos, los pañuelos, el Nunca Más— pasan a ser el “merchandising” (71) del
movimiento de derechos humanos. Nada ni nadie se salva de las bromas de la Princesa que
imagina a los familiares de desaparecidos como el focus group de una encuestadora que vende
“un curso de superación personal para víctimas del terrorismo de Estado” (11) y fantasea con
un fabuloso sorteo: “‘UNA SEMANA CON LA PRINCESA MONTONERA’. Ganá y acompañala
durante siete días en el programa que cambió el verano: ¡El Show del Temita! El reality de
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todos y todas. Humor, compromiso y sensualidad de la mano de nuestra anfitriona, que no se
priva de nada a la hora de luchar por la Memoria, la Verdat y la Justicia” (39).
¿A qué viene este deseo de épater le bourgeois con gestos provocativos y políticamente
incorrectos que cuestionan “todos y cada uno de los lugares comunes de los militantes y
académicos” (Pacheco)? No se trata sólo de la actitud inconformista de quien busca
escandalizar a sus mayores sino por sobre todo del rechazo de sistemas de pensamiento que
han terminado por cristalizarse. Perez cuestiona por una parte el puritanismo militante de la
generación de sus padres: la Princesa fuma marihuana y bebe en abundancia (“siempre tiene
que haber de por medio una cerveza o un porrito, porque del todo lúcidos con el temita no se
puede”, 46), habla del sexo con naturalidad, se ríe de la falta de erotismo en las relaciones
entre “hijis” (“abrazo prolongado, sobamiento de espalda, la hiji mujer le apoya un poco las
tetas al hiji varón pero no pasa nada porque somos como hermanos”, 22) y no teme ser
acusada de frívola (“Me encanta ser de las minitas que bailan, es realmente mi lugar en el
mundo”, 22). Por otra parte, cuestiona los rituales y tics habituales en el “ghetto” de los
derechos humanos y desnuda las falacias de algunos de sus integrantes: el Nene, un ex preso
que ha hecho de su condición de víctima una profesión y se ha transformado en un burócrata,
“triste fotocopia del militante político, un operador profesional, un canalla que aparatea hasta
los velorios” (23); o una mujer que asiste al juicio contra los represores de la ESMA convertida
en “militonta full time de todo, los derechos humanos, los chicos de las villas y los perros
abandonados” (37). Hasta los esfuerzos de las organizaciones vecinales y otros grupos de
ciudadanos que intentan conservar la memoria de “sus” desaparecidos con placas y baldosas se
interpretan como homenajes públicos inútilmente multiplicados según criterios arbitrarios y
excesivos, así como las campañas de Abuelas de Plaza de Mayo para que la gente llame a un
número de teléfono con información conducente a identificar niños apropiados activan “un
nuevo cholulismo: la audiencia quería formar parte del reality show por la identidad” (44).
Incluso su abuela paterna, una de las personas que recuerda con más amor, es alguien a quien
“le encantaba padecer frente a un público […] era la más llorona y victimizarse siempre fue su
droga” (52), mientras que su hermano, apropiado y años más tarde reencontrado, es “a la vez
un loco y una mala persona” (57).
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Perez reacciona ante una retórica automatizada que a fuerza de repetirse a lo largo de
años ha terminado por generar fórmulas verbales y actos mecánicos vacíos de contenido. De
allí el esfuerzo por irritar al lector para llamar la atención sobre la naturalización de algo que
por definición no puede ser jamás natural, como cuando visita el sitio emblemático del horror
que es la ESMA (donde desapareció su propia madre) y le quita su aura de objeto sacro,
explicando que allí la empezó a seducir quien más tarde sería su esposo: “Jota aprovecha y le
toca el culo. Ella es feliz. En la escalera que va de Capucha a Capuchita” (18). El “protocolo” (28)
y la “prosa institucional” (46) del movimiento de derechos humanos la llenan de desconfianza
porque teme que las consignas a fuerza de repetidas dejen de significar, así como una palabra
dicha una y otra vez termina por convertirse en poco más que un sonido: “treinta‐mil‐
compañeros‐detenidos‐desaparecidos‐presentes‐ahora‐y‐siempre”
“compañerosdetenidosdesaparecidosyasesinados”
(29);
(27);
“militantes‐populares‐detenidos‐
desaparecidos‐por‐el‐terrorismo‐de‐estado” (49).15 El habitual cántico “El que no salta es un
militar”, que caracteriza los actos de HIJOS, le parece detestable e ironiza sobre la manera en
que ciertas expresiones habituales de la jerga del movimiento, tales como “fecha de caída”, se
naturalizan: “dice fecha de caída como otros piden un kilo de papas” (70). Incluso las baldosas
recordatorias con los nombres de los desaparecidos se convierten en retórica ritualizada.
Cuando ayuda a confeccionar una que conmemora a sus padres, no puede impedir que las
letras se muevan de lugar haciendo que las palabras se independicen de sus significados: “aquí
vivieron y fueron secuestrados, todos me parece mal, apretado o descentrado, saco las letras,
vuelvo a empezar, aquí vivieron y fueron secuestrados” (50). Lo mismo ocurre con los símbolos
dadores de pertenencia, como la camiseta de HIJOS con la frase “Juicio y Castigo” y una gorra
militar cruzada por una línea en diagonal: “hasta que no hagan un modelo entallado, no me la
pongo. Ese remerón es sexista. A las que no tenemos lolas nos queda especialmente mal.
Además, la gorra tachada está muy demodée” (75).16
Son todas estrategias narrativas apoyadas en el sarcasmo, la burla y el humor para
contrarrestar una memoria ritualizada y encontrar nuevas maneras de pensar a los
desaparecidos, conservando de ellos recuerdos que no coinciden necesariamente con su
imagen pública de víctimas, héroes o mártires. Cuando la invitan a colaborar en una de tantas
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actividades conmemorativas, consistente en armar paneles con fotos y recuerdos, explica por
qué esta vez prefiere no participar:
Mi corazón de huérfana no tolera un panel fotocopiado más. Espero que mi papi,
en el cielo rojo de la revolución, no se sienta mal por no tener el suyo. No quiero
revolver una vez más los cuadernos, los boletines, el misal, el trajecito de
comunión, las botitas de flamenco, las castañuelitas, el silbato de scout, las fotos
de bebé […] Todas estas cosas que a fuerza de querer hacerles decir algo, ya no
me dicen nada. (énfasis en el original; 65)
De las fotos de los desaparecidos —emblema icónico en marchas y homenajes— piensa
que constituyen otra forma de retórica institucionalizada porque son fotos “oficiales de
desaparecidos, tres cuartos de perfil derecho, una y otra vez las mismas, ninguna otra”
(98) que terminan por uniformarlos en una única identidad de víctimas. De allí su
empeño por buscar otros registros fotográficos de sus padres que le hablen de
identidades previas a la militancia: cuando eran niños, estudiantes de secundaria, scouts,
noviecitos, rockeros.
Uno de los aspectos más provocativos de Diario de una Princesa Montonera es su
replanteo del testimonio. En la vida de las víctimas hay un tiempo para testimoniar y otro para
contar, es decir ficcionalizar la experiencia. De allí que ironice sobre el imperativo testimonial
que todo sobreviviente debe supuestamente obedecer pero que la Princesa alegremente
ignora: “Me cansé de luchar: hay cosas que quieren ser contadas […] El deber testimonial me
llama. Primo Levi, ¡allá vamos!” (12). La escritura del blog/diario es un “testimonio de la
dificultad de dar testimonio” (Blejmar) y de allí que reconstruya la experiencia desde la
autoficción, parodiando a Evita al decir que su tratamiento del “temita” es literario: “Volví y soy
ficciones” (24). 17 Los relatos testimoniales de cualquier parte del mundo le parecen
“formateados” en el “esperanto humanitario horrible” de los que se dedican al tema, y durante
un viaje a Argelia para reunirse con familiares de víctimas de aquel país escucha el “enésimo
relato idéntico” y confiesa sentirse agotada emocionalmente: “soy yo que no tolero otro
testimonio más” (127). Pero no se trata solamente de que ha sobrepasado la capacidad de
tolerancia ante las historias de horror sino también que se pregunta por la diferencia entre la
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literatura y el testimonio en cuanto discursos que parecen hablar de lo mismo pero no lo hacen:
mientras el testimonio habla de lo ocurrido a la víctima en el pasado, la literatura habla del
individuo traumatizado ahora.
Igual que en otros textos de hijos hay un cuidadoso equilibrio entre no culpar
explícitamente a los padres de la tragedia ocurrida y distanciarse generacionalmente de ellos,
desacralizando ciertos aspectos de su ideología y práctica revolucionarias. En una significativa
escena durante el viaje a Argelia, recuerda la película La batalla de Argel, que sirvió de
inspiración para la guerrilla latinoamericana, e imagina que sus padres la vieron y “se
emocionaron, se inflamaron de ardor anticolonialista” (131). La Princesa se siente feliz de visitar
esa Argelia que sus padres imaginaron, pero no puede dejar de constatar que el país africano
está muy lejos del ideal revolucionario anticipado en el film. Por el contrario, si ella está allí es
precisamente para encontrarse con víctimas de desapariciones y atrocidades semejantes a las
argentinas. Por eso, la imagen de los padres emocionados por la película le suscita una mezcla
de ternura y cansancio: “que estoy acá porque ellos no, que estarían orgullosos de mí, toda esa
mierda teleológica” (131). A veces sobrevuela una sombra de duda o una pregunta sobre las
elecciones políticas de los padres que no se formula explícitamente pero asoma entre líneas.
Ciertos rasgos de la militancia setentista, como el “cerebro montonero” del Nene (68), no sólo
se ven anacrónicos sino hasta amenazantes cuando se los traslada al presente, y la narradora
dice estar “en las antípodas del Fervor Montonero pregonado por su padre” (70). Aquello que
no se quiere o no se puede decir se manifiesta interpósita persona: Tere, una mujer que militó
en los 70 y tiene varios amigos desaparecidos, dice haberse separado de Montoneros cuando el
grupo pasó a la clandestinidad porque le pareció “una locura, un suicidio, una pelotudez” (115).
Es revelador en este sentido que de todas las identidades del padre previas a la de
“guerrillero urbano full time” (97), la que más placer le produce a la hija es precisamente una
que no encaja con aquélla: el padre como joven músico en una banda de rock. Es una imagen
que le llama poderosamente la atención y con la que se conecta emocionalmente: “Me visto:
chupín fucsia y la camperita blanca con dibujos de teclados pop para homenajear a Jose [el
padre] que se supone que antes de guerrillero fue rocker” (72). La única foto que lo muestra
con remera batik y una pandereta en la mano le ofrece una figura desacostumbrada respecto a
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la foto “oficial” de desaparecido que se usa en los homenajes, y otra que lo muestra tocando en
la banda tiene la particularidad de ser en colores, a diferencia de las fotos en blanco y negro
típicas de las pancartas. En cuanto a la madre, ocurre algo semejante con sus distintas
imágenes posibles, entre las cuales está la de la pequeño burguesa que podría haber llegado a
ser de no mediar la muerte. Ana, una prima de la madre, ex trotskista y candidata a diputada en
1973, hoy se ve “muy camuflada por la vida, brushing impecable, buena pilcha, smartphone”
(138), y eso le permite a la narradora fantasear con que su madre podría haber terminado con
un look semejante: “[Mi madre] mental se parece a Ana en lo coqueta, en lo divertida, en la
impunidad de minita que tiene para decir alguna burrada y salir del paso haciéndose la linda. Si
las hubieran dejado, las primas habrían mirado infinitas vidrieras y tomado infinitos tés con algo
dulce…” (138).
Incluso en un sueño encuentra el cadáver de la madre vestido de manera muy moderna: “La
doctora me hace notar la ropa que tiene puesta: un top azul Francia de Duret, con detalles en
celeste, blanco y rojo, y un pantalón chupín azul Francia y brilloso. Muy trendy” (185). Así, el
padre rockero y la madre “minita” (sexy y elegante) rompen con la imagen mística del
combatiente sacrificado y cobran una densidad humana que ha sido aplanada por las
representaciones hagiográficas de los desaparecidos.
Diario de una Princesa Montonera tramita el dolor y lo transforma en materia narrable a
través del humor, la ironía y la incorrección política. Se trata de convivir con el recuerdo de los
padres sacándolos del rol de espectros cuya presencia paraliza y no permite vivir: “se trataba —
ni más ni menos— de cómo lidiar con la desaparición forzada de mis padres, de mi relación con
ellos. Y había algo muy fuerte de acomodarlos entre comillas en un lugar donde acompañen
pero dejen vivir” (Perez “Diario”, mi énfasis). Refiriéndose al fantasma encriptado en el interior
de quienes acarrean un duelo inconcluso, Schützenberger habla de “muertos mal enterrados,
mal muertos, enterrados con secretos no decibles por sus descendientes” (71), una descripción
particularmente apta para el fantasma del desaparecido. Por eso, en un revelador segmento
titulado “Paty es un fantasma”, la madre se le aparece en un sueño para decirle cosas
importantes sobre la vida y la Princesa hace una sorprendente confesión: “Me hace feliz
haberla visto, pero creo que ya no quiero que se me aparezca más” (111). Ese deseo de que la
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madre deje de ser espectral se repite en otro sueño donde a la Princesa y sus amigas “hijis” se
les aparece el fantasma de una desaparecida embarazada que les dice: “ojalá sus hijos,
nosotros, no tengamos miedo para continuar con la lucha, o algo así, algo del orden del
sacrificio y la demagogia”; pero las “hijis” no parecen demasiado inclinadas a obedecer el
mandato porque si bien la mujer parece real, al fin de cuentas “todas sabemos que es el
fantasma de una desaparecida” (124). Y en un tercer sueño, la Princesa está por casarse y se
prueba un vestido de novia dejado en herencia por su abuela materna mientras el fantasma de
la madre da vueltas alrededor suyo. La Princesa quiere cortarlo para hacerse un vestido nuevo
pero la modista insiste en que es una pena porque ya no se consiguen telas antiguas de esa
calidad. Sin embargo, en cuanto “custodia de fotos, cartas, libros, platos” de la familia (es decir
custodia de la memoria), la Princesa debe “tomar lo que me gusta, transformarlo, hacer de eso
heredado algo propio” (165): reformar el vestido representa el difícil trabajo de la memoria, no
permitiendo que el amor a los padres se transforme en una atadura y negándose a habitar un
edificio que otros han levantado.
El perdón
En las naciones que han sufrido guerras civiles o fenómenos de violencia social
traumatizante, la problemática del perdón atraviesa los procesos posteriores de verdad y
justicia (cuando los hay) entrecruzándose con el difícil concepto de la reconciliación. 18 No
casualmente, “Ni olvido ni perdón” fue una noción directriz de HIJOS desde su fundación. Pero
hoy, décadas después y con cerca de 500 ex militares, policías y agentes civiles cumpliendo
condenas o esperando sentencia, la discusión comienza a girar en otra dirección. Ya existe un
consenso social y no se pone en duda que el Estado cometió crímenes de lesa humanidad. Sin
embargo, la cuestión del perdón sigue apareciendo bajo distintos ropajes y obedeciendo a
diversas motivaciones. No hace mucho, el gobernador de Córdoba, José Manuel de la Sota,
reflotó la idea de una rebaja de penas para represores a cambio de información sobre el
destino de los niños apropiados, lo cual según él contribuiría al esclarecimiento de los hechos y
traería paz a los familiares. Desde otro ángulo, la conocida periodista y senadora Norma
Morandini, hermana de desaparecidos e hija de una fundadora de Madres de Plaza de Mayo‐
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Córdoba, publicó en 2012 De la culpa al perdón. Cómo construir una convivencia democrática
sobre las intolerancias del pasado, donde en un lenguaje entre filosófico y teológico habla de la
necesidad de una reconciliación nacional que nazca no tanto del perdón a los victimarios
cuanto a nosotros mismos como sociedad que permitió el mal en su seno y prefirió no ver lo
que ocurría.
En Soy un bravo piloto de la nueva China (2011), Ernesto Semán, hijo de un dirigente de
la organización Vanguardia Comunista desaparecido, presenta un llamativo relato que toca
frontalmente el tema de la culpa y el perdón desde una perspectiva inesperada. El narrador es
un joven investigador que vuelve de Estados Unidos a Argentina para atender a su madre que
sufre de cáncer terminal, y esa visita le sirve para revisar el pasado familiar. La novela alterna
entre tres series de capítulos que cubren respectivamente el presente (la visita a Argentina para
ver a la madre y las conversaciones con ella y un hermano), el pasado (el campo de
concentración narrado desde la perspectiva de Capitán, el oficial de policía que torturó y
asesinó al padre) y un futuro o no‐tiempo imaginario (una isla fantástica a la que llegan
visitantes provistos de escáners conteniendo todos los recuerdos, donde el narrador asiste
como testigo oculto al encuentro entre el espectro de su padre y el de Capitán).19 De estas
series alternadas, la que relata la relación entre Capitán y el padre, primero en el campo de
concentración y luego en la isla fantástica donde discuten sus espectros, es posiblemente la
más atrevidamente original. No sólo porque el autor imagina y pone en palabras la tortura e
incluso el momento en que tiran al padre al mar desde un avión —escena de un realismo casi
insoportable que posiblemente funcione como exorcismo personal— sino además porque
recuerda al desaparecido menos como víctima o héroe que como ser humano lleno de falacias
y errores.
En el centro clandestino de detención, para alentar a los otros supliciados, el padre grita
“¡Vamos, resistamos, che! ¡Si los romanos y sus leones no pudieron con los cristianos, estos
fachos no van a poder con los comunistas!” (50), y esa imagen del revolucionario como un
mártir dispuesto al sacrificio se repite a lo largo de la novela.20 Capitán mismo le confiesa a otro
torturador que teme que los militares ganen la guerra pero que a los vencidos se los recuerde
como mártires (“si los romanos, que ganaron, no pudieron con los cristianos, decime también
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de qué sirve que te aplaudan”, 128) y más tarde alucina en un tren suburbano creyendo ver en
los humildes pasajeros a antiguos cristianos: “sólo con harapos, sucios y sangrados […] vio que
algunos iban con sus togas gastadas, y que otros llevaban unas sandalias de cuero e hilo” (220).
Pero la imagen del mártir se superpone en los recuerdos del hijo con la del ideólogo fanático
que en su celo revolucionario sacrificó el bienestar de su propia familia: “se te quedaba
mirando con esos ojos, fumando, no era sólo el dueño de la razón, era el dueño del tiempo,
había comprado la historia…” (104). Por eso le asombra que el padre mudara su familia a una
villa miseria para “proletarizarse”, que aceptara la absurda decisión del Comité Central del
partido de no enviar al hijo gravemente enfermo a un hospital “burgués” para no darle un trato
preferencial, y que regresara de China a Argentina después del golpe militar a pesar de las
advertencias de su esposa sobre el peligro que corría. La ambigua relación del hijo con la
predisposición paterna al sacrificio hace explosión cuando encuentra una carta de despedida en
que el padre le explica a su esposa la decisión de irse a Cuba a recibir entrenamiento militar.
Envuelto en una retórica grandilocuente sobre la inevitabilidad de la revolución mundial, el
padre sostiene que lo individual y familiar deben supeditarse a lo colectivo: “cuando tenemos
que elegir entre el amor como proyecto de felicidad individual y la revolución como proyecto
de todos, sólo podemos elegir la revolución porque la felicidad individual es un lujo” (189). El
narrador y su hermano se quedan atónitos ante la carta. Para el hermano se trata simplemente
de la misiva de un psicópata: “Decime quién mierda escribe una carta de amor que menciona a
todos y cada uno de los genocidios de la humanidad” (194). El narrador es algo más
comprensivo (“El viejo no era un santo, pero comparado con el mundo que lo rodeaba era un
gran ser humano”, 196) pero aún así coincide en que “sabía mucho mejor por qué morir que
cómo vivir”, en la creencia errónea de que “para seguir siendo un hombre había que
convertirse en un héroe” (198). Contrariamente a esa creencia del padre, concluye, “lo más
heroico que uno podía hacer era tratar de ser un hombre” (198) en vez de convertirse en mártir
de la revolución.
Igual que en otros textos de hijos, se vislumbra aquí un reclamo por el sacrificio de la
familia en aras de la revolución. En una original relectura del cántico de las organizaciones de
derechos humanos —que [las autoridades] digan dónde están / los desaparecidos / que digan
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dónde están— el narrador pone el énfasis en que son los desaparecidos y no los represores
quienes debieran confesar su verdad: “que los desaparecidos digan dónde están, de una vez
por todas, que ellos digan algo. Si los otros no van a hablar, que ellos nos digan dónde están,
qué hicieron. Ahí sí hay una verdad, después de tantos años, que digan dónde están, por qué no
salieron corriendo” (144; mi énfasis). En ese “por qué no salieron corriendo” se verbaliza el
mismo sentimiento ambivalente de otros textos ante una generación setentista cuyo arrojo
también podría interpretarse como un acto de suicidio colectivo: “descomunal acto de entrega,
un suicidio heroico” (198). De allí la imagen de animalitos que se arrojan al precipicio mientras
sus familias los esperan, reminiscente del flautista de Hamelín: “porqué se tiraron por los
fiordos como cuises cuando estábamos con la mesa puesta esperándolos para comer” (144). El
narrador le pide al padre una rendición de cuentas porque “vida hay una sola, y no sólo la de
ustedes” (144), y esa imagen de la familia que espera con la mesa puesta se repite para indicar
que los hijos pagaron el precio de las decisiones ajenas: “Pero nosotros también somos la patria
[…] Si era por la patria podrían haber vuelto a cenar y nos ahorrábamos el funeral” (145).
Ante eso sólo cabe el resentimiento o el perdón. En un diálogo final entre el padre y
Capitán en la isla imaginaria, la problemática del perdón sale a luz como una cuestión política y
teológica central a cualquier intento de superar el pasado sin olvidarlo. El padre le dice a su
asesino que perdonar no es fácil y que ciertos hechos son por naturaleza imperdonables, pero
que aun así “siempre puedo extender la mano” (226). Ante la burla de Capitán que no cree en
su sinceridad y lo llama sarcásticamente “Mesías”, el padre aclara que está dispuesto a
perdonar a su asesino porque “yo no puedo dejar que ustedes decidan lo que soy yo, ni siquiera
para santificarme. Por eso los perdono, para ser yo, imperfecto” (226). El heroísmo que
ejemplificó en vida contrasta con la humildad que sobreviene tras la muerte, como si las
categorías de héroe y hombre fueran antitéticas. Pero ese perdón es la antítesis del
“Reconciliation Tour” (262) que quieren armar como atractivo turístico algunos ex represores
junto a sobrevivientes, desaparecidos y algunas Madres de Plaza de Mayo, porque no incluye el
olvido. En efecto, es un perdón que no cambia el pasado ni lo oculta: “Mi perdón es lo opuesto
al odio, y también es lo opuesto al olvido […] Mi perdón no mueve un milímetro lo irreversible”
(269). Por sobre todo, es un perdón más útil para uno mismo que para los culpables porque no
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niega el horror pero les permite a los sobrevivientes vivir su propia vida sin resentimiento: “Mi
perdón es lo que les va a permitir a los míos caminar por la ciudad sin tener que detenerse a
cada instante a pensar con quién se están cruzando en la vereda […] Mi perdón es para mis
hijos, para su futuro” (269‐270), dice el espectro del padre.
Después de asistir al diálogo entre el padre y Capitán, el narrador está listo para dejar la
isla y volver a su casa en Nueva York. Abandonar la isla es dejar atrás el pasado, no olvidándolo
pero sí aceptándolo con todos sus heroísmos, errores y bajezas, y por sobre todo
reconciliándose con la imagen imperfecta del padre: “Quizás te llegó el momento de dejar todo
eso atrás, quizás por eso estás viendo todo esto en La Isla, quizás por eso ahora sí te podés
poner a pensar en el dolor de tu padre” (272). Después de asistir a la escena en que el padre
perdona a su victimario, sólo le resta al hijo perdonar al padre por sus opciones y aún sus
equivocaciones. El viaje a la isla le hace comprender que “hasta ahora no había pensado en el
dolor de mi padre, así de simple. En lo terrible que tiene que haber sido para él […] Nunca paré
un segundo para ponerme en su lugar, para sentir el dolor desgarrador que tiene que haber
sido su partida…” (272). Y con esto viene perdonarse a sí mismo por perdonar: sólo así puede el
hijo ser él mismo y no solamente hijo de su padre, desprendiéndose del fantasma que lo
acompaña y entendiendo que el pasado forma parte de él pero no lo es todo, porque el destino
del padre “es tu pasado, pero no es tu historia” (274). Lo contrario sería seguir aferrado al ser
perdido sin asumir su muerte, algo que como bien se sabe conduce a la melancolía. El viaje a la
isla posibilita que el espectro se vaya en paz, y de allí la escena final en que el hijo visita por
última vez el departamento de la madre antes de tomar el avión de regreso a Nueva York. Allí,
por un segundo cree ver una imagen aterradora: el cuerpo del padre vestido con una manta y
cubierto de sangre. Sin embargo, se recupera y cuando mira con atención ve que se trata de su
imaginación y que en realidad no hay nada: “En el living no había cuerpos ni padres ni hijos, y
por la ventana entraba toda la luz del día y el ruido de los autos que a esa hora buscaban las
calles con menos tránsito para salir cuanto antes de Buenos Aires” (284). Esa imagen de
normalidad con la luz y el ruido de la calle invadiendo lo que antes era un sitio lleno de
recuerdos confirma que el espectro ya no está… y que está bien que así sea.
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Conclusión
En una frase muchas veces citada, Gramsci apuntaba que hay momentos de crisis en
que lo viejo está muriendo pero lo nuevo todavía no termina de nacer. Estas narrativas de hijos
que en algunos aspectos continúan y en otros van a contrapelo de las memorias militantes de la
generación de sus padres, ejemplifican uno de esos momentos de indecisión entre lo viejo y lo
nuevo, cuando algo diferente pugna por salir. Se trata de encontrar una salida al conflicto entre
el recuerdo de los padres y el reclamo de los hijos por no haber estado aquellos presentes
durante los años de crecimiento. En el prólogo a Hubiera querido, un libro de poemas escritos
por Rosa María Pargas antes de su secuestro y desaparición en 1977, inéditos hasta que sus
hijos los recuperaron y los dieron a conocer en 2008, su hija María Raquel resume la tarea que
enfrentan los hijos que navegan entre el amor y la necesidad de distinguirse y hasta criticar a
los padres: “Tenemos que reconocernos en ellos pero sin ellos, tenemos que enemistarnos con
la parte que no nos gusta y amar lo bueno que nos dejaron…” (10).
¿Es posible llegar a un equilibrio donde los padres militantes y los padres “normales” no
sean figuras contradictorias en el recuerdo? Cuando la narradora de Diario de una Princesa
Montonera sueña que a su boda se presentan los padres desaparecidos, los imagina como
“geniales / re buenos papás / y mejores guerrilleros” (205): ¿se trata de una ironía, una
expresión de deseos, la confirmación de un sentimiento genuino? ¿O es posible que todas estas
opciones coexistan sin contradicción? En ese equilibrio inestable pero creativo radica tal vez lo
mejor de la literatura memorialista actual y por venir en la Argentina de la posdictadura. Sólo
resta ahora esperar un tiempo más a que los miembros de la tercera generación, los hijos de los
hijos, escriban su propia versión del pasado familiar. Porque si los hijos de las víctimas no
cierran las cuentas pendientes —con los victimarios en primer término pero asimismo con los
propios padres— serán los nietos quienes carguen con el peso de lo irresuelto, ya que “Lo que
se calla en la primera generación, la segunda lo lleva en el cuerpo” (Françoise Dolto, citada en
Schützenberger 34). Sólo cuando ésta o la siguiente generación termine de exorcizar los
fantasmas y aprenda a convivir con ellos, el pasado coexistirá con el presente sin invadirlo con
su presencia abrumadora.
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Notas
1
Buscarita Roa, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo, menciona que a los hijos recuperados a
menudo les cuesta aceptar que sus padres los querían y no los abandonaron (conversación personal con
el autor en la sede de Abuelas de Plaza de Mayo, 31 de mayo de 2013). En Tiempo pasado, Beatriz Sarlo
cita el sueño de un hijo en el documental La historia es ésta, donde expresa su sentimiento de
abandono: “Soñé que me tiraban encima de él [el padre desaparecido] y yo le decía: ¡Ay, por favor,
llevame con vos adonde estés, no me importa, sea lo que sea, llevame a la ESMA, no me importa, quiero
morirme al lado tuyo! Y él me decía: ‘No, no, andá atrás de esa bandera’ y yo decía no, no, yo no quiero
ir atrás de ninguna bandera, porque eso no pasa por lo político, quiero estar con vos y él como que me
decía no, tenés que ir atrás de esa bandera y yo decía no, quiero estar con vos, nada más” (152).
2
Conversación personal con el autor en La Perla, Córdoba, 21 de mayo de 2013.
3
En un caso citado por Sarlo, un hijo se pregunta “Durante muchos años pensé que lucharon por un país
mejor pero a mamá no la tuve durante 6 años y a papá no lo tengo más. ¿Qué valía más la pena?
¿Luchar por un país mejor o formar una familia?” (152). Y en La guardería montonera se relata el caso
de María de las Victorias, “enojada durante años con su mamá, creyendo que la había abandonado en el
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hospital” y formulando su reproche en términos dramáticos: “Se metieron en un ejército revolucionario,
me cambiaron por un arma” (181‐182).
4
En una conversación que sostuve con una joven cuyos padres desaparecieron, se puso visiblemente
molesta ante mi sugerencia de que puedan existir sentimientos de abandono: “¡mis padres no me
abandonaron, a ellos los desaparecieron!”. Pero ¿cambia esto el sentimiento infantil de sentirse víctima
de una suerte injusta porque sus padres, que debieran estar, no están? Para sentirse abandonado no es
necesario que haya abandono en sentido estricto, como bien ejemplifican los casos de padres muertos
en accidentes.
5
Kordon y Edelman relatan un significativo sueño recogido en terapia: “Otra joven sueña que está en el
aula magna de la facultad con una pancarta con el retrato de su madre. Aparece, en blanco y negro, la
madre por detrás y le dice, cariñosamente, que le entregue la pancarta, que en adelante se va a ocupar
de llevarla ella misma. En este caso el sueño puede entenderse como una expresión del trabajo
elaborativo, en relación al mandato superyoico de sostener la presencia de la madre desaparecida”
(122). El mandato puede consistir en sentirse “continuación” de los padres ya sea física, emocional o
políticamente, como si el otro habitara dentro de uno: “Como todos, siento que en algunas cosas me
parezco demasiado a ella [la madre desaparecida]. No sé si es consciente o no, pero creo que ella es
parte de mí” (Kordon y Edelman 123; mi énfasis). Y en otro caso: “Sé que repito conductas y que mi
padre o aquello que lo constituía se me mete adentro y a veces me maneja como a un títere” (Kordon y
Edelman 123; mi énfasis).
6
Antes, en 2007, Prividera había producido el documental M, que Gabriel Gatti considera un buen
ejemplo de la obra de los “post‐huerfanitos paródicos” (176), vale decir aquellos hijos que intentan
habitar la “catástrofe” producida por la desaparición de sus padres no buscando sentido en sus
narrativas sino aceptando la ausencia de todo sentido e instalándose en ese sinsentido como parte
constitutiva de su identidad. M, dice Prividera en una cita provista por Gatti, fue la respuesta a una
temática que “había terminado por convertirse en un discurso fosilizado” (177).
7
Parafraseo las preguntas que se hace Fessia (conversación en La Perla). De modo parecido, en ¿Quién
te creés que sos? Ángela Urondo Raboy dice de su madre desaparecida: “Soy más vieja que mi madre.
Ella, como muchos, será para siempre una madre niña, irresuelta” (187). Y también: “Es curioso cómo
los hijos les decimos a nuestros viejos: viejos, justo a ellos, que no llegaron a envejecer” (241).
8
La misma cita de Marx aparece en Lengua madre (2010) de María Teresa Andruetto, una novela escrita
por alguien perteneciente a la generación del 70 que también narrativiza el sentimiento de abandono
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sufrido por los hijos. Se trata de una militante obligada durante la dictadura a esconderse en el sótano
de una casa en la Patagonia para evitar ser capturada. Tras dar a luz a una niña, la envía a criarse junto a
sus abuelos en la provincia de Córdoba para no exponerla al peligro. Tres décadas después, la hija vuelve
de Alemania para el velorio de la madre, a quien no ha visto en muchos años, y comienza a reconstruir
su historia a través de las cartas y fotos que encuentra. Para su sorpresa, el resentimiento que siempre
había sentido por el abandono sufrido cede lugar a la compasión cuando empieza a comprender las
razones por las que su madre actuó como lo hizo, especialmente cuando encuentra en su mesa de luz
esa cita del 18 Brumario: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo
circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran
directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado” (207). En otras palabras, no somos
dueños de nuestras vidas y hacemos lo que se nos permite en un momento histórico dado. Al final, la
hija comprende que si debe arreglar cuentas, no es sólo “con su madre y con su padre, sino también con
una época” (205).
9
Preguntado por el significado del poema, Axat explica: “me da tristeza profunda su historia y su sangre
derramada, quiero contenerla o hacerle un torniquete, abrazarlo, quiero ser el padre de mi padre
porque mi padre ya es un niño para mí y yo defiendo a esos niños…” (mi énfasis; correo electrónico
dirigido al autor, 31 de agosto de 2012).
10
No deja de ser significativo que además de la vecina rubia y despampanante, otras mujeres que la
impresionan por su belleza física pertenecen a las fuerzas enemigas: la mujer policía que desde un auto
negro espía la casa de los abuelos, rubia y parecida a Isabel Perón “pero es algo más joven y mucho más
bonita” (20); la empleada de la cárcel que revisa a las visitantes, “una señora enorme y muy bella,
vestida de trajecito e izada sobre tacos altísimos” (25). Diana, la militante embarazada, es bella pero su
belleza es de otro tipo, no física sino interior: tiene grandes ojos verdes “luminosos y dulces” y está
“como iluminada por dentro” (41).
11
Otros relatos se hacen la misma pregunta respecto a la política montonera de garantizar la seguridad
de los dirigentes pero no la de los militantes de base. En Detrás del vidrio (2000), Sergio Schmucler,
hermano de un montonero desaparecido, pone en boca de una madre lo que está en la mente de
muchos: “Todos estos chicos han vivido una tragedia, perseguidos, delatados, entregados. Exterminados
en las calles o en casas cantadas. Fue como un ejército cuya plana mayor se pusiera a buen recaudo y
sus soldados fueron abandonados a su suerte…” (211). Y en El tren de la victoria (2003), Cristina Zuker,
cuyo hermano murió en la fracasada contraofensiva de 1980, entrevista al dirigente montonero Mario
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Firmenich y lo califica irónicamente de “comandante del ejército montonero hasta quedarse sin tropa”
(221), describiéndolo como un hombre indiferente y cínico que no asume su responsabilidad.
12
Es sugestivo que en su siguiente novela, Los pasajeros del Anna C. (2012), Alcoba describe el viaje de
sus padres a Cuba en 1966 para recibir entrenamiento militar con repetidas imágenes de los militantes
como locos, desubicados, ingenuos o aventureros: el dirigente que organiza el viaje a la isla se apoda “el
Loco”; los padres regresan al país vestidos con ropa tan fuera de moda que unas tías apenas pueden
contener la carcajada; la esposa de Raúl Castro se presenta en público luciendo “una corona de rollos de
papel higiénico” a modo de ruleros (112); alguien describe la Revolución Cubana como un “lagarto
enfermo”, “depresivo” o “loco” (206); Fernando Abal Medina y otros que después fundarán Montoneros
rezan de rodillas con aspecto de “iluminados” o “enfermos” (218) y tienen “una ensalada en la cabeza”
(238).
13
Por lo demás, es inevitable pensar en el travestismo del personaje como una respuesta también a la
moralina revolucionaria que llevaba a los simpatizantes de la izquierda peronista a cantar en las
manifestaciones “No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros”.
14
También Mariana Eva Perez, autora del relato que se discute a continuación, expresa la necesidad
como artista de llegar a un punto donde no sea necesario continuar hablando de su experiencia
traumática: “Tampoco quiero pensarme a mí misma condenada a escribir sobre este tema eternamente.
Es una idea un poco agobiante” (Cordeu).
15
También Urondo Raboy rechaza en ¿Quién te creés que sos? ese tipo de memoria ritualista que se
traduce en la repetición automática de frases hechas: “No me llevo bien con los discursos, los clichés
semánticos, los golpes bajos, las consignas precocidas, la figura inflada de los héroes mártires. A veces,
cuando se grita ‘¡Presentes!’ por los desaparecidos, se me estrujan el alma y las tripas, de sentirme tan
sola. Quisiera gritar: ‘¡Ausentes! ¡Ausentes, ahora y siempre!’” (197). Laura Alcoba, por su parte,
resignifica humorísticamente la consigna “Patria o Muerte” en La casa de los conejos cuando describe
un muro adornando con las palabras “PATRIA o MU” porque el militante que lo pintaba se vio
sorprendido antes de terminarlo, y piensa que en un país lleno de vacas como Argentina la consigna
debiera ser “PATRIA o ¡¡¡¡MUUUUUUU!!!!” (117).
16
Jordana Blejmar señala que “si la gorra militar impresa en las camisetas de Juicio y Castigo aludía a un
único enemigo, fácilmente identificable como ‘otro’”, Perez alerta contra otros personajes menos
visibles pero no menos perversos que los militares, tales como la mujer que se apropió de su hermano.
El propósito es llamar la atención sobre las complicidades sociales que posibilitaron el terror de Estado,
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algo que Perez confirma en una entrevista: “Siempre el villano tiene gorra, y estas villanas no tienen
gorra. Me parece que hay que preguntarse dónde está el mal. Por eso jodo con lo demodée de la
remera de HIJOS. Hay que cortarla un poco con lo de la gorra. A esta altura que estamos hablando de la
responsabilidad empresaria, de la iglesia, creo que lo interesante es que nos preguntemos como
sociedad qué fue lo que permitió que esto pasara” (Rosso).
17
Blejmar propone que el subtítulo de la novela, 110% Verdad, promete “que este relato será más
verdadero que la ‘pura verdad’ del testimonio, aunque también pueda entenderse que el blog es antes
cien por ciento verdad y diez imaginación, o viceversa”. Por lo demás, señala Blejmar, desde un punto
de vista jurídico estos recuerdos repletos de sueños, fantasías e imaginación poco servirían como prueba
en un juicio, una prueba más de su escaso valor testimonial.
18
Viene a mente el caso paradigmático de Sudáfrica y su Truth and Reconciliation Commission. En un
estudio sobre el caso chileno, Walescka Pino‐Ojeda analiza comparativamente la actitud de distintas
naciones frente a la compleja relación entre verdad, justicia y reconciliación, y se pregunta: ¿tiene el
Estado el derecho de perdonar a los perpetradores a través de amnistías o reducción de penas a cambio
de información? ¿Hasta qué punto la obtención de la verdad y la reconciliación son objetivos tan
imperiosos que se deben lograr al precio de un perdón jurídico, si no moral? Citando a Juan Méndez,
Pino‐Ojeda señala que las víctimas tienen derecho a continuar reclamando el castigo incluso cuando la
voluntad de la mayoría opta por la reconciliación, como ocurrió en Uruguay respecto al plebiscito
popular que decidió no castigar a los perpetradores, porque lo contrario implicaría un “abuso de
mayoritismo” (55).
19
Es relativamente común en la narrativa pos dictadura el deseo de dialogar con los muertos. Varias
novelas incluyen la presencia no figurativa sino literal del espectro —un fantasma que se puede ver y
con quien se puede hablar: Cruz Diablo (1997) de Eduardo Blaustein, La Anunciación (2007) de María
Negroni, Purgatorio (2008) de Tomás Eloy Martínez, Chicos que vuelven (2010) de Mariana Enríquez. Lo
novedoso de la novela de Semán es que en ella el diálogo es entre el espectro y su asesino, un tema
hasta ahora inédito.
20
Ya se mencionó el poema de Prividera que equipara la predisposición de los militantes al martirologio
con la inocente alegría de los cristianos frente a los leones. En La casa de los conejos, una militante habla
de los primeros cristianos y bautiza a la niña en una especie de rapto místico: “Un poco de agua, algunas
oraciones y yo, también yo, podré formar parte de la cristiandad. Como en los tiempos de los primeros
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cristianos justamente, cuando Dios y su Hijo estaban con los débiles que se escondían como nosotros,
explica la señora” (38).
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