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¿Por qué deseamos hijos? fecundidad, fertilidad y sustentabilidad

2019

Con el objetivo de analizar y explicar el deseo de tener hijos, en el presente trabajo hacemos un recorrido sintetico a traves de diversos contextos historicos, los cuales desencadenaron determinadas creencias y practicas sociales. Dicha revision es pertinente ya que muchas de estas visiones lograron colarse hasta la actualidad, dando forma a la identidad de las personas y a sus deseos entorno a la procreacion, deseos que estan banados de historia y se moldean de acuerdo a un sistema de dominacion, en el que se establecen relaciones de poder con base en las diferencias de clase, raza, genero, sexualidad, etc. Partiendo de estas consideraciones se analizaran las narraciones (como pequenas muestras de identidad) de cinco hombres y cinco mujeres, cuyas historias de vida y motivaciones para tener, o no tener hijos, guardan relacion con el contexto social e historico en el que les toco vivir, pero tambien con experiencias muy particulares con la capacidad de deshistorizar. En nuestra mue...

View metadata, citation and similar papers at core.ac.uk brought to you by CORE provided by Repositorio Academico Digital UANL UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN INSTITUTO DE INVESTIGACIONES SOCIALES TESIS ¿POR QUÉ DESEAMOS HIJOS? FECUNDIDAD, FERTILIDAD Y SUSTENTABILIDAD PRESENTA ALEXA ROSALES RIVERA PARA OBTENER EL GRADO DE MAESTRÍA EN CIENCIAS SOCIALES CON ORIENTACIÓN EN DESARROLLO SUSTENTABLE NOVIEMBRE, 2019 UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN INSTITUTO DE INVESTIGACIONES SOCIALES TESIS ¿POR QUÉ DESEAMOS HIJOS? FECUNDIDAD, FERTILIDAD Y SUSTENTABILIDAD PRESENTA ALEXA ROSALES RIVERA PARA OBTENER EL GRADO DE MAESTRÍA EN CIENCIAS SOCIALES CON ORIENTACIÓN EN DESARROLLO SUSTENTABLECOMITÉ COMITÉ TUTORAL DIRECTOR: DR. JOSÉ MARÍA INFANTE BONFIGLIO CO-DIRECTOR: DR. ARUN KUMAR ACHARYA NOVIEMBRE, 2019 Agradecimientos Gracias a todas las personas que conformaron la muestra de esta investigación. Gracias a José María Infante Bonfiglio, Arun Kumar Acharya y Mariana Gabarrot Arenas por sus observaciones puntuales. Y gracias al CONACYT. Número de becaria: 635061 Resumen Con el objetivo de analizar y explicar el deseo de tener hijos, en el presente trabajo hacemos un recorrido sintético a través de diversos contextos históricos, los cuales desencadenaron determinadas creencias y prácticas sociales. Dicha revisión es pertinente ya que muchas de estas visiones lograron colarse hasta la actualidad, dando forma a la identidad de las personas y a sus deseos entorno a la procreación, deseos que están bañados de historia y se moldean de acuerdo a un sistema de dominación, en el que se establecen relaciones de poder con base en las diferencias de clase, raza, género, sexualidad, etc. Partiendo de estas consideraciones se analizarán las narraciones (como pequeñas muestras de identidad) de cinco hombres y cinco mujeres, cuyas historias de vida y motivaciones para tener, o no tener hijos, guardan relación con el contexto social e histórico en el que les tocó vivir, pero también con experiencias muy particulares con la capacidad de deshistorizar. En nuestra muestra identificamos que cada persona aprecia en mayor o menor medida una serie de posibilidades, y con ello, cada deseo se subordina a las probabilidades de éxito que aprecian de acuerdo a la gama de recursos materiales y simbólicos con los que cuentan, al tiempo que tratan de mantener un grado de coherencia con los sistemas de valores que han interiorizado. ÍNDICE 1. INTRODUCCIÓN ................................................................................................................... 6 2. UN PROYECTO FAMILIAR ES UN PROYECTO NACIONAL ............................ 14 2.1 Transición demográfica ............................................................................................... 26 2.2 Políticas familiaristas .................................................................................................... 31 3. IDENTIDAD .......................................................................................................................... 35 3.1 Mujeres ............................................................................................................................ 42 3.2 Hombres .......................................................................................................................... 46 4. DESEOS .................................................................................................................................. 52 4.1 Emociones y sentimientos ............................................................................................ 55 4.2 Imaginarios ..................................................................................................................... 57 5. TECNOLOGÍA ..................................................................................................................... 62 6. INVESTIGACIÓN DE CAMPO ....................................................................................... 65 6.1 Muestra ............................................................................................................................ 66 6.2 Quiebre moral colectivo ............................................................................................... 67 7. ANÁLISIS DE ENTREVISTAS ........................................................................................ 71 8. CONCLUSIONES .............................................................................................................. 115 REFERENCIAS ...................................................................................................................... 123 1. INTRODUCCIÓN En el curso de la historia muchos cuestionamientos y movimientos sociales se han dedicado a criticar la implícita legitimidad de quienes detentan el poder, generando diversas perspectivas que pudieron marcar algunas de las transformaciones inscritas en la lucha por desarticular relaciones desiguales. Notaremos que en este cambio paulatino, desde las sociedades fundadas bajo el principio de autoridad hasta las que se definen por los principios de las democracias modernas, los estilos de vida y aspiraciones manifestadas por la población se encuentran en sintonía con los regímenes políticos de la época, con las amalgamas ideológicas que de ellos se desprenden. Pero al mismo tiempo, las condiciones propiciadas por la institución de determinados símbolos, generan inmediatamente la idea de su contrario (Romano, 1999), dando lugar a las resistencias que proyectan cambios a futuro. Dentro de esta dinámica, las visiones que tenemos sobre aspectos como el sexo, estética, familia, género, trabajo, justicia, etc., se transforman para redefinir qué cuerpos son merecedores de dignidad y reconocimiento, limitando o extendiendo a más personas la posibilidad de tener voz sobre su propia vida. Es de esta manera que pasamos de seguir una corriente de vida ineluctable, a tener un margen de acción que nos lleve a otros cauces. Cuando las alternativas crecen, entonces se vuelve más o menos concebible hablar de decisiones y deseos. Este es un punto clave; cuando se llegan a abrir las opciones es que aparece la necesidad de discernir, y en consecuencia surgen preguntas e ideas “sobre qué hacer, cómo vivir y cómo tratar a las otras personas”. Las reflexiones progresan mediante el continuo “examen, la codificación, la interrogación, la crítica, etc. Al igual que en otras áreas, se trata en parte de un proceso individual y en parte de un proceso social” (Nagel, 2000: 242). Se trata de una toma de conciencia cuyo punto de partida se encuentra en las condiciones históricas. Ciertas acciones serían cuestionadas por su propio ejecutor, mientras otras seguirían ejecutándose automáticamente. La posibilidad de tomar conciencia sobre las condiciones que han moldeado nuestras actitudes, estarían sujetas a la diversidad de opciones y paradigmas que confrontamos. Bajo los variados paradigmas de las democracias modernas, que en general pretenden expandir la dignidad a más cuerpos, se han generado más alternativas (oportunidades de reflexividad) mediante una mayor descentralización del poder y menor coerción a las expresiones de nuevos ciudadanos reconocidos como portadores de realidades legítimas y formas valiosas para la sociedad. Hoy en día, denuncias más precisas sobre la arbitraria designación de destinos para cada sexo, y la exigencia del reconocimiento de derechos para cada persona dotada de un valor intrínseco, serían consecuentes con el ideal de democracia (Sullerot, 1993). Dichos cambios han sido cruciales para desarrollar la igualdad en algunas sociedades, en las que de pronto surge la necesidad de debatir sobre temas que antes no parecían meritorios de una revisión más crítica. Pues, como asegura Armengol, “en una comunidad de iguales son necesarios más mandamientos, no menos”. Por ejemplo, en el Decálogo, “era falta o pecado no honrar a los padres, pero nada se decía de los hijos” –la reglamentación era bastante escueta, pues solamente se consideraba y procuraba a los padres, poseedores indiscutibles de toda razón y poder sobre su descendencia– “por tanto, en la actualidad hay más mandamientos morales” (Armengol, 2016: 80). Ya que los niños ganaron reconocimiento y voz, también hay reglas que los padres deben seguir para procurar el bienestar de sus hijos. Tal cambio aumenta la complejidad de las interacciones en el hogar y se vuelve necesaria la incorporación de una gama extendida de perspectivas que den solución a los nuevos dilemas producidos por la descentralización del poder. Este es un ejemplo de cómo el grado de valor y reconocimiento que recibe una persona es capaz de pautar una nueva moralidad, capaz de moldear las expectativas de nuestra relación con los otros, y de dirigir la formas en las que se desenvolverán tales relaciones. Es en este proceso que las niñas y los niños, hombres y mujeres, se convierten en portadores de nuevos significados. Como resultado de una serie de procesos históricos, niños y niñas ganan más consideraciones, y su figura comienza a exigir ser pensada incluso antes de su llegada (Tarnovski, 2012). Esto se debe en parte a la posibilidad de que no lleguen, pues con la creciente aceptación y uso de tecnologías anticonceptivas se generan dos opciones, tener hijos o no tenerlos. Así, “la misma expresión ‘deseo de tener hijos’ es muy reciente” (Delaisi de Parseval, 2008, en Tarnovski, 2012: 248, traducción: autor). Pasamos de procrear, a pensar en la procreación (Bauman, 2017a), a repensar la fórmula: nacer, crecer, reproducirse, morir. Arrastrando una historia de avances tecnológicos que modifican nuestras posibilidades físicas, junto con los debates sobre soberanía, sobre la posición de niñas, niños, mujeres y hombres, es que surge la posibilidad de bifurcar nuestro camino: tener hijos, no tener hijos; desearlos, no desearlos. De esta simple oposición comienza nuestra investigación: ¿por qué una persona desearía tener hijos? Como especímenes simbólicos, ¿cuáles son los discursos que motivan a las personas a tenerlos?, y ¿quién pronuncia dichos discursos? Nuestras preguntas, producto de la época que nos constriñe, tienen por objetivo analizar uno de los deseos más naturalizados, e igualmente condicionado por las estructuras económicas y simbólicas. Necesitamos desdoblar y comprender de donde viene todo aquello que moldea nuestra visión. Así, nuestra investigación retoma algunos de los aspectos considerados por Burin y Meler: Las representaciones que los sujetos elaboran y el valor que otorgan al hecho de convertirse en padres o en madres, el sentido subjetivo que atribuyen a los hijos y el vínculo que establecen con ellos, se relacionan estrechamente con el modo como se obtiene la subsistencia, las tendencias demográficas, la forma en que se establecen las alianzas políticas, etcétera, y estos factores constituyen un contexto significativo, en el cual se desarrolla cada historia particular de vida. (Burin & Meler, 2010: 100) Esto será lo que a grandes rasgos trataremos de compilar y analizar en el desarrollo de este texto. Partiremos de algunos eventos geopolíticos, hasta su influencia en la canalización de las identidades y motivaciones más personales relatadas por nuestros sujetos de estudio, de quienes nos concentraremos en rescatar las experiencias subjetivas, sin olvidar que se desarrollan al interior de una determinada estructura económica y contexto social que termina permeando en dichas subjetividades. Tal vinculación nos ayudará a identificar algunas de las condiciones sociales que han alimentado el deseo de tener hijos. Objeto de estudio Por lo mencionado en párrafos anteriores, nuestro objeto de estudio serán los factores socioculturales predominantes en la formación del deseo de tener hijos. Pregunta general ¿Qué factores socioculturales intervienen en el deseo de tener hijos? Preguntas Específicas ¿Qué es lo que las personas esperan del hecho de tener hijos? ¿Cuál es la intencionalidad? Objetivo Establecer una relación entre condiciones y el deseo de hijos. Hipótesis La decisión de tener o no tener hijos guarda una estrecha relación con la identidad o identidades a las cuales las personas tienen acceso. Cada época, poseedora de una configuración ideológica que justifica una cierta manera de distribuir el poder, produce arquetipos, una serie de roles que producirán a las personas. Nuestros deseos adquieren formas concretas en gran parte por el papel que, constreñido por el contexto, elegimos o ejecutamos a veces sin oportunidades de reflexividad para adquirir cierto grado de conciencia sobre el origen de nuestra posición en el mundo; esta conciencia sería la condición anterior a la capacidad de agencia. Justificación en el marco del desarrollo sustentable Las causas y correlaciones que explican problemas de interés general, son tan diversas como las personas que componen la sociedad que las perpetúa. La simultaneidad de factores que entran en juego nos empuja hasta las cercas de nuestros dominios, de pronto una sola perspectiva no basta, y aceptamos que si gran parte del conocimiento y la creación se basa en unir los puntos inconexos, más nos vale expandir nuestra visión en la búsqueda de datos, ideas y caminos que los articulen. Sin embargo existe una serie entramada de relaciones e intereses que se atraviesan, complicando nuestros intentos de esclarecer, encontrar un orden y explicar el funcionamiento sinérgico de las cosas, cuya comprensión es imperiosa si queremos potenciar nuestra respuesta en el proceso dialéctico que mantenemos con las estructuras que nos atraviesan, para no sólo vernos transformados por ellas. Dentro de estos esfuerzos por comprender y explicar, los cuales deben ser igualmente sinérgicos, encontramos el concepto de desarrollo sustentable. El desarrollo sustentable es uno de los conceptos más nebulosos, la escabrosa tarea de dilucidar la interpretación ‘legítima’ entre una serie de creencias, junto con su coherencia (o falta de esta) en la práctica, hace del desarrollo sustentable, un astro de los problemas multidimensionales. Alrededor de él giran nociones y conocimientos provenientes de ciencias exactas, formales, naturales, aplicadas y sociales, las cuales cobijan saberes e incógnitas por descubrir que en las prácticas cotidianas forman nudos ciegos. El desarrollo sustentable, teniendo por objetivo salvaguardar los bienes y condiciones que aseguren el satisfactorio desenvolvimiento de las personas en el presente y futuro, reconoce (según la versión oficial de la ONU) la necesidad de tratar desde una perspectiva sinérgica los componentes involucrados en la práctica del desarrollo sustentable, en la que el óptimo funcionamiento de cada esfera depende del bienestar de las otras. Así que aspectos antes considerados coyunturales, como la educación, la equidad de género, el respeto a los derechos humanos, tendrían que incorporarse a una visión holística en la que toda esfera sea prioritaria y el crecimiento económico deje de ser considerado el componente central, pues qué clase de desarrollo podríamos esperar de una cosa que crece desfasada. El desarrollo sustentable, tratado parcialmente, priorizando una de sus esferas por encima de otras, impide el correcto desarrollo, en cambio, nos deforma y sufrimos las consecuencias de tales anomalías. El objeto de nuestro estudio, traza un recorrido que inevitablemente nos obliga a considerar y deconstruir prácticas sinérgicas invisibilizadas que merman los esfuerzos concentrados en lograr una mayor equidad (quinto objetivo del plan de desarrollo sustentable propuesto por la ONU) y libertad de elección para todos, fundamentales para la práctica del desarrollo sustentable (Gutiérrez, 2010). Las consideraciones que pudieran surgir de esta investigación, general y sintética, son valiosas no como una respuesta final, sino como una forma de dimensionar los debates existentes, señalando algunas de las prácticas sinérgicas más escurridizas que tienen el poder de predeterminar nuestras acciones y de impactar en la calidad de vida de las personas que ya existen, y las que podrían llegar a existir. Siendo consientes de la correlación de fenómenos en los sistemas sociales y su consecuente efecto dominó, una de las preguntas más lógicas es: ¿Qué pasaría con las estructuras de producción que conocemos actualmente ante los cambios en las conductas reproductivas? Notaremos que la pregunta ya trata la vida de los individuos como meros factores en función de, o como medios a considerar en el mantenimiento de sistemas ideales que finalmente no tienen como objetivo principal el bienestar y desarrollo humano. El cuestionamiento ya compromete la libertad de quien aún no ha nacido; las prioridades mal colocadas (tomando de referencia los objetivos del desarrollo sustentable) lo despojan de un valor inherente. El simple hecho de que exista este cuestionamiento es muestra suficiente del cambio de prioridades y valoraciones que se requieren para llegar al pretendido desarrollo sustentable, enfocado (en teoría) primeramente en las necesidades y bienestar del ser humano, no teniendo como prioridad mantener modelos ideales de producción que ignoran las realidades de las personas, y cuya principal función, en el contexto latinoamericano (heredado de las colonizaciones), dejó de ser la satisfacción de necesidades, convirtiéndose en un medio para adquirir poder y privilegios (Busso, 2017). Debemos hacernos a la idea de que somos una especie cuya supervivencia está ampliamente asegurada y cuyo instinto de reproducción [...] debería estar en reposo [...] o, por lo menos, firmemente controlado (porque nuestra ventaja es la decisión consciente, parece), si no fuera por los intereses a corto plazo (suicidas para los individuos y para la especie) de las clases dominantes que necesitan disponer de una masa de maniobras. (Rochefort, 1972: 133). El examen que podríamos hacer de nuestro deseo por tener hijos, se sumaría a los mecanismos de empoderamiento que nos permiten avistar la posibilidad de ruptura, de responder a las interpelaciones de otras formas o bajo otros términos, y en esas otras formas es que se funda nuestra capacidad de agencia y formación como sujetos en determinados ámbitos –pues podría decirse que en unas áreas somos más sujetos, mientras que en otras, nos vemos más bien arrastrados como objetos sin opiniones y sin voluntad– y más sujetos es justo lo que la democracia y la sustentabilidad necesitan para producirse como prácticas integrales y mejor logradas. 2. UN PROYECTO FAMILIAR ES UN PROYECTO NACIONAL Las decisiones sobre la familia no conciernen al ámbito privado. Las clases dirigentes desde hace mucho tiempo se han interesado en la reproducción del pueblo. Uno de los casos más ilustrativos es el de las leyes Julias impuestas por el emperador Augusto en la antigua Roma. Una de estas leyes obligaba a los hombres de 25 a 60 años a casarse. El plan de Augusto era promover la natalidad para reforzar el poder de la ciudad (Grimal, 2007). Un ejemplo más cercano en la historia es el decreto del Código Civil de 1804 en Francia – Código que guarda semejanzas con el Código Civil mexicano de 1884 (Prati, 1985)–. JeanÉtienne-Marie Portalis, uno de los cuatro fundadores, distinguió los límites del sistema político al verlo empequeñecido frente a los ideales de derechos y libertades individuales que la revolución francesa había dejado a su paso; la revolución garantizó los derechos humanos individuales como derechos naturales, pero al hacerlo, desbarató la totalidad de un cuerpo social basado en órdenes, diseñadas para “encuadrar” al individuo, cuyas emociones eran “inestables y volátiles” (Robics, 2013). Con el objetivo de alcanzar una integración colectiva, “la familia, descrita por los escritores del Código como ‘el vivero del estado’, proveía el mejor mecanismo para manejar y estabilizar las relaciones de sociabilidad” (Robics, 2013). La familia constituyó el medio de atar a las personas a un interés colectivo, con el fin de que los principios de libertad y derechos individuales heredados de la revolución francesa pudieran ser homogenizados a través de un sentimiento de unidad. Así, encontraron en la familia la incubadora perfecta para gestar la omisión de la individualidad a favor de una preocupación por los beneficios grupales, haciendo escalar el sentimiento de lo colectivo hasta la integración nacional, fundiendo a los individuos en una masa homogénea al servicio del estado (Robics, 2013). La familia se convirtió en el mejor mecanismo para estabilizar las relaciones sociales, mucho mejor si esta era de numerosa descendencia. Pero ahora sale a relucir un bien mayor del fomento de los valores familiares, y ese bien, es todo lo contrario a la integración nacional; es su resquebrajamiento lo que en realidad resulta benéfico para las élites dirigentes: El supuesto implícito es que los lazos estrechos establecidos en la unidad doméstica favorecen los socorros mutuos, alivian al Estado de las demandas de los desamparados y estimulan la búsqueda de progreso, al extender el interés individual al pequeño grupo, desactivando al mismo tiempo la solidaridad colectiva, potencialmente subversiva. (Burin y Meler, 2010: 131) Como se constató con la revolución francesa y con movimientos sociales cuya fuerza inicial dependen de la apertura y de la formación de vínculos con completos desconocidos, al romper estas barreras entre nosotros y los otros, la fuerza no se limita al pobre número familiar (una red de seguridad precaria). Como describe Delhumeau, la familia podría convertirse en “un solitario entorno, en el único ámbito comunitario” (1984: 58). De hecho, México, siendo un país con fuerte arraigo en los valores familiares, es una de las naciones con menos voluntariado si la comparamos con naciones orientadas a potenciar la funcionalidad del individuo más que la de la familia, de acuerdo a los informes de Hofstade (2010). Desde cualquier perspectiva, la familia nunca ha dejado de tener buena reputación ante los dirigentes como instrumento de control. En el México colonial, una parte del interés en normalizar y regular dicha institución mediante el matrimonio, radicaba en la aseguración de privilegios para los castizos, ya que un mestizo sin registros de origen –registros que llevaban los párrocos gracias al contrato matrimonial–, podría pasar por castizo y acceder a puestos reservados únicamente para hijos de españoles (Gonzalbo, 2013). Para convencer a las personas de asentarse bajo esta institución, fue necesario un proceso de constante adiestramiento y vigilancia que, posteriormente adquirió vida propia por efecto de repetición e interiorización de las formas a representar. Para los indios el matrimonio realmente no significaba nada, pero lo adoptaron como un mero trámite que facilitaría su vida dentro de ese mundo conquistado en el que se tenía que jugar bajo nuevas reglas. Al adoptarse por la simple forma terminó por enraizarse en las creencias y morales de la sociedad, dando como resultado en la actualidad la formación de asociaciones como el Frente Nacional por la Familia. Una vez casadas las personas, la siguiente meta era mantener la unión. Alrededor del siglo XVIII, en la institución del matrimonio se impone a la pareja el ideal del amor (Burin y Meler, 2010). Aunque antes no era necesario el amor, el matrimonio era meramente un contrato. Como mencionan Burin y Meler, el amor dota de vigor a dicha institución, pero resulta incapaz de asegurar uniones permanentes. Se necesita de algo más fuerte que un sentimiento; se necesita un objetivo: “el sentido social (la relación) necesita el sentido político (de una idea del porvenir) para desarrollarse. Dicho de otro modo, lo simbólico (la idea de la relación) necesita la finalidad” (Augé, 2013: 156). Para reforzar los lazos, se reconoce la necesidad de finalidad. Dos o más personas no se unen sin objetivos, debe existir una meta en común que proporcione de sentido a distintos tipos de relaciones, sostenidas por plazos variables que serán determinados por el objetivo o finalidad. Puedo acceder a estar junto a una persona por un cortísimo período si quiero conversar y evadir el aburrimiento por un momento; puedo relacionarme por más tiempo si mi objetivo es crear mi propia marca de calzado. Los plazos varían en función de lo que se desea lograr. ¿Y qué cosa más duradera, que la empresa de tener y criar una hija o hijo? En primera instancia, la opción que está al alcance de casi todas las parejas para consolidar o “amarrar” su relación, es tener hijos, un objetivo y proyecto de larga duración que obstaculizaría las separaciones. Yorgos Lanthimos retrata en forma de absurdo este mecanismo en la película The lobster (2015). En una sociedad donde es ilegal estar soltero, existe un hotel cuyo giro es formar parejas. Cuando se logra formar una, la administración del hotel los aloja en otro lugar para que pasen más tiempo juntos y se afiance la relación (como una pequeña luna de miel). Sin embargo, una de las parejas que seguimos a lo largo de la historia atraviesa dificultades, así que la administración decide asignarles una niña que actúe como si fuera su hija para que ellos puedan interpretar el papel de padres, buscando mantenerlos unidos a pesar de su incompatibilidad. Es también durante el siglo XVIII que el valor de niños y mujeres es promovido hacia un piso superior. Este reconocimiento no les fue dado por mera bondad y apego a lo que hoy consideramos correcto y justo, sino por un interés. La pediatría, junto con la maternidad cálida y tierna que conocemos hoy en día –sea en carne propia o a través de las emotivas imágenes que nos bombardean a través de medios masivos– nació de médicos franceses adeptos a la fisiocracia. En Francia el niño era poco más que un estorbo. Generalmente, justo después de nacer era enviado a una nodriza, hasta que médicos como G. Buchan abogaron por el cuidado de personitas con gran potencial mercantil (Badinter, 1981). “El ser humano adquiere valor en tanto productor de riquezas y garantía de poder militar. El señor Chamousset, célebre filántropo, propone criar a los huérfanos abandonados a fin de utilizarlos para poblar y defender las colonias de ultramar” (Burin y Meler, 2010: 167). Elevadas tasas de mortandad infantil en Francia se debían en gran parte a la negligencia en sus primeros años de vida. Amamantar no gozaba de buena reputación entre las mujeres, quienes lo veían como un acto denigrante y poco beneficioso para la apariencia física. Las nodrizas, movidas por la necesidad, aceptaban realizar lo que otras rechazaban, pero ellas mismas viviendo en condiciones precarias, poco podían contribuir a la nutrición y cuidado del bebé. De hecho enviar a los bebés con una nodriza era una muerte casi segura, forma indirecta para algunos padres y madres de cometer infanticidio (Badinter, 1981). La prácticas que llevaban a cabo para desenvolverse bajo ciertos códigos sociales o, en muchos casos, para sobrevivir ante las presiones económicas, no fueron problematizadas hasta que médicos fisiócratas señalaron el desperdicio que era concentrarse en cuidar e intentar curar a los ancianos que ya no tenían nada que aportar, cuando sería mucho más ventajoso mantener con vida a todos aquellos niños que en un futuro tendrían más para ofrecer al poder militar y económico del país (Badinter, 1981). Aquella intención es la que construye una nueva moral. Hoy en día se sigue reforzando el cuidado y maximización de las capacidades de niños y niñas, no únicamente porque sea saludable para la formación de sujetos autónomos, siguen existiendo intereses económicos, pues como reportan Ezan y Mazargul (2014), niños con derechos, son niños capaces de exigir, y para el marketing esto es sumamente ventajoso. Para convencer a las madres de hacerse cargo de la crianza y cuidado de este capital humano, y para pedirlo en un tono menos cínico, se ennobleció la maternidad con promesas de felicidad, felicidad que vendría, paradójicamente, con el autosacrificio. Sin embargo, lo que en realidad motivó en un principio a que las mujeres respondieran al llamado, fue la promesa de autoridad que ganarían dentro del reino doméstico, poder que las posicionaría a lado o incluso por encima del marido al convertirse en las encargadas y expertas del área de cuidados (Badinter, 1981). Aún en nuestros días vemos el deseo de reconocimiento a través de los hijos: La madre jamás se sentirá abandonada; si el esposo la dejara de querer, ella tendría al fin, el amor de sus hijos. Y para eso hace todo lo posible por convertirse en el elemento fundamental de la familia. Ella sufrirá, llorará, rogará con tal de que sus hijos siempre la quieran. […] La madre percibirá que tiene un aliado fundamental en los hijos, para la lucha del status interno frente al padre o las novias o los novios. (Careaga, 1974: 127) En México, durante el virreinato, las españolas que dirigían los hogares y echaban raíces con sus hijos, equipararon la importancia de sus actividades a las ejecutadas por sus maridos en el proceso de colonización, y demandaron recompensas por los servicios prestados (Gonzalbo, 2013). El cuidado no era ni es un acto de abnegación total, demanda retribuciones, ya sean monetarias o afectivas, siendo estas últimas las más sencillas de dar y las de mayor efectividad para obtener el mejor rendimiento de una persona al menor costo. Una necesidad afectiva, como lo es el reconocimiento, aunque sea otorgado en cantidades mínimas, bastaría para echar a andar a una persona. Como expresó Mark Twain: “puedo vivir durante dos meses con un buen cumplido” (citado por Maxwell, 2008: 258). No es de sorprender que esta estrategia de reconocimiento (retribución afectiva) sea la constante en cualquier manual de liderazgo; es uno de los instrumentos predilectos por las empresas que buscan asegurar la docilidad del trabajador, principalmente cuando el salario no compensa justamente a los trabajadores. La misma estrategia fue aplicada en el “proyecto nacional posrevolucionario que otorgaba a las mujeres la responsabilidad de ‘parir’ a los ciudadanos de un México moderno y mestizo” (Saldaña, Venegas & Davids, 2017: 16). Para cumplir los objetivos a un menor costo, las amalgamas ideológicas entre sexualidad, maternidad y figuras religiosas, fuertemente arraigadas en el imaginario colectivo, ofrecieron modelos a seguir que no demandaran de grandes recompensas y resultaran efectivos. Eran ejemplos que instaban a perseguir recompensas afectivas y anteponer el bienestar de los demás al propio, pues connotaban mayor nobleza que la búsqueda de recompensas monetarias. Las imágenes de santos y mártires aplacaron cualquier otra aspiración material, dejando la puerta abierta para que los abusos no generaran réplicas. La gente se apegó a estos modelos, pues fuera de estas prescripciones de personalidad, no se obtendría más que el repudio general. Las figuras dóciles eran las que conquistaban la aprobación. De tal forma que Justo Sierra, secretario de educación, despreciando cualquier otro estilo de vida, cualquier otra aspiración, se encargó de hacerle saber a las mexicanas de la época el papel deseado de ellas: No quiero que llevéis vuestro feminismo hasta el grado que queráis convertiros en hombres… dejad a ellos que combatan en las cuestiones políticas, que formen leyes; vosotras combatid el buen combate, el del sentimiento, y formad almas, que es mejor que formar leyes. (citado por Porter, 2006: 191) Lo que se ha mencionado hasta el momento ejemplifica como la ideología de la hegemonía se expresa por medio de la cultura oficial, la cual, según García Canclini, es capaz de legitimar las estructuras dominantes encubriendo su arbitrariedad, haciéndolas pasar por naturales y por el único estado posible en el que pudo desembocar la historia humana y el comportamiento de las personas. No obstante, todos los comportamientos, hasta los que parecieran estar por encima de cualquier producción ideológica, como comer, dormir, morir y nacer, están cargados de simbolización cultural (Vázquez, 2001). Rousseau condensa de maravilla dicho proceso en el siguiente fragmento: No pudiendo emplear el legislador ni la fuerza ni el razonamiento, tiene por necesidad que recurrir a una autoridad de otro orden, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer. He aquí lo que obligó en todos los tiempos a los padres de las naciones a recurrir a la intervención del cielo y a honrar a los dioses con su propia sabiduría, para que los pueblos sometidos a las leyes del Estado y a las de la Naturaleza, y reconociendo el mismo poder en la formación del hombre y en la del Estado, obedeciesen con libertad y llevasen dócilmente el yugo de la felicidad pública. (Rousseau, 2000: 42) Se forman nudos poderosos que se reproducen en las pautas sociales, más implacables y efectivas que la autoridad del estado (Saldaña, Venegas y Davids, 2017). Y en México, tales pautas han tomado la forma de “una oposición conservadora militante, organizada y cuantiosamente financiada” que se manifiesta cada vez que las leyes corren el riesgo de atender las demandas de ciertas minorías. En el caso particular de la oposición hacia la comunidad LGBT, el temor de la oposición “no es tanto que los homosexuales adopten un estilo de vida tradicional basado en el matrimonio y la familia, sino que los heterosexuales adopten un estilo de vida alternativo y que dejen de casarse y tener hijos” (Castañeda, 2007: 241). La existencia de dinámicas homosexuales , sobretodo de las lesbianas, al prescindir por completo de la figura masculina, desencadenan una serie de cuestionamientos que ejercen presión sobre la heteronormatividad y el patriarcado. Precisamente, en países desarrollados, la adopción de nuevos estilos de vida han acentuado uno de los principales síntomas del debilitamiento del patriarcado: el descenso en las tasas de fecundidad (Castells, 2001). Dicho fenómeno se suma a todo aquello que redefine el concepto de familia y que coloca a tal institución en riesgo no por su posible desaparición, sino por la diversificación de lo que esta supone para los grupos en poder, viéndose en la necesidad de legitimar variados arreglos familiares (familias reconstituidas, homosexuales, monoparentales, unipersonales, etc.), configuraciones que siempre han existido, pero cada vez se vuelven más frecuentes y se niegan a existir sintiendo vergüenza al ser consideradas como arreglos fallidos de lo que es una familia frente al ideal normativo, el cual admite únicamente como familia, aquella constituida por padre, madre e hijos. La familia patriarcal ha sido de gran importancia para los dirigentes, ya que es en el seno de esta que, bajo la autoridad y protección paterna, puede construirse una lealtad y dependencia que, si en un inicio es dirigida a los padres, después será trasladada hacia las instituciones sociales y gubernamentales, asegurando su funcionamiento y permanencia (Janus, 2017). La familia y la procreación están lejos de ser asuntos que se viven únicamente en lo privado y afectivo, existen propósitos instrumentales. Si las personas no tuviéramos voluntad y nos rigiéramos únicamente por estos propósitos, dirigentes como Justo Sierra no hubieran tenido que disfrazar sus intenciones políticas con discursos románticos sobre el papel de la mujer en la crianza para convencer a las mujeres de renunciar a su voz en decisiones políticas. Mientras Justo Sierra disfrazaba su sexismo con la romantización de la maternidad, Yoshiro Mori, ex primer ministro de Japón, declara sin reparos, que las mujeres sin hijos no deberían cobrar pensión: El gobierno protege a aquellas mujeres que han dado a luz a muchos niños en agradecimiento por su sacrificio. No está bien que las mujeres que no han tenido ninguno soliciten dinero de los contribuyentes cuando envejecen, después de haber disfrutado de una vida de libertad y diversión. (citado por Doi, 2009, recuperado por Ávila, 2017: 252) Y es que “la función de la maternidad está íntimamente ligada a la reproducción de la sociedad y la cultura” (Valladares, 2005: 2), que atienden frecuentemente a fines políticos y económicos ventajosos para los grupos que detentan el poder, comprometiendo ya el curso de vida de quienes aun no han nacido mientras se pregonan discursos de derechos y libertades humanas por parte de grupos pronatalistas que se encuentran alineados a los intereses y cultura privilegiada de partidos políticos como el PAN (Partido Acción Nacional) en México. Aunque, con el avance de tecnologías reproductivas y la continua profesionalización de la crianza, probablemente se cumpla el pronóstico realizado por Margaret Mead, haciendo de la libertad y la diversión algo moralmente aceptable para Yoshiro Mori... Tal vez avanzamos ya hacia un sistema en el que […] la paternidad estará limitada a un pequeño número de familias cuya principal función será la procreación, dejando al resto de la población «en libertad de funcionar–por primera vez en la historia– como individuos». (Toffler, 1973: 298-299) Este escenario parece cada vez más plausible. “El abandono de la teoría del instinto, llevó a acentuar el aspecto de las relaciones interpersonales y los roles sociales” (Lasch, 1996: 60), así, “los psiquiatrías y otros expertos en relaciones humanas han comenzado a aplicar a la familia técnicas ya perfeccionadas en la administración industrial” (Lasch, 1996: 172). Hay manuales para gestionar nuestras relaciones interpersonales, así como guías para educar a los niños, para que estos no se descarrilen, para que sean funcionales en la sociedad y se acoplen como un pequeño engrane al gran sistema que nos rige. De tal forma que en el cuidado de los niños demandamos instrucción experta, la labor se profesionaliza: Permitimos que cualquiera, con independencia de sus cualidades mentales o morales, trate de criar jóvenes seres humanos, con tal de que estos procedan biológicamente de él. A pesar de la creciente complejidad de la labor, la crianza de los hijos sigue siendo el mayor privilegio del aficionado […] Al resquebrajarse el sistema actual y producirse la revolución superindustrial, al aumentar los ejércitos de delincuentes juveniles, al huir del hogar cientos de miles de jóvenes, al crecer el alboroto estudiantil en las universidades de todas las sociedades tecnológicas, sólo podemos esperar estentóreas peticiones de que se ponga fin al diletantismo de los padres. Existen maneras mucho mejores de resolver los problemas de la juventud, pero no cabe duda de que se propondrá la paternidad profesional, aunque sólo sea por que se adapta perfectamente al impulso total de la sociedad hacia la especialización. (Toffler, 1973: 300) Para sobrellevar los problemas que nos aquejan como sociedad, en lugar de subsanar las injusticias sociales que se reproducen sistemáticamente en ciertos grupos de la población, respondemos con la especialización y sus técnicas de resiliencia, las cuales tratan de mantenernos mentalmente funcionales a pesar de las adversidades y traumas vivenciados dentro del sistema político-económico que gobierna a la población en occidente, hablando en términos generales. Los nuevos arreglos familiares también son el resultado de las técnicas de supervivencia que adoptamos cuando la economía limita nuestras opciones. Toffler señala que en el arreglo de la familia preindustrial, la descendencia era numerosa y la cohabitación abarcaba hasta los abuelos, tíos, primos, etc.; posteriormente, la industrialización privilegió la configuración nuclear (padres e hijos), pequeña y fácil de trasladar para atender las demandas del mercado laboral. Pero el «superindustrialismo», ahora hace de la familia nuclear una arreglo obsoleto, se pide más ligereza, menos ataduras para que las personas consagren más tiempo a su trabajo. Mujeres y hombres responden a estas nuevas presiones reduciendo su familia a dos integrantes (la pareja). “Dos personas, tal vez con carreras parecidas, resultarían más eficaces para navegar entre los escollos de la educación y la sociedad, para cambiar de empleo y de residencia, que la familia corriente con su tropel de hijos” (Toffler, 1973: 298). Ante las nuevas condiciones económicas, para muchos adultos jóvenes, el deseo de tener un hijo se convertiría en un obstáculo. 2.1 Transición demográfica Como producto de la industrialización, la dicotomía rural-urbano produce una diferencia en la valoración de los hijos; en el sector rural son mano de obra porque la producción se destina primordialmente al consumo familiar, no a generar utilidades; mientras que en sectores urbanos –inmersos en una producción masificada y más cercanos a las ideas de la modernidad– tal visión se vuelve ajena o hasta inmoral por la idea de libertad humana que contiene el concepto de modernidad, idea que parece posible al ver despuntar los avances tecnológicos en el corazón de la industrialización, evento que ha incidido en la valoración y rol de los niños en la familia. Los avances tecnológicos en diversas áreas – específicamente en el campo de la reproducción con la invención de la píldora– y aunados a los movimientos de los años sesenta que clamaban por el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos, fueron parte de las variables que en conjunto establecieron las condiciones de cambio en pensamientos y prácticas relacionadas a la reproducción. Más adelante profundizaremos en el papel de la tecnología. En la teoría del flujo de riqueza intergeneracional, Caldwell identifica que en sociedades tradicionales, cuyo motor es “la normatividad no cuestionada derivada de formas elementales, y hasta atávicas de organización social” (Mansilla, 2002: 158), los niños son parte de un flujo positivo de recursos, servicios y status dirigido hacia sus progenitores, especialmente al patriarca. Mientras que en sociedades modernas –identificadas por dos tendencias: una de dominación técnica sobre lo material, y otra que avista “el surgimiento del ser humano como libertad y como creación” (Touraine citado por Daza, 2010: 205)– ocurre un cambio en la dirección del flujo, ahora las personas invierten tiempo, dinero y servicios en los hijos, con pocas expectativas de alguna clase de beneficio futuro (Hirschman, 1994). De esta forma, en las sociedades modernas que giran alrededor del bienestar de los niños, procurando respetar las libertades y derechos infantiles, quedan pocos incentivos económicos para engendrar hijos. Pero ¿cómo llegamos a tal arreglo? En México, “la prosperidad económica y la relativa estabilidad política del Porfiriato permitieron la expansión de la burocracia estatal, creando demanda de un número creciente de empleados” y desencadenando una expansión de la oferta educativa para cubrir las necesidades del mercado laboral (Porter, 2006: 190). No sólo se requerían trabajadores, se requerían trabajadores suficientemente instruidos para cumplir con las nuevas pautas de la vida laboral que desencadenaba la industrialización en diferentes campos laborales. En el inicio de esta transición la demanda de un numero creciente de trabajadores por parte del mercado laboral provocó una explosión demográfica. Bien señala C. J. Herbert, que “los estados no se pueblan según la progresión natural de la propagación, sino en razón de su industria, de sus producciones y de las distintas instituciones…” (citado por Foucault, 1998:18). Más adelante, la propagación de servicios educativos y de infraestructura sanitaria, junto con la creación del Instituto Mexicano de Seguridad Social (IMSS) en 1942, provocaron un fuerte descenso en la mortalidad (Partida, 2005), así que lo que en un principio sentó las condiciones de seguridad para la proliferación de familias relativamente estables gracias a la creación de un estado de bienestar, posteriormente dio un revés a la fecundidad de la población mexicana. Dentro de la teoría del continuo rápido-lento, el riesgo de muerte es un factor sobresaliente para determinar las historias de vida de los individuos. Promislow y Harvey “observaron que las especies que experimentaban mayor mortalidad mostraban ciclos de vida rápidos y aquellas con menor mortalidad, ciclos de vida lentos” (Mendoza y Zúñiga, 2010:16). Los cambios en la producción y las consecuentes demandas del mercado laboral en México desencadenan la creación de un estado de bienestar; un sólo salario alcanza para toda la familia, la mortalidad decrece, se extiende la educación, al niño se le retira la responsabilidad económica dentro del hogar y con ello el curso de vida cambia. La infancia se prolonga, los niños dejan de ser una fuente de ingresos y se convierten en receptores de mayores recursos y cuidados. Ante dicha configuración, el número de la descendencia disminuye y la duración de las etapas de vida cambian. Estos cambios forman parte del proceso de la transición demográfica y son clave para entender la profunda transformación económica y valor sentimental del niño durante el siglo XX. El salario de los menores se vuelve prescindible en el hogar cuando aumentan los salarios de los padres de familia (Zelizer, 1994). De esta forma, la urgencia por detener el trabajo infantil responde a las circunstancias descritas anteriormente; los menores, dejan de ser una segunda fuente de ingresos para la familia, ahora su tiempo se concentra en los estudios porque es lo que demanda el mercado laboral. Es así que los niños pasan a ocupar otro rol en el hogar. Antes el niño debía unirse “al oikos familiar, hacer un aporte a la fuerza de trabajo del taller o la granja” (Bauman, 2017a: 62). La llegada de un hijo representaba una ventaja para aumentar los ingresos en la familia. La idea de “satisfacción laboral” todavía no había sido inventada. Y por lo tanto, los hijos eran, a los ojos de todos, una excelente inversión […] Cuantos más mejor. Más aún, la razón aconsejaba cubrirse de los riesgos, ya que la esperanza de vida era corta y era imposible prever si el recién nacido viviría lo suficiente para que su aporte al ingreso familiar llegara a sentirse. (Bauman, 2017a: 62) Hasta este punto podremos observar que la industrialización, con todas sus vicisitudes, es un nodo histórico importante en la formación de nuevas moralidades que cambiaron las tendencias demográficas. En las sociedades modernas que se generaron a partir de tal evento geopolítico, encontramos menos presiones de los comportamientos tradicionales, mayor predilección por los ideales de educación, una glorificación del pensamiento racional, un incremento en los costos de crianza y disminución de compensaciones futuras por parte de los hijos, así como una creciente liberación femenina al desprenderse de labores domésticas para adoptar otros roles, otras formas de participación económica menos compatibles con la crianza (Hirschman, 1994). Según Caldwell, la premisa de la teoría de la transición demográfica es que los costos y beneficios que aportan los hijos, a corto y mediano plazo, dan forma a las motivaciones que persiguen la natalidad. De hecho, para Kingsley Davis, la variable más importante en la modulación de motivaciones y prácticas, es el nivel de presión económica sobre el hogar, pudiendo ser la precariedad un motivo para posponer el matrimonio, para migrar, utilizar métodos contraceptivos, abortar o incuso cometer infanticidio como mecanismos destinados a mantener o mejorar la situación económica (Hirschman, 1994) en el contexto de sociedades capitalistas, generalmente organizadas y aisladas en el arreglo nuclear. Sin embargo, dentro de tantas variables utilizadas para explicar los comportamientos reproductivos, la variable que parece sobresalir y se refuerza con bastos referentes empíricos, es la relación inversamente proporcional entre los niveles de educación en las mujeres y las tasas de fecundidad. Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), de un total de 92,978 nacimientos registrados en Nuevo León durante el año 2016, casi la mitad (40,489 nacimientos) se concentraban en la población de mujeres con secundaria como máximo nivel de estudios, mientras que 18,854 y 12, 666 nacimientos, correspondían a mujeres con preparatoria y estudios universitarios, respectivamente. Si tomamos en cuenta registros de años anteriores, observaremos que la relación entre educación y fecundidad es una constante, aunque existen excepciones. En algunos casos, según encuestas de la CELADE (Centro Latinoamericano y Caribeño de Demografía, regiones rurales de Colombia, Costa Rica, México y Perú, mostraban que las mujeres con poca educación primaria reportaban más nacimientos que aquellas con cero educación. Según Susan Cochrane, un poco de educación debilitaría restricciones tradicionales como lactancia prolongada, la poligamia y la abstinencia postparto; la sexualidad se vuelve ligeramente menos restrictiva pero estos cambios no vienen acompañados de un fomento hacia el uso de métodos anticonceptivos (Kasarda, Billy & West, 1986). Por lo regular, la educación impacta significativamente empezando por el ambiente donde ocurre la instrucción, ya que expone a las mujeres a experiencias y valores diversos que incentivan los procesos del pensamiento lógico (Kasarda, Billy & West, 1986) pues ante una gama de perspectivas, se vuelve necesario comparar y discernir. Además, en el contexto urbano, las mujeres con acceso a la educación y expuestas a los medios masivos de comunicación, tienden a preferir familias más pequeñas (Bankole, Akinrinola y Westoff, 1998). La educación ha sido fundamental para que las mujeres puedan entrever más formas de participación social además de ser esposas o madres, pues la educación se avista como una plataforma que capacita y posibilita, permitiendo que florezca la esperanza en la capacidad de agencia humana. Y entrever dichas posibilidades constituye un paso importante para la movilidad social (Kasarda, Billy & West, 1986), promesa de la modernidad. 2.2 Políticas familiaristas En el caso de las mujeres, tanto la demanda de fuerza laboral, como las crecientes presiones económicas, no sólo desembocaron en oportunidades para entrar al mercado laboral, también significaron una carga sumada a los deberes domésticos. En México, esta doble carga se perpetúa en parte por el predominio de políticas familiaristas. Son las redes familiares las que subsanan las carencias del Estado y socorren al individuo cuando el Estado no puede hacerlo. “Un estado del bienestar familiarista es, pues, aquel que asigna un máximo de obligaciones de bienestar a la unidad familiar”, mientras que el Estado no familiarista engloba “políticas que reducen la dependencia individual de la familia, que maximizan la disponibilidad de los recursos económicos por parte del individuo independientemente de las reciprocidades familiares o conyugales” (Esping-Andersen, 2000: 66). Resulta interesante resaltar que otra característica de los regímes familiaristas, es que estos “suelen estar influidos por la doctrina social católica (Esping-Andersen, 2000:74). De hecho, en México “aun no existe secularidad en cuanto a la familia y a la salud” (Flores, 2012: 238). Bastará ejemplificar con el eslogan del Primer Foro Nacional de Infertilidad llevado a cabo en Monterrey, el pasado 10 de noviembre de 2018: “Fe - Esperanza Ciencia”. En dicho evento, uno de los expositores, el doctor Manuel San Miguel, con su plática titulada: La mujer, poesía de la vida, alude a lo religioso cuando habla del sufrimiento de personas que no pueden tener hijos: “eso, en el hombre causa malestar, decepción, enojo, tristeza, impotencia. Pero la mujer, caballeros, eso multiplíquenlo por cinco, por diez o por mil, porque la mujer fue el ser especial que Diosito escogió para procrear la vida” (San Miguel, 2018). También posiciona a la mujer como un ser cuya belleza radica en su abnegación. La madre que se sacrifica, asumiendo una gran carga de trabajo para el bienestar de su familia, es una imagen bastante popular en un estado familiarsita como México: La mujer, es un ser especial. Es el ser más perfecto jamás creado, que con su corazón y su intelecto no solamente nos adornan la vida, aparte nos ayudan a que nuestra vida como hombres sea más fácil, y de plano que son las encargadas muchas veces de la casa. (San Miguel, 2018). Las palabras anteriores no sólo se quedan en un discurso emocional, están en el corazón de las políticas publicas de México, las cuales han encasillado a las mujeres desde su capacidad biológica para la gestación, como las que tienen que cargar con el cuidado de los demás (hijos, esposo, incluso padres y suegros cuando ellos ya no pueden valerse por sí mismos), haciendo de ellas seres al servicio de los demás, seres “sin voluntad” que eximen al Estado de la responsabilidad que tiene sobre el bienestar e intereses de sus ciudadanos. Esto impacta de forma significativa en la reproducción de desigualdades y en la configuración de un curso de vida determinado para cada sexo, pues estas políticas, “no sólo no incluyen otros aspectos de relevancia para las mujeres, sino que por defecto deja fuera a los hombres” (Pilloni, 2016: 559). El familiarismo impide que las esposas incrementen la oferta de mano de obra para contrarrestar la pobreza […], en un sistema familiarista la duplicidad de ingresos y de actividades profesionales implica una seria disyuntiva entre la profesión y los hijos; la respuesta probable será, entonces, que las mujeres reduzcan su fecundidad. (Esping-Andersen, 2000: 224). Tal disyuntiva fue inmiscuyéndose en la realidad de más mujeres entre 1970 y 1990, período en el que se duplicó la participación laboral de las mujeres en México (knaul y Parkers, 1996). Hasta la actualidad, la ocupación profesional y la labor de crianza se han hecho dos campos, o posiblemente, dos deseos incompatibles, cada uno demandante de una considerable cantidad de tiempo. A lo largo de este capítulo hemos podido observar que definitivamente existe un tobogán general dirigiendo las posibilidades y comportamientos de la población, sin embargo, las condiciones históricas que nos condicionan no tienen el poder de cerrar pequeñas bifurcaciones que nos pueden desviar del camino generalizado. Desde la visión de Bernard Lahire (2004), existen multideterminismos, unos fácilmente identificables por su duración en el tiempo y por su alcance (eventos geopolíticos que determinan el contexto histórico para una gran parte del mundo), y otros más escurridizos, difícilmente registrados por su fugacidad y corto alcance. Los multideterminismos generales, como lo son las condiciones económicas, perduran en el tiempo e impactan en la vida de muchas personas, mientras que los específicos podrían suceder en el curso de un par de días, horas, o tal vez segundos, repercutiendo en una sola persona. Ese mismo evento especifico podría ser compartido o mantenido en secreto por el individuo, lo cual aumentaría la dificultad para rastrear todos los factores que nos determinan. Es por esta razón que al hablar del flujo de riqueza intergeneracional, Caldwell no considera exclusivamente el gran componente monetario, para él también es importante incorporar factores como los cuidados, la gratificación emocional, etc. Como argumenta Esping-Andersen (2000), la familia aún conserva una función no monetizada, que es la integración emocional. Es por esto que Caldwell insiste en llevar las investigaciones demográficas a un nivel micro (rescatar las subjetividades), pues existe una cantidad de configuraciones dadas por las condiciones y vivencias particulares de cada individuo que dan pie a motivaciones y deseos que no tendrían porque sujetarse a nuestra predilección por entender, ordenar y predecir el desarrollo de eventos dentro de un curso lineal y progresivo. A través de este primer capítulo hemos remarcado algunos de los intereses políticos y económicos ligados a la procreación y a la familia. Los objetivos de diferentes regímenes políticos han jugado un papel importante en la modelación de identidades y comportamientos reproductivos de varias generaciones. Y podemos confirmar las observaciones de Castells cuando declara que “desde una perspectiva sociológica, todas la identidades”, como guías para nuestros deseos y acciones, “son construidas. Lo esencial es cómo, desde qué, por quién y para qué” (2001: 29). 3. IDENTIDAD La cuestión de identidad se plantea cuando hay más oportunidades u opciones de ser, por lo tanto es una discusión propia de nuestra época (Bauman, 2005). Conforme se han expandido libertades y más subjetividades se han legitimado, nos armamos de un bagaje simbólico para hacer frente a la negatividad constitutiva, a esa condición de toda existencia humana que posibilita la adopción de diferentes identidades; es decir, no nacimos con una identidad preestablecida (nombre, género, nacionalidad). Llegamos al mundo y la cultura en la que nos tocó nacer fue la que nos otorgó un nombre, un comportamiento de género, una nacionalidad, etc. Pero si hubiéramos nacido en otro lugar, nuestra negatividad constitutiva nos habría permitido adoptar de la misma manera otra identidad, quizás muy diferente de la que tenemos hoy. Y aún así, nuestra identidad –ya que no es cien porciento innata– puede evolucionar con el paso del tiempo y las experiencias vividas, estamos sujetas al cambio. Entonces, como dice Butler, las identidades no se construyen de una vez y para siempre, sino a cada instante (Martínez, 2010a). Las subjetividades son construidas en la actuación constante de los discursos y las prácticas que interpelan a los sujetos. Y, viceversa, estas subjetividades que se actúan, transforman también esos lugares de sujeción, cambiando así paulatina o radicalmente los términos mismos de las nuevas actuaciones. O sea, no es que por un lado esté ya definido el sujeto y por otro la subjetividad, sino que ambos están desplegándose y troquelándose mutuamente a propósito de esos puntos de sutura que son las identidades. (Restrepo, 2006:150) Y esto es lo que nos da capacidad de agencia, la “imposibilidad de clausura como prueba de una vida que no sea destino” (Ema, 2012:100). Así, mujeres y hombres son capaces de responder a una interpelación, reconociéndose en el nombramiento que otro hace de él o ella; o volverse contra esta interpelación, se auto supera, se vuelve contra sí, se niega. Y es en este proceso de negatividad, este “desasosiego del yo”, como indica Jean-Luc Nancy, que radica la posibilidad de ser, de la libertad como posibilidad de transformarse en otra cosa (Butler, 2012). En lugar de negación constitutiva o imposibilidad, Laclau piensa que sería más bien una afirmación y un empuje productivo (Ema, 2012: 92); la negatividad es la condición de las posibilidades y la erradicación de esencialismos, es un devenir, es un proceso generador de opciones que necesitan existir para luego ser negadas y superadas como reflexividad de la conciencia para dar respuesta a los discursos que nos producen (Butler, 2012). Es por ello que Hardt y Negri consideran que “la resistencia a la autoridad es uno de los actos más naturales y saludables” (Ema, 2012:93), por la ambivalencia que forma parte de la identidad, enmarcada en procesos de opresión y liberación (Bauman, 2005). Son procesos correspondientes al rechazo de los discursos externos que nos construyen, y a la necesidad que tenemos de ellos, pues “ ‘yo’ soy ‘yo’ […] pero no lo soy sino en la medida en la que estoy en la relación, en la exposición a los otros y en la sorpresa por los otros –los otros humanos, los otros animales, vegetales, minerales…” (Nancy y Moreno, 2013: 209). Tal dinámica impide llegar a cierres definitivos, lo único definitivo es nuestra existencia en condición de devenir. Así, producimos prácticas, soluciones contingentes definidas por el contexto histórico (Ema, 2012). Lo cual deja fuera de lugar la creencia en una identidad o esencia original, anteriores a los discursos que nos construyen (Butler, 2012). Pero incluso dentro de un mismo contexto histórico, el acceso a las identidades existentes, a las posibilidades generadas, no es igual para todas y todos. Entre tantas circunstancias, Bauman afirma que la clase sería un factor involucrado, pues en función de esta cambian la cantidad y calidad de medios por los cuales se llegan a descubrir, considerar, imitar e interiorizar como parte de sí, ciertas prácticas por encima de otras. Aunque con el abaratamiento de tecnologías, más personas tienen por lo menos la oportunidad de acceder a una “extraterritorialidad virtual, extraterritorialidad sustitutiva, extraterritorialidad imaginada” si se les niega “el acceso a la real” (Bauman, 2005: 202). Privilegiar el tiempo que pasamos frente a nuestros teléfonos o cualquier otra pantalla, no carecería de motivos de peso en este sentido. En especial ahora que el abaratamiento de tecnologías, especialmente de los smartphones, ha permitido el acceso a múltiples plataformas de comunicación, en las que los intercambios constantes de pequeñas unidades culturales mediante el uso intensivo de redes sociales, demanda una alta generación de contenido, siempre variado y actualizado (Cortázar, 2014). La satisfacción de dicha demanda ha sido cubierta en gran parte por la misma comunidad de internautas que encuentra un lugar gratificante, ya no sólo como receptores, sino como creadores de contenido desde que llegó la web 2.0. A través de diversas plataformas han adquirido el poder de avistar y confeccionar identidades, y de proyectar su pluralidad. Las plataformas sociales se coronan como el medio predilecto para hacerlo, pues estas privilegian la expresión de subjetividades, las cuales se posicionan como inagotable fuente del contenido variado y abundante para la ingesta diaria (Christian, 2010). Con la apertura de una extendida gama de identidades o comportamientos a imitar, viene la problematización por su efecto desestabilizador: el miedo a perder “la célula de la sociedad”, el no saber lo que se espera de nosotros. Ciertamente no nos pone en una situación agradable. Nos inquieta la idea de quedarnos sin papel en la obra, fuera de la vida social, o simplemente, fuera de la vida. Según Sartre, “emociones negativas como el temor, la desconfianza, la tristeza e incluso la envidia pueden derivarse del temor de no ser; la alegría, el placer y el entusiasmo pueden interpretarse, de manera similar, como manifestaciones temporarias del éxito del proyecto de ser” (citado por Butler, 2012: 40). La suposición anterior encuentra ecos en The impact of male involuntary childlessness, estudio sobre hombres de avanzada edad sin hijos. Hadley (2016), autor de dicho estudio, reporta que ante la ausencia de hijos, los hombres expresaban cierto lamento y una continua negociación al encarar la pérdida de experiencias, pero en general, la pérdida de un papel que les devuelva la noción de un valor personal, el cual estimamos a partir de nuestra interacción con los demás. Al parecer, las identidades de padre y abuelo serían las únicas identidades capaces de sumergirlos dentro de algún tipo de relación social a su edad y otorgarles algún valor. Hadley identifica en dicho fenómeno la carencia de scripts sociales para hombres que viven al margen de las etapas de vida privilegiadas. Estos hombres desean un rol que los sujete al mundo, que les provea de reconocimiento, ya que su existencia no se reduce sencillamente a “estar ahí”. Se desean las interacciones, pero estas se reducen con la edad, por lo tanto, la ausencia de hijos pesaría más cuando, al convertirse en un grupo desfavorecido por su edad, se truncan las oportunidades de interacción con las demás personas, personas que pueden ser crueles a la hora de conservar en forma toda convención social. No hace mucho tiempo, alcancé a escuchar el disgusto de una joven por la presencia de un pequeño grupo de ancianos y ancianas en un club nocturno, ¡qué asco, por qué los dejan entrar!, expresó la chica. Sin impedimentos físicos o legales, el único freno sería el vergonzoso rechazo que recibirían por quebrantar el orden implícito. Tal como remarca Caillois (2013), las acciones no pueden ser condenadas en sí mismas, lo que resulta chocante es el grado de transgresión que conllevan dentro de un orden establecido. Los espacios, las identidades interiorizadas y expresadas mediante determinadas prácticas, parecieran ser apropiadas por ciertos grupos. De esta forma, veremos que todo el mundo y su funcionamiento, está dedicado en su mayoría a hombres en edad productiva. Quienes van quedando fuera del grupo, como es el caso de los señores entrevistados en el trabajo de Hadley, se quedan sin alternativas, en consecuencia algunos de ellos quedaron sujetos a la añoranza de una limitada gama de identidades que no les serían negadas en la vejez, como la de padre o abuelo, etiquetas que al menos les asegurarían ser un personaje recurrente en la vida de las pocas personas con las que les es “permitido” establecer interacciones. Victoria Sau afirma que quienes han intentado vivir bajo otros términos han sufrido represalias como la “muerte, reclusión, aislamiento social, sanción económica, amonestación” etc. (1991: 179). Y aunque estos hombres no eligieron explícitamente vivir sin hijos, por esta pequeña desviación del gran guión que interpreta la sociedad, sí les ha costado el aislamiento social. Sin interacciones se desmorona uno de los pilares de la identidad: el acceso al reconocimiento (Giménez, 2005a), a la posibilidad de que alguien más nos mande un reflejo, una pista de lo que somos y el valor que tenemos en la sociedad. “Según la tesis de Simmel, la multiplicación de los círculos de pertenencia, lejos de diluir la identidad individual, más bien la fortalece y circunscribe con mayor precisión” (Giménez, 2005a: 11), pero los hombres descritos en el estudio de Hadley, aparentemente se han quedado sin muchas opciones para el proyecto de ser, pues ni siquiera pueden recurrir a una red personal de relaciones íntimas, que podría ser en última instancia en lo que la mayoría de las personas puede terminar apoyándose para forjarse una idea de la propia valía. Cabe señalar que dos hombres del grupo estudiado por Hadley, eran homosexuales en edades de 70 y 82 años. En sus años formativos, casarse y tener hijos se acercaba más a un sueño imposible que a una alternativa real, por lo que al asumirse como homosexuales, vetaron ellos mismos la posibilidad de desear dichas cosas. Sin embargo, los cambios en beneficio de la comunidad LGBT han inundado a estos hombres con el sentimiento de pérdida al observar la posibilidad actual que tienen las parejas homosexuales de convertirse en padres. Uno de los hombres entrevistados confiesa que si no fuera por la edad, que si tuviera cuarenta años en lugar de ochenta y dos, cree que sí desearía tener un hijo (Hadley, 2013). No siempre fue así, pero actualmente, “la elección de formar una familia, contra todo pronóstico […] se vive como la expresión por excelencia de una decisión personal” (Fournier, 2003: 63, citada por Tarnovski, 2012: 250, traducción: autor), describe Sandrine Fournier en su análisis sobre las familias homoparentales de San Francisco. Sin embargo, esta decisión no es posible si antes no aparece como una alternativa factible; las oportunidades de reflexividad concedidas a los homosexuales, mantienen una estrecha relación con el surgimiento del deseo de tener hijos (Tarnovski, 2012). Paralelamente, las oportunidades de reflexividad concedidas a mujeres y hombres heterosexuales, mantendrían una estrecha relación con la posibilidad de salir del guión general, y habilitar las posibilidades de no desear y de no tener hijos, lo cual, contrario a lo que creemos vivir como una decisión personal, es en todos casos político, si advertimos que la toma de decisiones está enmarcada por la tensión existente entre los parámetros que las relaciones sociales nos proporcionan, y las ideas más íntimas de realización personal (Seidler, 2001). En resonancia con los supuestos anteriores, Judith Butler señala que definir en primer lugar el cuerpo femenino por su “función reproductiva”, hace de la procreación un acto compulsivo para las mujeres. En el caso del hombre, la procreación también constituye un elemento decisivo como parte de los elementos que definen la masculinidad (Hänsch, 2016), pues aunque ellos no estén estructurados bilógicamente para gestar y sus motivaciones puedan ser distintas, de igual forma desean a partir de lo simbólico y normativo. Pero la interpretación del origen del deseo masculino y femenino se le ha atribuido por mucho tiempo a sus características y diferencias biológicas, incluso cuando el discurso y sus consecuentes prácticas tienen el poder de pasar por encima de estas diferencias, que se agrandan o se minimizan tanto como lo permitan la cultura. Seremos capaces de observar cómo se construye una serie de prácticas que definen cada identidad: hombre, mujer; heterosexual, homosexual. El identificarse como uno u otro, ya arrastra un peso significativo encargado de direccionar la forma que tomaran nuestros deseos y acciones. Esta no sería una afirmación tan arriesgada si consideramos lo que hizo posible el cálculo sobre el crecimiento exponencial de la humanidad. Teniendo en cuenta que la gran mayoría es socializada en la heterosexualidad, identidad que en teoría conllevaría ciertas prácticas y etapas de vida un tanto homogéneas, hizo que al menos una parte de las predicciones de Thomas Malthus se cumplieran. Sin embargo, la identidad no es promesa de una reproducción social cabalmente fiel a las convenciones; cada mujer y hombre, incorporará y resinificará los sistemas morales de referencia de acuerdo a su historia personal (Rodríguez, Pérez & Salguero, 2010). 3.1 Mujeres Aunque no era la intención explícita de Freud, él encontró la forma de sustentar y relacionar sus teorías psicoanalíticas a la biología de la vida sexual humana. Sus contribuciones, aunadas a las convenciones de la época, se vieron reflejadas más tarde en las posiciones de psicólogos como Bruno Bettelheim y Joseph Rheingold sobre “la naturaleza femenina”. La anatomía dicta la vida de la mujer [...] cuando las mujeres crezcan sin miedo a sus funciones biológicas y sin que las perviertan las doctrinas feministas, y entren así en la maternidad con un sentimiento de plenitud y altruismo, llegaremos a la meta de una buena vida, vivida en un mundo tranquilo. (Rheingold citado por Weisstein, 1977: 104) La psicología intentaba trazar y delimitar el desarrollo psicosexual apropiado y terminó por vincular “la irregularidad sexual a la enfermedad mental; se definió una norma de desarrollo de la sexualidad desde la infancia hasta la vejez y se caracterizó con cuidado todos los posibles desvíos” (Foucault, 1998: 24). Navoni Weisstein (1977), expone cómo la psicología, en lugar de explicar y verificar, se dedicaba peligrosamente a construir a las personas, referenciando el “balance de terapia” que Hans Eynseck presentó en 1952, donde se informaban los porcentajes de mejoría de acuerdo al tratamiento al que se sometían las personas, correspondiendo el porcentaje más alto de mejoría (72%) a personas que no se habían sometido a tratamiento alguno. Sin embargo, es importante señalar que desde la fecha de dicho estudio hasta la actualidad, los enfoques de la psicología se ha transformado substancialmente. Sin duda alguna, en materia reproductiva, por diversos medios se le ha privado al humano de la libertad para vivir de acuerdo a su ética, sometiéndolo a los paradigmas científicos de la época y a las rígidas morales de la sociedad, la cual procura desentenderse del problema estructural declarando que si las personas (específicamente las mujeres) tienen hijos es porque ellas así lo han deseado. El grado de autonomía económica que la mujer ha adquirido actualmente, ha servido de cortinilla para afirmar, erróneamente, que no existe ninguna clase de coerción, que si la mayoría de las mujeres ha tenido hijos es porque ha querido, porque es un deseo que les viene “natural” (Donath, 2016). Sobre esta supuesta libertad de elección sobre la maternidad, Orna Donath explica: ... puede considerarse una «elección pura y libre» si aceptamos que una elección exige más de una opción y que esta no vaya seguida de sanciones y castigos. Por lo tanto, es más probable que se considere una ‘decisión pasiva’ cuando las personas se limitan a ‘dejarse llevar por la corriente’ y no se plantean con seriedad las consecuencias potenciales de sus actos, como si dichas consecuencias fueran ya bien conocidas. (Donath, 2016) El grado de transgresión que podría conllevar una acción juega un papel importante para decidir ejecutarla o no. Es delante de los otros que elegimos abrigarnos bajo ciertos símbolos, identidades (que coinciden con el medio social) como la maternidad, para adaptarnos, o más bien para evitar reacciones desagradables que atenten contra nuestra integridad emocional y física, lo cual sería una decisión contraria a la expresión de un deseo «legítimo» en el sentido de la carencia de libertad y variedad de opciones que precedió a la decisión. “ La conformidad sin razonamiento no se puede elevar al rango de elección razonada” (Sen, 2000), no por incapacidad para razonar, dudar y cuestionar, sino por la falta de oportunidades para hacerlo. Un ejemplo de esta falta de oportunidades lo encontramos en la prohibición del sentimiento de ambivalencia hacia la maternidad. Aunque algunas mujeres no duden del amor que tienen por sus hijos, se les culpabiliza si reniegan de su vida entregada a la crianza, ya que esta labor ha sido fundida con la idea de la supuesta felicidad que el amor maternal encuentra en el sacrificio total. La prohibición de ambivalencia, que en consecuencia se experimenta como culpa, se suma a los mecanismos que mantienen sedadas a las mujeres que se han convertido en madres, incapaces de señalar algunas de las más injustas relaciones de poder, volcando en ellas mismas las quejas que deberían dirigirse a las estructuras patriarcales heteronormativas establecidas que se benefician de la importante labor de reproducción social en el trabajo de crianza. Para Bauman, es precisamente la ambivalencia “una enseña contra un poder cuyo objetivo es el orden” (Béjar, 2007: 11), por lo que la represión de tal sentimiento ha resultado fundamental para desviar cualquier amenaza dirigida hacia el orden instituido. Castañeda indica en La experiencia homosexual, que estos sentimientos se interiorizan desde la infancia, socializando a las mujeres para adoptar un rol de cuidadoras, descuidando su propia persona, a cambio del bienestar de otros. Otro rasgo distintivo de las mujeres […] es su capacidad especial para la empatía, característica no necesariamente innata: desde su más temprana infancia, se les enseña a cuidar a los demás. Al jugar a las muñecas, a la casita, o al atender a sus hermanos menores, aprenden a detectar y satisfacer las necesidades afectivas de los demás. (Castañeda, 2007: 165) Un referente empírico de lo anterior lo encontramos en Mora y Emily (2005). Preguntaron a hombres y mujeres de sectores populares, a quién recurrían cuando tenían algún problema (emocional, de salud, económico, etc.); casi la mitad de los hombres recurría a su pareja, siempre eficiente para ofrecer soluciones, mientras que para las mujeres, la primera opción era sobrellevar sus problemas ellas solas, de hecho el estudio alega que sus parejas eran más fuente de angustias que un apoyo. Además de las prácticas inculcadas desde la infancia, es también a partir del lenguaje que se forjan y se borran ciertas posibilidades para las personas. “Existe un concepto para definir a las solteras, a las viudas, a las divorciadas, a las lesbianas, pero las mujeres sin hijos no tienen nombre propio”. Se ha intentado poner un nombre, pero todos comienzan por la negación (Childless, childfree, NoMo «NoMothers», DINKs’ «double income, no kids»). Ninguno evoca la naturalidad que evocan todos los adjetivos afirmativos (Ávila, 2017: 265). Por todo lo mencionado hasta este punto, es que nos podemos explicar la insistencia de asignar un nombre a todo, de encontrar palabras que designen lo que se es, y evitar aquellas que describen a un sujeto sólo por lo que no es, en oposición a las características del sujeto ideal que ha parido la sociedad. Un ejemplo de dichos intentos es la adopción del neologismo “cisgénero”. En lugar de decir “normal” por oposición a “transgénero”, se insta a decir “cisgénero”, bajando tal condición del pedestal, despojándola de su posición normativa para convertirla en sólo una de diversas posibilidades. “Para Tubert, la inexistencia en el discurso social de un significante que aluda a la mujer favorece la búsqueda compulsiva de ser madre a cualquier costo, a fin de identificarse por este medio como femenina” (Burin y Meler, 2010:270). La maternidad es algo tan instituido, que entra como requisito de identidad para hacer sentir normales a las mujeres, En una muestra de mujeres españolas diagnosticadas con VIH y con la posibilidad de acceder a tratamientos que evitarían la transmisión vertical, surgía el deseo de maternidad asociado a la posibilidad de sentirse “normal” otra vez; la maternidad era considerada como una característica compensatoria que las ayudaría a lidiar con su diagnóstico y que les devolvería la esperanza de poder llevar una vida de “mujer normal” a pesar de tener VIH (Álvarez-del Arco et al., 2018). 3.2 Hombres “En el siglo XVII, el poder marital y paternal prevalecía en mucho sobre el amor. La razón era simple: la sociedad toda se fundaba en el principio de autoridad”, arrastrando ideas aristotélicas se creía firmemente que “la naturaleza ha creado individuos aptos para mandar e individuos aptos para obedecer” (Badinter, 1981:19). Entonces el hijo para el padre, podía ser poco más que un sirviente fiel, del cual, en primer lugar tenía que protegerse. Si a la mujer se le enseño a servir y cuidar de los demás para que sean otros los que prosperen, al hombre se le inculcó la empresa de reafirmarse en todo momento frente a los demás. En 1850 antes de Cristo, Sesostris III seguía un pensamiento similar: “Un hijo que apoya a su padre es el que defiende la frontera de su progenitor. Pero el que quiere abandonarla, el que no lucha por ella, ése no es mi hijo, no ha nacido de mí”. De estas palabras, Sullerot deduce con acierto la intención e ideología que imperaba en la época; el valor que el padre otorgaba a la relación filial, se basaba en el beneficio personal, sin reconocer la alteridad del otro. “El padre es el progenitor pero, además, adopta a quien le prolongue y amenaza con renegar de quien no lo haga” (Sullerot, 1993: 21). La reproducción cumplía con la tarea de extender –con el cuerpo de los hijos como propiedades biológicas– la persona y el poder del padre. Tanto Platón como Aristóteles, “elaboran el deseo no sólo como masculino sino como la búsqueda del dominio masculino a través de la apropiación y espiritualización del poder de reproducción, como la fantasía filosófica de autogénesis masculina” (Martínez, 2010b: 203). Un viejo conocido intentó explicarme qué era lo que le emocionaba de la idea de tener un hijo, y comenzó por remitir ese deseo a su pareja, el hecho de unirse más a ella. Dijo que cuando ella estaba embarazada le gustaba mucho pensar en ella continuando con su día, que sin importar la distancia, ella caminaba por algún lugar transformada por él, a donde fuera, él seguía presente en ella. El hecho de que esa entrega fuera visible lo describía como “algo muy bonito”. Ver el abultado vientre le ofrece la seguridad de que lo han aceptado, es la reafirmación de su valía marcada en el cuerpo de ella. Todo amor está teñido del impulso antropofágico. Todos los amantes quieren dominar, extirpar y limpiar la irritante alteridad que los separa del amado […]A veces resulta difícil distinguir la adoración del amado de la adoración a uno mismo; se puede atisbar el rastro de un ego expansivo pero inseguro, desesperado por confirmar sus inciertos méritos. (Bauman, 2017a: 34) Otra dimensión importante en la paternidad es el estatus público que otorga. En la actualidad persiste el interés por sí mismo, claro, pero bajo nuevas moralidades, ya nos resulta reprobable hacer uso de los otros para satisfacer nuestros objetivos; ahora la herramienta moralmente aceptable a nuestra disposición es el perfeccionamiento propio, convirtiéndonos únicos responsables de nuestra felicidad, salud, prosperidad económica, reputación, etc., (con las ventajas o desventajas que ello acarree, digno de otro apartado de reflexión). De esta forma, “los varones más jóvenes urbanos, tanto de sectores medios como populares, asumen una paternidad más activa, participativa y cercana a sus hijos que aquéllos de generaciones más antiguas”, están dispuestos a dar, sin embargo, la buena reputación que goza el estatus del hombre como padre de familia, persiste como una dimensión significativa en el hecho de tener hijos (Rojas, 2006: 185). De igual forma, en un estudio realizado en Brasil, muchos hombres alegaron sentirse moralmente superiores a su amigos que todavía no tenían hijos. Al frecuentar padres de familia como ellos, comparan y deducen que el hecho de tener un hijo los hizo más maduros y responsables, “hombres de bien”, no como las amistades sin hijos que antes frecuentaban. (Teixeira & Afonso, 2014). En la misma línea, Rodríguez, Pérez & Salguero reportan que los hombres de su estudio sitúan la construcción del deseo de ser padres en “el deseo de convertirse en cierto tipo de persona” (2010: 115). El acuerdo de resultados que existe en las investigaciones sobre la concepción que los hombres tienen sobre la paternidad, más que revelar algo de sus deseos personales, nos revela el acuerdo moral vigente, o la gestación de uno nuevo. Los hombres entrevistados, usualmente hablan en términos de deber, sin dejar de remitir el deber a su autopercepción y la percepción que la sociedad tendría de ellos (Mora, Otálora, & Recagno-Puente, 2006; Gallardo, Gómez, Muñoz y Suárez, 2006). Pareciera que el mismo cambio que se está gestando en los roles de género respecto a la crianza, podrían ser adoptados en primer lugar –antes que por el interés del bienestar del propio hijo, hija, o de su pareja– como un acto performativo que los presente ante el mundo como el nuevo prototipo de hombre deseable. Actitud que en el momento actual podría reflejarse en las reacciones de muchos hombres cuando se señalan actitudes machistas y de inmediato reniegan diciendo “no todos somos así”; primero se procura y protege la imagen propia antes de aceptar ver la condición del oprimido. De forma similar se aborda la paternidad, la cual es en gran medida un acto performativo ante la sociedad, no tanto frente al hijo: “ser padre no es sólo fecundar sino asumir públicamente el vínculo con un hijo y comprometerse a formarlo, darle sustento material, social y moral” (Felice, 2013:2). En general todos nos subordinamos a ciertos actos performativos; las personas se representan las demandas extrañas, ajenas a ellas, pero también cuidan como es que desean representarse ante la sociedad que erige tales exigencias. “El hombre surge de un mono que se volvió dramático, mímico, que aprendió a representar papeles. Siempre ha simulado ser más terrible o benévolo de lo que en verdad es, según el rito que ejecute, de acuerdo con el mito que encarne” (Delhumeau, 1984: 15). Esta presión ante la mirada ajena, es una de tantas causas que motiva la adopción de un nuevo modelo de paternidad en oposición al modelo tradicional que cada vez es más criticado y que ya no se sostiene como un resultado de la crisis vivenciada en el modelo de masculinidad hegemónico; los hombres jóvenes adoptan nuevos patrones con la expectativa de un mayor bienestar para sus hijos, y también como una estrategia para mejorar su estatus (Gallardo, Gómez, Muñoz & Suárez, 2006), pues con la creciente aversión y señalamiento de las figuras abusivas, machistas y autoritarias, ¿quién querría ser identificado como un ser tan “despreciable” bajo los nuevos parámetros morales? Existe una vergüenza que orilla a los hombres a actuar de cierta forma, cubriéndose de características deseables para ser valorados positivamente dentro de la sociedad. Y es que la vergüenza tiene un gran poder para conservar las formas. Justo como “en la culturas del Norte europeo […] los mecanismos de control son de ‘honor’ y ‘vergüenza’. En esas sociedades los individuos se adhieren a conductas apropiadas por temor de perder el ‘honor’ (que tienen que defender) y por no querer pasar ‘vergüenza’ ” (Ceboratev, 2003: 7). La vergüenza es medular en una sociedad gregaria como la nuestra, donde las interacciones resultan fundamentales para nuestra existencia dentro de ella; evitamos respuestas de desprecio y buscamos aquellas de aprobación, pues a través de las reacciones que generamos recibimos pistas de nuestra propia valía y posición dentro de los grupos (Gómez, 2005). La vergüenza, además de propiciar un cambio paulatino hacia nuevas moralidades, quizás más equitativas entre mujeres y hombres, también está detrás de la violencia reaccionaria a estas nuevas configuraciones. Nos encontramos con una violencia renovada hacia la mujer. Al perder autoridad, los hombres reciben una señal distinta de su valor dentro de una sociedad que gesta nuevas reglas, y para quienes viven en medio del proceso de cambio, se siente como una humillación. Así que “la atracción mórbida de la violencia reside en el alivio temporal que proporciona para la humillante sensación de inferioridad –debilidad, impotencia, indolencia, insignificancia– de quien la comete”, la violencia funge “como catarsis de la vergüenza” (Bauman, 2018: 43). Es así que obtenemos dos respuestas posibles ante la vergüenza: un progresivo cambio hacia relaciones más equitativas, o una violencia reavivada hacia el cuerpo de la mujer para recuperar el poder incuestionado que se tenían sobre ella. Con los ejemplos anteriores, notaremos que el género es una de las líneas más punzantes en la construcción de una identidad y las actitudes que de ella se desprenden entorno a la procreación. La forma en que se ha educado a cada sexo para concebir tal experiencia, ha sido un pilar importante en el mantenimiento de asimetrías en la organización y distribución de poder entre hombres y mujeres; la estructura patriarcal heteronormativa ha hecho de la procreación su mayor cómplice. 4. DESEOS Según la concepción hegeliana “el deseo humano expresa la relación del sujeto con aquello que él no es, con lo diferente, lo extraño, lo nuevo, lo esperado, lo ausente, lo perdido […] y la satisfacción del deseo es la transformación de la diferencia en identidad” (Butler, 2012: 34). Para Judith Butler, el deseo se encuentra vinculado esencialmente con el autoconocimiento. El deseo impulsa acciones como formas de reflexibilidad; parece que vamos tentando nuestra persona en diferentes caminos para hacernos una imagen más completa de nosotras mismas. Buscamos aquellas cosas que puedan sumarse a nuestra identidad, la cual se forja a través de la unidad de experiencias que la memoria trata de acomodar de forma coherente para aportarnos algunas certezas que guíen nuestras próximas decisiones en la vida. Como afirma Amartya Sen (2000), “no podemos razonar si no se establece de antemano una identidad. Pero es imposible que determinen enteramente nuestro razonamiento”. Sin embargo, no todos disponen de las mismas posibilidades o recursos para confeccionarse una identidad. Uno de los casos más ilustrativos es la apropiación que se hace por género de una gama de alternativas. La mujer no tiene tanto acceso a las posibilidades de reflexibilidad mediante la gama de acciones que el hombre puede ejecutar con mayor libertad. Es así que Lacan afirma que “la diferenciación de géneros ha de entenderse como la diferencia entre quienes tienen el privilegio de desear y quienes no lo tienen” (Butler, 2012:285). Entonces, siendo la mujer despojada de su propio deseo, ¿qué pasaría? El deseo es [...] la lucha fundamental del sujeto humano y el modo mediante el cual ese sujeto redescubre y constituye su necesario lugar metafísico. Si el deseo escapa de este grandioso proyecto metafísico [...] el ser humano, como ser deseante, se encontraría en riesgo permanente de perder su hogar metafísico y fragmentarse internamente (Butler, 2012). ...o, haciendo uso de la herencia psicoanalítica, los sujetos se encontrarían en riesgo permanente de convertirse en “histéricas”, usamos la forma femenina del adjetivo porque parece algo inherente a la población femenina, pero no por naturaleza, sino por las condiciones sociales que la hacen vulnerable a esta «fragmentación interna». Si no tienen acceso a oportunidades de reflexibilidad, no es de extrañar que a la mujer se le vea como un ser misterioso, ella misma sin la oportunidad de poder reconocerse, de poder elegir con firmeza aquello que pudiera desear. Expresa Nietzsche (aunque él lo pensaba dentro de un contexto de dominación y conquista), “todo en la mujer es un enigma, y todo en la mujer tiene una solución: se llama embarazo” (2005: 87). De esta forma el hombre esclarece sus dudas y establece un valor fijo para sí y para la mujer, por fin ambos saben quién son; la mujer sabe que puede convertirse en madre y el hombre sabe que él no es una mujer porque no puede gestar. Otro punto de regocijo para la identidad del hombre es sentir que fue él quien designó los papeles al ver el cuerpo transformado de la mujer por él. Coartando otras posibilidades, el embarazo se establece como el medio más viable para que la mujer se subjetive. La mujer tiene como opción identificarse mediante la presencia del otro, específicamente del descendiente que le asigna una identidad bajo la cual puede cobijarse: ser madre, como “una forma de estar en el mundo” (Donath, 2016). La maternidad ha sido el medio privilegiado, o a veces la única opción disponible a su alcance para llegar a la seguridad que todo ser humano desea alcanzar: tener una identidad, saber quiénes son y qué quieren. Mientras que para el hombre existen, o mejor dicho, no le es vedada una amplia gama de opciones para subjetivarse y no depende tanto de la paternidad para hacerse de una existencia válida frente al mundo. La capacidad para desear está en todo ser humano, pero las cosas que anhelamos no son deseos innatos. Somos y deseamos en gran medida por las representaciones que avistamos, así que “nuestras creencias y nuestros deseos están constreñidos por la forma en que el mundo es” (Rodríguez, 1998: 4), por las seguridades que logramos asir a través de experiencias concretas y por las visiones de partida que nos ofrecen los imaginarios instituidos. La razón, como medio para atender nuestros deseos, se nutre de la información disponible, y es por ello que “la racionalidad requiere esencialmente representación, al poderse entender como ‘una función de la probabilidad de éxito’ de la misma” (Green citado por Rodríguez, 1998:4). De esta forma, al ser recibidos por un mundo ya trazado, resultará más sencillo decantarnos por un camino en lugar de otro; ¿qué se supone que debe hacer una mujer? ¿qué hace un hombre? ¿cuáles son las opciones de la clase alta, media y baja? Basta ver la dinámica de nuestro entorno para darnos una idea de lo que debemos hacer dentro de la sociedad, la cual ya ha delimitado las opciones que cada persona tendrá a su disposición. Por lo anterior, cuando se trata de identificar el valor de una decisión, es más válido analizar las condiciones en que se ha tomado, que enfocarnos en determinar si la persona ha jugado un papel activo o pasivo en dicha elección (Junga, 2007). 4.1 Emociones y sentimientos “La ley más básica de la psicología es un constreñimiento de racionalidad para las creencias, los deseos y las acciones de un agente” (Cherniak citado por Rodriguez, 1998: 2). Así que la racionalidad, no está en la cumbre, se subordina y adapta a cada caso, acatando las reglas de realidades diversas, las cuales construimos a partir del mapeo que realizan las emociones y sentimientos. Entonces al hablar sobre el deseo de tener hijos debemos evadir la tentación de evaluarlo bajo la dicotomía racional-emocional, ya que las emociones y sentimientos forman parte de nuestro sistema de racionalidad. La emociones y sentimientos no poseen una bola de cristal para ver el futuro. Sin embargo, desplegados en el contexto adecuado se convierten en presagios de lo que puede ser bueno y malo en el futuro cercano o distante […] el sentimiento no es un sustituto del razonamiento, es un auxiliar que aumenta la eficacia del mismo y lo hace más rápido (Damásio citado por Martínez y Vasco, 2001: 187). Las emociones “pertenecen más al componente biológico, mientras que los sentimientos se les relacionan con elaboraciones de tipo secundario” (Gómez, 2016: 62). El sentimiento perdura, mientras que las emociones son reacciones que se experimentan al momento, en el curso de un suceso particular. “Damásio […] postula que las emociones son las respuestas que el organismo tiene frente a estímulos considerados […] de importancia biológica; mientras que los sentimientos, se plantean como la experiencia subjetiva de esa emoción” (Gómez, 2016: 64). Los sentimientos […] hacen referencia a las emociones, pero con una codificación desde la esfera cultural y desde el ámbito más personal; además, a diferencia de las emociones, son más duraderos en el tiempo, y obedecen a impactos profundos de placer o dolor que aquellas han plasmado, tanto en la mente como en el cuerpo. (Fernández citado por Gómez, 2016:63) Agnes Heller (1993) afirma que desde lo cultural aprendemos a identificar y evaluar nuestros propios sentimientos, y ejemplifica con el nacimiento de la burguesía, como es que esta introdujo nuevos parámetros para jerarquizar el valor de nuestros sentimientos y redefinir cuales eran meritorios de aprecio y cuales debían ser desdeñados. A este proceso de educación sentimental lo llamó “gestión social de los sentimientos”. Se considera “natural” nuestra capacidad para sentir, pero aquello que guiará y dará forma a nuestras emociones y sentimientos está estrechamente relacionado con el marco simbólico y moral en el que se nos enseña a identificar todo lo que sentimos. Sobre las aportaciones de Agnes Heller, Antonio Blanche comenta: Tienen los hombres y mujeres de cada época una tarea que cumplir; a saber, producir o crear algo según sus posibilidades, reproducirse a sí mismos y a los organismos sociales, y atender a su propio desarrollo individual […] la tarea propia de cada época será lo que dará forma al «mundo del sentimiento», según sean las normas y prescripciones morales, políticas y religiosas dominantes. (Blanche, 1996: 28) De esta manera se puede decir que el comportamiento se moldea en relación con el mundo que sentimos a través de estos mecanismos (emociones y sentimientos) (Damásio, 2010), cuya razón de ser es proveernos de información que nos ayude a evaluar distintos aspectos de nuestro entorno físico y social (Döring, 2003). Pero los parámetros con los que se realizará dicha evaluación ya estarán dados en buena parte por referencias culturales a las cuales hemos estado expuestas, y bajo las cuales hemos a prendido a concebir el mundo y clasificar todo lo que sentimos: imaginarios. 4.2 Imaginarios De los bebés normalmente obtenemos una imagen linda, mientras que desde la visión de David Lynch, en Eraserhead (1977), recibimos una representación muy distinta del paso a la adultez, de la fundación de una familia propia, de la llegada de un primogénito. Como veremos, un mismo hecho tiene la posibilidad de ser un ensueño para unos, y para otros, una verdadera pesadilla lynchiana. Pero ¿como es que la balanza parece inclinarse siempre hacia las representaciones positivas? La respuesta parece encontrarse en los imaginarios sociales. Estamos inmersos en un mundo con sociedades que ya han configurado su estilo de vida “ideal”. Por todos los flancos obtenemos indicaciones precisas para seguir los pasos de las generaciones que nos precedieron. A través de la escuela, de la televisión, de la educación religiosa, en el seno familiar, etcétera, se nos inculcan visiones y formas “apropiadas” de desear determinadas cosas. Si a todos se nos enseña prácticamente lo mismo, no es sorpresa que casi todos terminemos deseando y valorando de forma positiva las mismas cosas. Las representaciones que configuran el imaginario social tienen un enorme poder reductor –todos los posibles deseos de las mujeres son sustituidos por uno: el de tener un hijo– y uniformador en tanto la maternidad crearía una identidad homogénea en todas las mujeres. (Tubert, 1966: 9, citada por Ávila, 2005: 117) Tener hijos tiene aspectos positivos y negativos, pero los imaginarios sociales, tomando de ejemplo especifico el imaginario religioso, tienden a privilegiar un lado de la balanza. De acuerdo con Baeza, los imaginarios sociales cumplen con funciones prácticas que facilitan nuestra vida; los imaginarios religiosos, a menudo sirven para atenuar efectos aterradores inherentes a la condición humana. Y en el caso de la procreación, la religión ha tenido la capacidad de ofrecer sosiego a las personas cuando se enfrentan a un embarazo no planeado, pintándolo como una experiencia positiva incluso si se da en las condiciones más adversas. Como ilustra el trabajo de Leonor Mora, Cristina Otálora e Ileana RecagnoPuente (2006), padres y madres de familias pertenecientes a sectores populares de Venezuela, describían la fecundidad como un regalo de Dios, como una bendición del designio divino, lo cual atenuaba los terrores de un futuro difícil. Aunque tales creencias no sólo son acogidas por las personas en condiciones de vulnerabilidad, incluso aquellas parejas que viven con los recursos y redes de seguridad necesarias, también pueden pensar en sus hijos como bendiciones; la religión enseña que bajo cualquier circunstancia, un hijo siempre será una bendición, y siendo una bendición sería incorrecto renegar de él. En México arrastramos las mismas creencias, sin embargo, últimamente hemos sido testigos del remplazo de la palabra “hijo” por “bendición” en tono sarcástico. Se retoma un recurso del imaginario religioso y se le dota de un nuevo significado para utilizarse como burla hacia todos aquellos que han hecho uso de una creencia que los absolvería de su implicación en el hecho de haber traído un ser humano a la vida, aplacando un posible sentimiento de culpa y disociando las consecuencias de sus causas cuando adjudican un embarazo al designio divino, en lugar de verlo como consecuencia directa del acto sexual. Samuel Butler es muy crítico con esta clase de disociaciones en las que incurre el ser humano para hacer su vida más llevadera. En la novela de Erewhon o Allende en las montañas (1982), Butler nos describe las costumbres de Erewhon, pueblo ficticio donde los erewhonianos se han creado un mito muy especial sobre los nacimientos: Me explicaron que los erewhonianos creen en la preexistencia; y no solamente profesan esta creencia […] sino que están asimismo persuadidos de haber nacido por un acto de su libérrima voluntad, realizando cuanto se hallaban en su estado anterior. Pretenden que los que no han nacido aún, están continuamente importunando y atormentando a las personas casadas de ambos sexos, revoloteando sin cesar en su derredor, sin dejarles sosiego en su cuerpo ni tranquilidad en su mente hasta que éstos consienten en tomarlos bajo su protección. (Butler, 1982: 189) Los bebés, estos seres que habitaban en el reino de los nonatos, donde no les hacía falta nada y vivían en perfecto estado, abandonan ese mundo por voluntad y depravación propia para llegar al mundo de sus padres erewhonianos. De tal modo que se les obliga a los hijos a tomar absoluta responsabilidad de su intrusión en el mundo y en la vida de sus padres, incluso se les obliga a reconocer “su completa responsabilidad por cuantos defectos físicos pueda tener […] sus padres no llevan parte ni culpa en dichos defectos […] y tienen derecho a matarle”. Pero si sus padres se apiadan, entonces prometerá “ser la creatura más obediente y más sumisa durante su infancia, y aún durante toda su vida” (Butler, 1982: 191). Si las cosas no fueran del modo descrito en tal mito, según los erewhonianos: …sería arrogarse un derecho monstruoso sobre otro ser el obligarle a arrostrar los peligros y vicisitudes de esta vida mortal, sin darle voz ni voto en el asunto […] Sienten tales escrúpulos sobre este punto, que tratan de alejar su responsabilidad, haciéndola recaer sobre otro; y han inventado una mitología complicada para explicar el mundo donde viven los que no han nacido. (Butler, 1982: 189-190) Dado que la procreación se envuelve de cuestiones irresueltas como el origen de la vida, el sentido de la misma, la muerte, etc., no sería sorpresa alguna que estos imaginarios sean recuperados cuando se habla de tener hijos. Una de nuestras entrevistadas hacía uso del imaginario religioso para aplacar la angustia provocada por una situación hipotética en la que ella misma se planteaba la posibilidad de que su futuro hijo sufriera alguna enfermedad teniendo la muerte como desenlace. Ella compartía que al final de cuentas, en su religión, siempre y cuando se siguieran ciertos preceptos, se prometía la reunión de sus amados en la vida después de la muerte. Dicha creencia le procuraba el sosiego necesario para no problematizar su deseo de tener hijos. Los imaginarios brindan una forma de asimilar y contrarrestar la angustia provocada por todas aquellas preguntas que aún carecen de respuestas. Tal vez por esta razón elegimos creer o soñar con los ideales románticos concernientes a la procreación proporcionados por la industria del entretenimiento y los medios masivos de comunicación, en los que vemos que todo el mundo busca ser dichoso con la llegada de un bebé; incluso cuando estos ideales no son la norma en la vida real, si consideramos que en el mundo, hasta donde se ha podido contabilizar, casi la mitad de los embarazos no han sido planeados o buscados activamente, 44% entre el año 2010 y 2014 (Bearak, Popinchalk, Alkema, Sedgh, 2018); en el caso de México, se estima que cada año, más de la mitad de los embarazos son no planeados (Juárez, Singh, Maddow-Zimet & Wulf, 2013). Sin embargo, nos mostramos renuentes a cuestionar el motivo para dar vida a otro ser humano, probablemente porque esta pregunta significaría también cuestionar nuestra propia existencia, lo cual implicaría la posibilidad de confrontarnos a nuestros grandes temores y destruir la imagen (quizás bastante generosa) que tenemos de nosotros y nosotras mismas. Aunque sea doloroso frenar estas disociaciones (como mecanismo de defensa), decidir confrontar la realidad también tiene un lado positivo; una vez vista con claridad, existe la posibilidad de entrever configuraciones más satisfactorias para sobrellevar la vida. 5. TECNOLOGÍA “Por lo general, se considera que la revolución industrial representa el último cambio de época que trajo consigo cambios cualitativos en las relaciones de producción; cambios cualitativos en las relaciones de poder; cambios cualitativos en la experiencia humana; cambios cualitativos en la dimensión cultural” (Aguilar, 2011:143). Y en el corazón de dicha transformación geopolítica –como hemos mencionado en capítulos anteriores– se encuentra la tecnología. “Sobre el impacto cultural de una tecnología […] Herbert Marshall McLuhan y B. R. Powers, establecen cuatro preguntas específicas para cada tecnología particular: ¿Qué genera, crea o posibilita? ¿Qué preserva o aumenta? ¿Qué recupera o revaloriza? ¿Qué reemplaza o deja obsoleto?” (Aguilar, 2011:154). Macluhan y Powers (1995) aseguran que la invención del automóvil provocó el desplazamiento del caballo, entonces al animal se le otorgó un nuevo valor y significado, y con la ayuda de los westerns de bajo presupuesto el animal ganó más nobleza. De igual forma, la pastilla anticonceptiva y los métodos de reproducción asistida han formado parte de estas tecnologías que ayudaron a potenciar el cambio de paradigmas que ya se venía gestando desde la década de 1920 (Giddens, 2014) respecto a la libertad sexual y libertad de elegir en asuntos reproductivos. …las consecuencias actuales de estas evoluciones para la vida humana […] conducen al desdibujamiento final de la base biológica del concepto de ciclo vital. Sesentones padres de bebés; […] hombres y mujeres que deciden procrear, con pareja o sin ella, a cualquier edad […] bebés póstumos; y una distancia creciente entre las instituciones sociales y las prácticas reproductivas […] Es esencial no incluir un juicio de valor en esta observación. Lo que para los tradicionalistas supone un desafío a la ira divina, para los revolucionarios culturales es el triunfo del deseo individual […] Son tendencias sociales crecientes, cuya difusión tecnológica y cultural parece imparable, excepto en las condiciones de una nueva teocracia. Y su implicación directa es otra forma de la aniquilación del tiempo, del tiempo biológico humano […] Un ritmo biológico secular ha sido reemplazado por un momento de decisión existencial. (Castells, 1999: 485) Cambiar la condición de la procreación, conduciéndola de una etapa natural del ritmo biológico a una decisión, consecuentemente detona un vuelco ético. Lo que antes generalmente no se premeditaba, ahora es un debate emergente propio de nuestra época. Y la tecnología ofrece algunos de los argumentos que alimentan dicha discusión. Pone sobre la mesa un balance de beneficios y desventajas. La procedencia de nuestros deseos, pueden verse afectados o potenciados por las posibilidades tecnológicas. Evaluamos la satisfacción que esta puede proveer a nuestras necesidades y buscamos la alternativa más conveniente (Aguilar, 2011). En materia reproductiva ya existe la tecnología para evitar la fecundidad, o en caso contrario, para identificar las fortalezas y debilidades inscritas en los genes de un embrión, interviniendo para acrecentar los resultados más ventajosos. Algunos afirman que si deseamos procrear, deberíamos tratar de seleccionar a los niños que sean menos propensos a los mayores sufrimientos de la vida, o desde otra perspectiva, seleccionar aquellos que puedan disfrutar de los mejores beneficios. Otros argumentan que los niños son seres con necesidades que consumen recursos substanciales y requieren una gran inversión, así que también se deberían seleccionar a los de menor carga, a los que contribuyan al mejor beneficio, o a los que hagan el mayor bien. Estas consideraciones sugieren que la procreación, de ser aceptable, necesita ser un proyecto altamente selectivo. Tal selectividad se vuelve posible con las tecnologías reproductivas modernas […] podemos intentar escoger lo ‘mejor’, así como excluir lo ‘peor’. (Wasserman, 2015: 141, traducción: autor) Podemos observar que las realidades abiertas por las tecnologías desarrolladas desencadenan nuevas exigencias para la construcción de moralidades. Empujan nuestro proceso de decisión a un nivel más alto de rigor por el simple hecho de tener más herramientas a nuestra disposición, capaces de maximizar los beneficios y minimizar el dolor. Por lo tanto, cuando un grupo tiene ciertas herramientas a su disposición, se vuelve objeto de condena ignorar dichos recursos tecnológicos en la toma de decisiones. En este punto también es pertinente considerar que el acceso a dichos recursos tecnológicos no es igual para todos, se acrecentarían las brechas entre quienes pueden pagarlos y los que no. Y “aquellos que no posean las ventajas físicas que puede aportar la ingeniería genética podrían ser objeto de prejuicios y discriminación por parte de quienes sí disfrutan esas ventajas” (Giddens, 2014:640). Otro cambio desencadenado por las tecnologías reproductivas, es el reajuste de los parámetros válidos para ejercer los derechos reproductivos. “Los lazos biológicos parecen perder el poder e importancia que una vez tuvieron; con los vientres de alquiler y en el comienzo de las modificaciones genéticas, la paternidad y la maternidad se redefinen desde la intencionalidad” (Junga, 2017: 131, traducción: autor). Dichas intenciones son las que tratamos de recuperar y analizar a partir de las historias de vida compartidas por nuestros entrevistados. 6. INVESTIGACIÓN DE CAMPO 6.1 Muestra “La necesidad de considerar conscientemente lo que uno debe hacer, sólo se presenta en momentos que nos sacan de nuestra cotidianeidad de ser moral”, a esto, Zigon (2007: 133) lo llama: el quiebre moral. La ética sería el proceso de volver al modo automático de las disposiciones morales y según Mahmood, es un proceso definido por las particularidades de cada sujeto (Zigon, 2007: 138). Según las estadísticas del INEGI la mayoría de los embarazos suceden en personas entre edades de 25 a 35 años, edades que también coinciden con las edades promedio de la primera unión conyugal (Características de la nupcialidad en México, 2014., 2017). Encontramos que en el intervalo de dichas edades se van dando las condiciones idóneas, en teoría, capaces de detonar momentos de quiebre moral; cada etapa demanda algo distinto de las personas, y en una etapa donde se exige el abandono de ciertos aires de juventud para estrenarse en la vida adulta (con todo el conjunto de características que ello conlleva), llegan momentos de decisión, en los que los adultos jóvenes confrontan y reconfiguran sistemas de valores, reorganizando prioridades y deseos personales en medio de la tensión generada por los parámetros que las relaciones sociales nos proporcionan (o imponen). Esta etapa ofrecerían idealmente el escenario que detone el quiebre moral y las tácticas éticas que procurarían su regreso a la cotidianeidad de la moral, ofreciendo las condiciones que nos permitan observar la confrontación de valores así como las jerarquías que construyen nuestros sujetos para orientar sus acciones. Por lo anterior, de los 25 a los 35 años se nos presenta como una etapa ideal para el “quiebre moral”, en el que se tendrá que tomar una serie de decisiones (dejar el hogar paterno, ser económicamente independientes, fundar un hogar propio, cambiar de prioridades o hasta sacrificar intereses). Se descarta la inclusión de una muestra más joven en la investigación, ya que probablemente anularía el avistamiento de los imaginarios que más presión pudieran ejercer sobre las personas: “el hecho de ser muy jóvenes, probablemente impide que se sienta la fuerza que puede tener la presión social sobre la maternidad como un destino culturalmente establecido para la mujer y quede, así, oculta la fuerza de la ideología” (Mora et al., 2006:130). El embarazo en la adolescencia no es deseable; en la etapa adulta se vuelve casi una exigencia, por lo tanto sería lógico encontrar que los deseos más fuertes surgen y coinciden con las exigencias de la sociedad hacia mujeres y hombres de cierta edad. 6.2 Quiebre moral colectivo Por distintos factores, el modelo hegemónico de masculinidad sufre una metamorfosis desencadenada por las dificultades que muchos hombres enfrentan al tratar de cumplir con los requisitos que lo legitimarían como hombre. Un ejemplo de estas dificultades procede de la crisis económica, la cual “ha hecho mella en el privilegio masculino de ser los únicos proveedores” (Montesinos, 1996, citado por Vázquez, 2001). Justamente, ser sostén de la familia corresponde a uno de los nueve pilares que Harry Christian plantea como las actitudes básicas del modelo predominante de masculinidad (Vázquez, 2001), y siendo fragilizado este pilar desde la incursión femenina al trabajo a partir de la necesidad que surge por mantener en marcha los modelos de producción en la segunda guerra mundial, se gestan sustitutos culturales capaces de estabilizar y naturalizar los nuevos comportamientos que el mercado laboral demandaba. Mientras distinguimos un cambio de prioridades y elecciones que toman la mujeres ante un abanico de opciones que sigue desplegándose lentamente –aunque procurando ser objetivas, en muchos contextos la incursión laboral de la mujer no ha sido una opción, sino una necesidad, producto de la nueva precarización laboral, donde un sólo salario no llega a satisfacer los requerimientos económicos de la familia– avistamos la construcción de una emergente sensibilización en los hombres; el modelo masculino tiene que ceder (por las presiones económicas que mencionamos anteriormente) e incorporar características “femeninas” para poder relevar y ejecutar sin contrariedades, funciones pensadas exclusivamente para las mujeres, lo cual está cambiando. En consecuencia, los artículos y temas de crianza ya no apuntan únicamente al público femenino. Se ha fomentado una creciente preocupación en los hombres respecto a sus aportaciones en el mantenimiento de la relación y bienestar filial. Este mantenimiento, demandante del desarrollo de tantos sentimientos que en otras épocas se consideraban rotundamente un asunto femenino – apelando a una condición biológica que hoy en día se queda corta para dar las explicaciones necesarias del comportamiento de mujeres y hombres– finalmente puede confiarse al hombre, no porque su naturaleza lo haga más apto, sino porque la sociedad es capaz de moldear su naturaleza para que lo sea. Surgen “nuevas estrategias de género y parentesco para afrontar los retos, las cargas y las oportunidades postindustriales” (Stacey citada por Castells, 2001: 254). Nos encontramos ante un quiebre moral colectivo, el cual se sumaría o enmarcaría a su vez, el quiebre moral a nivel personal, propio del rango de edades que elegimos para realizar las entrevistas. Los sujetos deberán confrontar los deseos forjados en un determinado acuerdo moral a las posibilidades ofertadas por otros modelos emergentes. Pero claro, los nuevos modelos no permearían de manera uniforme en todas las sociedades ni en todos los grupos al interior de estas. La teoría de las dimensiones culturales de Hofstede ofrece información interesante comparando los patrones culturales dominantes de diferentes naciones, y los comportamientos que estos generan. Según Hofstede (2010), en las naciones con una mayor brecha de poder, los deseos frecuentemente son reprimidos por el bien de las expectativas colectivas, mientras que en sociedades donde la brecha es menor, el deseo no está orientado hacia la represión, sino a su expresión, se valora altamente la capacidad del individuo para franquear los posibles obstáculos que ahoguen su valor único como persona. La cultura nacional influye en ambos casos: la represión y la expresión. En México, donde tenemos muy presente la historia de voces contestatarias que han sido apagadas violentamente, la población elije frecuentemente la prudencia sobre la autenticidad. Y es que para que una persona decida que vale la pena probar otros caminos, tiene que verificar el porcentaje que tiene de ganar o de sufrir desagradables consecuencias en su intento. Nos movemos entre la angustia y la confianza. La angustia es el desprendimiento de certezas, abre la búsqueda de posibilidades y se vive como una experiencia individual, mientras que la confianza, en palabras de Weber, es la “aceptación de una obligación especifica de administración fiel, a cambio de una existencia segura” (Coutinho, 1973:49); aceptamos desempeñar un rol al interior de un grupo, a cambio de las seguridades que este nos pueda proveer. Dentro de este ambiente lleno de fricciones, es que recogeremos las narraciones de hombres y mujeres. La narración funge como una muestra de identidad, la cual es una síntesis de experiencias y contextos, interiorizados e interpretados por nuestros entrevistados. Se nos ofrecerá la información unificada justo de la misma forma en que se construyen y justifican a sí mismos una identidad que al igual que la narración, requiere de orden y coherencia. Vivimos codificando el mundo, nos formamos una idea de sus fenómenos y eventos. Interiorizamos las representaciones como una guía de acción (Giménez, 2005b), y para que esta guía sea funcional debe tener unidad, pues nada nos causa más ansiedad que la dispersión e incoherencia (Pichastor & Agut, 2007). Y la identidad es una narración que precisamente se encarga de integrar la información que está a nuestro alcance en una línea narrativa, con continuidad y sentido, descifrando las reglas del ambiente en el que estamos inmersas, definiendo nuestra posición en él para decidir qué haremos más adelante y ofrecernos algunas certezas que nos procuren sosiego en nuestro actuar. 7. ANÁLISIS DE ENTREVISTAS A partir de las entrevistas, y sirviéndonos de la literatura investigada, se trató de identificar aquellas variables que pudieran impactar substancialmente en el deseo de tener hijos, sin embargo, la pretensión de construir categorías para un objeto especifico del deseo, resultaba problemática, podía acarrear un gran sesgo, pues, tomando en cuenta las observaciones de Pretto (2011), las formas taxonómicas de análisis ignorarían las diferencias temáticas entre las entrevistas, las cuales contienen un hilo conductor propio. Y aquello que pudiera influir en un plano, dejaría de ser relevante en otro, o bien, operaría de forma distinta. Aunque se descartó la posibilidad de realizar un análisis taxonómico, aún dentro de la heterogeneidad sería posible “el estudio de una suerte de estructura universal compartida con los individuos objeto de la investigación y que nos orienta, entonces, a la exploración de aquello que es común a todos los entrevistados” (Pretto, 2001:176). En total se entrevistaron a cinco mujeres y cinco hombres, a quienes presentaremos en el análisis –junto con cualquier otra persona mencionada por ellos– con un nombre falso para conservar su anonimato. Aunque la edad fue el único criterio de elección, todas las personas de nuestra muestra resultaron contar con estudios universitarios, y casi todos han pasado la mayor parte de su vida en el área metropolitana de Monterrey. Como veremos a continuación, existen algunos puntos sobresalientes en el análisis realizado: las personas no sólo dicen ‘sí’ o ‘no’ a tener hijos, los sujetos entrevistados se mueven dentro de un espectro en el que modifican y llegan a distintos arreglos para la conciliación de motivaciones personales, historia y consecuentes posibilidades que los enmarcan. Las personas que temen pagar un precio muy alto en referencia a su sistema de valores/prioridades, son más categóricas al decidir si quieren, o no, un hijo. Definitivamente las visiones generales formadas en nuestros sujetos, como ha sugerido la literatura, son atravesadas por clase, género, edad, etc. Al contrastar la historia de dos de nuestras entrevistadas, salen a relucir muchas de las observaciones que sociólogos como Bourdieu han aportado sobre las diferencias de clase y lo que estas suponen en la producción de personas. Si comparamos a Fernanda (29 años) y Victoria (28 años), podemos corroborar como es que la clase y lo que esta conlleva, muchas veces juega en contra a pesar de sus más evidentes ventajas, como en el caso de contar con suficientes recursos materiales. Aunque Fernanda siempre asistió a escuelas privadas y tuvo la oportunidad de formarse en clases extracurriculares, tal capital no parece ser significativo para ella, no es más que un mero adorno victoriano; este capital no es para explotarlo, sino para hacerla más valiosa, para sumarse a las características centrales inculcadas por su madre (arreglo personal, virginidad hasta el matrimonio, cuidado de la familia como prioridad, orden e higiene en el hogar, seriedad y decoro frente a los hombres, etc.). Fernanda relata que salirse de dichos estándares o manifestar una opinión contraria eran las principales causas de disputa con su madre. Mientras que al recordar momentos de conflicto con su padre, describe en él una actitud condescendiente: Yo siento que las veces que hemos discutido por algún tema, no sé si es mi percepción, pero hablo tanto que al final de cuentas él ya se queda callado. No sé si se queda callado ya por no estarme escuchando o si se queda callado porque realmente captó lo que le quise dar a entender y porque concuerda conmigo. Porque no me da la razón pero ya tampoco me responde. (Fernanda, 29 años) En este punto, el hermano de Fernanda, presente durante la entrevista, añade sobre su padre: “cree que lo sabe todo” (Antonio, 19 años). Ambos concuerdan en lo frustrante que es hablar y que su padre se quede callado, sin ninguna expresión facial. Esta actitud suele irritar tanto a Fernanda como a Antonio, pues más que ser contradicho, ser ignorado es uno de los más grandes ultrajes para el ego (Hustvedt, 2016). Aquí podemos ver cómo operan los mandatos de género a nivel interpersonal. Dentro de la actitud adoptada por su padre, Fernanda aprende a interiorizar una posición de subordinación en el mundo con respecto del género masculino, y hasta cierto punto, su hermano también comparte un poco de su frustración al ser un joven que “aún no se prueba como hombre”, y por lo tanto, también tiene que aguantar la condescendencia de su padre, ya sea por las diferencias de poder que otorgan los mandatos de género, las reglas de autoridad y respeto unidireccional en las relaciones filiales, la costumbre de sumisión ante cualquier persona de mayor edad, o incluso las brechas de poder adquisitivo que se están dando entre generaciones (su padre cumple muy bien con el rol de proveedor y dependen económicamente de él, mientras que a Victoria y a Antonio les toca enfrentar nuevas condiciones de precariedad laboral). Definitivamente todas estas variables trabajan en sinergia; las actitudes a nivel interpersonal son el resultado de múltiples factores. Por un lado tenemos a su madre como guardiana de la reproducción social. Y del otro, la autoridad del padre reflejada en su condescendencia. La autoridad y las relaciones de poder entre géneros no puede reducirse a la imagen obvia del puño que magulla y censura, no se reduce a tan sencilla representación. Desde la infancia se asimila la existencia de los esfuerzos en vano y la inutilidad de seguir intentando. Sin llegar a la violencia, por medio de una actitud de superioridad pacífica, el padre proporciona el sentimiento de impotencia, el sentimiento de no poder ser tomada en serio, el cual se reproduce en su lugar de trabajo: En donde yo trabajo todavía hay mucho machismo y creo que también muchas de esas limitaciones las mismas mujeres nos las ponemos. Nos sentimos a veces inferiores, o no queremos… no sé, simplemente algo como postularte a un puesto, no quieres postularte porque se va a postular tal persona, es un hombre y sabes que te lo va a ganar, y solita pues, te achicas. (Fernanda, 29 años) Según el estudio Percepción que el adolescente residente de Monterrey mantiene sobre el regiomontano, era justamente en entornos de clase media alta donde las mujeres son más propensas a verse disminuidas por las valoraciones masculinas. El estudio recoge las visiones de chicos de preparatorias públicas y privadas. Los de preparatorias privadas consideraban a las mujeres frívolas, con menos cualidades que ellos, mientras que los chicos de preparatorias públicas utilizaban calificativos más positivos para describirlas. Los chicos de preparatorias privadas tenían los recursos que les permitían identificarse con aquellas figuras de autoridad masculina que frecuentemente relegan a la mujer de la vida pública; ellos tenían más probabilidades de llegar a ejecutar en un futuro tales roles y se apegaban a ellos sin problematizarlos (Cantú, De León, Pérez & Torres, 2016). Es interesante notar que todos los entrevistados de preparatoria privada repitieron que la regia es trabajadora, sobresaliente e independiente pero dicen que es inferior al hombre. Esta distinción entre sexos no fue tan palpable en los jóvenes de la pública. Por otra parte, los de la privada calificaron a la regia como enojona, chismosa y claridosa, mientras los de la pública la ven como fuerte, inteligente y jefa. (Cantú, De León, Pérez & Torres, 2016: 1109) Si bien es cierto que la clase media goza de mayor libertad material, es la más atada a la dominación simbólica por su aspiración a convertirse en una réplica de la burguesía, su grupo de referencia (Chávez y Ortega, 2017): Las mujeres de la pequeña burguesía de las que sabemos que llevan al extremo la atención a los cuidados corporales o a la cosmética y, en un sentido más amplio, la preocupación por la respetabilidad ética y estética, son las víctimas privilegiadas de la dominación simbólica. (Bourdieu, 2000: 125) Un ejemplo de la importancia simbólica en la clase media, lo encontramos en el estudio titulado: La experiencia social histórica de asistencia al cine en Monterrey (Nuevo León, México) durante las décadas de 1930 a 1960. De acuerdo a los recuerdos narrados por los entrevistados, Lozano, Meers y Biltereyst (2016) distinguen en las clases medias una predilección por el valor simbólico del cine al cual elegían ir. Mientras que los espectadores de clases socioeconómicas bajas consideraban principalmente el pragmatismo (la cercanía del cine, el precio económico de las terrazas, etc.). En una ciudad con una gran presencia de trabajadores y migrantes debido a las numerosas fábricas y la bonanza industrial, así como a una creciente clase media de empleados de cuello blanco y gerentes, las diferencias de estatus se reflejaban en la selección de las salas de cine. (Lozano, Meers & Biltereyst, 2016: 703) Otra característica de las mujeres de clase media ha sido la inspección que hacen de sus pensamientos con base en la educación religiosa que han recibido (Lagarde, 2005). Casualmente, fue un domingo cuando Fernanda le confesó a su mamá que estaba embarazada; la reacción inmediata de su madre fue alcanzar la misa que se ofrecía a medio día. La mamá de Fernanda planeaba esperar para darle la noticia al resto de la familia, ya que su última esperanza era que Fernanda tuviera un aborto espontáneo como había sucedido con ella y la abuela en sus primeros embarazos. Pero no tomaría un papel activo para cumplir ese deseo condenado por los preceptos religiosos. Fernanda (única persona de nuestra muestra con un hijo) dice nunca haber considerado el aborto a pesar de que su embarazo no fue planeado. Si en su momento le dio terror, cuatro años después asegura que fue un cambio positivo en su vida. Antes de tener a su hijo decía estar deprimida todos los fines de semana. Concluidos sus estudios universitarios, trabajaba y se preguntaba: ¿ahora qué? Describe haber llegado a un punto en el que se sentía estancada y sin propósito, y que fue principalmente ese hastío lo que la llevó a estudiar una maestría, medio para evadir el sentimiento y hacerse creer que hacía avanzar su vida de algún modo. Ahora dice tener una motivación, algo que demanda su atención incluso cuando llega el fin de semana, período de la semana que infundía de temor a Fernanda, pues en esos días en los que no era requerida en el trabajo, se replanteaba la posición que ocupaba en el mundo, concluidos los estudios ya nadie esperaba nada de ella. Si ya no podía definir su vida por la noble condición de estudiante, ¿qué sería ahora? En realidad el descanso les da pavor, no saben qué hacer con su tiempo libre; el descanso les plantea […] la posibilidad de pensar qué son, qué quieren, qué van a ser y cuál es su futuro […] El ocio como reflexión nos ayuda a conocernos, y profundizar en nuestro yo. (Careaga, 1974:187) Cuando se le preguntó hipotéticamente qué era lo que más temía de la perspectiva de su vida sin hijos, inmediatamente contestó: “sentirme inútil, sentir que no estoy haciendo nada bueno, que no estoy haciendo algo realmente productivo” (Fernanda, 29 años). Ser madre es la única cosa por la que puede tomarse en serio, porque su trabajo ha sido más fuente de frustraciones que de recompensas y satisfacciones. A pesar de recibir retroalimentación positiva de sus superiores, ve que son otros los que avanzan en la escalera. Hasta la fecha ella no ha podido romper con el famoso “techo de cristal”. “La persona a quien otorgamos algún reconocimiento se encuentra entre dos polos: tiende y se inclina a la vez: tiende hacia el futuro para acrecentar sus méritos y se inclina hacia el pasado para confirmar su identidad” (Malishev, 2002: 24). Pero como sucede con muchas mujeres, el pasado es una espera por comenzar a vivir; y el futuro, se les niega, lo cual acota su posibilidades y deseos de forma considerable. En el caso de Victoria (28 años), la carrera que eligió y el entorno de trabajo es fuente de múltiples satisfacciones. Tanto ella como sus padres, cuyo máximo nivel de estudios fue la secundaria, pensaron en los estudios universitarios como promesa de una vida económicamente estable. Victoria dice que sus padres no pusieron otras expectativas en ella: “ellos sólo quieren que tenga mi casa, mi carro…” Actualmente, lo que más valora Victoria es su independencia y dice estar convencida de no querer hijos, aunque no siempre fue así. A los 18 años tuvo una relación con un hombre de 25 años. Victoria relata haberlo idealizado, aunque estaba segura de que la engañaba, ella pensaba lo mejor de él. Con él empezó a imaginarse que un día se iban a casar y tener hijos, y cree que si él no hubiera terminado la relación poniendo como excusa la diferencia de edad entre los dos, probablemente ella hubiera seguido pegada a él y hubiera terminado embarazada. Años más tarde, al ejercer su carrera como programadora, conoce en el lugar de trabajo al que se convertiría en su esposo, también programador. “Antes de casarme yo ya sabía que me gustaban las mujeres, de hecho él ya sabía que me gustaban las mujeres pero no lo aceptó […] «tu estás mongola», así fueron sus palabras” (Victoria, 28 años). Con la superioridad que le confieren los mandatos de género, él decide restar valor a la declaración de su pareja; antes que tomar en serio los deseos expresos de Victoria, decide tratarla como una menor de edad que no piensa con claridad. Cuando se casa con él no se van a vivir juntos inmediatamente, están a la espera de que les entreguen la casa que habían comprado. En ese tiempo vivió cada quien en casa de sus padres. Es también durante ese lapso que Victoria cambia de trabajo. En el nuevo empleo, su jefe, firme creyente de la importancia de desarrollar a su equipo, continuamente la empuja a crecer y tener más. Ella comienza a comparar y observa que su esposo se está quedando atrás en conocimientos y sueldo, a pesar de que él, siendo mayor que ella, ya contaba con más trayecto laboral. Victoria va registrando una disonancia de intereses y ambiciones entre ella y su esposo. Victoria sabe que los dos están en diferentes planos: “entonces yo ya empecé a ver más por la carrera que por otras cosas”, asegura Victoria (28 años). Durante el mismo período es también que la hermana menor de Victoria tiene a su primer hijo como madre soltera. La imagen bonita que Victoria se hacia de la maternidad es desplazada al observar la realidad de su hermana. “Adoro a mi sobrino, pero empieza a llorar y yo se lo devuelvo a mi hermana” (Victoria, 28 años). Al continuar viviendo con sus padres y con su hermana, tiene la oportunidad de experimentar de cerca la carga, los gastos, todo lo que conlleva ser responsable de un menor. Antes de tal evento, ella fue la que había sugerido a su esposo tener hijos lo más pronto posible. Victoria lo sugirió en un tiempo en el que por aproximadamente dos meses, su relación fue idílica. También, durante el tiempo que viven separados, Victoria se da la oportunidad de platicar con chicas por medio de aplicaciones de citas; comienza a salir más, cosa que no se había permitido hacer siendo más joven e insegura. Al vivir distanciados, la brecha entre ella y su esposo se hace más grande al ir en direcciones opuestas; se separan y Victoria se asume como lesbiana, reanudando, desde otra posición en su vida, la experiencia de salir con sus amigos y tener citas. Si antes no disfrutaba ir a bares o clubs nocturnos, ahora que todo ha cambiado y que se ha permitido descubrir lo que realmente le gusta, dice disfrutar mucho salir con sus amigos, especialmente a un bar donde tocan ska, género musical que no sabía que le gustaba. “Soy la misma pero con un aire de libertad, ya soy yo, no sé como explicarte” (Victoria, 29 años). Actualmente vive sola y forma parte de un proyecto estratégico para el crecimiento y competitividad de la compañía en la que trabaja. Y al haber reconfigurado la dirección de su vida después de su divorcio, ya no es capaz de concebir su vida con hijos, pues “es algo de lo que ya no te puedes deshacer” (Victoria, 28 años). Además, argumenta que tener hijos entorpecería su escalada laboral. Si tuviera hijos teme que no podría hacer bien ni su trabajo ni las labores de crianza (dilema al que, generalizando, no se tienen que enfrentar los hombres). Ante tal disyuntiva, patrocinada por las políticas familiaristas que mencionamos en el primer capítulo, Victoria elije mil veces su trabajo por encima de cualquier cosa, pues este ha significado libertad para adquirir y hacer lo que quiera. Incluso desde pequeña, trabajando como paquetera en los supermercados, veía en el trabajo la solución para poder adquirir los juegos que sus padres no podían comprarle. Al hablar sobre sus intereses y motivaciones, menciona que le gusta su trabajo y es una de las cosas en las que mejor se desempeña. Detesta levantarse temprano, pero una vez despabilada, le alegra dirigirse a su lugar de trabajo, pues también disfruta la compañía de sus colegas, quienes contribuyen a un ambiente laboral agradable y han llegado a convertirse en compañeros de fiesta. El trabajo surge como primera respuesta a muchas de las preguntas planteadas a lo largo de la entrevista: es una fuente de independencia y satisfacción en su día a día. De hecho, al preguntarle sobre sus mayores temores en la vida, responde que su mayor angustia sería llegar a quedarse sin trabajo. Victoria aún es joven y disfruta de la posición en la que se encuentra. Sin embargo, proyectándose a futuro, lo peor que se imagina de no tener hijos es que al final del día, si no tiene pareja, estaría sola, pero es un precio que hasta el momento, está dispuesta a pagar a cambio de su libertad. Aunque dice estar segura de no querer hijos, añade: “yo no sé si en unos años, o cuando ya tenga treinta y vea que todos, prácticamente todos tienen hijos, que diga ¡ay, yo también quiero uno de esos!” (Victoria, 28 años), pues ella misma, al haber vivido cambios significativos en su persona y en la dirección de su vida, se concibe como un producto de las circunstancias que ha atravesado; su camino y sus deseos no han seguido una ruta lineal y progresiva, han habido quiebres abruptos en su camino. Si en un inicio, el mandato de heterosexualidad desplazó su homosexualidad por un buen tiempo antes de asumirse como lesbiana; y el mandato de género la orientó a que se decantara brevemente por la idea de convertirse en madre, Victoria, como sujeto con capacidad de agencia, rompió con las exigencias sociales que por un tiempo lograron moldearla, y se convirtió en un cuerpo que opone resistencia a los estilos de vida hegemónicos. Victoria aún tiene una vida por delante y con base en lo que ha vivenciado, finaliza aceptando no saber a qué más se enfrentará, ni la forma en que estos posibles acontecimientos puedan influir en ella. Sabe que las personas cambian a lo largo de la vida. Volviendo a Fernanda (29 años), cuando sus padres se enteraron de su embarazo, para guardar las apariencias, estos la obligaron a aceptar la propuesta de matrimonio de su novio, Alberto. Sin embargo, a los pocos días de haber efectuado la boda civil, Fernanda descubre, entre otras cosas, que su ahora esposo esperaba un bebé con otra mujer, la cual, sin poseer un trabajo y aún viviendo con sus padres, era condicionada y chantajeada sexualmente por Alberto si quería conseguir los recursos necesarios para cubrir los gastos del nacimiento de su hija. Desde una posición totalmente diferente, y apoyada económicamente por sus padres, Fernanda inicia con las gestiones del proceso de divorcio. Actualmente vive con sus padres, y a pesar de la forma turbulenta en que se desarrollaron los eventos y la condición imprevista en que recibió a su hijo, se dice más contenta y satisfecha consigo misma que cuando no tenía la responsabilidad de él. Fernanda dice que si tuviera tiempo y solvencia económica sin la ayuda de sus padres, si tendría otro hijo aunque no tuviera pareja: Porque, para empezar, el hecho de tenerlo en tu vientre es una experiencia bonita, sientes que se va formando, sientes que está dentro de ti, que es cien por ciento tuyo. Al momento de que nace, digo, es ese sentimiento de querer protegerlo, de querer hacer de él una buena persona. Sí me gustaría tener otro porque Alonso va a crecer, porque también me gustaría darle un hermano a Alonso. (Fernanda, 29 años) Es importante señalar la satisfacción que recibe del hecho de cuidar a su hijo para analizar lo que dice: “…va a crecer”. Sabe que en algún momento esa satisfacción se desvanecerá, en algún momento su hijo será autosuficiente y ya no la va a necesitar, quitándole un papel que en sus palabras, la hace sentir útil. Incluso cuando tenemos en frente a la persona más independiente y fuerte, además de admirarla, también fantaseamos con la posibilidad de que en algún momento pueda necesitarnos, que ahora sea nuestro turno de proveerle cuidado, protección, o puesto de otra forma, que esté a nuestra merced, ahora buscando nosotros mismos ser admirados, tener poder. En el mismo sentido funcionaria la formula :“amar es esencialmente querer ser amados” (Lacan, citado por Houdebine, 2006: 165), reconocemos y queremos que nos reconozcan. Si en capítulos anteriores esta necesidad en los hombres encontraba expresión a través de la dominación y conquista de las mujeres, la estrategia de expresión enseñada a las mujeres es el cuidado, el recibimiento. En un ejemplo extremo pero ilustrativo, personajes como Alma, de la película El hilo fantasma (2017), y Adora, de la mini serie Sharp objects (2018), ambas afectadas por el síndrome de Munchausen, llegan a envenenar a sus seres queridos, los debilitan para que estos clamen por sus cuidados en su afán de ser necesitadas, de ser reconocidas hasta el punto de ser indispensables, afirmando su valía a través de la necesidad que otros llegan a tener de ellas. Fernanda también menciona como motivo para tener un hijo, el hecho de tener algo que sea completamente suyo, pero esta respuesta se repite en casi todos los entrevistados que dicen querer hijos. Y es que hay un atractivo poderoso en la exclusividad del hijo, “la exclusividad garantiza que salgamos bien librados de nuestras comparaciones […] me otorga cierta grandeza y superioridad” (Zuluaga, 2006: 45). En cualquier otra relación tenemos más competencia, podemos ser desplazados como amigos, como amantes, pero difícilmente como padres. El hecho indiscutible de ser el padre o la madre de alguien, elimina en buena medida la constante comparación. Se puede ser un buen o mal padre en comparación a otros, pero no por ello se deja de ser el único e indiscutible padre. La etiqueta de madre no se encuentra en un riesgo constante como aquella de amiga, novia o amante. Son pocas las circunstancias externas que amenazan con arrebatarnos a los hijos junto con nuestra posición de padre o madre. En cambio siempre puede llegar otra persona que en comparación pueda resultar mejor alumna, mejor músico, mejor deportista, mejor empleado, y que enseguida nos haga parecer menos valiosas, siendo desplazadas por quienes se encuentran en posición de compararnos y elegir entre nosotras y el otro. En términos de Parsons, la familia es principalmente la institución en la que las relaciones se determinan por adscripción y no por logros. El niño recibe amor y admiración simplemente porque es el hijo de determinado padre; en cualquier otra parte debe ganar el respeto y el afecto a través de sus logros objetivos. (Lasch, 1996: 171) La observación de Lasch podría aplicarse de igual forma a los padres, los hijos les deben amor y respeto no por sus logros objetivos, sino por el simple hecho de que son sus padres. Víctor (31 años) se percata de la seguridad que ofrece el estatus de padre cuando analiza el cambio en su relación con sus sobrinos. Antes su ideal era dedicarse a ellos, pero conforme fueron creciendo se dio cuenta que no existiría reciprocidad en dicha relación, que su lugar dentro de la vida de sus sobrinos no estaría asegurado: Mi sobrina la mayor, que era mi favorita, tiene veintiuno, ya medio me habla […] ya no se emociona. Entonces me doy cuenta de que, o sea, según yo […] iba a ser su papá, algo así, pero no, no es cierto. La realidad es que ellos tienen su propia familia. Y velo tu misma con tus tíos, ¿cómo es tu relación con tus tíos? ¡Pues es mí tío y ya! (Víctor, 31 años) Víctor no quiere terminar solo, y es que él, al identificarse como homosexual, se siente más vulnerable ante esta posibilidad: “Por las experiencias de gente gay grande que he conocido, la mayoría es gente sola […] puedo ser el gay solitario común, pero no me gustaría” (Víctor, 31 años). Así que a Víctor sí le encantaría tener hijos, aunque no lo pone en el centro de su felicidad o bienestar, y sabe que no es la formula absoluta para vivir bien: No es lo mejor […] pero sí sería algo muy bueno para mí […] O sea, lo ideal es encontrar pareja y ya en base a eso, de que si deseara uno; bueno quiero tener uno contigo, adoptamos, hacemos lo posible por tener ese hijo. No es lo ideal, pero sí me gustaría. (Víctor, 31 años) Al pensar en dicha posibilidad, algo que le ilusiona mucho es poder presentar a su hijo delante de sus padres. Asegura que esta idea lo conmueve hasta las lágrimas: Dentro de mis objetivos, o sea, así como te digo del viaje a Islandia que es algo muy personal, que quiero hacerlo, a lo mejor tener un hijo es compartir mi felicidad con mis papás […] Mis papás ni siquiera saben donde queda Islandia […] y me imagino ¿no?, ya fui, tomé fotos, esto es lo que siempre quise más en la vida […] pero pues no lo compartiría ¿verdad?, porque serían fotos. En cambio, un hijo, pues es llegar, el hecho de que el niño, la niña vea a sus abuelitos, los abrace, no sé, a mi me conmueve demasiado. (Víctor, 31 años) En este sentido, Víctor sitúa a su hijo como si se tratara de una especie de objeto con valor simbólico por medio del cual se crea la ilusión de una conexión o lazo con otra persona u otro objeto, en este caso, con sus padres, de los cuales siempre se sintió algo distanciado. Víctor describe a sus padres como personas a las que les cuesta externar sus sentimientos, y si antes les guardaba cierto recelo por no haber sido más cariñosos con él, ahora percibe su cariño de otras formas, pues lo que más admira de sus padres es el esfuerzo que hicieron para sacar adelante a él y a sus siete hermanos mayores. Las presiones económicas siempre pesaron sobre el hogar, incluso hoy en día persisten. Víctor, fue el único de su familia en estudiar una carrera, por vocación y porque quería mejorar su situación. Desde la secundaria consideró sus estudios como promesa de movilidad social. “Quiero estudiar porque no quiero pasar por lo mismo, quiero vivir bien”, era lo que se decía. En 2016, Víctor dejó Veracruz por una oportunidad laboral en Monterrey. Actualmente goza de una situación holgada, le gusta su trabajo y disfruta de lo que hace como programador, pero el futuro le parece inquietante: Hay carreras que con la edad te haces muy bueno […] conforme van creciendo se vuelven mejores y ganan más […] sistemas es al revés […] nuestro boom es de los 25 a los 35, es cuando más estás en tu apogeo, de que eres bueno, eres eficiente, proactivo, y después de los 35 ya es difícil […] La gente que es excelente en sistemas va a tener trabajo toda la vida, pero te voy a ser sincero, yo soy promedio. (Víctor, 31 años) Mientras tanto, Víctor disfruta de la posición en la que se encuentra actualmente, aunque teme que las cosas que le proporcionan placer, como viajar, salir con amigos, puedan tornarse rutinarias. El acceso que tiene a estos placeres desde hace algunos años, podría tornarlos insignificantes. Así que en este sentido, un hijo también significa la posibilidad de volver a disfrutar cosas que ya han dejado de emocionarle: “a lo mejor necesito un cambio en mi vida […] un cambio de paradigma”, menciona Víctor (31, años). ¿Qué hacer cuando ya se hizo y probó de todo? Aburridos de buscar saciarnos a nosotros mismos, tener un hijo es cambiar la satisfacción del deseo personal por el de otra persona, ver la vida a través de otros ojos. Concentrándonos en otro, contribuimos a desplazar, aunque no del todo, los propios apetitos; una forma de buscar llegar al nirvana, el refugio frente al hastío provocado por nuestros deseos, siempre insaciables. Llegar a tal estado (nirvana), prometería la “ausencia de todo ego, que es lo diametralmente opuesto al estado de perpetua «insuficiencia» […] que vendría a ser una situación de búsqueda constante que nunca alcanza” (Bauman, 2017a: 139). De igual forma, Paola (25 años) busca el cambio a través del cuidado de alguien más: Yo creo que sería un buen cambio, bueno… también, o sea, siento que en algún momento tienes que dejar la fiesta y dejar de salir, y no que ya hayas logrado todo contigo, pero mientras sigas trabajando contigo puedes ayudar a los demás, entonces yo creo que sería un buen cambio. (Paola, 25 años) En el plan que ideó siendo más joven, Paola ya se habría casado y ya hubiera tenido un hijo, para después adoptar otro. Su mamá y su papá la tuvieron a los 17 y 18 años respectivamente, así que para Paola, la idea de tener un hijo a temprana edad no resultaba conflictivo. Sin embargo, no ha podido efectuar su plan, pues para ello tiene que cumplir con algunas condiciones. Admite que es frustrante no estar cerca de alcanzarlas aún, sobretodo cuando se compara con sus padres; le frustra no tener lo que ellos ya habían alcanzado a su edad: “Ellos me dejaron la vara alta […] ¿por qué yo no puedo hacerlo si crecí con más de lo que ellos tenían?” (Paola, 25 años). Los millennials […] son la primera generación de la posguerra que expresa un temor a retroceder (en vez de avanzar) en estatus social con respecto al alcanzado por sus padres; la mayoría de los millennials prevé un futuro que, lejos de allanar el camino con mejoras sucesivas de su situación como las que caracterizaron la historia de vida de sus padres ( y que estos enseñaron a sus hijos a esperar y a esforzarse por conseguir), no hará más que empeorar sus condiciones vitales. (Bauman, 2018: 62) Ante los retos que enfrenta su generación, uno de los grandes temores de Paola es decepcionar a sus padres, que la consideren un fracaso. En general, mucho de lo que relata se remite a la presión de las miradas ajenas y de las pautas tradicionales, pautas que posiblemente no cumpla en el trayecto de su vida, así que lo peor que se imagina de la posibilidad de nunca llegar a tener hijos serían los constantes cuestionamientos por parte de sus allegados. “Mi familia siempre estaría […] de que «¿por qué no tienes niños?»” (Paola, 25 años). Paola afirma que sería más relevante para su familia que para ella misma: “No creo que me moleste tanto si no pudiera llegar a tener hijos […] sería la tía millonaria que viaja por el mundo y no me molestaría, la verdad […] sería una opción” (Paola, 25 años). Una constante en un su narrativa es lo mucho que se debate entre sus deseos y las opiniones de terceros. Relata que siempre le inquieta lo que las demás personas puedan pensar de ella, al grado de tener el poder de hacerla abandonar lo que más le gusta: En sexto […] empecé a engordar […] era muy buena nadando pero lo dejé de hacer porque teníamos que usar traje de baño y me sentía gorda y me sentía fea. Y me acuerdo que una vez que estábamos nadando, un chavo me insultó, me dijo de que, gorda o algo así […] Me sentí muy mal la verdad, y de hecho me salí de nadar y me metí a bañar […] y ya fue cuando le dije a mis papás de que «ya no quiero nadar» […] Realmente me marcó porque hizo que dejara de nadar siendo que me gustaba mucho nadar, pero comparado a lo que me había hecho sentir el muchacho, fue como que, no, no vale la pena. (Paola, 25 años) Paola dice haber mejorado mucho en su autoestima, y ahora se decide a hacer aquellas cosas que le proporcionen bienestar sin importar lo que piensen los demás, procurando considerar únicamente las opiniones de su propia familia. Sin embargo, deshacerse de los cánones sociales es una lucha constante. “No me gusta hacer lo que no está estipulado” afirma al mismo tiempo que se muestra de acuerdo en que existen más formas válidas de hacer las cosas, como sucede en el caso de la crianza, aunque ella siente que es una responsabilidad que pertenece más a las mujeres. En este punto, Paola aclara que le resulta difícil deshacerse por completo del modelo que ha interiorizado en el seno familiar, el cual, asegura, fue un tanto machista. Paola es un ejemplo interesante que podría quedar inscrito dentro de las luchas que enfrentarían las generaciones que se encuentran en medio de un quiebre moral colectivo marcado por una nueva ola feminista y por el consecuente surgimiento de nuevos scripts sociales para los hombres. Sin embargo, los procesos de cambio no son totalmente nuevos para Paola. Originaria de Chihuahua, se mudó a Monterrey a los 11 años con su familia, lo cual significó para ella enfrentarse a nuevas experiencias y cambiar un poco sus paradigmas. Ella considera que uno de los cambios más importantes fue salir de su burbuja familiar y convivir con más personas, más perspectivas y darse cuenta de que a pesar de las diferencias, la gente no es mala. Actualmente, mientras su familia se encuentra viviendo en la ciudad de México, Paola comparte el departamento con amigos, quienes la han visto evolucionar y la describen como la más centrada del grupo, aunque ahora ya se permita salir más y tener más diversión. ”Probó la libertad y le gustó”, comenta una de sus amigas. Distintas concepciones siguen confrontándose en la identidad de Paola. Así, se debate entre las cosas que debería hacer o descartar a futuro. Es esta lucha constante lo que marca su mayor temor: “Darme cuenta que voy a morir y no haber hecho nada de lo que quería […] desperdiciar la única vida que tengo en algo que no quería” (Paola, 25 años). Paola concluyó sus estudios en relaciones internacionales y está en el comienzo de su vida laboral. Uno de sus intereses es abrirse camino en la política, le gustaría poder hacer un buen cambio en la sociedad, de hecho menciona que uno de los pequeños placeres que la motivan en su cotidianeidad, es saber que hizo su buena obra del día. En la misma línea de valores, una de la razones por la cual comentó que le gustaría adoptar, radica en una motivación altruista que nace de las historias que le ha contado su tía, quien trabaja en el DIF (Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia) de Chihuahua. Tomando en cuenta las cosas que le gustaría lograr, expectativas propias y ajenas, así como sus limitantes, Paola (25, años) concluye: “me gustaría casarme y tener una familia, pero no es lo principal”. Para Dagoberto (28 años), quién se describió principalmente como una persona solitaria y muy diferente al resto, la creación de una relación única es lo más atractivo del hecho de pensar en tener hijos, los cuales tendría independientemente de si tiene pareja o no, pues no considera que la presencia de dos personas sea necesaria. Considera más valioso contar con una persona que pueda ofrecer una convivencia enriquecedora (calidad en lugar de cantidad), que tener a dos personas ausentes. Dagoberto argumenta que para él no fue relevante crecer con ambos padres, ya que estos realmente nunca tienen tiempo para sus hijos, siempre están con la cabeza en otras cosas. Su papá y su mamá simplemente fungían como cajero automático, y como la señora que les limpiaba y cocinaba, respectivamente. No tiene problemas con sus padres, de hecho los califica con un diez, pues fueron totalmente capaces de proveer los recursos y cuidados necesarios para él y para sus hermanos. Pero tampoco puede decir que tenga una relación con ellos. Así, al hablar de la mayor ilusión que deposita en el deseo de tener hijos, dice querer compartir con ellos todas las cosas que él disfruta: Quiero enseñarle cosas […] por ejemplo, hay tantos libros que a mi me gustan que yo quisiera que pasaran a otra generación […] No sé si me gustaría ser tanto papá; me gustaría ser abuelo […] a mi me encantaba estar con mis abuelos. (Dagoberto, 28 años) Christine Overall argumenta que “la mejor razón para tener un hijo es simplemente la creación de una relación mutuamente enriquecedora […] Al elegir ser padre, uno está en la posición de crear una relación única y también puede crear a la persona con quien establecerá dicha relación” (Christine Overall citada por Wasserman, 2015:135, traducción: autor). Desde siempre, Dagoberto se acostumbró a realizar actividades en solitario. Su mamá –a quien califica de sobreprotectora– no los dejaba salir ni a él ni a sus hermanos, y en la escuela no hablaba con nadie. En general le es difícil encontrar un punto de convergencia para relacionarse con los demás. Dagoberto observa las interacciones de las personas que lo rodean y no puede entender su comportamiento, percibe que la mayoría de la gente pierde más de lo que podría ganar con sus relaciones. Específicamente, Dagoberto argumenta que entablar una relación romántica, requiere que las dos personas realicen cambios, que ambas pongan de su parte para compaginar las vidas que han elegido compartir. Y si él está dispuesto a trastocar su rutina, qué garantía recibe de que la otra persona se comprometerá igual que él. Por el ejemplo que recibe de compañeros de la universidad y de sus propios familiares, no deposita muchas esperanzas en las personas; argumenta que son infieles de a sus parejas y a ellos mismos de la forma más cínica, y en muchas ocasiones sus relaciones se basan en otras cosas que nada tienen que ver con el amor. Dagoberto nunca ha tenido una relación romántica y sólo ha tenido una experiencia sexual: “es algo que yo creo que tenía que pasar y dije: de una vez […] No me la paso pensando en sexo […] los otros hombres no lo entienden, ni yo lo entiendo” (Dagoberto, 28 años). Dagoberto siente que conforme va creciendo se vuelve más difícil decantarse por alguien. Aunque también supone que se ha construido muchas expectativas por el consumo cinematográfico y literario a través del cual se ha permitido vivir y experimentar emociones. “Y eso está mal también, porque una persona no va a ser como en un libro”, declara. El consumo audiovisual y literario es el centro de Dagoberto, incluso es la primera característica que sus conocidos resaltan al hablar de él. A lo largo de la entrevista se ayuda constantemente de referencias cinematográficas y literarias para ilustrar sus opiniones. Dagoberto menciona que dicho consumo era su escape, primero al vivir encerrado con una madre sobreprotectora, y después, al vivir encerrado por un episodio de enfermedad. A los 21 años le quitan un riñón y permanece convaleciente por un tiempo, la recuperación es lenta. A partir de tal evento tiene que invertir mucho tiempo en su salud; caminar, preparar las comidas apropiadas, someterse a exámenes médicos con regularidad. Así, uno de sus más grandes miedos es volver a enfermarse y llegar a morir solo en un futuro. Dagoberto menciona con horror el fenómeno de las muertes solitarias (Kodokushi) en Japón; personas de edad avanzada mueren en sus departamentos sin que nadie note su ausencia hasta que el olor fétido comienza a molestar a los vecinos. Es un final que mira con horror: “de por sí tengo este problema, que me tengo que cuidar, y estar ahí solo…” (Dagoberto, 25 años). Esto constituye otro motivo para querer tener hijos: No es garantía que te vayan a cuidar, pero si tu te portas de cierta manera con el niño, de alguna manera el niño va a querer estar contigo, te va a querer, es lo lógico […] Quisiera niñas, porque las niñas son más apegadas a su familia […] Porque los niños tienden más a seguir a la esposa y la esposa tiende más a seguir a su familia. (Dagoberto, 25 años) Al preguntarle cómo se imagina su vida con hijos, la visualización que se forma no se aleja del recuerdo que guarda cuando él mismo se hacía cargo de sus hermanos menores. Recuerda que cuando estos nacieron él tenía 14 años. Por un tiempo su mamá cuidó de una tía enferma, así que a Dagoberto le tocó mucho apoyar con sus hermanos; aprendió a cambiarles el pañal, a sacarles el aire, los llevaba a la estética, los recogía del kínder y les ayudaba con la tarea. Eran deberes que a él no le molestaban. El hecho de que sus padres le confiaran el manejo de un auto en preparatoria para transportar a sus hermanos lo hacía sentirse bien, se sentía responsable. Y no sentía que le quitaran el tiempo para hacer otras cosas, pues no es que prefiriera salir a pasear con amigos; antes de entrar a la universidad no tenía amistades que frecuentar y la mayor parte del tiempo lo pasaba en casa. Cosa que cambió cuando dejó Culiacán y se liberó de la vigilancia constante de su madre. Ya que su hermana se mudaría, sus papás decidieron que Dagoberto cursara la universidad en Monterrey para hacerle compañía a su hermana. Dagoberto lo describió como un buen cambio, pues al estar lejos de una madre que les hacía todo, se vio obligado a abrir su caparazón y desarrollar habilidades que le permitieran hacerse cargo de él mismo. En la actualidad, el trabajo no lo describe como una fuente de placer, sino como algo que tiene que hacer para sobrevivir. El quería ser historiador, pero abandonó la idea ante la perspectiva de un trabajo precario como maestro. Terminó estudiando una licenciatura en relaciones internacionales y posteriormente, sin poder estar en condición de buscar un trabajo por su estado de salud, continuó con el estudio de un posgrado. Por su salud, Dagoberto tuvo que volver por un tiempo a Culiacán con su padres, pero después de haber vivido sin tantas restricciones, alejado de ellos, decidió regresar a Monterrey y tomar cualquier empleo sólo para poder escapar del hogar paterno que ahora lo estaba asfixiando. El trabajo que tomó no guarda relación con sus estudios, pero está ahí mientras su salud vuelve al estado óptimo. Es un trabajo relajado de medio tiempo que le permite tener tiempo para cuidarse, pero no es suficiente para mantenerse solo. Actualmente, vive con su hermana, en quien más se apoya viviendo en Monterrey. Dagoberto finaliza identificándose como una persona que tiene problemas que resolver y está tratando de salir de ellos. Por otro lado, Vanessa (25 años) tiene claro sus planes a futuro y se muestra muy optimista al respecto. El próximo año se casará y con ello empezará su más anhelado proyecto: formar una familia. “Siempre que veía hacía el futuro me veía casada con hijos”. Vanessa relaciona esta imagen con su fanatismo por las películas de princesas y por el ejemplo que recibe de la relación de sus padres: Desde chiquita siempre fui fan de Disney […] ya te sabes la historia de todas las princesas de Disney, que está en peligro, el príncipe la rescata, se casan y viven felices para siempre. Bueno, me quería saltar lo de que está en peligro, nada más me quería brincar a felices para siempre. Entonces yo creo que desde chiquita siempre me quise casar, como que mi súper goal era casarme. «Me quiero casar y quiero ser como mis papás, quiero tener esa relación». (Vanessa, 25 años) Las comparaciones son inevitables, y entre tantos casos de familias fracturadas, ella se siente muy afortunada al ver que sus padres han estado juntos y felices desde hace mucho tiempo. En general, deposita sus más grandes satisfacciones en la familia, ya que su círculo familiar ha sido el más significativo para darle un sentido de pertenencia, sobretodo cuando Vanessa estaba a punto de cursar el primer grado de secundaria. Su padre recibió una oferta de trabajo en Estados Unidos; en San Diego no tenían familiares y no conocían a nadie, así que entre ellos cuatro la convivencia fue intensiva, sobretodo entre Vanessa y su hermana, siete años menor; “en ese tiempo me di cuenta que Gabriela es mi todo” (Vanessa, 25 años). Después de un año volvieron a México, lo cual significó adaptarse nuevamente a otro ritmo. La reinserción en una nueva escuela fue parte de tal proceso. “Secundaria no me gustó la verdad, porque no tuve pertenencia a nada”, asegura Vanessa. Justamente por el hecho de sentirse integrada es que le gustó mucho mudarse a Monterrey. Sus primeros años los vivió en la ciudad de México, y relata que “por ser la menor era el moco que nadie pelaba” (Vanessa, 25 años). En cambio, en Monterrey, de donde es originaria su madre, tenía más primos de su edad. Recuerda las tardes de su infancia jugando con sus primos en casa de la abuela después de la escuela. Antes de mudarse a Monterrey, los días enteros los pasaba sola con su mamá, a la cual describe como su principal modelo a seguir hasta la fecha. De niña admiraba su estilo para vestir, y ahora aprecia lo bien que ha atendido a su familia: “mi mamá cocina bien rico, mi mamá siempre ha sido súper limpia. Todas las camisas de mi papá están el lunes a primera hora planchadas y dobladas […] siento que me va a costar mucho trabajo ser así” (Vanessa, 25 años). Al visualizar su futura vida matrimonial con hijos, ella también priorizaría a su familia. “Cuando tenga hijos siento que sí voy a dejar de trabajar para dedicarme totalmente a ellos”. Aunque añade entre risas: “dice Xavier que su mamá está loca y que voy a tener que trabajar porque no quiere que me vuelva loca como su mamá” (Vanessa, 25 años). Hoy es maestra de kínder, pero fue por casualidad que llegó a dicha ocupación. Su primera opción de carrera fue una ingeniería en aeronáutica, pero dudó de su habilidad para las matemáticas. Terminó entrando a la licenciatura de negocios internacionales por una amiga que también entraría ahí. Sorprendida de ella misma, Vanessa afirma que esa fue la única razón por la que entró a dicha carrera, para seguir a su amiga. A finales de primer semestre toma un empleo como ayudante de recursos humanos y descubre que el trabajo de oficina no es algo que desee hacer por el resto de su vida. “Fue lo peor, el peor mes, dos meses de toda mi vida, súper aburrido estar en un cubículo todo el día” (Vanessa, 25 años). Así que en segundo semestre abandona sus estudios. Durante el mes que pasó sin estudiar ni trabajar, una amiga le pidió que la cubriera en el kínder mientras tomaba unas vacaciones. Vanessa disfrutó mucho la convivencia con los niños y desde entonces se instruyó para ejercer propiamente la labor de docente. Actualmente está muy emocionada con la planificación de la boda. Para Vanessa, lo único que podría amenazar el próspero curso de las cosas es que pudiera tener dificultades para embarazarse, pues es propensa a desarrollar quistes. Xavier dice: «no pasa nada, adoptamos», pero yo siento que sí me divorciaría para que él pudiera tener hijos […] yo quiero que él tenga esa experiencia de tener hijos propios. No soy quien para quitarle eso. Dice Xavier que no le importa pero estoy segura que sí. (Vanessa, 25 años) Como mujer, sí no es capaz de darle hijos, entonces le está “robando el derecho” de convertirse en padre biológico. Entonces, si la imposibilidad de tener hijos pudiera ser capaz de disolver su alianza, ¿qué se necesitaría para mantenerse unidos?, después de un largo silencio responde: “No sé, no sé, la verdad…” La maternidad en la unión matrimonial es algo tan instituido, que en un inicio Vanessa no concibe la permanencia del matrimonio sin hijos. Pensar en tal posibilidad hizo que la entrevista se ensombreciera por un instante, pues en todo momento había predominado un aire alegre. Vanessa siempre relataba sus recuerdos y su presente con una sonrisa. Incluso mientras desarrollaba una de sus respuestas se interrumpió ella misma y exclamó: “¡me gusta mucho mi vida!”. Saúl (36 años), la persona más grande de la muestra y originario de Santiago, Nuevo León, describe sus días de infancia bastante apacibles, entre la escuela y actividades de esparcimiento como jugar futbol en terrenos baldíos con sus amigos, o ir a cazar y pescar con su padre después de la primaria. Saúl usa sus recuerdos como escenario para imaginar a sus futuros hijos jugando con él en el campo. “Veo a muchos amigos, familia, todo, que tienen hijos y veo que pues es algo maravilloso. Tener un niño, es parte de ti, estar jugando con él, cuidarlo, enseñarle cosas, verdad…”. Se le pregunta como es que ve a sus hermanos mayores ya casados y con hijos, y responde: “¡batallando!” Después de reír, aclara: “siempre uno ve las cosas buenas […] Me imagino que es parte del show […] Yo sé que es complicado, pero me imagino que es un proceso, un ciclo de vida ¿no? Niños, creces, tienes la familia, te mueres y se acabó” (Saúl, 36 años). Siendo el de mayor edad en la muestra, Saúl fue el único que habló de tener hijos en términos de un “ritmo biológico secular”, algo que lo diferenció de generaciones más jóvenes, para quienes tener hijos se convierte en un proyecto de vida que tendría que sumarse a enriquecerlos emocionalmente, si es que deciden tenerlos; tener hijos sería una experiencia de consumo emocional. Willard Waller, al analizar el tratamiento que sus contemporáneos daban a las relaciones amorosas, señala que lo que las diferenciaba de las practicas de épocas anteriores, es que las actuales constituían una “conducta orientada a la búsqueda de emociones”, la cual fue alentada por el mercado de ocio, el cual asociaba los bienes ofertados “con el exotismo, la caza de experiencias intensas y genuinas, las emociones fuertes y la búsqueda de romance” (Illouz, 2009: 65). Tal actitud se está convirtiendo en la norma para la generación actual, a la cual se le inculca no sólo buscar la emoción en las relaciones amorosas, sino en todo lo que hagan; no limitarse a trabajar por subsistencia, sino desempeñar una actividad que los apasione; no limitarse a formar un patrimonio y red de seguridad con su familia, sino hacer de esta, cómplice de aventuras emocionantes que nos enriquezcan como personas. Esta clase de discursos, tan promocionados actualmente, fue mucho más débil en la narración de Saúl, quien remite sus planes a un curso de vida estructurado y tradicional, cuyo objetivo no es necesariamente consumir las experiencias más intensas de la vida; él está de acuerdo con la idea de simplemente existir. A lo largo de su narración, explicaba cada etapa vivida como un curso natural por el que todos pasan. Estudiar la prepa, luego la universidad porque es lo que sigue; trabajar, seguir adelante, portarse bien… Son acciones u obligaciones incuestionadas más que convicciones personales. Otro punto presente en las respuestas de Saúl, es que un hijo te empuja a ser mejor. Víctor y Fernanda también mencionan algo similar. Existe una motivación cuando hay alguien que no espera más que cosas buenas de ellos. Y de acuerdo con Malishev (2002), cuando existe una exigencia que los reconoce, también tiene la capacidad de determinarlos. Los hijos ya piensan que sus padres son fabulosos, y estos piensan que pueden llegar a ser fabulosos por sus hijos, para no decepcionarlos, para sentirse bien a través de la valoración positiva que sus hijos hacen de ellos como sus absolutos héroes. Al preguntarle que es lo que más teme a sus 36 años, Saúl responde: “nunca poder tener familia, cosas de esas […] quedarme de solterón”. El miedo viene de la imposibilidad de encontrar una pareja y de la insuficiencia de recursos económicos para mantener a una familia; es pesado cargar con la consigna masculina de ser el proveedor. Actualmente vive con sus padres y lleva un par de meses con su novia, pero todavía no hay planes cercanos de boda. El dinero es un gran impedimento; “veo a compañeros con dos tres hijos y digo ¿cómo le hacen?, si a mí ni me alcanza” (Saúl, 36 años). Saúl considera que el arreglo tradicional en el que fue criado sería el ideal para vivir tranquilos y en orden como sociedad, la cual concibe hoy en día como un caos al compararla con los comportamientos de otras épocas, en las que la unidad y el respeto al interior de la familia le parecían más sólidos. “Ahora los niños andan todos desbalagados […] me imagino que sí les afecta a los niños, no tener a su padre no tener a su madre” (Saúl, 36 años). Saúl remite tal situación a las presiones económicas, sabe que a muchas parejas no les queda otra opción. Ambos tienen que trabajar y el hijo queda relegado al cuidado de un tercero. Saúl quisiera poder cumplir con las características de un buen proveedor para evitar tal situación, sin embargo ve algo difícil llegar a ser el único sostén del hogar. Sí Saúl no puede cumplir con el rol de proveedor, Gerardo (25 años), se enfrenta a más vías cerradas. Al crecer sabía que de ninguna forma estaba cerca de cumplir con los estándares de posición socioeconómica, orientación sexual, apariencia física, etc. …pues en el mundo soy otra persona, y pues hago lo mejor que puedo […] socialmente, o sea, el hombre blanco está arriba y yo soy un hombre moreno homosexual con sobrepeso […] Tampoco es como que sienta que ¡uy, el mundo me ama! […] sé que estoy en desventaja socialmente, pero tampoco es como que me preocupe, porque me he dado cuenta que hay gente que pues, me encuentra atractivo y hay gente que me encuentra valioso y digo: pues ahí está, como que todos tenemos nuestro lugar […] En algún punto la sociedad hace que no te gustes, pero eso es mercadotecnia, ya lo sé. (Gerardo, 25 años) Al ser vetado de los cánones, de alguna forma Gerardo a tenido que hacerse de un camino aparte en el que la existencia de alguien como él tenga validez. Gerardo supone que la libertad que encontró para confeccionar su persona corresponde a la situación de sus padres cuando llegaron a Monterrey sin tener conocidos o familia en la ciudad. Gerardo carecía de parientes con los que pudiera ser comparado, nunca le dijeron que se comportara y siguiera los pasos de alguien más. Gerardo afirma que siempre le ponían ejemplos de lo que era incorrecto, pero nunca le dieron ejemplos de cosas positivas a seguir, ese espacio estaba libre para que Gerardo lo llenara, le enseñaron a ser su propio guía. “Mis papás me convirtieron en esa figura superior”. Gerardo supone que fue consecuencia de las propias limitaciones de sus padres (pero también valdría la pena preguntarnos si sus padres habrían inculcado los mismos valores a Gerardo si hubiera sido niña): Como mis papás no tenían nada de estudios […] mi mamá decía «no, pues tú soluciónalo». O sea, era como de que «ayúdame con mi tarea», y era de que «no, pues yo que voy a saber, no le entiendo, o sea, tú vas a la escuela, tú soluciónalo». (Gerardo, 25 años) Gerardo relata que nunca le enseñaron a complementarse con otros, lo criaron para que se pusiera en primer lugar, pues según Gerardo, sus padres tuvieron que ser así en algún momento de sus vidas al enfrentar situaciones de precariedad y sin contar con una red de apoyo en la cuidad a la que acababan de llegar. Como nunca tuvimos nada, o sea, literal crecí sin nada, o sea recuerdo que teníamos una tele de blanco y negro y era como que lo mejor, era lo único electrónico que tenía, entonces como nunca crecimos con nada, nunca fui tan materialista […] era así como que muy de inventarme yo mis cosas, a mi me gustaba la música y me gustaba colorear […] dibujaba o me compraban plastilina y yo era muy contento. (Gerardo, 25 años) Esos eran sus principales pasatiempos, pues en su infancia no era tan común tener otros niños con quien jugar. Posteriormente nació su hermano, y le gustó la idea de tener finalmente un hermanito con quien jugar, pero de todos modos Gerardo no le prestaba mucha atención. “Como siempre viví rodeado de adultos […] las figuras adultas para mí eran como más empáticas que los niños, o sea, a los niños los veía así como «que hueva», así de que, «ese niño se está comiendo el Resistol»” (Gerardo, 25 años). Gerardo continuó con sus pasatiempos en solitario, en parte impulsado por su mamá, quien trataba de conseguirle rompecabezas o libros para colorear porque una maestra de preescolar le dijo que Gerardo era un niño muy listo, así que su mamá procuró seguir estimulándolo. Gerardo declara que en un inicio la ejecución satisfactoria de sus deberes escolares provenía de una motivación intrínseca, disfrutaba la actividad en sí misma. Posteriormente descubre que una buena calificación es motivo de aprecio: “¡ah! Pues a la gente le gusta que saque dieces, y a la gente le gusta que seas excelente”. Con el reconocimiento que ganó comenzó a cargar con una expectativa: “tenía que poner mucho de mi parte para cumplir con unas exigencias que nadie me pedía, pero la gente se acostumbró: «¡ay, pues siempre sacas cien!»” (Gerardo, 25 años). Actualmente asegura seguir motivado a hacer bien las cosas, no tanto por lo que puedan esperar de él, sino porque le molesta saber que la imperfección existe y está presente en lo que hace. Aunque los demás no vean los desperfectos en su trabajo, para él son evidentes y siempre están presentes, y se esfuerza por hacerlos desaparecer lo más que pueda. Este perfeccionismo, podría estar relacionado con el desempeño sobresaliente de personas homosexuales. Al discutir este patrón de excelencia, muchos investigadores concluyen que al sentirse despreciados por su orientación sexual –parte importante de la identidad de una persona– los homosexuales buscan compensar este rechazo, haciéndose meritorios de respeto y reconocimiento por otros medios, como el desempeño académico o profesional. Tal fenómeno no sólo sucede con la orientación sexual, en otros planos podemos sentirnos rechazadas, menospreciados, y terminar recurriendo a prácticas compensatorias para probar nuestro valor ante los demás. Más allá de su trabajo y proyectos artísticos personales, Gerardo encuentra el mundo lleno de imperfecciones monumentales que hacen sufrir a las personas, y ante tal panorama encuentra inconcebible traer otro ser humano al mundo: Ahorita yo siento que ya sería casi casi de que un crimen, o sea, el mundo está bien culero, ya no hay recursos naturales, ya no hay oportunidades, ya no hay dinero […] ¿Para qué quieres traer a otro ser humano? (Gerardo, 25 años) Aunque Gerardo cree que las personas pueden salvarse a si mismas y que se puede cambiar el curso del mundo, no deposita demasiadas esperanzas en dicha posibilidad. Al mismo tiempo, ante el carácter contingente de la vida prefiere no tomar riesgos por otra vida que no sea la suya: “¿Qué pasa el día que me case mañana, tenga un hijo y al otro día me pase algo o me de pinches cáncer y me muera? […] ¿qué va a pasar con esas personas que dependen de mí?” (Gerardo, 25 años). En este punto resulta interesante contrastar la visión de Gerardo con la de Antonio (el hermano de Fernanda). Al confrontarlo a preguntas similares a las que Gerardo se hace a sí mismo, exclama: “¡Quién se pone a pensar en eso! […] si me pongo a pensar ya no hago nada” (Antonio, 19 años). Antonio acepta la existencia de verdades agobiantes, pero hace lo posible por alejarlas de sí. En tal sentido, Benatar (2015) asegura que las personas no buscan beneficios intrínsecos en acciones como tener hijos, sino paliativos para mantener a raya los males de la vida, los cuales son una constante de la cual tratamos de escapar: Por ejemplo, tener un trabajo gratificante, pasatiempos interesantes, relaciones personales satisfactorias, podrían parecer beneficios intrínsecos. Sin embargo, también son formas de evitar perjuicios como el descontento, el aburrimiento, soledad, tristeza y estrés. Una vida privada de tales bienes sería una vida aburrida y por lo tanto, su presencia es una forma de deshacerse de algunos males. (Benatar, 2015: 31, traducción: autor) De tal manera, Gerardo ve con horror utilizar y comprometer la vida de alguien más en el curso de la suya, de la cual, la independencia es lo que más aprecia. Me gusta la idea de la libertad, no me gusta la idea de atarme, entonces por eso ya cuando descubrí un poco más y dije «¡ay!, hay parejas que funcionan abiertas […] o hay unos que son tres esposos y viven felices» […] hay más modelos, entonces ahí descubrí de que, okay, el modelo matrimonio, pues, adiós, hay más figuras. Pero en la de los hijos no pasa eso […] ya no lo puedes devolver […] por eso, hasta cierto punto agradezco ser homosexual, porque los embarazos no deseados no son parte de… (Gerardo, 25 años) Gerardo no ve ningún punto negativo en no llegar a tener hijos, pues tenerlos no lo salvaría de su más grande miedo: A mí lo que me da miedo es llegar a un momento de mi vida donde ya no pueda hacer las cosas y alguien las tenga que hacer por mí […] alzhéimer… quedarme senil […] ya no ser yo independiente […] Se va a oír feo, pero tampoco me gustaría vivir tanto, porque siento que entre más creces, más la pasas mal. (Gerardo, 25 años) Más adelante, Gerardo supone que este afán por mantenerse en control e independiente para alcanzar sus sueños y metas, también viene de la educación que la mayoría de los hombres reciben: educados para ser territoriales y pensarse con el derecho y poder de hacer su voluntad y perseguir incansablemente sus deseos. Lo que lo motiva actualmente son sus proyectos artísticos personales y laborales. Y argumenta que si deseara ser trascendente o dejar un legado, le gustaría hacerlo a través del arte, no a través de una persona. Sobre su trabajo menciona que si bien es cierto que hay momentos de mucho estrés, en general le resulta gratificante, principalmente cuando el impacto de su labor es palpable. “Como es una agencia chiquita, pues como va creciendo, sientes que el éxito es tuyo también” (Gerardo, 25 años). Mónica (30 años), psicóloga dedicada a la docencia y diagnosticada por su terapeuta como “hija parental”, es otra de las personas que rechaza categóricamente la idea de tener hijos, pues de alguna forma ella ya tuvo esa carga con su hermana menor. Ella era muy sobreprotegida, yo creo que por el tema este, desde que el nacimiento hubo como una complicación. Siempre, «ella no tiene la culpa, ella pobrecita, está chiquita, no piensa, no esto…» Eso pudo haber causado un poco de recelo, pero nada significativo, cero. Y ya después, pues la separación de mis papás […] se separaron un tiempo y yo creo que lejos de que […] mi hermana y yo, de que nos desbalagáramos, al contrario, era como que nos hicimos más muégano, totalmente […] yo iba a firmar calificaciones, yo iba por ella en las tardes. Cuando ella estaba en la prepa yo hice el servicio social en esa prepa, me metía al SIASE de stalker a ver como le iba en la escuela, que no faltaba y así […] Todo mi mundo giraba alrededor de ella […] Yo me hice responsable […] para que no se sintiera sola, para que no se sintiera estresada. Porque una vez a mi mamá se le olvidó ir por ella […] salía a las 10:30 y mi mamá fue a las 12:30 y mi hermana se traumó y se le empezó a caer el pelo […] fueron como dos, tres años de que mi hermana con un pedazo de cabeza sin pelo […] entonces yo iba por ella, yo me hacía cargo […] Y sí fue para mí estresante porque no podía quedarme en la facu o en la prepa a jugar, babosear, porque de que «¡ay! es que Gisela no tiene qué comer, y es que si no sé qué…» entonces pues tenía que regresarme a la casa. (Mónica, 30 años) De hecho, su hermana, cinco años menor, le dice mamá a Mónica, mientras que ambas se dirigen a sus padres por sus nombres de pila. “No hay como un, no digo respeto, sino, no hay como una asociación a paternidad, o algo paternal hacia mis papás” (Mónica, 30 años). Después de años lo platico con mis papás y me dicen: «o sea, nosotros nunca te dijimos nada». Y sí es cierto, nunca fue como que «tú eres la mayor y tienes que…». O sea cero, nada que ver. Yo le pagué la mitad de la carrera a mi hermana, si no es que más. Se fue de intercambio y yo vendí mi carro para que ella se fuera […] Fue porque yo quería y porque me hacía sentir bien. (Mónica, 30 años) Cuidar de su hermana era el centro de su vida, así que Mónica relata hasta qué punto le afectó la decisión de su hermanita de irse de intercambio académico: Se me viene el mundo encima, empecé a llorar, de que : «es que, ¡qué vas a comer y no tengo dinero!». Su hermana le contesta: «No te estoy pidiendo permiso, o sea, te estoy avisando, te estoy diciendo que qué padre, que vayamos a tomarnos unas cheves para festejar». Y ya fui con mi psicóloga […] y ese fue el tema central «es que la niña se me va». Me dice: «¿cuál niña? Tú no tienes niña» […] Y ya fue un trabajo que llevamos en terapia. (Mónica, 30años) Mónica asegura que ese intercambio fue bueno para que las dos crecieran: Yo creo que ese viaje sí le sirvió para […] echarse los problemas, y yo de que no depender de sus problemas para sentirme útil […] Ahora entiendo cuando le llaman el nido vacío […] haz de cuenta que es lo que me pasaba, pero yo tenía 25 años […] En base al análisis propio, las decisiones que ahora tengo a lo mejor, de no formar una familia como mía, es porque ya la tuve. (Mónica, 30 años) Ahora lo que más valora es su tranquilidad, lo que más procura es hacer de su hogar un refugio, un espacio para ella. Si antes se desvivía por todos y era muy aprehensiva, actualmente busca su propio bienestar, cosa que no podría hacer con hijos. Mónica piensa que si los tuviera, sus días serían demasiado acelerados y saturados. Asegura que nada la hará cambiar de opinión y declara no ser influenciable, pues sabiendo lo que no desea, más que lo que desea, es que su voluntad se vuelve inamovible, aunque esté rodeada de medios que traten de dar forma a los deseos de las personas ella dice “soy centrada y conozco mis posibilidades”. Yo creo que otro problema que tenemos todas las personas es que idealizamos más allá de nuestras posibilidades. Si yo sé que él (su novio) no puede tener y a mi no me nace, no voy a idealizar […] mi felicidad está aquí, qué tengo que andar buscando hasta allá. Yo creo que es uno de los principales factores que psicológicamente afectan a las personas que no pueden tener hijos: el deseo de tener. (Mónica, 30 años) Marvin Harris asegura que las personas ya se están desencantando de las supuestas satisfacciones de tener hijos. “Ya hoy en día, cualquier dueño de un animal doméstico confirmará gustosamente que sus perros o gatos les dan tanto cariño como las personas y a un coste, emotivo y monetario, considerablemente inferior” (Harris, 2012: 237-238). De esta forma, Mónica asegura estar contenta con su “perrhijo”. Entre sus llaves se asoma la foto del perro y comenta que, si antes le parecían ridículas las personas que lloraban por sus mascotas, ahora las comprende. En el caso de Rodolfo (29 años), novio de Mónica, la idea de tener un hijo nunca ha pasado por su mente porque en primer lugar a él siempre le costó visualizarse a sí mismo, simplemente no podía imaginarse en el futuro. De pequeño no sabía como responder a la pregunta, ¿qué quieres ser de grande? Y ahora, en las entrevistas laborales, las peguntas del tipo: ¿en dónde te visualizas dentro de diez años?, le parecen irritantes. Rodolfo dice no pensar en el futuro ni en como desea presentarse ante el mundo, no se siente cómodo etiquetándose o hablando de objetivos a largo plazo porque dice no tener objetivos claros: “yo simplemente hago lo que me gusta, y lo que no, no” (Rodolfo, 29 años). “Mis papás nunca me gritaron y nunca me pegaron. Me contaban que de niño una vez me gritó mi papá, muy chiquito, y se me paró el corazón y de ahí se asustaron”. Fuera de la enseñanza de respetar a los demás, asegura que sus padres fueron bastante laxos en sus exigencias. Nunca lo forzaron a hacer nada que él no deseara, ni siquiera asistir todos los días a la escuela. “Me decían siempre desde chiquito «esa es tu responsabilidad, tú sabes si quieres ir o si no quieres ir»”. Te digo que nunca me había visualizado en una parte. Ella (Mónica) me dice: «¿por qué? ¿por qué eres así? Sabes hacer tantas cosas, todo lo haces bien, todos te felicitan» Y yo: «¡wey! si no hubiera sido por ti realmente yo hubiera vivido debajo de un puente con un perro, yo hubiera sido feliz». O sea, no es como que yo ‘deseo’ yo ‘quisiera’. No es como que voy a ser feliz si tengo ese carro, o voy a ser feliz si vivo aquí… No sé, será que de niño me dieron todo; como que le perdí el valor a las cosas. O sea, realmente lo que adoro es el momento… (Rodolfo, 29 años) …esta es una de las razones por las cuales él resintió mucho la pérdida de una de sus tías; ella pasaba mucho tiempo con Rodolfo cuidándolo y jugando con él después de la escuela mientras sus padres trabajaban. Por lo anterior, para Rodolfo, en todo caso, el punto de tener un hijo sería compartir, cosa que no ve suceder con sus conocidos, a quienes acusa de llevar vidas paralelas: «¡Ay sí, es que es muy padre!», y luego van con su amigo y le dicen «¡wey! quisiera hacer esto pero ahí tengo al hijo» o «¡ay! quisiera ir en la tarde pero ahí está mi niño» […] O sea, ¡Wey, tampoco es tu candado! […] Yo creo que en ese momento deberías decir: «no, prefiero estar con mi hijo» […] No conozco personas que digan eso […] «O vamos a un lugar donde pueda ir mi hijo» o sea, nunca te dicen eso. (Rodolfo, 29 años) Rodolfo no quisiera andarse escondiendo de sus hijos para hacer su vida. Relata que él acostumbraba acompañar a sus padres cuando estos platicaban con sus amigos, y siempre eran ellos mismos, dentro o fuera de casa eran iguales: Tienes que enseñarle a tu hijo que después del trabajo tengo amigos y podemos convivir, y podemos tener una relación sana con todas las demás personas […] también hay temas que no me platicaban, por obvias razones, pero digo, realmente puedes platicar con una persona, no importa la edad, creo yo. (Rodolfo, 29 años) Rodolfo está convencido de no querer hijos. Pero dice que llegando a fantasear, como un mero juego en el que tratan de imaginar que características tendría la persona que saliera de sus genes, si quisiera tener un hijo, quisiera que fuera niña por la simple curiosidad de poder visualizar a su novia de pequeña. …te digo, sigue siendo algo narcisista de la parte de alguien […] pero no es realmente como que quiera compartir la vida […] es realmente una curiosidad, pero pues una curiosidad que va a comer, es una curiosidad que va a gastar dinero, es una curiosidad que me va a quitar mi tiempo, mi novia, que nos va a cansar, que nos va a hacer viejos. (Rodolfo, 29 años) Rodolfo tampoco quiere caer en la trampa de pensar así: “Es como aburrimiento, o sea, ya tengo dinero, ya tengo… ¿Qué, ahora? ¿qué hago? ¿un hijo? O sea no lo quiero ver así” (Rodolfo, 29 años). A parte de esta visión que mantiene sobre las razones apropiadas para tener hijos, no los quiere porque asegura que de alguna forma ya se ha dado una idea del enorme compromiso que un hijo conlleva. A pesar de ser el menor de tres hijos, el tuvo que ayudar con el cuidado de una de sus hermanas mayores, la cual vive con una incapacidad. Tal responsabilidad, le impidió hacer más cosas durante la prepa, pues fue en ese tiempo que su padre fallece y la familia pasa por un aprieto económico que después de un tiempo logran superar. A pesar de las dos pérdidas que enfrentó en su juventud, dice no tener miedo de su propia muerte. Lo que sí teme es morir y dejar sola a su novia, con quien recientemente se acaba de mudar. Después de relatar las situaciones experimentadas, Rodolfo tiene la seguridad de decir que es bueno para adaptarse y encontrar soluciones. De hecho dice que aunque disfruta y le gusta lo que hace como diseñador gráfico, tal vez hubiera sido mejor estudiar alguna ingeniería para explotar la curiosidad y goce que encuentra en los procesos de resolución de problemas. Rodolfo disfruta mucho desarmar las cosas y ver como funcionan, lo cual ha sido de gran ayuda para el proyecto de diseño de máquinas de videojuegos en el cual trabaja actualmente. Aunque confiesa que este proyecto ya le aburre. Al principio, cuando tenía que investigar cómo hacer las cosas, le resultaba emocionante; el proceso de aprendizaje y descubrimiento es lo más estimulante y placentero para él. Pero ahora que ya sabe como hacerlo le cuesta trabajo encontrar la motivación para continuar con el proyecto. A lo largo de las entrevistas presentadas hemos podido observar como es que las lógicas hegemónicas que dictan una determinada valoración de las personas a través de nociones como “género”, “raza”, “clase social” y “sexualidad”, terminan inmiscuyéndose en la visión de cada persona que conforma nuestra muestra. Dependiendo del grado de fricción que ocasione en su realidad, una noción pesará más que las otras en la narrativa de cada individuo, esto no significa que se anule la operación sinérgica de las demás nociones en su vida; todas y todos son atravesados por el género, raza, clase social y sexualidad, categorías que permean a través de cuatro dominios; “estructural, disciplinario, hegemónico e interpersonal” (Cubillos, 2015: 128). Sin embargo, así como vimos reflejos de las dinámicas históricas que producen a las personas, también encontramos en sus narrativas, eventos particulares con la capacidad de deshistorizar, como lo observamos en el caso de Dagoberto. Podría decirse que su cuerpo pasó por un proceso de experiencias deshistorizadoras; a diferencia de la gran mayoría de los hombres, su vida se desarrolló en el ámbito privado, en el que su madre hacía que él y su hermana colaboraran de forma equitativa en las labores domésticas. Aunado a su condición de salud, en lugar de buscar experiencias fuera del hogar, se procuraba una extraterritorialidad de emociones y sentimientos a través del consumo audiovisual y literario. Todos estos eventos, lo han diferenciado de sus congéneres, y él mismo se percibe como alguien anormal, sin encontrar muy bien su lugar de pertenencia, al identificar que su visión y sentir no encaja con las prácticas hegemónicas. 8. CONCLUSIONES Cada persona entrevistada aprecia en mayor o menor medida una serie de posibilidades, y con ello, cada deseo se subordina a las probabilidades de éxito que nuestros sujetos aprecien, alentándolos o desmotivándolos en diversos planos. Sin embargo, los deseos no son permanentes en el curso de una vida, pueden debilitarse, tomar fuerza o cambiar por completo, ya que la motivación detrás de nuestros anhelos está “en continuo flujo, en un estado de crecimiento y declive perpetuo” (Soriano, 2001: 6). El concepto de motivación se encuentra implicado en un proceso de evaluación sobre la oportunidad y pertinencia de practicar determinado comportamiento, de ello no se deduce la adjetivación de algo en el sentido de bueno o malo, agradable, etc. Es decir, estar motivado para practicar los comportamientos de cohesión supone que la persona quiere practicarlos por las consecuencias de estímulos asociados con los comportamientos. (Piña, 2009: 32) En general, cada persona, constreñida por el contexto histórico, apunta hacia los cánones de su tiempo que, de no poder cumplirlos, las obligan a contemplar otras configuraciones. Y la flexibilidad que tengan para conciliar su realidad y bienestar dentro de los parámetros instituidos, tendrá mucha relación con la gama de recursos, herramientas materiales y simbólicas propias de su posición social, así como del valor que otorgan otros y ellas mismas a sus saberes y aptitudes. Así, para quienes tienen la posibilidad de vislumbrar más opciones, atractivas y viables, la actitud y sentimiento que en ellos se desencadena ante la posibilidad de una vida sin hijos, es bastante diferente de quienes no avistan caminos satisfactorios y factibles en otros campos fuera de la familia. En este sentido resulta interesante observar que quienes más temían un futuro sin hijos y por lo tanto su respuesta positiva al deseo de tener hijos se tornaba más categórica que en otras personas de nuestra muestra que también los deseaban, eran quienes poseían menos círculos de referencia, intereses, o satisfacción laboral. Dentro de nuestra muestra existía una gradación entre el deseo de tener y no tener hijos inversamente proporcional a la autovaloración de habilidades y satisfacción proveniente de otros medios. Generalmente el medio más propenso a disputarse el primer lugar en los intereses de las personas que no deseaban hijos, o que estaban dispuestas a negociar una vida sin ellos aunque los desearan, era la ocupación laboral, por constituirse como la mejor oportunidad para acceder a los recursos de subsistencia y por las probabilidades de reconocimiento que este les pudiera ofrecer en la construcción de una identidad, ya sea a través de la satisfacción desprendida del orgullo que produce la ejecución habilidosa de una actividad, o a través de la escalada salarial, pues el dinero, altamente fetichizado, contiene la promesa de todo lo demás. Las personas se vuelven más categóricas a la hora de decir sí o no a un hijo cuando este es decisivo en la pérdida del objeto más valioso en su sistema personal de valores –el cual deriva en gran parte del contexto histórico– así, existe una serie de valores compartidos por muchas personas que viven en determinado tiempo, valores que en otras generaciones podrían cambiar substancialmente como consecuencia de los cambios en los modelos de producción que, a partir de los deseos, necesidades y limitaciones que crea, se vuelve el principal eje histórico, el de mayor poder para permear en la vida de cada individuo (Busso, 2017). Con razón, Barry afirma que el pensamiento económico es una forma de teoría social, pero este pensamiento y sus diversas formas “están basadas en principios morales particulares, incluyendo concepciones sobre la naturaleza humana y sobre el valor del mundo no humano” (Barry, 2007: 205, traducción: autor). Las formas económicas constituyen todo un sistema moral, y cuando este cambia, nosotras también lo hacemos. Y desde que el mercado capitalista, haciendo uso de sus prácticas parasitarias, se fusionó con los ideales de libertad y hedonismo para promover el consumo de ocio, ha impulsado un discurso que fomenta una nueva moralidad, la cual valora la felicidad e incita a adoptar la filosofía de «vivir el momento» (Illouz, 2009). Según Damásio (2010), mediante estos nuevos discursos, se refuerza una «sensibilidad hedónica» desencadenante de dos posibilidades: (1) un comportamiento voraz y autodestructivo que sólo busca las recompensas inmediatas y más gratificantes (dañinas para las relaciones sociales y para el medio ambiente); o (2), la posibilidad de refinar la «sensibilidad hedónica» para transformarla en una «sensibilidad a las consecuencias remotas», apostándole al estímulo de la imaginación para que nuestro cálculo de ventajas y desventajas tenga consideración de los posibles impactos no sólo en nosotros mismos, sino en los demás; no sólo en la inmediatez, sino en el futuro. Damásio cree que educar la sensibilidad desde una ética hedonista de la felicidad, podría ser benéfico para desarrollar la sensibilidad que nos facilite entrever las consecuencias culturales de nuestros actos, y tomar decisiones más concienzudas y gratificantes sin perjudicar o sacrificar otras cosas o personas a largo plazo. Estas observaciones podrían sumarse al intento de rastrear la procedencia de explicaciones tan escrupulosas en algunos de nuestros entrevistados, quienes incorporan más elementos a considerar en sus balances para obtener el resultado que aporte más satisfacciones que disgustos a largo plazo, tanto para ellos como para el hijo hipotético. Este proceso de análisis y discernimiento adoptado por nuestros entrevistados corresponde a la configuración de nuevas moralidades detonadas por las vicisitudes derivadas de los modos de producción. Con el general y breve recuento de cambios históricos mencionados a lo largo de la presente investigación, podemos armar una secuencia (no exhaustiva) que explica como es que de una generación a otra, el tener hijos y convertirse en padre y madre, puede pasar de un rol atávico –tradicional en el sentido de aceptar religiosamente “un tipo de verdad” (Pérez, 2014:379) o de creer en un destino inherente al ser humano– a una decisión de mayores exigencias éticas. Tal dinámica la vemos reflejada en Saúl (36 años), la persona más grande de nuestra muestra, quien alude a un deber ser ya establecido: tener su familia, portarse bien, trabajar y continuar con el ciclo de la vida; mientras que el resto de la muestra –la cual ha estado más expuesta a la consigna de la felicidad, posicionada antes que la obediencia y el respeto a la autoridad– tendía a ser más especifica y buscaba explicar la procedencia de aquellas motivaciones que los impulsaban a desear hijos o no, tratando de dimensionar la razón de sus elecciones y previendo futuros impactos. Otro punto interesante observado en nuestros entrevistados es que, moldeados por múltiples eventos, se decantan por una vía u otra para obtener el reflejo que los defina satisfactoriamente, ante los demás y ante sí mismos, procurando mantener una línea coherente con los sistemas de valores a los que han estado expuestos y que han interiorizado en diferentes grados, como lo vimos con Paola. No obstante, los sistemas que tratamos de compaginar pueden ser contradictorios y no siempre tendrían porque encajar con una determinada realidad. En un mundo lleno de valoraciones en constante fricción, las personas de la muestra que han tenido más conflictos para entrar en los cánones de lo que significa ser una familia, un hombre, una mujer, una persona valiosa, etc., han sido las más propensas a cuestionar y reinventar sus formas. Mientras que aquellos que se encuentran en posiciones alineadas a los ideales hegemónicos no problematizan algunos de los principios del orden social, y han mostrado “la prontitud para seguirlos y transmitirlos” (Bordignon, 2005: 57). Malishev (2002), afirma que las personas que avanzan por la vida sin contrariedad alguna, no tienden a la autorreflexión, pues no necesitan de ella. Generalizando, la autorreflexión surge de la necesidad de resolver un problema, pero al carecer de problemas ¿por qué habríamos de cuestionar nuestro recorrido y forma de actuar? –aunque un exceso de problemas también podría surtir el mismo efecto sobre personas cuya situación sea tan abrumadora, que no puedan darse el lujo de la autorreflexión– por otro lado, enfrentadas a situaciones de fracaso, las personas tienen la necesidad de contemplar su situación en busca de soluciones, es entonces que bajo ciertas condiciones, cabe la posibilidad de identificar las causas de nuestra posición en el mundo y nuestro valor en él, pues al preguntarnos qué podemos hacer, debemos preguntarnos “¿de qué historia o historias me hallo formando parte?” (Naval, 1997: 768). Las suposiciones anteriores, encuentran ecos al interior de nuestra muestra; los extremos del espectro podrían ejemplificarse burdamente con el contraste entre la narrativa de Vanessa y Gerardo. Mientras Vanessa se desliza suavemente en el orden social establecido y se dice feliz en él, ya que su realidad y deseos interiorizados desde la infancia encajan con los ideales hegemónicos, la realidad de Gerardo encuentra constantemente puntos de fricción que lo han llevado a buscar explicaciones que den cuenta de las situaciones –a veces poco agradables– que vive. Sin embargo, sería un poco forzado apresurarse a afirmar categóricamente que en tales experiencias de frustración o concordancia con el estilo de vida y valoraciones hegemónicas, radique el bloqueo o la motivación definitiva hacia la autorreflexión, pues las dinámicas sociales son muy bastas y no podemos reducir a un sólo criterio, un determinado resultado. No obstante, servirnos de la consideración de unos cuantos criterios, contribuye a la consecución y comprensión de otros. En el intento de armar una disquisición lo más completa posible, y sin ser una ilustración exhaustiva, sino un bosquejo inicial para ahondar en preguntas más puntuales en futuras investigaciones, es que fue importante en este trabajo, partir del concepto de identidad. Pues la identidad, en su función de marco orientador, comienza con una interpelación, a la cual podemos alinearnos sin problema, o rebelarnos. Y es en este proceso, que se insertan todos los factores derivados del contexto histórico, el cual proporciona las pautas generales de comportamiento para la muestra que estudiamos, así como las guías heurísticas que nos permiten trazar supuestos generales para responder al cuestionamiento principal de esta investigación, la cual se constituye como un esfuerzo por generar un conocimiento vinculante entre dinámicas que van desde lo macro hasta lo micro, y viceversa. Pues las experiencias particulares recogidas en el trabajo de campo, representan eventos con la capacidad de deshistorizar, los cuales, lejos de significar un problema para la consistencia del conocimiento social, significan una ampliación de este. “El progreso del conocimiento y la creación de las ciencias nuevas se realizan mediante las antihistorias, que demuestran que un determinado orden, que es el único posible en un plano, deja de serlo en otro plano” (Lévi-Strauss, 2012: 379). Así, nuestros planos son individuos que nos ofrecen una mayor comprensión de su realidad y acciones, motivados, como hemos visto, por diferentes experiencias personales y contextos sociales. Si bien es difícil obtener una sola respuesta que aplique a realidades tan diversas, obtenemos un ejemplo del proceso en el que trabajan los multideterminismos que nos definen. Así, podemos concluir que el deseo de procrear no es un deseo ineluctable en el ser humano, es tan sólo una de las posibles opciones que tenemos para satisfacer una necesidad que sí es inherente a todo ser humano: la necesidad de reconocimiento; todos buscamos satisfacer por distintos medios una necesidad emocional para sentirnos satisfechos y protegidos en un mundo contingente. Somos seres gregarios que necesitan de otros para existir y formarnos una identidad que guíe nuestro actuar. Y para lograr satisfacer tales necesidades, una solución con la que casi todo el mundo ha podido contar, es formar su propio séquito, buscar pareja, luego tener hijos y así asegurarse un lugar de pertenencia y reconocimiento. Aunque no siempre sea sencillo identificar las causas de cada uno de nuestros actos –ya sea porque es imposible asir y explicar al mismo tiempo todas las variables que nos determinan, o también porque nacemos confrontadas a expectativas instituidas que, siendo aprendidas desde el comienzo, se vuelven inconscientes (Hustvedt, 2016), entorpeciendo nuestros intentos de rastrearlas– en este trabajo fue relevante dar protagonismo a los procesos de identidad y su configuración dada por la historia, como prueba de la inexistencia de una configuración prelingüística, de la inexistencia de una esencia original o urgencia biológica en el ser humano que lo haga desear tener hijos. En cambio, logramos identificar algunos de los principales eventos históricos por los que hemos desembocado con mayor o menor frecuencia, en una determinada realidad y no en otra, dejando de recibir “como ‘cosa dada’ la propia vida” (Barreiro, 1984:47) al desentrañar las causas de nuestra situación, y en consecuencia, posibilitando avistar acciones que nos permitan mejorar nuestra condición una vez que hayamos comprendido como llegamos a ella en primer lugar. Sin conocer la historia que nos ha moldeado, podríamos dar pie a tantos inicios desfavorables que continuarían viciando y truncando el desarrollo de las siguientes generaciones, reproduciendo injusticias sociales que no son un mero resultado del azar. Por lo anterior, pensar en las causas de lo que queremos de los otros o de nuestra relación con ellos, pone en marcha una reflexión que no sólo considera nuestra posición en el mundo, sino que abre la posibilidad de dar paso a formas más satisfactorias –tanto para los padres y sus hijos, como para las personas que no desean tener hijos– y a una alteridad que deje de perseguir y condenar los estilos de vida que se salen de los cánones. Si nos concientizamos sobre los discursos que han producido las concepciones que gravitan alrededor de la idea de tener hijos, podremos descubrir que este ha sido para muchas personas, un acto frecuentemente compulsivo y dado por sentado (Hänsch, 2016). Y si el inicio de nuestra vida se dio por sentado, no sería de sorprenderse que el resto de nuestra existencia y las vicisitudes desprendidas de ella, también sean naturalizadas, invalidando cualquier reclamo de justicia o cambio cuando se sigue permitiendo que miles de personas vivan en la miseria, que miles de mujeres sean abusadas y menospreciadas, que miles de hombres vivan frustrados teniendo que probarse ante el mundo constantemente, y que los hijos de toda una generación crezcan para repetir el ciclo infeliz en lugar de permitirnos hacer algo para mejorar nuestra calidad de vida. Ya que “el hecho de tener hijos se ha mantenido en un estado de naturaleza y le ha sido impedido el desarrollo ético que le es propio a las funciones reproductoras (Sau, 1991: 178), el examen que podríamos hacer de nuestro deseo por tener hijos, se sumaría a los mecanismos de empoderamiento que nos permiten avistar la posibilidad de ruptura, de responder a las interpelaciones de otras formas o bajo otros términos, y en esas otras formas es que se funda nuestra capacidad de agencia y formación como sujetos capaces de tener voz sobre su propia vida y de provocar cambios sociales positivos. REFERENCIAS Aguilar, G. F. (2011). Reflexiones filosóficas sobre la tecnología y sus nuevos escenarios. Sophia, Colección de Filosofía de la Educación, (11), 123-174. Recuperado de: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=441846104007 Alvarez-del Arco, D., Rodríguez, S., Pérez-Elías, M. J., Blanco, J. R., Cuellar, S., del Romero, J., ... & Hernando, V. (2018). 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