¡Libres e iguales!
Una aproximación al núcleo ideológico del socialismo en
Europa occidental
(1848-1939)
Trabajo final del Máster en Teoría Política y Cultura Democrática
Alumno: Juan Felipe González Jácome
Tutora: Dra. Mercedes Cabrera Calvo-Sotelo
Fecha de convocatoria: septiembre de 2024
Pendón de la “Social Democratic Federation” de Gran Bretaña (1884-1939) que reposa
en el “People’s History Museum” de Mánchester, Inglaterra.
Tomado del portal “Museum Crush”. Disponible en la red: https://museumcrush.org/
ten-political-banners-from-the-peoples-history-museum/
Índice
1. Introducción .............................................................................................. 4
2. Polanyi, Rosenberg y Domènech, un esfuerzo de comprensión histórica
e ideológica ................................................................................................... 9
2.1. Karl Polanyi y las fatalidades de la economía capitalista ................. 10
2.2. Arthur Rosenberg y las encrucijadas de la democracia ................... 21
2.3. Antoni Domènech y el programa republicano, democrático y
fraternal.................................................................................................... 34
3. El socialismo europeo, un esfuerzo de comprensión analítica .............. 45
3.1. Los orígenes del movimiento socialista ............................................ 45
3.2. El ideal democrático y republicano .................................................. 49
3.3. La cuestión de la libertad republicana y la propiedad ..................... 64
3.4. Acción estratégica y política de alianzas .......................................... 81
4. Conclusiones: un núcleo ideológico para una teoría política republicana
y socialista ................................................................................................... 91
Bibliografía: ............................................................................................... 101
3
1. Introducción
Uno de los interrogantes más acuciantes de la teoría política es el que tiene que
ver con su objeto de estudio y su propósito científico. Esta pregunta, que nos arroja
al campo de la delimitación metodológica, es esencial para formular cualquier
proyecto de investigación en la materia. Por fortuna, ni los más solventes teóricos han
sido capaces de coincidir en una única respuesta.1 Por lo que toca a la metodología,
por regla general quien se dedica a este campo intelectual navega entre la historia de
las ideas, la filosofía y la ciencia política empírica. A menudo, quienes hacen de la
teoría política su profesión se han preocupado por el estudio de las ideologías
(Freeden), por el análisis y la aprehensión histórica de los conceptos políticos
fundamentales (Koselleck y Abellán), por comprender (o incluso justificar) la acción
estratégica de los actores políticos (Vallespín) y/o por contribuir al escrutinio crítico
de sus posiciones a fin de hacerlas más auténticas, verdaderas y racionales (Arendt).2
Pues bien, en medio de estas coordenadas, quisiera adentrarme en una
investigación que envuelva algunas de las pretensiones metodológicas mencionadas.
Por un lado, me temo que buena parte de quienes hacen teoría política se ven
obligados a incursionar en la historia del pensamiento o de las ideas,3 tal fue el caso,
por poner un ejemplo, de Isaiah Berlin y de Quentin Skinner. Aunque sus
metodologías distan de ser equivalentes, en sus obras la labor comprensiva y el
escrutinio crítico de las proposiciones políticas se acompaña del análisis histórico y
contextual. Asimismo, por lo que refiere al campo normativo, y como lo recordaba el
profesor Antoni Domènech, cualquier ejercicio de filosofía política requiere del
estudio histórico de la tradición política en la que el programa normativo tiene
pretensiones de insertarse.4
Por otra parte, comprender la acción estratégica de los actores políticos, develar
sus fundamentos normativos y conceptuales y someter al escrutinio de la razón sus
Cf. Pedro Abellán Artacho, La teoría política como profesión: una propuesta desde el ejemplo de Hannah Arendt (Madrid:
Revista de Estudios Políticos, No. 201, 2023, pp. 13-45), p. 16.
2 Ibíd.
3 Cf. Fernando Vallespín, Política y Teoría Política. En: Tomando en serio la Teoría Política. Entre las herramientas del zorro y
el ingenio del erizo, ed. Isabel Wences (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2015, pp. 79-95).
4 Cf. Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista (Madrid: Akal, 2019).
1
4
proposiciones principales es una labor que, incluso desde una pretensión científica,
contribuye a mejorar la actividad política. En ese orden, me siento particularmente
estimulado al advertir que buena parte de los teóricos políticos a los que he hecho
alusión, desde Isaiah Berlin hasta Domènech, pasando por Hannah Arendt, Skinner
y Fernando Vallespín, ven la política como un terreno de discusión entre fines
alternativos. A la par, cada uno de ellos entiende que la teoría política debe fortalecer
y cualificar esa sempiterna discusión sobre los fines de la organización política,
pretensión que le obliga a navegar entre dos pulsiones: la científica –que marca límites
a la acción– y la política –que por principio las alimenta–.5
Dicho esto, quiero entrar a exponer los propósitos de mi trabajo. Como lo dije
previamente, me gustaría incursionar en un ejercicio de teoría política que sea
consciente de la necesidad de conjugar sus enfoques metodológicos constitutivos, en
particular la historia de las ideas y la filosofía política (teoría política normativa).
Asimismo, quisiera incursionar en el esfuerzo analítico –propio de la teoría política
comprensiva– de escrutar las proposiciones políticas de sujetos que han intervenido
en la historia social y política de Europa occidental y que, por esa vía, han impactado
el curso de la historia de poblaciones allende las fronteras europeas.
En ese orden, me propongo conjugar los enfoques anotados para indagar en el
núcleo ideológico del socialismo europeo entre 1848 y 1939. La selección de la
temática y del periodo de tiempo se explican por lo siguiente. Por una parte, estimo
que el estudio del socialismo es indispensable para comprender nuestro mapa político
contemporáneo, así como las premisas ideológicas que definen buena parte de las
discusiones públicas cotidianas. El periodo de tiempo seleccionado, por su parte,
obedece a la necesidad de analizar las mutaciones del ideario socialista y de los actores
que participaron de dicha tradición ideológica. A este respecto, concuerdo con Sartori
en que si bien tanto el liberalismo como el socialismo son tradiciones doctrinales cuya
génesis antecede al siglo XIX, es en esta centuria que adquieren una identidad
específica,6 por lo que es preciso concentrarse en ella.
Por lo que refiere a la temática: el núcleo ideológico del socialismo europeo,
coincido con el profesor Michael Freeden en que el estudio de las ideologías es una
tarea fundamental de la teoría política, pues ellas proveen mapas a través de los cuales
5 Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política [1968] (Barcelona: Península, 1996),
pp. 263-264.
6 Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia? (Madrid: Taurus, 2007).
5
ordenamos nuestro mundo. Lo interesante en este caso es que una ideología es
producto de las circunstancias sociales e históricas a la vez que cumple una función
performativa. Son estos dos polos los que le dan sentido y permiten definirla, en
palabras de Freeden, como “un conjunto de ideas, creencias, opiniones y valores que:
1) exhibe un patrón recurrente; 2) es seguida por grupos relevantes; 3) compite por la
formulación y el control de planes en materia de políticas públicas, y 4) lo hace con el
fin de justificar, oponerse o cambiar las bases y los acuerdos sociales y políticos de
una comunidad política”.7 Pero no sólo eso. Las ideologías son artefactos que nos
permiten atribuir significados a los conceptos políticos y agruparlos de manera
“sostenible” y “despolemizada”.8
Esto último nos presenta un cuadro morfológico complejo que vale la pena
escudriñar. Quizás uno de los aspectos primordiales del estudio de la ideología es
constatar que su función capital: dar sentido a los conceptos políticos y agruparlos
sostenidamente, jamás se satisface del todo. Amén de las dificultades semánticas (la
precisión del lenguaje no está nunca garantizada), las ideologías no dejan de ser
organizaciones relativamente fluidas de ideas que están sometidas a la radical
contingencia de la historia y que cumplen una función instrumental, pues pretenden
influir en la práctica política. De ese modo, el estudio de la composición ideológica
debe seguirse de dos premisas que se tendrán en cuenta aquí. De una parte, que una
ideología siempre promueve formulaciones conceptuales que tienen pretensiones de
estabilizarse en el tiempo, lo que permite su emergencia política y su comprensión
analítica. De otra parte, que su composición semántica y conceptual debe analizarse a
partir de lo que Freeden denomina las “cuatro pes”: proximidad, prioridad,
permeabilidad y proporcionalidad.9
En términos generales, Freeden plantea que las ideologías se debaten entre las
atribuciones de sentido “ortodoxas” y el compromiso político “heterodoxo”. Son las
“cuatro pes” las que nos dan claves analíticas para ser conscientes de esta realidad. La
proximidad quiere decir que los conceptos nunca son definidos por sí solos y que el
meollo de la ideología está tanto en la definición conjunta de conceptos como en las
esferas de sentido que subyacen a las atribuciones de significado. A guisa de ejemplo
Michael Freeden, Ideología: una breve introducción (Madrid: Alianza editorial, 2024), p. 47.
Dice Freeden al respecto: “Una ideología intenta acabar con la inevitable disputabilidad de los conceptos por
medio de su despolemización, esto es, librando de controversia sus significados. (…) En el intento de convencernos
de que son correctas y de que tienen la verdad de su lado, las ideologías se convierten en artefactos para hacer frente
a la indeterminación del significado. En esto consiste su función semántica”. Ib., pp. 77-78.
9 Ib., p. 85.
7
8
6
el autor destaca que no es lo mismo una defensa de la individualidad próxima a una
concepción atomística de la naturaleza humana, que una próxima a una concepción
sociable y cooperativa de dicha naturaleza.10 Por su parte, la prioridad quiere decir que
las ideologías proponen significaciones prioritarias y periféricas.11 A este respecto,
merece traer a colación la distinción propuesta por Norberto Bobbio entre izquierda
y derecha, que ilustra con solvencia este punto. A tenor de su enfoque, lo que distingue
a uno y otro espectro político es “la diferente actitud que asumen los hombres que
viven en sociedad frente al ideal de la igualdad”.12 Nótese que para Bobbio no se trata
de que haya valores presentes o ausentes, que la derecha, verbigracia, prescinda de la
igualdad. No. Antes bien se trata de una cuestión de atribución de significado y de
jerarquización de valores y conceptos políticos.13
Por su parte, la permeabilidad apunta a que las ideologías no son del todo
excluyentes entre sí y que a menudo existen intersecciones y entrecruzamientos entre
ellas. Así como estas permiten atribuir significado a los conceptos y acontecimientos
políticos, muchas veces dicha operación analítica es compartida. Tal es el caso de la
coincidencia, históricamente constatable, entre un sector del pensamiento
conservador y del liberalismo en materia de derechos constitucionales, y entre un
sector del liberalismo finisecular y del socialismo a propósito de la redistribución del
ingreso.14
Finalmente, la proporcionalidad resalta la función instrumental y contextual de la
ideología. Se trata en este punto de ser conscientes de que los valores, principios e
ideales políticos que se defienden siempre deben ser escrutados de cara a su capacidad
performativa. De un lado, la ideología siempre está anclada a una comunidad de
producción y de recepción. Por poner el caso del socialismo, uno podría decir que se
trata a la vez de una formulación retórica y de un movimiento político con variadas
ramas “familiares”. De otro lado, una de las razones por las que las ideologías fluctúan
es porque son tanto “representaciones ideales” como mapas de comprensión de los
Ib.
Ib., p. 86.
12 Norberto Bobbio, Derecha e izquierda (Madrid: Punto de lectura, 2000), p. 133.
13 Más adelante Bobbio precisa: “(…) cuando se atribuye a la izquierda una mayor sensibilidad para disminuir las
desigualdades no se quiere decir que ésta pretenda eliminar todas las desigualdades o que la derecha las quiera
conservar todas, sino con mucho que la primera es más igualitaria [cree que las desigualdades sociales son mayores
que las naturales] y la segunda es más desigualitaria [cree que las desigualdades naturales son mayores que las
sociales]”. Ib., p. 141.
14 Michael Freeden, Ideología: una breve introducción. Óp. Cit., pp. 88-89.
10
11
7
hechos. De ahí que los acontecimientos históricos fuercen la transformación continua
de tales parámetros comprensivos.15
Hecha la anterior digresión, el lector podrá preguntarse sobre la posibilidad real
de que, en un espacio tan reducido, se aborde una temática tan amplia (el núcleo
ideológico de la tradición socialista europea) en un periodo de tiempo tan extenso
(1848-1939). Pues bien, a fin de minimizar las dificultades reseñadas indagaré en la
temática y en el periodo de tiempo seleccionado a partir de tres textos canónicos que
hacen el esfuerzo por comprender el desarrollo de la tradición socialista en el periodo
de tiempo que reclama mi atención. A mi modo de ver, cualquier estudio
contemporáneo de la tradición socialista y de su núcleo ideológico entre la segunda
mitad del siglo XIX y la primera del XX debe poner especial atención a tales escritos:
Democracia y socialismo. Una contribución a la historia política de los últimos 150 años (17891937), publicado por Arthur Rosenberg en 1938; La gran transformación. Los orígenes
políticos y económicos de nuestro tiempo, publicado por Karl Polanyi en 1944; y El eclipse de
la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, publicado en 2004 por el
profesor Antoni Domènech.
Así pues, en lo que sigue, seguiré el siguiente esquema expositivo. Dividiré el
texto en dos partes. En la primera me concentraré en reseñar y extraer las ideas
principales de los libros antes expuestos. Ello me permitirá presentar relatos
historiográficos y filosóficos sobre el socialismo en el lapso que reclama mi atención.
En la segunda parte tomaré las ideas principales expuestas en el primer apartado y, a
partir de una bibliografía auxiliar, conversaré con Polanyi, Rosenberg y Domènech
acerca del núcleo ideológico del socialismo europeo. En aras de este último propósito
dividiré este apartado en temáticas que considero indispensables para profundizar en
dicho tópico: los orígenes del socialismo; su ideal democrático y republicano; su
noción de libertad y de propiedad, y las mutaciones de su estrategia política.
Finalmente presentaré un apartado de conclusiones en el que hilaré de forma más
sistemática una reflexión definitiva sobre la ideología socialista y sus peripecias
históricas.
15
Ib., pp. 89-91.
8
2. Polanyi, Rosenberg y Domènech, un esfuerzo de comprensión
histórica e ideológica
Como lo señalé previamente, en la primera parte del trabajo reseñaré y expondré
las ideas principales de tres de los textos más representativos sobre la historia del
socialismo europeo entre la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX.
Es verdad que sobre esta temática se han escrito bibliotecas enteras, por lo que
merecería la pena comenzar por justificar la selección de estos textos. Grosso modo,
fueron tres las razones que me hicieron concentrarme en las obras de Polanyi,
Rosenberg y Domènech. La primera razón es de tipo historiográfico. En los tres
escritos hay un esfuerzo de narrativa histórica concreta: los autores se preguntan por
el devenir de la realidad política europea y por la participación de los actores políticos
en ella. En cada uno de ellos hay un estudio apreciable de fuentes primarias y
secundarias, desde análisis de archivo hasta exégesis de textos políticos de la época.
Se trata, en suma, de ejercicios de historia social y política que se concentran en el
periodo de tiempo que reclama mi interés e indagan en el origen y el desenvolvimiento
de la tradición socialista.
La segunda razón es su esfuerzo por aportar en la delimitación de premisas
normativas que sustenten la acción política del movimiento socialista. Se trata en este
caso de autores que se reclaman en dicha tradición política y que intentan intervenir
en el curso del propio movimiento. A diferencia de aquellos escritos en los que el
esfuerzo analítico principal es de índole pura y especialmente historiográfico, los
autores que traigo a colación tienen una preocupación política: despejar los análisis
ideológicos del socialismo para influir tanto en su programa como en su estrategia.
En el caso de los ensayos de Rosenberg y de Polanyi esa pretensión se explica por el
momento de publicación de sus ensayos, 1938 y 1944 respectivamente. En el caso de
Domènech, aunque El eclipse de la fraternidad es un ensayo contemporáneo se inserta
en el propósito de reformular las bases normativas de la acción política socialista a
partir de una revisión histórica que comienza a mediados del siglo XIX y finaliza con
la caída de la Segunda República española (1939).
Por último, los tres textos coinciden en que cualquier esfuerzo prescriptivo
supone también una tarea comprensiva, para lo cual es indispensable indagar en las
mutaciones ideológicas y estratégicas del movimiento socialista al calor de los
acontecimientos históricos. En este último caso advierto, siguiendo las pautas de
Freeden, que en los textos escogidos la tradición ideológica no se explica de forma
9
unidimensional. Por contraste, cada uno de los autores es consciente de que la práctica
y la doctrina del socialismo a partir de la segunda mitad del siglo XIX supuso
entrecruzamientos valorativos, transformaciones discursivas y mutaciones
instrumentales y estratégicas. Cada uno, a su manera, se distancia pues de un relato
ortodoxo de pureza, pulcritud y permanencia.
En ese orden, por tratarse de obras que conjugan la historia de las ideas, la
filosofía y la teoría política comprensiva, encuentro sumamente estimulante traerlas a
cuento y trabajar sus asertos principales. Sin más preámbulo procederé con el análisis
de los textos aludidos a fin de tener herramientas básicas para, en la segunda parte del
trabajo, definir unas coordenadas de comprensión del socialismo europeo entre la
segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX.
2.1. Karl Polanyi y las fatalidades de la economía capitalista
El nombre de Karl Polanyi es inescindible de su obra cumbre: La gran
transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, publicada en 1944.16 Dicho
texto, una conjugación de historia, economía, antropología y teoría política, nos ayuda
a entender los pormenores de nuestro tiempo y constituye una crítica aguda y rigurosa
del liberalismo económico.17 Polanyi fue un europeo nacido en Viena y criado en
Budapest, judío converso al cristianismo y socialista defensor de la libertad. Podría
decirse que La gran transformación es quizás su mejor esfuerzo analítico por comprender
su época y definir así las coordenadas normativas que debían regir la estrategia
socialista.
El método expositivo del texto es llamativo. Polanyi no explica la sucesión de
acontecimientos históricos a partir de los virajes estratégicos de los actores políticos,
sino que trata de conjugar una y otra circunstancia para dar cuenta de un cuadro
complejo de la realidad. El inicio del libro revela muy bien esas pretensiones. Con
ocasión de la Primera Guerra Mundial el autor se pregunta: ¿Por qué el mercado
internacional parece ser el responsable de la conflagración mundial si buena parte de
Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo [1944] (México D.F.: Fondo de
Cultura Económica, 2011).
17 Fred Block, Introducción (pp. 21-41). En: Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro
tiempo. Óp. Cit., p. 21.
16
10
los epígonos del libre mercado eran pacifistas declarados y fieles creyentes de la paz
por medio del comercio?
Para entender los acontecimientos históricos, las posturas estratégicas e
ideológicas de sus actores y las posibilidades de acción política en medio de un
contexto convulso era indispensable recabar en el sentido de la economía de mercado
y la “gran transformación” que ella supuso.18 ¿Cuál era esa mutación imprescindible
que antecedió el siglo XX y arrojó a la humanidad a una época en la que, para usar la
famosa frase de Marx, todo lo sólido se desvanecía en el aire? La premisa que nos
interesa de este texto es que ni el movimiento ni el ideario socialista se comprenden
al margen de esa “gran transformación”, motivo por el cual debemos indagar en sus
tesis.
Según expone Polanyi, hasta el final del feudalismo la economía se ajustó a los
principios de reciprocidad y redistribución, al tiempo que la actividad hogareña de
subsistencia ocupó un lugar relevante en la organización de la sociedad.19 Es verdad
que existía el mercado, pero este era un campo accesorio de la economía que estaba
altamente regulado por la autoridad.20 La existencia de un sistema económico
controlado y dirigido por los precios de las mercancías fue un fenómeno sobreviniente
cuyo apogeo tuvo lugar a mediados del siglo XIX y que precisó de una mutación
antropológica y otra institucional. Antropológicamente, una economía de este tipo
solo era posible en tanto los seres humanos internalizaran en su comportamiento
cotidiano la expectativa de alcanzar máximas ganancias monetarias. Por su parte,
institucionalmente, era vital que existiera una disociación entre la economía y el poder
social, al punto que este último no interfiera en la realización espontánea de la
primera.21
La tesis transversal de Polanyi que merece nuestra atención es que el “mercado
autorregulado” fue un proyecto de organización económica que tuvo efectos
prácticos a principios del siglo XIX y que precisó de dos presupuestos lógicos: (i) la
existencia de sujetos abocados a la ganancia y (ii) la emergencia de circuitos
económicos libres de toda interferencia pública y sometidos a la interacción
espontánea de individuos que producen, compran y venden mercancías. Vale decir
Ib., pp. 62-63.
Ib., p. 103.
20 Ib., p. 117.
21 Ib., p. 118.
18
19
11
que la comprobación empírica de estos presupuestos es una cuestión histórica que no
abordaremos aquí. Lo crucial es el carácter lógico-normativo de tales presupuestos: el
mercado autorregulado es presentado por el autor como un proyecto de organización
económica necesariamente ligado a unas condiciones, antropológicas e institucionales,
de existencia.
Ahora bien, además de las variables anotadas Polanyi sugiere que, para existir, la
economía de mercado autorregulado requirió que tres elementos de la organización
de la sociedad –que no tenían naturaleza mercantil– se convirtieran “ficticiamente” en
mercancías: (1) la mano de obra, (2) la tierra y (3) el dinero. ¿Por qué se trataba de una
conversión mercantil ficticia? Porque ninguno de estos elementos de la organización
económica había sido producido para el mercado. El trabajo no es más que una
actividad humana consustancial a la vida; la tierra es pura y simple naturaleza no
producida por el ser humano, al paso que el dinero es un símbolo de poder de compra
que funge como medida universal del valor y garante de la circulación pero carece, en
principio, de valor.22-23
Dicho esto, para Polanyi una de las contradicciones del mercado autorregulado
consiste en que si bien la mano de obra, la tierra y el dinero, contra su propia
naturaleza, se convierten en mercancías y se someten a los designios de la
compraventa mercantil, en la práctica, si se permitiera que el mecanismo del mercado
fuese el único director del destino de los seres humanos y de su entorno natural así
como de la cantidad y el uso del poder de compra, la sociedad se demolería.24 Los
seres humanos perecerían como consecuencia del desamparo y la dislocación social;
la naturaleza sería destrozada y, con ello, la posibilidad de producir alimentos y
materias primas, al paso que el libre flujo de dinero sería desastroso para las empresas
económicas. Ninguna sociedad, sentencia Polanyi, podría soportar “tal sistema de
ficciones burdas” de no ser por las limitaciones que ella misma ha impuesto a ese
“molino satánico”.25
A partir de estas coordenadas, La gran transformación se convierte en un ensayo
de historia política europea del siglo XIX. Por su relevancia para el desarrollo de la
economía de mercado Polanyi centra su foco de atención en Gran Bretaña y pone de
Cf. Michael Heinrich, Crítica de la economía política. Una introducción a El capital de Marx [2004], trad. César Ruiz
Sanjuán (Madrid: Escolar y Mayo Editores, 2008), pp. 79-84.
23 Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. Óp. Cit., pp. 122-123.
24 Ib., p. 123.
25 Ib., p. 124.
22
12
manifiesto que, desde finales del siglo XVIII hasta la primera mitad del XIX, la política
británica se libró entre quienes abogaban por la expansión del mercado autorregulado
y quienes intentaban frenar tal proceso expansivo. Un primer acontecimiento
relevante lo marca la existencia, entre finales del siglo XVIII y el primer tercio del
XIX, del sistema Speenhamland, una política de subsidios de origen judicial que
subvencionaba el ingreso de los pobres según la oscilación del precio de los cereales
a fin de protegerlos de la oferta y la demanda de la mano de obra.26
Lo que Polanyi remarca de este fenómeno son las contradicciones que encarnó
en la sociedad británica. Speenhamland tenía por propósito retrasar la introducción del
mercado de la fuerza de trabajo a partir de una medida paternalista que protegía la
calidad de vida de los asalariados. Con todo, por la propia presión de la emergente
burguesía, el sistema de subsidios, en principio protector y razonable, recargó a tal
punto la fiscalidad municipal que la llevó a la debacle. Desde luego, si este arreglo
institucional supuso consecuencias indeseables, la respuesta del incipiente capitalismo
no fue menos dramática. La abolición de Speenhamland y la reforma de la ley de pobres
(1834) clausuró la época del paternalismo y abrió las puertas del mercado de trabajo y
del pauperismo.27
Y es que contrario al optimismo de Adam Smith –para quien era impensable que
la abundancia universal no se filtrara irremediablemente en el pueblo–, el crecimiento
del comercio y de la producción supuso en la primera mitad del siglo XIX un
incremento enorme de la miseria, lo que dio paso al surgimiento del reformismo social
de cuño utilitario (Bentham), pero también de los primeros experimentos del
socialismo utópico británico (Owen).28 Hasta aquí, la hipótesis historiográfica de
Polanyi es que la dinámica de la sociedad decimonónica y de sus agentes políticos
estuvo signada por un movimiento doble: por un lado, quienes propugnaron
férreamente por la expansión del mercado, y por otro, quienes procuraron frenar
dicha expansión en aras de la protección de la sociedad.29 Entre estos últimos, desde
luego, se encontraban los llamados socialistas.
Cierto es que, en el contexto de publicación de La gran transformación, a Polanyi
le interesaba demostrar que la política económica de laissez-faire no había sido natural.
Ib., p. 129.
Ib., pp. 133-155.
28 Ib., pp. 163-178.
29 Ib., p. 185.
26
27
13
Los llamados mercados libres eran el producto de una política estatal que
deliberadamente separó los medios de subsistencia del trabajo y subsidió
sostenidamente a la emergente economía industrial.30 En otras palabras, el nacimiento
de la economía de mercado en el país más altamente industrializado de Europa a lo
largo del siglo XIX requirió de un alto intervencionismo estatal para aniquilar todas
las formas orgánicas de la existencia que ralentizaban la ampliación del mercado de
mano de obra. En la práctica, sin el Estado habría sido imposible liquidar todas
aquellas organizaciones sociales “no contractuales” que seguían teniendo como eje de
socialización el parentesco, la lealtad gremial o la vecindad.31
Dicho esto, ¿cuál fue el efecto político de este movimiento pendular entre
proteccionismo y laissez-faire? Lo interesante del texto de Polanyi es que hace un
esfuerzo por probar que todos los sectores de la sociedad británica, y no solo los
socialistas, se preocuparon por frenar el laissez-faire. Es decir, la tensión entre ampliar
el mercado autorregulado y limitarlo no se explica exclusivamente por intereses
clasistas.32 Según sus análisis, el proteccionismo también fue consecuencia de la
necesidad de la propia la organización industrial de proteger su base social, más allá
de los simples intereses monetarios. A juicio de Polanyi esto es relevante de cara a la
perspectiva que se tiene del socialismo decimonónico. Entre otras cosas, Polanyi
señala que las reformas sociales que se llevaron a cabo en Gran Bretaña a lo largo de
este siglo no son exclusivamente imputables al movimiento socialista, sino a alianzas
entre estos y los conservadores ilustrados (como era el caso de Disraeli).33
Esto último permite aproximarse críticamente a los dos movimientos socialistas
anglosajones de la época. Por una parte, las pretensiones del movimiento owenista
eran paradójicas. Robert Owen se identificaba con quienes querían evitar las
consecuencias del capitalismo en el ámbito de la producción. No denostaba del
proceso de industrialización sino que creía en la posibilidad de reencauzarlo. Pese a
que sus ideales cooperativos estaban imbuidos del gremialismo medieval, lo que le
llevaba a cuestionar la separación entre la economía y la política así como el principio
de la ganancia como eje rector de la organización productiva, su proyecto socialista
era profundamente anticlerical (lo que lo distanciaba de algunos socialistas franceses).
A la par, tenía una idea completamente ilustrada de la formación escolar y creía, desde
Ib., p. 194.
Ib., p. 222.
32 Ib., p. 209.
33 Ib., pp. 211; 225.
30
31
14
una óptica estrictamente moderna, que el incremento de la producción era
directamente proporcional al bienestar y al tiempo de descanso de los trabajadores.34
En suma, el socialismo de Owen era un proyecto de racionalización de la organización
productiva y de la distribución de sus productos.35 Su crítica al capitalismo era
esencialmente endógena e ilustrada.
Por lo que refiere al segundo gran movimiento socialista de mediados del siglo
XIX, los Cartistas, habría que decir en línea con Engels que estos últimos eran
reformistas políticos defensores de la democratización del gobierno representativo.
Entre otras cosas, el movimiento abogaba por el reconocimiento del sufragio
universal masculino; la renovación anual del parlamento; la instauración de las dietas
parlamentarias a fin de que los representantes pobres pudiesen asumir su mandato; la
reforma en las circunscripciones y en el proceso electoral, y la abolición de las
restricciones económicas al derecho a ser elegido.36 Pese a su moderación económica,
el horror y pánico que sentían las clases medias inglesas por el sufragio universal
impidió el avance político de este movimiento. Incluso en medio de las revoluciones
europeas de 1848, que los cartistas utilizaron para recolectar millones de firmas y
presionar a la Cámara de los Comunes a que considerara su solicitud, la pretensión
democratizadora fue infructuosa.37 Ante este panorama Polanyi se pregunta ¿por qué
el cooperativismo owenista y del reformismo político cartista fracasaron?
En el caso de Gran Bretaña, el crecimiento de la conciencia política del
movimiento obrero y el desarrollo de la revolución industrial fueron fenómenos
concomitantes que impactaron el desarrollo de la política anglosajona. La tesis de
Polanyi, al menos como yo la comprendo, es que, a diferencia de Europa continental,
la aristocracia británica supo escindir a las clases medias de los menestrales. Si bien
sometió al proletariado a condiciones indignas de existencia durante varios lustros,
supo asimilar a sectores de las clases medias a los estratos superiores de la jerarquía
social (la reforma política de 1832, por ejemplo, sólo se explica bajo esa pretensión),
con lo cual salió al paso de cualquier unidad estratégica entre un sector de la burguesía
emergente y las clases populares urbanas y campesinas. Ciertamente, en Europa
continental ocurrió el fenómeno contrario. Al mantenerse la división política entre la
aristocracia semifeudal y la burguesía emergente, la conquista de derechos y libertades,
Ib., pp. 226-231.
Evgueni Preobrazhenski, Por una alternativa socialista [1926] (Madrid: Fundación Federico Engels, 2016) p. 60.
36 Friedrich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra (Marxists.org, 2019), p. 316. Disponible en la red:
https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/situacion/situacion.pdf
37 Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. Óp. Cit., pp. 231-233.
34
35
15
al menos hasta 1848, beneficiaba por igual a clases medias y trabajadoras, lo que
propició una alianza estratégica, democrática y republicana, que no pudo cristalizar en
la isla británica.38
Dicho lo anterior, Polanyi enlista tres grandes diferencias entre la acción política
estratégica del movimiento obrero en Europa continental y en Inglaterra, lo cual
tendría un impacto determinante en su programa político y en sus presupuestos
ideológicos. Además de la diferencia anotada, es importante tener en cuenta que en
Alemania, Italia y en el Imperio austrohúngaro, la cuestión de la unidad nacional
ocupaba una buena parte de la agenda política doméstica. Es claro que en ese proceso
de construcción estatal-nacional la clase trabajadora tuvo que definir lineamientos
estratégicos que eran extraños para los socialistas ingleses.
Por lo que refiere a la lucha económica, el tortuoso proceso de pauperización
que los trabajadores anglosajones vivieron como consecuencia del proceso de
industrialización y el desmonte de la política asistencial a partir de 1834 le era en cierta
medida ajeno al trabajador europeo continental. El argumento de Polanyi es que la
clase obrera del continente “escapó a la catástrofe cultural que siguió en Inglaterra a
la Revolución Industrial”. Según el autor, “el continente se industrializó en una época
en que el ajuste a las nuevas técnicas productivas se había vuelto posible gracias casi
exclusivamente a la imitación de los métodos ingleses de la protección social”.39 El
continente europeo se industrializó, en suma, en condiciones de protección social que
fueron extrañas al capitalismo anglosajón, al menos a principios del siglo XIX.
Así las cosas, esta circunstancia determinó –según Polanyi– las pautas de la
organización estratégica y los puntos programáticos principales de cada movimiento.
Mientras en Inglaterra las instituciones de protección social fueron consecuencia del
debate que se gestó en la sociedad civil a propósito del pauperismo y que redundó en
las políticas proteccionistas, en Europa continental –merced a la efectiva ampliación
de los derechos políticos– el trabajador fue mucho más proclive a luchar por una
legislación social que disciplinara a los actores del mercado y mejorara las condiciones
fabriles y del mercado de trabajo. Como corolario de lo anterior, las formas de
organización política fueron disímiles. En el caso de Inglaterra la clase obrera apeló a
la asociación sindical para monopolizar la mano de obra y presionar así el mercado de
trabajo en interés de los trabajadores. Por su parte, en el continente –y en especial en
38
39
Ib., p. 234.
Ib., p. 235.
16
Alemania– las disputas legislativas se dieron al calor de una politización creciente de
estos últimos. La acción sindical en este caso fue orientada por un tipo de partido
político que reclamaba una mayor identidad obrerista al paso que ganaba un mayor
interés por el Estado. Contrario a lo que ocurrió en Inglaterra, país en el que el
socialismo fue esencialmente sindicalista.40
Así y todo, lo que resulta interesante de las proposiciones de Polanyi es que, al
margen de sus diferencias estratégicas, el socialismo europeo en su conjunto coincidió
en sus resultados: dar un golpe rotundo al factor de producción conocido como fuerza
de trabajo. Nótese que, en los términos de Polanyi, la acción política socialista de la
segunda mitad hasta el último tercio del siglo XIX tuvo dos propósitos normativos
centrales: democratizar el gobierno representativo e intentar destruir, bien por
mecanismos económicos o bien por instrumentos estatales (extraeconómicos), el
mercado de la fuerza de trabajo.41
Con todo, la estrategia y el programa del movimiento socialista se vieron
afectados por la conversión mercantil de la tierra. A riesgo de simplificación, la
hipótesis de Polanyi es que la disolución entre el ser humano y el suelo y la sujeción
de la tierra al comercio y al crédito determinó buena parte de las posiciones políticas
que los liberales, socialistas y conservadores defendieron en la segunda mitad del siglo
XIX. En primer lugar, la liberalización del campo permitió grandes logros industriales
al tiempo que imprimió daños sustanciales a la vida tradicional de la sociedad, cuestión
que fue aprovechada por los conservadores de Europa continental, en especial en
Francia y Alemania, quienes se presentaron como los defensores románticos de las
virtudes de la tierra y de sus cultivadores.42 Sin estas coordenadas discursivas no
podría comprenderse la hegemonía alcanzada por sujetos como Luis Napoleón III y
Bismarck.
Así pues, el argumento de Polanyi es que la tensión entre la liberalización del
campo y la salvaguarda de la economía agraria supuso la emergencia de dos
fenómenos indispensables para la historia social y política. De una parte, el
proteccionismo agrario y la reagrarización de Europa central (fenómeno que, dicho
sea de paso, fue indispensable para soportar las empresas militares de Alemania).43 De
Ib., pp. 234-236.
Ib., pp. 236-237.
42 Ib., p. 246.
43 Ib., p. 249.
40
41
17
otro lado, el quiebre de una eventual alianza estratégica entre obreros
socialdemócratas y pequeños propietarios campesinos. En este último caso, mientras
los primeros se inclinaban por romper con las reglas del mercado, los segundos se
interesaban por transar con el sistema en pos de alcanzar medidas proteccionistas.44
Y es que, según lo defiende el autor, aunque con posterioridad a las revoluciones
europeas del 1848 hizo carrera en el debate público la defensa irrestricta de la paz y
del libre cambio, a partir de 1870 hubo un viraje decidido hacia el nacionalismo y la
autosuficiencia. Un sector del liberalismo, otrora pacifista y cosmopolita, migró hacia
el proteccionismo y el monopolio así como hacia una política exterior marcadamente
imperialista.45 A este último respecto, Polanyi precisa que el imperialismo consistió
fundamentalmente en la lucha descarnada entre las potencias “por extender su
comercio hacia mercados políticamente desprotegidos”. La disputa se libró entonces
por la búsqueda de materias primas para alimentar la efervescencia exportadora hacia
países atrasados, todo lo cual tuvo por trasfondo la preparación “seminconsciente”
de la autarquía. 46
De esa forma, en el seno del propio mercado autorregulado surgieron
contradicciones que Polanyi resume así. En primer lugar, en aras de salvaguardar la
base productiva de la sociedad se implementaron medidas de protección al trabajador
que restringieron, por vía legislativa o por asociación monopolística sindical, el
mercado de mano de obra. En segundo lugar, el proteccionismo agrario e industrial
reforzó el monopolio doméstico tanto en las economías europeas como en la
estadounidense. Estas medidas limitaron el mercado de la tierra y protegieron el poder
de los terratenientes en Europa central. En tercer y último lugar, en un contexto de
marcado proteccionismo, monopolio doméstico e imperialismo económico, la gestión
del dinero también se vio golpeada. A la vista del derrumbe de la competencia
económica internacional los gobiernos dieron paso a la monopolización del dinero y,
con ello, a la renuncia del patrón oro, que solo se restablecería hasta después de la
Segunda Guerra Mundial.47
Luego de este lúcido diagnóstico, Polanyi cierra su ejercicio analítico con un
esfuerzo por depurar los fundamentos normativos que debían sustentar la acción
Ib., p. 251.
Ib., p. 258.
46 Ib., p. 278.
47 Ib., p. 280.
44
45
18
política del movimiento socialista ante el inminente ascenso del fascismo. Una de las
premisas para delimitar la citada renovación normativa consiste en que, a juicio de
Polanyi, fue merced a la tradición socialista que la doctrina del mercado autorregulado
se enfrentó a dos de sus límites ineludibles: de un lado, la pauperización de la sociedad;
de otro lado, el gobierno popular o la democratización del gobierno representativo.
Si en el siglo XVIII el constitucionalismo europeo se preocupó por oponer
límites al poder político a fin de salvaguardar la propiedad terrateniente y comercial,
en el siglo XIX era claro que la doctrina liberal estaba fundamentalmente preocupada
por excluir a las masas laboriosas del poder político. Pero esa exclusión no era solo
un problema doctrinal, sino esencialmente económico. En el caso de Inglaterra, por
ejemplo, habría sido impensable democratizar el gobierno representativo en un
contexto de aplicación de las leyes de pobres. El proceso de industrialización se
oponía por principio a la concreción del sufragio universal.48
Con todo, como fue reseñado en líneas previas, el mecanismo de mercado
autorregulado suscitó sus propias falencias y contradicciones. La principal,
ciertamente, era la de que el mantenimiento de su propio engranaje obligaba a la
transgresión de sus propios postulados doctrinales. En el caso del mercado de trabajo,
Polanyi insiste en que sólo bajo la acción monopólica, y por ende anti-mercantil, de
los trabajadores fue posible frenar la pauperización en Inglaterra. Lo propio ocurrió
en el mundo agrario alemán y francés, en el que el proteccionismo reaccionario cobijó
temporalmente a sectores medios de la sociedad asediados por la industrialización en
el último tercio del siglo XIX. A lo que se suma, ya entrado el primer tercio del siglo
XX, la renuncia al patrón oro por parte del gobierno de Franklin D. Roosevelt para
salvaguardar las finanzas públicas, restar poder a la banca privada y evitar así una
catástrofe social en los Estados Unidos.
La descripción histórica y el análisis económico de Polanyi terminan, como ya
se dijo, en medio de la Segunda Guerra Mundial. Ante el inminente colapso de las
instituciones que hacían posible un mercado autorregulado, el autor hace un esfuerzo
por definir qué es el socialismo y qué papel debía jugar en dicha coyuntura. En primer
lugar, Polanyi señala que el socialismo es “la tendencia inherente en una civilización
industrial a trascender al mercado autorregulado subordinándolo conscientemente a
una sociedad democrática”. En segundo lugar, precisa que esta tendencia obedece a
48
Ib., pp. 284-286.
19
un proceso de reflexión de las clases laboriosas, quienes “no ven ninguna razón para
que la producción no sea regulada directamente y para que los mercados no sean más
que un aspecto útil pero subordinado de una sociedad libre”. En tercer lugar, añade
un componente normativo-ético, el socialismo supone romper “con el intento de
hacer de las ganancias monetarias privadas el incentivo general para las actividades
productivas”, lo que demanda un ajuste institucional: “no reconoce[r] el derecho de
los individuos privados a disponer de los principales instrumentos de la
producción”.49
Cierto es que esta tendencia o influjo político-económico respondía a un
contexto específico. Recordemos que Polanyi escribió su libro en plena conflagración
mundial y en el marco de la emergencia del fascismo. Las medidas que socialistas,
conservadores y liberales adoptaron para que la sociedad no fuese aniquilada por la
acción del mercado autorregulado obligó a repensar las bases económicas de las
propias comunidades políticas; contexto en el cual, ante el arrollador avance de las
posiciones socialistas, los sectores privilegiados de la economía monopolista
apuntalaron las soluciones fascistas.
En ese contexto, el autor propugnó por el entrecruzamiento entre lo mejor del
liberalismo político y la ya mencionada “tendencia socialista de la sociedad industrial”.
La cuestión central de esa época, sostuvo, era cómo podía reunificarse la economía y
la política en aras de la justicia y la seguridad, pero también en pos de la libertad
individual. Por esa vía, al programa del socialismo antes mencionado añadió la
necesidad de introducir instrumentos normativos de protección de la libertad personal
y del derecho a la disidencia, para lo cual propuso que la organización política y
económica de la sociedad, incluso en una en la que imperara la planificación, debía
conservar “esferas de libertad arbitraria protegidas por reglas inviolables”. A la par,
sugirió que la lista de derechos civiles debía estar encabezada por el derecho del
individuo a un empleo en condiciones dignas, al paso que las demás prerrogativas
civiles e individuales debían mantenerse a toda costa, incluso en desmedro “de la
eficiencia en la producción, la economía en el consumo o la racionalidad en la
administración”, habida cuenta de que “[u]na sociedad industrial [podía] darse el lujo
de ser libre”.50
49
50
Ib., p. 294-295.
Ib., pp. 315-317.
20
El libro de Polanyi cierra con una reflexión aleccionadora sobre la relación entre
el control social de la economía y el valor de la libertad. Por un lado, se distancia de
los liberales económicos, que filosóficamente oponen poder social y libertad. Su
postura era que en una sociedad industrial compleja, en la que las organizaciones
sociales son cada vez más robustas, no es posible contraponer el poder a la libertad.
Los socialistas, aseguró, rescataron un punto teórico crucial: el origen del poder es la
cooperación, no la arbitrariedad. Abandonar la utopía del mercado nos pone de cara
a la necesidad de salvaguardar la libertad al tiempo que aceptamos que no podemos
escapar a la cooperación y al poder social que de dicha circunstancia emana. Ese era
pues el presupuesto ideológico prospectivo que el socialismo estaba llamado a integrar
a partir del siglo XX. Si el movimiento permanecía fiel a su tarea de crear una libertad
más abundante para todos, podría sortear los riesgos de que la planeación se volviese
en contra de su propio proyecto político.51
2.2. Arthur Rosenberg y las encrucijadas de la democracia
Luego de traer a colación el análisis historiográfico y la propuesta normativa de
Karl Polanyi, es preciso poner nuestro foco de atención en otro texto canónico para
entender la historia del socialismo europeo en el periodo que es objeto de nuestro
interés. Se trata del libro de Arthur Rosenberg Democracia y socialismo, publicado un año
antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. La obra de Rosenberg es llamativa
porque, al igual que la de Polanyi, se inserta en una doble pretensión: hacer un
escrutinio historiográfico de la tradición socialista en el siglo XIX, comprender
algunos de los sucesos más importantes del periodo de entreguerras y, como corolario
de este esfuerzo analítico, esbozar algunas hipótesis normativas que tuviesen impacto
en la acción estratégica del movimiento socialista de la época.
Antes de profundizar en su obra merece la pena introducir algunos comentarios
sobre el autor. Arthur Rosenberg nació en el seno de una familia judía de Berlín en
1889. Su vida es bastante llamativa y convulsa. Es sorprendente la heterogeneidad de
los ámbitos historiográficos en los que se inmiscuyó. Entre 1921 y 1933 fue profesor
de historia de la antigüedad griega y romana en la universidad Friedrich Wilhem, hasta
que el ascenso de Hitler al poder lo obligó a exiliarse en Liverpool, Inglaterra, donde
siguió con sus cátedras de historia antigua hasta 1937. Ese año partió hacia Estados
51
Ib., pp. 320-321.
21
Unidos y se vinculó al Brooklyn College de Nueva York, también como clasicista.
Murió en 1943 luego de una ardua batalla contra el cáncer.52
Sus años en Berlin fueron una mezcla de intensa actividad académica y política.
La revolución alemana hizo que migrara de posiciones tradicionalistas a
ultraizquierdistas. De 1918 a 1925 abogó por la insurrección revolucionaria, lo que le
granjeó el respeto de un sector importante de la izquierda comunista. En 1924 fue
elegido diputado del Reichstag, miembro del comité central del Partido Comunista de
Alemania (KPD) e integrante del ejecutivo ampliado de la Internacional Comunista.
Con todo, a partir de 1925 su lectura política se transformó. Ante la inminente derrota
de la revolución mundial migró hacia posiciones reformistas. Su crítica al
“romanticismo revolucionario” lo llevó a dimitir de sus cargos en el KPD y en la
Internacional Comunista.53 Fueron dos las razones que, en 1927, llevaron a Rosenberg
a apartarse de la línea oficial del comunismo prosoviético: su interpretación de los
acontecimientos políticos, en concreto el fracaso revolucionario alemán y el origen y
desenvolvimiento de la República de Weimar, y la “confusión conceptual” que se
impuso en el marxismo de posguerra, y que rayaba con su basta y erudita formación
en la historia clásica.54
El ensayo Democracia y socialismo se enmarca pues en esta interesante coyuntura.
Proponer nuevos horizontes estratégicos y contribuir a la revisión historiográfica y
conceptual en medio de unos convulsos años treinta. En términos estratégicos, el
autor acude a la historia del movimiento socialista del siglo XIX para presionar la
alianza de los socialistas con los defensores de la “democracia social”. Por su parte,
en materia doctrinal, Rosenberg reivindica la importancia del movimiento
democrático en un contexto en el que buena parte de la izquierda prosoviética
cuestionaba las formas políticas herederas del “parlamentarismo burgués”. Pese al
inminente descrédito de la democracia liberal, tal como a la sazón era concebida,
Rosenberg se mantenía firme en que el movimiento socialista debía conjugar los
valores del republicanismo democrático con su programa económico.
52 Jaume Raventós, Arthur Rosenberg: democracia, marxismo y revolución sin dogmas (Barcelona: Sin Permiso, 2021,
disponible en la red: https://www.sinpermiso.info/textos/arthur-rosenberg-democracia-marxismo-y-revolucionsin-dogmas).
53 Mario Keßler, Arthur Rosenberg (1889-1943): En la encrucijada entre la ciencia y la política (Barcelona: Sin Permiso, 2022,
disponible en la red: https://www.sinpermiso.info/textos/arthur-rosenberg-1889-1943-en-la-encrucijada-entre-laciencia-y-la-politica).
54 Jaume Raventós, Ninguna izquierda ha reivindicado al historiador marxista Arthur Rosenberg (Barcelona: Sin Permiso,
2024, disponible en la red: https://www.sinpermiso.info/textos/ninguna-izquierda-ha-reivindicado-al-historiadormarxista-arthur-rosenberg).
22
Bajo ese horizonte, Democracia y socialismo se divide en tres partes. En la primera,
el autor intenta indagar en el concepto de democracia a partir de las experiencias
políticas más representativas de Europa y Estados Unidos entre el último tercio del
siglo XVIII y la primera mitad del XIX. En la segunda parte, y a partir del esfuerzo
conceptual inicial, propone un análisis histórico de la relación entre el movimiento
socialista y la democracia entre 1848 y 1895, fecha última que coincide con el auge de
la Segunda Internacional. En la tercera y última parte del texto Rosenberg enuncia
algunas líneas de comprensión de la “crisis” de la socialdemocracia europea, el
bolchevismo y el ascenso del fascismo, y cierra con una reflexión normativa sobre la
relación entre la democracia y el socialismo.
Delimitado este mapa, vale la pena traer a colación los asertos principales de las
tres partes enunciadas. Por lo que refiere a la primera, esto es, al concepto de
democracia, uno podría decir que a Rosenberg le interesa ir más allá de la relación
puramente estratégica e instrumental entre democracia y movimiento socialista. Su
tesis primigenia, tal como yo la entiendo, es que la democracia no puede ser
exclusivamente entendida como un mandato mayoritario que legitime la comunidad
de bienes. Si bien es verdad que la democracia es, entre otras cosas, un procedimiento
de toma de decisiones bajo el criterio de mayoría, Rosenberg propone indagar en el
movimiento político y social que subyace a esa conquista procedimental. A su
consideración este cometido intelectual era relevante a juzgar por las posiciones
políticas de algunos defensores del socialismo revolucionario en la primera mitad del
siglo XX, quienes en el contexto de entreguerras rompieron con el principio
democrático por considerarlo una mera reminiscencia del “caduco” orden político
burgués.55
Fijados estos propósitos, Rosenberg reconoce que la democracia ha tenido por
regla general muy mala prensa. La tuvo en primera medida en la remota Grecia.
Aristóteles, a guisa de ejemplo, aseguraba con tono despectivo que la democracia era
el gobierno de la mayoría pobre, y la contraponía a la aristocracia, en cuyo caso el
liderazgo estaba en cabeza de una minoría virtuosa y acaudalada. Esta distinción entre
gobierno de virtuosos y gobierno de pobres marcó la brecha entre el ideal democrático
y buena parte de los pensadores políticos occidentales, distanciamiento que, según
55 Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo. Una contribución a la historia política de los últimos 150 años (1789-1939) [1938]
(Barcelona: El viejo topo, 2022), pp. 38-42.
23
Rosenberg, se conjuró parcialmente con ocasión de las modernas revoluciones
norteamericana y francesa.56
En el caso de Francia, el autor pone de manifiesto que Robespierre se vio
obligado a reclamarse dentro del movimiento democrático en el momento en que
llamó a las masas populares a que se rebelaran en contra de la aristocracia privilegiada.
Esta maniobra estratégica era comprensible si se tiene en cuenta que buena parte de
los dirigentes políticos que en 1789 suscribieron la Declaración de los derechos del hombre y
del ciudadano no eran demócratas sino creyentes del constitucionalismo, es decir, de un
“Estado secular con libertades civiles y garantías para la iniciativa privada, gobernado
por los propietarios y contribuyentes”.57 Pues bien, en ese contexto la democracia no
era sencillamente una lucha por garantías políticas formales: sufragio universal y
principio de legalidad, sino una clásica lucha de las masas pobres contra una emergente
aristocracia burguesa.58
Otro tanto ocurrió en los Estados Unidos. En su contexto, Jefferson también
era consciente de que los ideales republicanos del nuevo gobierno norteamericano
suponían una disputa entre el pueblo y las emergentes clases acaudaladas. Con todo,
pese a sus avenencias democráticas, ni Robespierre ni Jefferson consolidaron un
proyecto republicano y democrático de base social ancha. El primero despreciaba al
campesinado, mientras que el segundo desdeñaba al emergente proletariado urbano.
Tampoco se trataba de dirigentes políticos socialistas. Ambos comprendían que las
instituciones republicanas debían mantener a raya los intereses económicos de las
minorías privilegiadas en beneficio de los menestrales, pero ninguno tenía dentro de
su programa político la supresión de la propiedad privada sobre los medios de
producción ni sobre la tierra.59
Así pues, la hipótesis de Rosenberg es que pese a la derrota de uno y otro
proyecto, la democracia, en tanto ideal normativo de gobierno, comenzó a cobrar
fuerza en Europa sobre las cenizas de los ideales republicanos antes descritos. Es
curioso, dice el autor, que antes de las revoluciones de 1848 la palabra “socialismo”
infundiera menos temor que el vocablo “democracia”.60 Era la democracia, en tanto
Ib., p. 43.
Eric Hobsbwam, La era de la revolución (1789-1848) [1962] (Barcelona: Editorial Crítica, 2011), p. 67.
58 Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo... Óp. Cit., p. 45.
59 Ib., p. 49.
60 Ib., p. 64.
56
57
24
movimiento político, la que encarnaba los ideales de lucha contra la aristocracia en un
contexto de restauración absolutista en Europa continental.
No profundizaré en las consideraciones históricas en las que Rosenberg se
explaya pero sí diré que, a su consideración, la lucha política que tiene lugar en Francia
entre 1848 y 1871 estuvo atravesada por la idea del movimiento democrático
revolucionario de Robespierre, visible en personajes de la talla de August Blanqui y
Louis Blanc. Estos últimos, por decirlo de una manera directa, fueron políticos que
introdujeron una capa ideológica marcadamente socialista a la tradición democrática
que se remontaba a 1793. Pese a que uno y otro se distanciaban en lo atinente a sus
consideraciones estratégicas, existía en ellos una concepción democrático
revolucionaria por virtud de la cual la defensa de la república basada en el sufragio
universal demandaba al mismo tiempo una organización cooperativa del trabajo que
superara la emergente forma capitalista de organización de la producción y de reparto
de la propiedad.61 Con todo, lo que resalta el autor de cara al planteamiento estratégico
e ideológico de este movimiento es su apelación transversal, su idea de que la república
democrática exigía la unidad popular entre clases medias y proletarias. Las luces y
sombras de este proyecto estarían marcadas por la posibilidad e imposibilidad de ese
propósito unitario, lo que explicará la emergencia y caída de la Segunda República
francesa.
Ciertamente, en el caso de Inglaterra la citada configuración estratégica fue
disímil. En este punto las tesis de Polanyi y de Rosemberg convergen. A diferencia de
Europa continental, desde el siglo XVIII la burguesía encarnó el progreso social y
técnico de Inglaterra, al paso que las instituciones políticas estaban mucho más
sincronizadas con esa circunstancia. Como se enunció en el acápite anterior, la
reforma electoral de 1832 marca un derrotero central aquí, pues garantizó el sufragio
a capas emergentes de la burguesía anglosajona al tiempo que dejó a los trabajadores
tan desprovistos de derechos políticos como antes.62
La diferencia anotada es también relevante de cara a la estrategia de la burguesía
liberal. En el caso de Gran Bretaña está claro que los cartistas lucharon
infructuosamente por alcanzar el sufragio universal, y que en esta lucha no contaron
entre sus aliados a sectores de las capas medias. Por su parte, en Europa continental
la burguesía liberal se escindió entre los epígonos de la monarquía constitucional y los
61
62
Ib., pp. 61-68.
Ib., p. 77.
25
defensores de la república, al paso que el movimiento democrático logró acercar a sus
filas a sectores medios afines al sufragio universal y consolidó en su seno a grupos
sociales más radicalizados que abogaban por una república democrática que
interviniera en las relaciones de propiedad.63 Sin esta realidad estratégica, dicho sea de
paso, no habría sido posible la emergencia de la “democracia social” (Louis Blanc) en
la Francia de la Segunda República.
Precisado lo anterior, Rosenberg se adentra en el segundo apartado del libro
objeto de análisis, que es a su vez el más extenso y que atañe a la relación entre la
democracia y el socialismo entre dos fechas relevantes: las revoluciones europeas de
1848 y la fundación de la Segunda Internacional. Es verdad que entre una y otra fecha
la estrategia y la ideología del movimiento socialista europeo sufre considerables
transformaciones. Cronológicamente hay tres momentos claves: la efervescencia y el
fracaso revolucionario de 1848; el repliegue posterior del movimiento democrático y
el surgimiento de las tendencias políticas más relevantes del movimiento obrero en la
segunda mitad del siglo XIX: la socialdemocracia y el anarquismo; y, finalmente, el
quiebre ideológico del liberalismo decimonónico y la emergencia, en ese contexto, de
la Segunda Internacional.
En vista de que este apartado es extenso en sus referencias historiográficas,
quisiera detenerme en los impactos que los sucesos anotados tuvieron en el
movimiento socialista y en su relación con el ideal democrático. En primer lugar, es
preciso referirse a la coyuntura de las revoluciones europeas. Por una parte Rosenberg
manifiesta que, en el contexto de 1848, Marx y Engels tenían claro que la revolución
en Europa continental solo podía ser encabezada por el movimiento democrático,
razón por la que el proletariado debía aliarse con los partidos que, siendo incluso de
extracción burguesa, abogaban por la república y el sufragio universal. Por otra parte,
aunque la política de alianzas en Inglaterra era distinta a la de Europa continental, para
los dos revolucionarios era imprescindible que los cartistas lograran democratizar el
gobierno representativo, incluso bajo la monarquía parlamentaria.64
Pero ciertamente ninguno de los dos propósitos logró concreción política. La
hipótesis de Rosenberg a este respecto se asemeja a la que el propio Marx trazó en su
conocido escrito El 18 Brumario de Luis Bonaparte. En un sentido histórico, las
revoluciones del 48 quisieron replicar el movimiento político de 1793: crear una
63
64
Ib., pp. 79-81.
Ib., pp. 90-98.
26
alianza entre trabajadores, campesinos y pequeños propietarios en contra de la
aristocracia –de linaje y de capital– y de sus valores tradicionales. Con todo, esa
pretensión fracasó por una sucesión de acontecimientos: (i) la purga propiciada por
los republicanos burgueses de los elementos socialistas del gobierno; (ii) la ruptura del
campesinado con el programa republicano; (iii) la escisión de los demócratas de
pretensiones socialistas, y (iv) la radicalización de algunos sectores obreros.65
La llamada República social, tal como la enarbolaban los que defendían la estrategia
de los jacobinos (p. ej. Louis Blanc), se vio asediada por las contradicciones materiales
de sus propios defensores. Su hundimiento propinó una ruptura estratégica y
normativa capital para la historia del movimiento obrero occidental: la alianza
transversal entre capas medias y bajas en la consecución de reformas políticas y
sociales se eclipsaría por unos buenos lustros bajo el argumento, atribuible en buena
medida a Marx, de que la burguesía había preferido renunciar a la revolución
democrática en aras de sus intereses materiales.66 De ese modo, el planteamiento de
Rosenberg es que Marx y Engels siguieron siendo demócratas a pesar de que, a
posteriori y por las experiencias del 48, el movimiento obrero fuese mucho más cauto
en sus alianzas estratégicas.67 Cautela que dicho sea de paso impactaría la emergencia
de la socialdemocracia europea durante la década del 60 del siglo XIX.
Y es que, según pone de relieve Rosenberg, es el fracaso de las revoluciones de
1848 la que lleva a que el movimiento obrero rompa con los partidos democráticos
burgueses y consolide un programa político que autonomice sus intereses.68 El
ejemplo que mejor dilucida este fenómeno es la emergencia de la socialdemocracia
alemana bajo el liderazgo de Lasalle. A este respecto valdría la pena mencionar que
los lasalleanos fueron defensores del sufragio universal y de las consignas
democráticas de las revoluciones del 48, al tiempo que compartían el interés por el
cooperativismo que caracterizó a buena parte de los socialistas de la época, desde
Ib., pp. 104-120.
Así lo dejó consignado Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte: “La burguesía hizo la apoteosis del sable; el sable
la domina. Ella aniquiló la prensa revolucionaria; su propia prensa está aniquilada. Puso a las asambleas populares
bajo vigilancia policial; sus salones se encuentran bajo vigilancia de la policía. Disolvió la Guardia Nacional
democrática; su propia Guardia Nacional está disuelta. (…) Sofocó todo movimiento de la sociedad mediante el
poder estatal; todo movimiento de su sociedad es aplastado por el poder del Estado. Se rebeló, llevada por su
bolsillo, contra sus propios políticos y literatos; sus políticos y literatos han sido derrotados, pero su bolsillo es
saqueado, después de que su boca haya sido amordazada y su pluma quebrada. La burguesía le gritaba incansable a
la revolución como san Arsenio a los cristianos: ‘¡Fuge, tace quiesce!’ ¡Huye, calla, guarda silencio!’. Bonaparte le grita
a la burguesía: ‘¡Fuge, tace quiesce!’ ¡Huye, calla, guarda silencio!’.” Cf. Karl Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte
[1852], trad. Clara Ramas San Miguel (Madrid: Akal, 2023), p. 208.
67 Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo... Óp. Cit., pp. 140-150.
68 Ib. p. 164.
65
66
27
Robert Owen hasta Louis Blanc, con la salvedad de que veían al Estado como un
agente central de la economía cooperativa.69
Marx y Engels procuraron intervenir en el debate público a efectos de mitigar el
impacto ideológico de Lasalle en la emergente socialdemocracia alemana. Según
Rosenberg, a uno y a otro les preocupaba que la cuestión del cooperativismo eclipsara
las discusiones sobre la propiedad, al paso que por cuenta de las avenencias estatistas
de Lasalle el proletariado se convirtiera en un “grupo de preceptores de subsidios del
Estado policial prusiano”. Sumado al estatismo y al gremialismo, los revolucionarios
veían con recelo que Lasalle cultivara relaciones estratégicas con Bismarck para
conquistar una mejor posición política para la socialdemocracia.70
Así y todo, la conclusión de Rosenberg es que la propuesta estratégica de Lasalle
determinó el desempeño de la socialdemocracia alemana en el último tercio del siglo
XIX. Aunque el mote de “socialdemócrata” pretendía apelar a la tradición de alianzas
políticas que se remontaba a la estrategia de 1848,71 el movimiento obrero alemán
profundizó en su estrategia de acción parlamentaria pero también en su aislamiento
de clase. En el entretanto, en Gran Bretaña los sindicatos trazaron la estrategia de
presionar a los partidos burgueses a fin de conseguir reformas políticas y laborales.72
Por ese entonces británicos y alemanes se anotaron importantes conquistas
legislativas. En 1867 se amplió el censo electoral en Gran Bretaña y en 1871 se
reconoció el sufragio universal masculino en Alemania.
De ese modo, hasta 1871 el movimiento socialista veló por ampliar las
posibilidades de acción democrática a fin de consumar conquistas económicas y
políticas. A este específico respecto, Rosenberg recuerda que la fundación de la
Primera Internacional (AIT) tuvo entre su acervo estratégico la tradición de
colaboración del movimiento democrático europeo. Tal era el consenso que esta
Ib., p. 165.
Ib., pp. 166-167.
71 Como lo recuerda el profesor Alfonso Ruiz Miguel, el término “socialdemócrata” fue acuñado tras la revolución
de 1848. Pero hay aquí una interesante curiosidad. Aunque Marx y Engels atribuyeron el nacimiento de la
socialdemocracia al grupo de la Montaña de Louis Blanc, a quienes acusaron de incentivar la alianza entre obreros
y pequeñoburgueses para armonizar el antagonismo entre capital y trabajo, en vez de abolirlo; fueron los seguidores
de Marx, Liebknecht y Bebel, quienes en 1869 crearon el Partido Obrero Socialdemócrata. Y, aunque el partido
unificado en Gotha se denominó Partido Obrero Socialista de Alemania, a partir de 1890, y a instancias de los
marxistas más ortodoxos, acogería el nombre definitivo de Partido Socialdemócrata de Alemania (Sozialdemokratische
Partei Deutschlands). Cf. Alfonso Ruiz Miguel, La socialdemocracia. En: Fernando Vallespín (Ed.), Historia de la Teoría
Política 4 (Madrid: Alianza Editorial, 1992), pp. 208-209.
72 Ib., pp. 169-176.
69
70
28
estrategia generaba que al calor de la guerra franco-prusiana, por poner este ejemplo,
el propio Marx era consciente de que, con todo y sus contradicciones, la victoria de
Prusia permitiría galvanizar los sentimientos democráticos que se habían neutralizado
en la Francia de Luis Napoleón III. En principio, esta lectura fue certera, pues la
derrota de Francia en la referida confrontación bélica abrió paso a la Tercera
República francesa.73
Sin embargo, nuevamente las tensiones entre los sectores republicanos
burgueses y un sector radicalizado de los socialistas franceses fue el terreno de cultivo
de un acontecimiento rupturista: la Comuna de París (1871), suceso que sacudió las
posiciones estratégicas e ideológicas en el seno del movimiento socialista europeo y
sobre lo cual Rosenberg apunta tres reflexiones.
Primero, plantea que la experiencia de la Comuna no fue valiosa por lo que
respecta a sus medidas sociales o económicas, sino por su impugnación a la doctrina
tradicional, propia del constitucionalismo de los siglos XVII y XVIII, de la separación
de poderes y del autogobierno. Segundo, destaca que, pese a que Marx no compartía
en estricto rigor la teoría política subyacente a la experiencia de la Comuna, cedió un
terreno ideológico en favor de Proudhon y Blanqui a cambio de granjearse el respeto
de los obreros que se sentían políticamente identificados con dicha experiencia de
gobierno popular. Tercero, plantea que la concesión ideológica de Marx se acompañó
de un movimiento estratégico adicional: enterrar la Primera Internacional con el
propósito de que los anarquistas no se apropiaran de su reputación política.74 Desde
luego, estos puntos son importantes por sus consecuencias ideológicas. Aunque
profundizaremos en esta cuestión más adelante, podría decirse que la teoría política
de la tradición marxista posterior a 1871 fue, a juicio de Rosenberg, el producto de
una actuación estratégica más que de una reflexión intelectual concienzuda.
En todo caso, lo que el autor pone de relieve de cara a los últimos capítulos de
este segundo apartado es que con posterioridad a esta fecha la hostilidad del
movimiento obrero al ideal democrático, sumado a su creciente aislamiento de las
demás capas de la sociedad, incrementó considerablemente. La hipótesis de
Rosenberg es que, a partir de este momento y como consecuencia de las derrotas
políticas acumuladas, crecieron las tendencias que veían en el ideal democrático ya no
73
74
Ib., pp. 177-197.
Ib., pp. 202-208.
29
un anhelo de “autogobierno activo”, sino una mera organización política coaligada
con los intereses de la burguesía.75
La separación entre anarquistas y socialdemócratas tiene como trasfondo esta
discusión. Pese a que las reformas políticas y electorales eran evidentes, en el caso de
los socialdemócratas alemanes la actividad política se vio duramente golpeada por las
leyes antisocialistas de Bismarck.76 En los otros países del continente europeo la
posición no fue menos escéptica, mientras los sectores republicanos eran cada vez
más moderados el movimiento obrero entró en un trance de inmovilismo político.
Esto explica, según el autor, por qué en sus últimos años Marx depositó esperanzas
en los populistas rusos y en sus pretensiones de propiciar una revolución democrática
que derrocara el absolutismo e insuflara de nuevo los aires de la revolución popular
moderna.77
Un aspecto final de este apartado tiene que ver con las mutaciones ideológicas
que Rosenberg detecta en el liberalismo en la Inglaterra victoriana y que marcarán a
su vez la suerte de la estrategia socialista en el último tercio del siglo XIX. En este
campo, el autor destaca que el desarrollo tecnológico y la expansión de la capacidad
productiva del capitalismo decimonónico opuso a tres tipos de liberalismo. El
primero, de estirpe tradicional, creyente del autogobierno de los poseedores
respetuosos de las libertades constitucionales. El segundo, que Rosenberg llama
“neoliberalismo” y que creía en la posibilidad de renunciar a los instrumentos del
autogobierno en aras del mercado y cuyo lema era “paz y libre comercio”. Y,
finalmente, el tercero, que surge de la imposibilidad de asentar una genuina economía
de mercado autorregulado por cuenta de la creciente concentración de capital y del
monopolio y cuyo planteamiento geopolítico estará marcado por el proteccionismo
nacional y el imperialismo.78
Ciertamente, el autor advierte que las transformaciones económicas y a la vez
sociológicas marcaron la agenda del liberalismo en el último tercio del siglo XIX.
Lejos de ser pequeños emprendedores en liza con el poder nobiliario, los emergentes
industriales ya no temían a los oficiales del Estado sino que les importaba el ejercicio
de la autoridad y la represión de la rebelión. El otrora emprendedor liberal creyente
Ib., pp. 218-219.
Ib., pp. 225-227.
77 Ib., p. 235.
78 Ib., pp. 256-259.
75
76
30
de las libertades civiles y del juego de la competencia económica sin obstáculos se vio
eclipsado por el capitalista monopolista que reclamaba un Estado fuerte, implacable
en sus confines geográficos y activo en su política exterior y colonial.79 En este punto,
Rosenberg apunta un aspecto ideológico fundamental: en Rusia, Japón, Alemania y el
Imperio austrohúngaro los seguidores de la democracia eran pocos.80 Ya dijimos, por
ejemplo, que en Alemania el sufragio universal convivió con leyes que restringieron
la actividad política socialdemócrata en condiciones de legalidad.
Es pues, en medio de ese contexto de retirada del liberalismo tradicional
defensor del constitucionalismo que, a juicio de Rosenberg, es preciso comprender el
surgimiento de la Segunda Internacional y la estrategia política de su sector más
prominente, la socialdemocracia alemana. La hipótesis del autor es que la decadencia
de los valores liberales tradicionales, algunos de ellos, incluso, emparentados con el
liberalismo económico: constitucionalismo y pacifismo, marcaron la agenda de los
socialistas. Entre 1889 y 1914 los miembros de la Segunda Internacional defendieron
el pacifismo como valor político, se concentraron en la lucha parlamentaria y en la
defensa de las instituciones republicanas, al paso que profundizaron en su aislamiento
político gremial, propugnando así por un reformismo especialmente obrero que
bloqueó una política de alianzas con otros sectores políticos, como era el caso del
campesinado y los pequeños propietarios urbanos.81
En este frente, Rosenberg destaca que si bien Engels siguió con atención el
desarrollo de la Internacional, sus estrategias fueron radicalmente disímiles a las del
marxismo clásico. Hay que hacer notar que en este viraje todos los marxistas
reconocidos coincidían: desde Bebel hasta Rosa Luxemburgo, pasando por Kautsky
y Bernstein. La estrategia de las revoluciones de 1848 ya no estaba a la orden del día
para los entonces dirigentes del movimiento socialista europeo.82
Como ya se dijo, Marx y Engels tenían un planteamiento estratégico conforme
al cual la política de alianzas era instrumental a los propósitos políticos: en su hora
apoyaron la lucha del cartismo en Inglaterra a fin de ampliar los derechos electorales
en Gran Bretaña y alterar las mayorías parlamentarias y exhortaron a los obreros
franceses y alemanes a que se unieran con los campesinos y la pequeña burguesía
Ib., pp. 260-261.
Ib., p. 271.
81 Ib., p. 278-279.
82 Ib., pp. 278-279.
79
80
31
urbana en contra del absolutismo y del orden burgués.83 Dicho esto, Rosenberg afirma
que esta ruptura doctrinal bloqueó la posibilidad de que el SPD fuera un partido
genuinamente nacional y popular y le impidió a la Internacional hacer mejores y más
efectivos análisis geopolíticos, contrario a la defensa de un pacifismo abstracto en
medio de una época de efervescencia nacionalista y descarnado imperialismo.
Por último, la tercera parte del libro termina con tres importantes cuestiones que
merecen ser destacadas. En primer lugar, Rosenberg presenta un balance del
movimiento democrático de 1848 hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial.
Señala a este respecto que como consecuencia de las revoluciones europeas de
mediados del XIX surgió un específico movimiento: la democracia social, que encarnó
la resistencia del “honesto pequeño burgués” contra el absolutismo y el emergente
capitalismo. Con posterioridad a la derrota de este movimiento y en el marco de las
luchas políticas sucesivas surgió la “democracia liberal”, movimiento que aglutinaba a
aquellos sectores de la burguesía que, respetuosos del gobierno representativo,
“defendían la libre competencia frente al capitalismo monopolista”.84 No obstante, y
como se repite una y otra vez en el texto, mientras en el 48 la estrategia de los
socialistas fue hacer causa común con la democracia social, en el segundo caso, los
partidos de la Segunda Internacional se aislaron y perdieron la posibilidad de
conseguir alianzas que les permitieran mejores posiciones políticas ante el crecimiento
de los sectores reaccionarios y antiliberales.85
En segundo lugar, Rosenberg confirma que el estallido de la Primera Guerra
Mundial mandó al traste el programa pacifista de la Segunda Internacional y su
estrategia aislacionista. A la par, los sucesos posteriores, aunque en principio más
promisorios, no estuvieron desprovistos de contradicciones. Por lo que refiere a la
Revolución Rusa, si bien es verdad que los bolcheviques apelaron a una forma radical
de autogobierno a base de una democracia de consejos, a poco la destruyeron para
dar paso a la dictadura de partido y a la centralización de las funciones económicas,
políticas y militares en medio de un contexto de guerra civil y asedio internacional.86
Por su parte, los procesos revolucionarios desatados al final de la Primera Guerra
Mundial y defendidos por la Tercera Internacional no llegaron a buen puerto, al
tiempo que los socialdemócratas, aunque entregados a defender las emergentes
Cf. Fernando Claudín, Marx, Engels y la revolución de 1848 (Madrid: Siglo XXI Editores, 1975), pp. 294-295.
Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo... Óp. Cit., p. 313.
85 Ib., p. 314.
86 Ib., pp. 311, 316.
83
84
32
repúblicas y adelantar una agenda reformista de avanzada, fueron poco a poco
perdiendo las bases de su poder y quedaron inertes ante el ascenso de la reacción y la
imprudencia de algunas de sus tendencias más voluntaristas.87
Y fue justo en medio de este contexto que el principio democrático republicano
se vio fuertemente golpeado. Aunque ideológicamente los bolcheviques no se
oponían a esta tradición, su estrategia geopolítica forzó a que los obreros perdieran
confianza en las emergentes repúblicas.88 Así pues, según Rosenberg, después de 1918
los marxistas perdieron de vista el frente democrático de 1848 y lo desenterraron
cuando ya era demasiado tarde, al paso que los imperialistas y reaccionarios disputaron
una idea poderosa y fascinante: la unidad y la grandeza de la nación.89
Como lo dije en líneas previas, el libro de Rosenberg se publicó en una coyuntura
particular. Su edición es previa al estallido de la Segunda Guerra Mundial y
concomitante a la estrategia de los frentes populares en Europa occidental. En medio
de este contexto el autor cierra su ensayo emulando el revival de la estrategia de 1848
y la alianza entre socialistas y liberales republicanos. Entre otras cosas, emula las
alianzas republicanas en Checoeslovaquia, se pronuncia en favor del ideario del New
Deal de Roosevelt y recalca que, al margen de que no se adviertan medidas de
intervención directa a la propiedad, es acertado reducir la influencia del capitalismo
de monopolio en beneficio de los trabajadores urbanos y rurales. Lo propio señala de
los socialdemócratas austriacos y de su política municipal en “Viena Roja”, que
permitió conquistas invaluables en ámbitos referidos al bienestar social, a la cultura y
a la economía planificada.90
El texto termina con un ejercicio de realismo político. Hace un llamado a volver
a Aristóteles y a los análisis concretos de las formas de gobierno y de los regímenes
políticos. Por lo que refiere al concepto de democracia, el autor insiste en que lo que
separa a la “democracia burguesa” de la “socialista” no es la importancia del
autogobierno, sino la relación entre el autogobierno y la propiedad. Dice
explícitamente que “[l]a democracia socialista persigue el autogobierno de las masas
en el que los medios de producción socialmente importantes son propiedad de la
Ib. p. 319.
Ib., pp. 322-323.
89 Ib., p. 325.
90 Ib., pp. 327-333.
87
88
33
comunidad”,91 aunque precisa que este movimiento político no ha llegado al poder,
ni siquiera en la Rusia de Stalin.
Asimismo, deja en claro que la democracia burguesa no es unidimensional, y que
por más de que, en su conjunto, deje incólume la propiedad privada sobre los medios
de producción, existe en su seno una tendencia –la llamada “democracia social”– que
ha propugnado por disciplinar a las élites capitalistas en beneficio de las clases
laboriosas. Tendencia sin la cual, dicho sea de paso, no podrían explicarse los procesos
revolucionarios posteriores a la Revolución francesa, incluida la Revolución rusa.92
Si bien es verdad que para el autor los límites de la democracia burguesa están
en la propiedad, pues en estos casos no se sabe en qué momento “acaba la democracia
y comienza la oligarquía”,93 no desdice de las instituciones republicanas que han
marcado la vida de algunos de los Estados regidos por ese ideal: como puede ser el
caso del principio comunal y de la autonomía administrativa. Finalmente, señala que
el ideal democrático, incluso el de estirpe socialista, precisa del principio de legalidad,
pues toda comunidad política está llamada a reafirmar la validez de su orden
normativo. Lo relevante, concluye, es que la legalidad sea el resultado del
autogobierno democrático, el mayor reto de un genuino gobierno socialista.94
2.3. Antoni Domènech y el programa republicano, democrático y fraternal
El libro de Antoni Domènech El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de
la tradición socialista es una investigación histórica amparada en un ambicioso aparataje
conceptual.95 Se trata de un ensayo que condensa buena parte de las preocupaciones
vitales del autor, sobre las cuales valdría la pena hacer una breve digresión. Domènech
nació y murió en Barcelona. Desde muy joven se unió a la resistencia antifranquista
desde la clandestinidad y militó algunos años en el PSUC. Fue un acérrimo
Ib., p. 335.
Ib.
93 Ib., p. 337.
94 Ib., p. 341.
95 En una entrevista publicada en 2003, Domènech manifestó que su libro había sido concebido inicialmente como
la introducción histórica a un texto cuyo propósito era escudriñar en los conceptos filosóficos de libertad, igualdad
y fraternidad. Ciertamente, este último proyecto nunca vio la luz. Aunque el profesor Domènech publicó a lo largo
de su vida sendos artículos sobre la materia, podría decirse que El elipse de la fraternidad es su último esfuerzo literario
sistemático, aunque, como él mismo sugería, incompleto. Cf. Salvador López Arnal y Antoni Domènech, Entrevista
político-filosófica a Antoni Domènech. En: María Julia Bertomeu, Antoni Domènech y Andrés de Francisco (ed.),
Republicanismo y democracia (Buenos Aires: Miño y Dávila editores, 2004), pp. 281-282.
91
92
34
contradictor de la izquierda dogmática y se preocupó por rehabilitar en el discurso
público y académico la obra de importantes autores socialistas cercanos al
reformismo: desde Jaurès hasta el último Gramsci, pasando por Rosenberg, Paul Levi
y Chayánov. Por otro lado, de su militancia política quedó el interés por incursionar
en la historia conceptual. Tanto El eclipse de la fraternidad como sus disertaciones
posteriores en la revista Sin Permiso dan cuenta de su preocupación por esclarecer los
conceptos de democracia, socialismo, libertad e igualdad, así como por revisar los
orígenes históricos de esa tradición política tan rica y compleja como lo es la
socialista.96
A este último respecto hay que decir que, aunque se trata de un escritor
contemporáneo –murió en el 2017 a sus 64 años–, Domènech ocupa un lugar
importante dentro de la historiografía socialista por dos razones. De un lado, porque
su obra intenta reconstruir conceptualmente la tradición del republicanismo
democrático. De otro lado, porque, tras ese esfuerzo reconstructivo, estudia la historia
del movimiento socialista en la estela de aquella tradición política.97 Este esfuerzo
híbrido cristaliza en El eclipse de la fraternidad, un texto que discurre entre diez capítulos
pero que, en aras de la claridad expositiva, podría ser dividido en tres partes. La
primera está dedicada a identificar la génesis del republicanismo democrático. La
segunda intenta dar cuenta de por qué el socialismo decimonónico es el continuador
de la tradición republicana. La tercera y última busca indagar en las razones del eclipse
del programa y de la estrategia del socialismo “democrático-fraternal” en la Europa
previa a la Segunda Guerra Mundial.
Con respecto a la primera parte, Domènech empieza por reconocer que la
tradición republicana no es por antonomasia democrática y que en su seno ha existido
una pulsión contramayoritaria. En un sentido similar al de Rosenberg, el autor explica
que dicha hostilidad es imputable a Aristóteles.98 Aunque el estagirita defendía que el
bien común debía ser el fin y eje vertebrador de la organización política, así como el
parámetro de escrutinio de la deseabilidad o no de un régimen político –por lo que
participaba de la tradición republicana–,99 también estimaba que ningún integrante del
Jordi Mundó, Antoni Domènech, la afirmación de la tradición republicano democrática: epistemología, historia, ética y política.
En: En: Antoni Domènech, Escritos Sin Permiso [Antología] (Barcelona: Sin Permiso, 2018), pp. 359-360.
97 Ib.
98 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 59-60.
99 Cf. Miguel Tudela-Fournet, La primacía del bien común. Una interpretación de la tradición republicana (Madrid: Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, 2017), p. 62.
96
35
demos (ciudadanos que se dedicaban al trabajo manual) era apto para el mando.100 En
otras palabras, si bien defendía que los virtuosos eran los llamados a ejercer el
gobierno de la comunidad política, creía a su vez que la virtud era exclusiva de quienes,
al tener patrimonio y rentas, contaban con el tiempo indispensable para dedicarse
desinteresadamente a la cosa pública.101
Así pues, la premisa inicial de Domènech es que la posición filosófica que enlaza
riqueza, virtud y selectividad acompañó a la tradición republicana y dio sustento a la
fobia democrática que caracterizó al pensamiento político occidental durante los
siglos XVIII y XIX. Nótese entonces que la repulsión democrática era tanto
contramayoritaria como aporofóbica. En el libro IV de la Política Aristóteles deja claro
que la democracia no es simplemente un gobierno en el que la multitud es soberana.
Lo característico de este régimen político es que “los libres y pobres, siendo mayoría,
ejercen la soberanía del poder”.102 Su particularidad, en consecuencia, es su carácter
mayoritario y popular.
Esta precisión es importante en tanto que la fobia a la democracia, en el hilo
conductor que Domènech presenta, es fundamental para comprender las
transformaciones políticas que tienen lugar en Europa a partir de la Revolución
Inglesa. Como lo vimos en el caso de Aristóteles, el republicanismo convivió con una
postura antropológica según la cual por naturaleza hay unos sujetos llamados al
mando y otros a la obediencia. De esta desigualdad natural se derivaba un corolario
lógico: mientras unos, por sus aptitudes naturales, pueden disfrutar de la libertad del
saber y de la cultura; otros deben replegarse al mundo tosco y prosaico del trabajo
manual. Asimismo, en tanto que natural, la universalización de la libertad y del saber
sería inconcebible, pues toda sociedad reproduce élites privilegiadas.103
Lo paradójico, destaca Domènech, es que a partir de esta posición antropológica
la tradición republicana clásica desarrolló una serie de principios filosóficos relevantes
para el ideal de “buena organización política”. Como vimos, uno de ellos fue la
relación entre la actividad pública, el bien común y la virtud. Pese a que este ámbito
estaba atravesado por la desigualdad antropológica anotada, los republicanos de
tradición clásica tenían claro que la actividad política debía ceñirse a criterios de interés
Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., p. 65.
Aristóteles, Política, trad. Manuela García Valdés (Madrid: Editorial Gredos, 1988), 1308b, p. 322.
102 Ib., 1290b, p. 226.
103 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 48-49.
100
101
36
general. Por otra parte, en términos “subjetivos”, esta tradición forjó un concepto de
persona que encontraría su máxima expresión en el derecho romano y que enlazaría
capacidad, voluntad y propiedad. Así, el concepto de “sujeto de derecho” (sui iuris)
impactó los ámbitos doméstico y público y contribuyó a depurar una noción de
subjetividad para la cual la participación política, el liderazgo familiar y la propiedad
eran el eje rector de la libertad.
De esa suerte, la hipótesis de partida del texto es sugestiva: al margen de su
“demofobia”, la tradición republicana decantó principios de organización política que,
a posteiori, influirían en los acontecimientos políticos que tuvieron lugar en Europa y
en Norteamérica entre los siglos XVII y XVIII. A guisa de ejemplo, los padres de la
constitución americana –emparentados con la doctrina aristotélica– se trazaron como
propósito evitar el peligro democrático con un diseño institucional contramayoritario
(el modelo de los checks and balances),104 pero fueron a su vez conscientes de la
necesidad de incentivar la virtud ciudadana y evitar la deriva oligárquica del poder. De
ahí que Jefferson propusiera implementar un modelo de sociedad de pequeños
propietarios agrarios que garantizara las bases institucionales y materiales de la
libertad.105
En cualquier caso y en línea con Rosenberg, Domènech sostiene que fue la
Revolución Francesa la que partió en dos la historia contemporánea de la tradición
republicana. Pese a que doctrinalmente esta corriente política hunde sus raíces en las
obras de teóricos políticos de la talla de Locke, Montesquieu y Rousseau, para
Domènech es la Revolución Francesa la que da paso a un genuino “republicanismo
democrático”. ¿Por qué? Su respuesta es que, en contravía de la postura aristocrática
de cuño aristotélico, este acontecimiento histórico abrió la posibilidad de universalizar
los elementos principales de la libertad republicana; es decir, incorporar a todo el tercer
estado en la sociedad civil de libres e iguales.106
Desde luego el propósito descrito no generó consenso entre los defensores del
proceso revolucionario francés. La plena incorporación del demos a la sociedad civil
suponía la democratización radical de los derechos políticos y una intervención
decidida en los derechos de propiedad. A juicio de Domènech, el proyecto
La división de poderes y la independencia absoluta de los tribunales de justicia –garantizada mediante los puestos
judiciales fijos– sólo se entiende en el marco de esa pretensión. Cf. Alexander Hamilton, James Madison y John Jay,
El Federalista [1788] (Madrid: Akal, 2015), pp. 551-552.
105 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 78-91.
106 Ib., pp. 97-99.
104
37
democrático republicano que Robespierre defendió bajo la consigna metafórica de la
fraternidad suponía abolir la ley política del antiguo régimen, universalizar los derechos
políticos y someter los cargos públicos al control fiduciario de la ciudadanía, así como
derribar las barreras de clase derivadas de la división entre propietarios y desposeídos,
lo que redundaba en una redistribución de la propiedad que asegurara el ‘derecho a la
existencia’.107
Aunque no es el propósito de este trabajo indagar en el fallido desenlace de la
primera república francesa, vale destacar la afirmación de Domènech según la cual el
proyecto codificador impulsado por Napoleón es a la vez una integración y una
traición parcial de ese ideario. A tenor de las necesidades del emergente proceso
industrializador, el orden civil napoleónico escindió el binomio ineludible de la
libertad republicana tal como los griegos, los romanos y el mismo Robespierre la
concebían: independencia y propiedad. Contrario, pues, a esta tradición, el Código
Civil de 1804 introdujo la ficción según la cual el desposeído podía ser jurídicamente
independiente.108
De ese modo, para Domènech las revoluciones de 1848 no pueden
comprenderse al margen de la tensión entre el orden civil posnapoleónico y el régimen
monárquico constitucional que siguió a la restauración borbónica en Francia. Por un
lado, la emergente y cada vez más consolidada burguesía reclamaba mayor control del
poder político, pero no estaba de acuerdo en que se alteraran las reglas de propiedad
introducidas por la legislación civil. Por otro lado, mientras los campesinos se veían
agobiados por las deudas, el naciente proletariado, educado en la tradición
democrática-fraternal robespierriana, reclamaba límites a la propiedad y al poder del
patrón en nombre de la igualdad civil y política.109
La primera parte del libro cierra, pues, con la escisión anotada y con la
confluencia de dos tendencias latentes en el espectro político europeo, la socialista y
la democrático-republicana. Para Domènech, a partir de 1848, la tradición socialista
será la continuadora de la “pretensión democrático-fraternal de civilizar el entero
ámbito de la vida social”. En lo sucesivo, el programa político del socialismo europeo
se cifrará en dos premisas normativas que sólo son comprensibles de cara a la
tradición política a la que hemos hecho referencia: (i) erradicar el despotismo
Ib., p. 110.
Ib., pp. 118-119.
109 Ib., pp. 133-134.
107
108
38
proveniente de la loi de famille, que se extiende desde el plano doméstico hasta el
laboral, y (ii) superar el despotismo burocrático-estatal heredado de la loi politique del
Estado monárquico absolutista.110
Lo anterior fija las pautas para transitar a la segunda parte del texto, relativo al
auge de la socialdemocracia europea después de la derrota de las revoluciones de 1848.
Para el autor, el lapso que corre entre la fundación de la Asociación Internacional del
Trabajo (AIT – Primera Internacional) y la bancarrota de la Segunda Internacional
está mediado por tres consideraciones históricas.
Primero, a instancias de Marx, la fundación de la AIT se suscribió en los dos
propósitos reformistas del socialismo europeo: la disputa legislativa por la reducción
de la jornada de trabajo y el fortalecimiento del cooperativismo. Por un lado, la
Internacional secundó los propósitos reformistas de los lasalleanos y del sindicalismo
británico al entender que la reducción de la jornada de trabajo y la conquista de leyes
de protección social eran una forma de hacer prevalecer la economía política del
trabajador por encima de la del capital. Por otro lado, defendió el movimiento
cooperativo al juzgar que este tenía el mérito de “mostrar prácticamente que el
existente sistema despótico y pauperizador del sometimiento del trabajo al yugo del
capital [podía] ser removido por el benéfico sistema republicano de la asociación de
productores libres e iguales”.111
Segundo, la AIT integró a su acervo ideológico el programa republicanodemocrático pero sustituyó su estrategia de alianzas transversales por una de corte
obrerista. Frente a lo programático, se trazó los propósitos de (a) republicanizar las
relaciones entre los ciudadanos y los magistrados políticos, es decir convertir a los
segundos en agentes fiduciarios de los primeros; y, (b) defender que una sociedad
civilizada y democrática de ciudadanos libres e iguales no podía sostenerse en la
universalización de la propiedad privada sobre las fuentes de vida, sino en la
apropiación común de esas fuentes.112 A su turno, y en lo atinente a lo estratégico, en
1872 la AIT aprobó una resolución mediante la cual recomendó la creación de
partidos obreros nacionales a fin de organizar a la clase proletaria y participar de la
disputa institucional, postura que marginó a los socialistas antipartidistas (Bakunin) y
Ib., pp. 28-29; 150-151.
Ib., pp. 156-157.
112 Ib., pp. 158-159.
110
111
39
a quienes concebían la lucha política bajo las estrictas coordenadas del sindicalismo
(como era el caso de una importante tendencia del movimiento obrero británico).113
Tercero, en Alemania fue el único país en el que la estrategia de la AIT de crear
partidos obreros autónomos tuvo éxito y donde, en consecuencia, germinó la
tradición socialdemócrata europea. Dicho esto, ¿cuál fue el impacto que, en lo
sucesivo, tendría la socialdemocracia alemana en las transformaciones del ideario y la
estrategia del socialismo europeo, que, según Domènech, era heredero de la tradición
republicana?
El punto de partida que traza Domènech es la convergencia entre marxistas y
lasalleanos en el famoso Programa de Gotha de 1875, por el cual se creó el Partido
Socialista Obrero de Alemania. Sin perjuicio de las duras críticas que el propio Marx
enfiló contra ese programa,114 tanto él como Engels apoyaron la creación del partido
y colaboraron con los lasalleanos. Pese a la furibunda reacción de Bismarck, que en
1878 hizo aprobar una ley antisocialista que rigió hasta 1890, los socialistas alemanes
diseñaron una estrategia que determinó la política europea hasta el inicio de la Primera
Guerra Mundial. Por una parte, aprovecharon las precarias libertades políticas para
organizar la conciencia política de la clase obrera, y, por otra parte, utilizaron su fuerza
para alcanzar conquistas sociales y laborales que les granjeó el apoyo popular.
Por lo que respecta a la organización de la clase obrera, una vez abolida la ley
antisocialista de Bismarck, el ahora Partido Socialdemócrata de Alemania (en adelante
SPD, por sus siglas en alemán) disparó su número de afiliados. Si en 1890 su tasa de
afiliación era de aproximadamente 250.000 miembros, en 1914 superaba el millón de
militantes. No obstante, lejos de ser la vanguardia del demos y una fuerza socialmente
hegemónica, la socialdemocracia aisló a la clase obrera industrial del resto del pueblo
Ib., pp. 172-173.
Fueron tres las grandes críticas que Marx hizo a dicho programa. Primero, su férreo obrerismo. Los lasalleanos
estimaban que todas las capas no obreras de la sociedad eran una “masa reaccionaria”, con lo cual se perdía de vista
que los pequeños propietarios y un sector de la burguesía liberal podía hacer causa común con los socialistas en la
lucha contra la monarquía Guillermina. Segundo, su estatismo. En este punto la hipótesis de Marx era híbrida. De
un lado, estimaba que la consigna del Estado libre era contraria al ideal republicano, que propugnaba por limitar la
libertad del Estado y someterlo al control de la ciudadanía. De otro lado, en lo atinente a la economía, Marx
propugnaba por las asociaciones cooperativas independientes del Estado; es decir, por fortalecer las iniciativas
económicas de los trabajadores y no tanto por estatizar la economía cooperativa. Tercero, su moderado
internacionalismo. En este punto, el cuestionamiento se enfiló contra el poco acento énfasis del programa en la
necesaria “fraternidad internacional de las clases obreras en su lucha común contra las clases dominantes y sus
gobiernos”. Cf. Karl Marx, Glosas marginales al programa del Partido Obrero Alemán [1875] (Marxists.org, 2020).
Disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/gotha/critica-al-programa-de-gotha.htm, y
Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 176-177.
113
114
40
trabajador, al paso que no leyó críticamente los cambios que la lucha reformista había
propinado en la sociedad civil.115 Según Domènech, su aislamiento le impidió advertir
tres cuestiones importantes: (i) la tendencia oligopólica de los mercados; (ii) el
crecimiento del capital financiero y de su incidencia económica y espiritual en los
estratos medios urbanos y rurales; y (iii) la deriva antidemocrática e iliberal de la
maquinaria burocrática estatal y del gran empresariado, que reclamaba mano dura en
la política doméstica y nacionalismo imperialista en la política exterior.116
Las circunstancias anotadas fueron la antesala de las discusiones ideológicas y
estratégicas que marcarían el desenlace de la socialdemocracia en la última década del
siglo XIX y el primer tercio del siglo XX.
En el plano estratégico la discusión estuvo marcada por la propuesta de
Bernstein de buscar acuerdos políticos con las fuerzas democrático-radicales
pequeñoburguesas y aun con el Zentrumspartei (partido católico) para ampliar así su
radio de influencia en los estratos medios urbanos y rurales. Esta propuesta fue
rechazada por la derecha (Karl Leigen), el centro (Bebel y Kautsky) y la izquierda del
partido (Rosa Luxemburgo), que mantuvo su unidad alrededor de una estrategia
ecléctica: ser reformistas en la lucha sindical, pero (conceptualmente) revolucionarios
en la lucha política.117
Una discusión análoga, reseña Domènech, se suscitó en el seno de la Segunda
Internacional, esta vez entre los socialdemócratas alemanes y los socialistas franceses,
liderados por Jean Jaurès. En el congreso de Ámsterdam de 1904 el dirigente francés
–que venía de hacer frente común con los sectores republicanos a propósito del caso
Dreyfus y de la reacción monárquico-clerical que se había desatado con ocasión a este
acontecimiento– propuso a los socialistas implementar una política de alianzas con la
izquierda republicana burguesa que fortaleciera los ideales democráticos y saliera al
paso de la reacción clerical y nacionalista que se cernía sobre Europa continental. El
SPD, en cabeza de Bebel, rechazó la propuesta de Jaurès bajo el argumento de que la
Domènech narra que a principios del siglo XX era tan sólida la estructura organizativa del SPD que un militante
socialdemócrata podía aspirar a que el partido le proveyese, tanto a él como a su familia, servicios educativos,
espacios de desenvolvimiento social, medios de comunicación, oferta cultural de todo tipo, asistencia familiar e
incluso servicios funerarios. Cf. Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., p. 184.
116 Ib., pp. 196-198.
117 Ib., pp. 200-201.
115
41
monarquía y la república eran formas de Estado burgués funcionalmente encaminadas
a reforzar el dominio de la clase dominante sobre el proletariado.118
Aunque en uno y otro caso las propuestas estratégicas eran disímiles, la hipótesis
de Domènech es que los debates introducidos por Bernstein y por Jaurès respondían
a una necesidad política específica: reubicar a las organizaciones socialdemócratas en
la vida civil; rearticular el demos bajo hegemonía socialista, para lo cual era
indispensable reapropiarse de la retórica republicana tal y como proponía Jaurès, y
cerrar el paso a la “reacción monárquico-clerical sostenida por una gran burguesía
industrial y financiera neoabsolutista”.119
¿Cómo se explica el dogmatismo del SPD en medio de esta coyuntura? Una
posible respuesta es que la socialdemocracia perdió de vista la reconfiguración
ideológica del liberalismo en la última década de siglo XIX y la primera del XX. Según
explica Domènech, ante el resquebrajamiento de la “época de la seguridad” y la
creciente concentración del capital emergió en Europa una variante del liberalismo
que reconoció la necesidad de intervenir el mercado capitalista y de constitucionalizar
las relaciones entre los individuos (consumidores y trabajadores) y las empresas. Estos
liberales, entre los que cabría mencionar a John A. Hobson, Bertrand Russell,
Friedrich Naumann y el propio Max Weber, estaban dispuestos a reconocer el
necesario “embridamiento jurídico de la empresa capitalista” y a hacer causa común
con los socialistas en ese propósito.120
Así y todo, en el momento en que un sector del liberalismo se acercó
ideológicamente a las posiciones socialistas en el seno de la socialdemocracia tuvo
lugar un debate estratégico decisivo que opuso a Rosa Luxemburgo y a Kautsky. Se
trataba de si debía apoyar o no la huelga general de masas y retomar la agitación
republicana en un contexto en el que, merced a esta estrategia, el movimiento obrero
había logrado el reconocimiento del sufragio universal masculino en Suecia, Holanda
y el Imperio austrohúngaro.121 Contrario a la posición de Rosa Luxemburgo, Kautsky
estimaba oportuno profundizar la estrategia del desgaste y alcanzar mayorías absolutas
en el Reichstag para liquidar, en condiciones de legitimidad política mayor, el sistema
monárquico dominante, lo que ciertamente perdía de vista que en Alemania no
Ib., pp. 220-221.
Ib., p. 223.
120 Ib., pp. 201-212.
121 Ib., p. 224.
118
119
42
imperaba una monarquía parlamentaria y que la acción estratégica, a diferencia de lo
que podía ocurrir en Francia, en Gran Bretaña o en Norteamérica, se daba en
condiciones políticas semiabsolutistas.122
Otra de las cuestiones que a juicio de Domènech impidió la construcción de una
estrategia política transversal fue la “vaga y nebulosa idea” que los socialdemócratas,
anarquistas y anarcosindicalistas tenían de lo que significaba en la práctica un “sistema
republicano de asociación de productores libres e iguales”.123 Sobre esto, el autor
propone dos reflexiones. De un lado, que antes de la Primera Guerra Mundial era
impensable cualquier forma de socialismo o de capitalismo de Estado, lo que quiere
decir que el ideal de una burocracia estatal gestora de los procesos productivos era
ajeno a la socialdemocracia finisecular. De otro lado, en línea con los planteamientos
del Marx de la Crítica al programa de Gotha, el SPD tampoco se hacía ilusiones de que el
Estado ocupara la posición del propietario privado. Por contraste su programa
económico estaba más emparentado con la socialización de la propiedad en los
consejos de fábrica, sindicatos y organizaciones cooperativas.124
De hecho, esto último explica en parte el “pacifismo” de Engels, Bebel, Kautsky
y Bersntein a partir de 1891. Para todos ellos la estrategia insurreccional hacía difícil
conservar al personal técnico de las empresas, cuya función resultaba determinante a
la hora de suplir las funciones antaño desempeñadas por los propietarios privados:
asignar recursos, organizar eficientemente la producción y calcular el riesgo. Por otra
parte, la “estrategia del cansancio” ideada por Kautsky justificaba la expropiación y
posterior democratización de las empresas en un momento de mayor avance de la
concentración del capital.125
Con todo y ello, las controversias anotadas se vieron eclipsadas por el creciente
prestigio electoral de los partidos socialdemócratas adscritos a la Segunda
Internacional y el consecuente poder social y de masas que ello les supuso, así como
por la efervescencia nacionalista y los ánimos de guerra que empezaron a calar en el
ambiente público. Domènech concuerda con la historiografía dominante en que la
Primera Guerra Mundial propinó un duro golpe a la unidad de la socialdemocracia
Ib., pp. 229-232.
Ib., p. 235.
124 Ib., pp. 236-237.
125 Ib., pp. 254-256.
122
123
43
europea y a la estabilidad de la Segunda Internacional y de su partido más importante,
el SPD.
En el caso de Alemania, no hay que olvidar que con ocasión de la Gran Guerra
una minoría que seguía defendiendo las banderas del pacifismo y del
internacionalismo se apartó del SPD para crear el USPD. Este partido, recuerda
Lichthem, se reivindicaba en la tradición radical-democrática de la Revolución Rusa
de febrero de 1917. Su programa reivindicaba “la paz, una política de no anexiones,
la autodeterminación nacional, una diplomacia abierta, el desarme general y el retorno
al internacionalismo”.126 En su seno se reunieron los antiguos y conocidos dirigentes
centristas del SPD, ahora disidentes, Kautsky y Bernstein, así como los dirigentes
izquierdistas del mismo partido, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Unos y otros
mantuvieron sus diferencias estratégicas, mas su unidad fue indispensable para la
promoción de las huelgas que aceleraron el colapso de la resistencia militar alemana y
propiciaron la caída de la monarquía Guillermina y la proclamación de la república.127
En todo caso, la ausencia de una dirección decidida y la falta de un horizonte de
acción política claro conllevó a la ruptura del espacio político socialdemócrata y a la
fallida resurrección espartaquista de enero de 1919, que dejó como terrible saldo el
asesinato de Rosa Luxemburgo y de Karl Liebknecht. Pese a ello, Domènech relieva
que la legitimidad del SPD no se vio golpeada, al punto que en las elecciones al
Reichstag de 1919 los partidos defensores de la república obtuvieron 25 de los 30
millones votos sufragados.128 Y si bien es verdad que los buenos resultados electorales
no se mantendrían con el paso de los años, la posguerra y el revival de las
reivindicaciones democrático republicanas impulsó el poder social y electoral de las
organizaciones obreras de tradición socialista (ahora escindidas en socialdemócratas y
comunistas) y obligó a sus adversarios, algunos de ellos antiguos monárquicos, a
disputar el poder político en competencia electoral.129
En lo sucesivo el texto de Domènech se detiene en profundizar en el fracaso de
las experiencias políticas auspiciadas por los socialistas en Europa occidental y en
Rusia. Pese a que en el apartado destinado a la estrategia y a la política de alianzas nos
detendremos en esta parte del libro, vale decir que para el autor la derrota de estas
George Lichtheim, Breve historia del socialismo (Madrid: Alianza Editorial, 1975), p. 316.
Ib.
128 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 292-293.
129 Ib., p. 298.
126
127
44
experiencias obedece principalmente a dos razones que, por lo demás, coinciden con
la propuesta analítica de Rosenberg. Primero, enfatiza en que el eclipse del programa
republicano fraternal y democrático y el consiguiente quiebre en la política de alianzas
transversales debilitó considerablemente a las repúblicas alemana, austriaca y
española. Segundo, pone de manifiesto que la contracara de esta escisión fue la deriva
autoritaria y nacionalista de los sectores conservadores críticos de la democratización
del gobierno representativo, quienes, ellos sí coordinadamente y prevalidos de un ideal
corporativista iliberal, sepultaron las experiencias republicanas de Europa
occidental.130
3. El socialismo europeo, un esfuerzo de comprensión analítica
Las líneas precedentes dieron cuenta de los asertos históricos y analíticos de tres
obras que son cruciales para entender la historia del socialismo europeo entre la
segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX. Como lo reseñé en la
introducción, a continuación quiero proceder con la segunda parte del trabajo,
dedicada a comprender, de la mano de los autores reseñados y de una bibliografía
auxiliar, aspectos neurálgicos del núcleo ideológico del movimiento socialista en
Europa occidental. Para esos propósitos, esta parte del trabajo discurrirá a través de
cuatro temáticas esenciales para abordar el tópico que nos concierne: los orígenes del
movimiento socialista (3.1); el ideal democrático y republicano (3.2.); la cuestión de la
libertad republicana y la propiedad (3.3.), y la acción estratégica y la política de alianzas
(3.4.).
3.1. Los orígenes del movimiento socialista
Reflexionar sobre el núcleo ideológico del socialismo europeo supone abordar
la pregunta por el origen histórico de dicha tradición política. En este punto, estimo
que los textos analizados nos permiten abordar este interrogante. Lo primero que hay
que decir es que la emergencia de una tradición política involucra un conjunto de
causalidades que no necesariamente tienen prelación lógica. Los textos que he
reseñado permiten identificar dos razones históricas que, analizadas en conjunto,
podrían explicar la emergencia del socialismo decimonónico en Europa occidental.
130
Ib., pp. 362-363; 381-382; 400-403; 507-510; 544.
45
Ambas premisas resultan sugestivas porque, al ubicar los pormenores históricos de la
tradición política, complejizan el contenido de su ideología.
Podríamos decir que una proposición analítica transversal a los tres textos
abordados y que ha sido empleada en otras narraciones históricas131 es formulada
lúcidamente por Polanyi en La gran transformación: el origen del socialismo está
íntimamente ligado a la emergencia del capitalismo de libre mercado y no sólo a la
revolución industrial. Una de las lecciones historiográficas de Polanyi es que la
pauperización del nivel de vida de millones de británicos como consecuencia de la
revolución industrial suscitó la reacción moral de diversos estratos de la sociedad.
Mientras unos pretendían ralentizar el mecanismo poniendo trabas, por ejemplo, a la
extensión del mercado de trabajo (como fue el caso del sistema de subsidios de origen
judicial Speenhamland), otros reaccionaron a las externalidades negativas de la
industrialización sin denostar del proceso en sí mismo. Ese fue el caso de Robert
Owen, quien propugnó por una síntesis entre los avances técnicos de la
industrialización y los ideales ilustrados de perfectibilidad y cooperación.132
Este punto nos introduce una premisa que resulta relevante a la hora de entender
el origen del socialismo en Europa continental y en Gran Bretaña. Por lo que refiere
a este último país, es preciso destacar que la crítica de los socialistas, aunque prevalida
de ideales utópicos sobre la buena sociedad, comprendía ya un aspecto que sería
central en el socialismo posterior: la crítica racionalista, endógena, del capitalismo.
Owen, por ejemplo, se presentaba como un “ingeniero social” que había encontrado
formulas más racionales para alcanzar los ideales de “mayor felicidad para el mayor
número de personas”.133 Como lo vimos de la mano de Polanyi, los socialistas
utópicos à la Owen descubrieron la sociedad como un problema político. Se sentían
horrorizados moralmente por las consecuencias del reformismo capitalista, pero
doctrinalmente seguían siendo utilitaristas.
Esto último es crucial para entender el quiebre entre los socialismos europeos
previos y posteriores a la década de 1840. Al respecto, la segunda premisa que valdría
la pena rescatar de Polanyi es que esta ruptura tiene lugar en el momento en que los
críticos del pauperismo se convierten en críticos de la economía política
131
Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit.
Cf. Rafael del Águila, El socialismo utópico. En: Fernando Vallespín (Ed.), Historia de la Teoría Política 4 (Madrid:
Alianza Editorial, 2002), pp. 68-69.
133 Ib., pp. 96-97.
132
46
decimonónica, o, para usar las palabras de Lichtheim, en el momento en que la crítica
filosófica de la civilización se convierte en una acusación sociológica del
capitalismo.134 No hay que perder de vista que es en esta década en la que Marx se
introduce (desde luego, él y muchos más) en el estudio del modo de producción
capitalista,135 al punto que para 1847 comienza a difundir una de las tesis que
determinaría el futuro ideológico del movimiento socialista, a saber, que la
dominación capitalista emana de la conversión de la fuerza de trabajo en mercancía.136
Lo anterior es indicativo de que el socialismo en Europa occidental, al menos a
partir de 1840, no sólo se erigió como un movimiento de protesta contra la
pauperización y los efectos nocivos de la industrialización no planificada. Como
vimos, la reacción moral a estos fenómenos fue determinante pero seguía anclada a
parámetros doctrinales que se debatían entre el utilitarismo racionalista y la crítica
religiosa. Por contraste, a partir de estos años la seña de identidad del socialismo será
la lucha contra la sujeción mercantil de la fuerza de trabajo, cuestión última que es
determinante a la hora de valorar un aspecto central de lo que será, a posteriori, un eje
definitorio del programa ideológico del socialismo de tradición marxista: la abolición
de la propiedad privada sobre los medios de producción como condición necesaria
para emancipar el trabajo de las leyes del mercado.
Ahora bien, a partir de los textos estudiados, podría decirse que si estas hipótesis
historiográficas son útiles para entender los orígenes del socialismo británico, se
quedan cortas a la hora de comprender la emergencia del socialismo europeo
continental. Sobre esto habría que hacer dos comentarios.
George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 97.
Así lo dice en el conocido Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política: “En Bruselas a donde me trasladé
[en 1845] a consecuencia de una orden de destierro dictada por el señor Guizot proseguí mis estudios de economía
política comenzados en París. El resultado general al que llegué y que una vez obtenido sirvió de hilo conductor a
mis estudios puede resumirse así: en la producción social de su vida los hombres establecen determinadas relaciones
necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de
desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura
económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que
corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el
proceso de la vida social política y espiritual en general”. Cf. Karl Marx, Prólogo a la contribución a la Crítica de la Economía
Política [1859] (Marxist Internet Archive, 2001, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/me/1850s/criteconpol.htm).
136 A tono con los críticos de la economía política, Marx insiste en 1847 que: “La fuerza de trabajo es, pues, una
mercancía que su propietario, el obrero asalariado, vende al capital. ¿Para qué la vende? Para vivir”. Y más adelante
añade: “El salario es, como hemos visto, el precio de una determinada mercancía, de la fuerza de trabajo. Por tanto,
el salario se halla determinado por las mismas leyes que determinan el precio de cualquier otra mercancía”. Cf. Karl
Marx, Trabajo asalariado y capital [1847-1849] (Marxist Internet Archive, 2000, disponible en la red:
https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/49-trab2.htm).
134
135
47
Al margen de sus diferencias teóricas y conceptuales, no puede perderse de vista
que los llamados socialistas utópicos, Saint-Simon y Fourier, eran reformadores
sociales que coincidían en la necesidad de reorganizar la producción para alcanzar
niveles más racionales de vida colectiva. A diferencia de Owen, sus pretensiones no
eran una reacción directa contra el pauperismo (pues los efectos sociales de la
industrialización británica no se reprodujeron in toto en la Europa continental), sino
más bien de un interés por asimilar los desarrollos técnicos de la industrialización en
condiciones de armonía social.137 A riesgo de simplificar, podríamos decir que estos
socialistas eran más tecnócratas que igualitaristas. Saint-Simon, por ejemplo,
desdeñaba explícitamente los ideales igualitarios de los jacobinos, al tiempo que tenía
en alta estima el ideal de una sociedad en la que el gobierno de las cosas reemplazara
el dominio sobre las personas, ideal utópico en el que Friedrich Engels se
circunscribiría en el Anti-Dühring.138
Esto es importante porque matiza las causas históricas que, sobre los orígenes
del socialismo europeo continental, enlistan Rosenberg y Domènech. No se puede
obviar que los precursores del socialismo (“utópico”) francés no fueron propiamente
seguidores del ideal democrático-igualitario de los jacobinos, sino que por el contrario
cultivaron una tendencia tecnocrática del socialismo que se emparentaría con el
positivismo europeo de las décadas siguientes (recordemos que Auguste Comte fue
discípulo de Saint-Simon). Así y todo, no podríamos descartar la hipótesis de que una
tendencia del socialismo continental, al menos como se desarrolló a partir de la década
del cuarenta del siglo XIX, sí se reclamó heredero del movimiento democrático
galvanizado por la Revolución Francesa.
Dicho esto, en lo atinente a los orígenes del socialismo europeo, podemos trazar
tres hipótesis que historiográficamente resultan valiosas. Por lo que refiere a Gran
Bretaña, hay que decir que el socialismo emergió como un movimiento de rechazo al
pauperismo y como una crítica del liberalismo utilitarista defensor de la economía
autorregulada y de la conversión de la fuerza de trabajo en mercancía. Por su parte,
en Europa continental fueron dos las corrientes que alimentaron el surgimiento de la
tradición política. De un lado, el reformismo social de los llamados “socialistas
utópicos”, que pretendían someter los más altos desarrollos de la técnica a los
137
138
Rafael del Águila, El socialismo utópico. Óp. Cit., 77-80; 90-91.
Ib., pp. 79-80, 83.
48
principios del cooperativismo racionalista. De otro lado, la tradición democráticaigualitaria de extracción jacobina.
En lo que sigue tendremos que profundizar en los impactos ideológicos de las
tendencias anotadas, pero antes valdría la pena resaltar que si bien las preocupaciones
sociopolíticas descritas no son en principio análogas, se entrecruzarían a lo largo de la
segunda mitad del siglo XIX. Por una parte, los reclamos igualitarios hicieron mella
en el movimiento cartista de Gran Bretaña, cuyo propósito principal, antes que
cualquier reivindicación de índole económica, fue la democratización del gobierno
representativo. Por otra parte, la crítica de Marx a la economía de libre mercado
desarrollada en el marco del capitalismo británico fue determinante en el futuro del
socialismo europeo continental, en especial en Alemania, donde se fundaría el partido
de tradición marxista más importante de la Europa finisecular y cuya agenda política
se centraría en el reformismo económico y el intervencionismo de Estado.
3.2. El ideal democrático y republicano
Norberto Bobbio manifestó en varias ocasiones que el movimiento socialista
tuvo una “grave indiferencia hacia la teoría de las formas de gobierno”. A su
consideración esa omisión era especialmente imputable a Marx y a sus herederos,
quienes cometieron el error –según Bobbio– de creer que todo régimen político era
al final de cuentas el reflejo de la dominación de clase.139 Desde luego, la crítica del
filosofo italiano era en parte justa. La tradición marxista, desde la socialdemócrata
hasta la bolchevique, no fue ajena a un tipo de teoría política que se aproximó al
estudio del Estado desde una óptica puramente instrumental. No obstante, valdría la
pena rastrear parte del origen histórico de esa discusión ideológica, pues, a tenor de
las reflexiones de Rosenberg y Domènech, no es preciso asegurar que el socialismo
por un lado y el marxismo por otro desatendieron del todo cualquier preocupación
sobre esta cuestión.
Es interesante comenzar por el análisis que hemos reseñado de Polanyi. En su
obra se advierte una disonancia entre la preocupación económica del movimiento
Cf. Norberto Bobbio, Autobiografía (Madrid: Taurus, 1998), p. 141. En uno de los ensayos contenidos en el libro
Ni con Marx ni contra Marx, se lee la siguiente reflexión: “Los temas clásicos de la teoría política o del sumo poder
son dos: cómo se conquista y cómo se ejerce. De estos dos temas el marxismo teórico profundizó en el primero, y
no en el segundo. En resumen: falta en la teoría política marxista una doctrina del ejercicio del poder”. Cf. Norberto Bobbio,
Ni con Marx ni contra Marx (México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1999), p. 84.
139
49
obrero británico y el objetivo político más relevante de los Cartistas: la obtención del
sufragio universal. Este autor parece decir que si bien el movimiento socialista surgió
de una crítica al mercado autorregulado, sus primeras reivindicaciones sistemáticas no
fueron económicas, sino políticas. La lección que podemos extraer de estos autores
es que esta circunstancia obedece a las condiciones ideológicas del movimiento obrero
europeo de los años 40.
Como lo deja en claro Rosenberg, era la democracia y no el socialismo el ideal
que mayor pavor despertaba en los estratos dirigentes de la sociedad y que mejor
articulaba los intereses de los trabajadores y de los pequeños propietarios. En el caso
de Inglaterra, como lo dice Polanyi, la exclusión de las masas laboriosas del gobierno
representativo se explicaba por una cuestión instrumental: no podía dejarse en manos
de los pobres la vigencia de las leyes que, justamente, tenían por propósito disciplinar
y ampliar el mercado de la fuerza de trabajo. Era impensable, pues, permitir que la
emergente clase obrera incidiera en el poder normativo estatal en un contexto en el
que Gran Bretaña profundizaba su industrialización.
Otro tanto ocurrió en Europa continental. En esta zona, las reivindicaciones
fueron a la vez democráticas y republicanas. Por una parte, como lo recuerda
Rosenberg, el concepto de democracia que el movimiento socialista defendió en el
marco de las revoluciones de 1848 fue el que justamente despertó resquemor en
Aristóteles y en toda la tradición política que a él se remonta. En este caso, la
democracia significaba abogar por el gobierno de la “mayoría pobre”, todo lo
contrario al absolutismo monárquico. Es decir, se trataba de un ideario que, desde una
perspectiva clásica, englobaba la democracia y el republicanismo y se reconocía
heredero tanto de la revolución norteamericana como de la francesa. Esta idea, como
vimos, está latente tanto en el relato historiográfico de Rosenberg como en el de
Domènech. Pero con todo y su veracidad, habría que hacer notar que, al menos en
Europa continental, fue particularmente la Revolución Francesa la que tuvo un
impacto ideológico determinante en el movimiento socialista. ¿De qué tipo fue su
incidencia?
En principio, como explica Hobsbawm, los sucesos de 1793 contribuyeron a
construir el ideal romántico de la revolución que permeó a toda la tradición socialista
al menos hasta el siglo XX. Bajo la estela de este acontecimiento, la revolución fue
comprendida principalmente como una secuencia de imágenes prestablecidas. Una
insurrección popular de personas heroicas que se alzan en barricadas y quiebran la
50
fuerza del Estado (absolutista o semiabsolutista) proclaman la República e implantan
un gobierno provisional que, a posteriori y a instancias del pueblo, convoca una
asamblea constituyente que inaugura un nuevo orden social y político. En el
entretanto el nuevo ordenamiento dispone de un poder ejecutivo fuerte y centralizado
que hace frente a la contrarrevolución y que no descarta el empleo de la dictadura
comisaria.140
Aunque esta herencia romántica es incuestionable, habría que decir que la
Revolución Francesa no solo proveyó al socialismo de una imagen de la revolución
sino que también le dio un programa democrático. Si hay algo imputable a
Robespierre, nos recuerdan Rosenberg y Domènech, es que presionó a un sector del
republicanismo francés a asumir las banderas de la democracia y no solo las del
constitucionalismo. En términos normativos, esto se tradujo en la necesidad de incluir
en la plena ciudadanía a las mayorías desapoderadas. Se trataba de integrar, en
condiciones de igualdad y libertad, a los otrora sujetos pasivos de la sociedad civil y
política.141 Al margen del desenlace del llamado régimen del terror, el hecho cierto es que
el programa de los jacobinos: sufragio universal más derecho a la existencia caló en el
ideario colectivo y fue determinante en la posterior emergencia del movimiento
obrero. La democracia fraternal republicana se entendería, a partir de ese momento,
como la posibilidad de que los pobres (esclavos y asalariados) pudiesen acceder de
pleno derecho a la vida civil de los iguales recíprocamente libres.142
Al hilo, pues, de esa tradición, es entendible que el movimiento socialista de
mediados del siglo XIX fuese esencialmente un movimiento de lucha democrática.
Esta lucha, ciertamente, se tradujo en los términos propios de su época:
reconocimiento del sufragio universal y democratización del gobierno representativo.
Pretensión política que fue invariable al margen de las disputas estratégicas entre las
tendencias del movimiento. Louis Blanc y August Blanqui, por ejemplo, coincidían
tanto en su defensa de la república basada en el sufragio universal como en la
necesidad de organizar cooperativamente el trabajo para garantizar el derecho a la
existencia del que hablaba Robespierre a finales del siglo XVIII.
Eric Hobsbwam, La era de la revolución (1789-1848). Óp. Cit., pp. 135; 272.
Andrés de Francisco, La mirada republicana (Madrid: Catarata, 2012), p. 48.
142 Antoni Domènech, El socialismo y la herencia de la democracia republicana fraternal. En: Antoni Domènech, Escritos Sin
Permiso [Antología] (Barcelona: Sin Permiso, 2018), p. 11.
140
141
51
Lo propio ocurrió en Gran Bretaña. Tras el fracaso de los Cartistas, cuyo
programa, como vimos, era esencialmente democratizador, la reemergencia del
movimiento obrero en ese país fue concomitante con la creación de la Asociación
Internacional de los Trabajadores (AIT), fundada en Londres en 1864 y que reunió,
entre otros, a sindicalistas ingleses, socialistas franceses y republicanos italianos. El
Manifiesto inaugural de la AIT, redactado por Marx, revela los intereses democráticos
del movimiento y reafirma este aspecto de su núcleo ideológico. Entre otras cosas,
este documento dejó en claro que las conquistas de la economía política del trabajo
(v. gr. la ley de las diez horas y la consolidación del cooperativismo) sólo podían seguir
siendo efectivas mientras se democratizara la Cámara de los Comunes. En este caso,
la advertencia de Marx fue precisa: la clase obrera debía conquistar el poder político y
valerse de su elemento de triunfo: el número, ser la mayoría.143
Así pues, los socialistas de mediados del siglo XIX no obviaban que el socialismo
debía materializarse por ser un programa de estirpe mayoritario. Para ese propósito
era indispensable luchar contra el absolutismo monárquico y contra las trabas políticas
que impedían que tales mandatos, sociológicamente mayoritarios, tuviesen concreción
política. Hay que precisar además que esta percepción fue transversal a las tendencias
del socialismo británico (incluida la positivista, que cristalizó en la conocida Fabian
Society) y que, al menos hasta 1871, trascendió cualquier debate estratégico. Prueba de
esto es que, en ese año y en el contexto de la Comuna de Paris de 1871, los positivistas
ingleses próximos al socialismo, aunque hostiles al comunismo francés à la Blanqui,
apoyaron abiertamente sus iniciativas y lamentaron su caída.144 Se trataba, como
decíamos, de la defensa del programa de reforma política de la mayoría social que era
aplastado por la minoría aristocrática y privilegiada.
Hasta aquí valdría la pena decir tres cuestiones. En primer lugar, que los relatos
historiográficos traídos a colación coinciden en que el movimiento socialista, al menos
entre 1848 y 1871, se reclamó dentro de la tradición democrática fraternal inaugurada
por los jacobinos, y que esto trascendió cualquier discusión sobre la estrategia política
y de alianzas. Tanto los moderados como los radicales coincidieron en la necesidad
de integrar a la vida civil y política a quienes, por virtud del absolutismo político y las
reglas de dominación civil, estaban excluidas de ella. En segundo lugar, habría que
decir que el movimiento socialista se reclamaba en la tradición democrática entendida
143 Karl Marx, Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores (Marxist Internet Archive, 2001,
disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1860s/1864fait.htm).
144 Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 236.
52
como gobierno de la mayoría pobre. El socialismo, pues, asoció democracia a
mandato mayoritario y sujetó la legitimidad de su programa al hecho de ser defendido
y estar dirigido a la mayoría numérica de la sociedad.
En tercer lugar, en este lapso el movimiento socialista también asoció la
democracia al autogobierno popular. Esto es valioso si se le mira desde la óptica de la
tradición republicana. Por una parte, el Marx del Manifiesto Comunista creía firmemente
en que la conquista de la democracia –esto es, del gobierno por el cual todos los
ciudadanos participan de la formación de la voluntad general– haría
irremediablemente que el poder político perdiera una de sus propiedades: la
dominación de clase. Esta aproximación teórica marcó la agenda del movimiento
obrero hasta la Comuna de París de 1871.
En este último caso, en palabras de Hans Kelsen, lo que despertó el interés de
Marx y de buena parte de sus camaradas, fue que el experimento de los comuneros
(muchos de ellos seguidores de Blanqui) supuso el esfuerzo de los proletarios
franceses por alcanzar dos puntos programáticos que se remontaban a las
revoluciones de 1848: (i) sustituir la forma estatal monárquica por una constitución
democrática-republicana fundida con elementos de la democracia directa, y (ii)
permitir que los pobres conquistaran el poder del Estado y lo ejercieran en favor de
sus intereses, es decir, alcanzaran el autogobierno popular.145
Con todo, el antedicho consenso ideológico sufrió un duro revés con
posterioridad a 1871. No podemos afirmar con grado de certeza si, como lo dice
Rosenberg, Marx se sumó a la estela de la Comuna de París por cuestiones estratégicas
y no tanto teóricas. Lo que en todo caso es verdad es que a partir de ese
acontecimiento el movimiento socialista sufrió la consabida escisión entre
socialdemócratas y anarquistas. Esta escisión marcó una ruptura normativa asociada
al ideal democrático. Ya dijimos que antes de 1871 los socialistas más o menos
coincidieron ideológicamente en que la lucha democrática consistía en sustituir el
absolutismo monárquico por la república parlamentaria y democratizar el gobierno
representativo para conquistar el poder político. Como vemos, existía una relación
inescindible entre los ideales del autogobierno popular y la tradición institucional
parlamentaria.
145 Cf. Hans Kelsen, Socialismo y Estado. Una investigación sobre la teoría política del marxismo [1923] (México, D.F.: Siglo
XXI Editores, 1982), pp. 240-241.
53
Tal era la conexión entre una y otra cuestión que la ruptura entre los anarquistas
y los socialdemócratas se hizo manifiesta en el momento en que el V Congreso de la
AIT, celebrado en La Haya en 1872, aprobó una reforma de sus estatutos tendiente a
prescribir que, en su lucha contra las clases poseedoras, los proletarios debían crear
sus propios partidos políticos para hacer frente a las organizaciones políticas de la
clase adversaria.146 La reforma estatutaria de la AIT marcó un viraje normativo capital
para entender el curso del socialismo en los cincuenta años siguientes. Por cuenta de
la antedicha decisión los socialdemócratas de tradición marxista rompieron tanto con
las tendencias “antipolíticas” del socialismo como con el reformismo de la burguesía
radical.
Se trataba de velar por la democratización del gobierno representativo. Sí. Pero
también de alcanzar una mayoría autónoma de clase. En otras palabras, de intervenir
en la incipiente actividad parlamentaria a fin de alcanzar la mayoría necesaria para
consumar “la revolución”. No se trataba, ciertamente, de descartar el uso de la
violencia en la actividad política, pero sí de minimizar su carácter insurreccional.
Conceptualmente, y a partir de ese momento, la socialdemocracia tendería a ver la
revolución como un acto normativo mayoritario, reflejo del autogobierno popular.
No es gratuito que esta lectura normativa haya calado principalmente en Alemania,
país en el que, a diferencia de Inglaterra o Francia, no existía una genuina tradición de
lucha insurreccional.147
Pero tampoco es gratuito ese viraje ideológico si se le mira desde el punto de
vista sociológico. Entre 1848 y 1875, fecha última en la que se creó el afamado Partido
Socialista Obrero de Alemania, el crecimiento de la economía capitalista supuso el
fortalecimiento del proletariado industrial. En el último tercio del siglo XIX emergió
una capa social compuesta por personas que vivían en barrios densamente poblados
en las proximidades de las fábricas. Se trataba de cientos de miles de personas que
poco a poco fueron desarrollando una red de vida colectiva marcada por los
problemas cotidianos: condiciones de precariedad laboral, salarios bajos y ausencia de
medios alternativos para ganarse la vida. Además de estas adversas circunstancias
materiales, la lucha política y sindical creció al imperio de las peores condiciones de
persecución policial y proscripción legal.148
Karl Marx, Estatutos Generales de la Asociación Internacional de los Trabajadores (Marxists Internet Archive, 2000,
disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1860s/1864-est.htm).
147 Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., pp. 278, 288.
148 Cf. Ludolfo Paramio, La socialdemocracia (Buenos Aires: Catarata – Fondo de Cultura Económica, 2009), pp. 2022.
146
54
Esto último es importante tenerlo en cuenta porque a partir de la derrota de la
Comuna de Paris, la reforma de los estatutos de la AIT en 1872 y la emergencia de
los partidos socialistas en Europa continental, quienes se hicieron socialistas tenían
claro que en los países donde se habían alcanzado derechos políticos era indispensable
emplearlos en pos de la economía política del trabajo, al paso que en aquellos lugares
en los que persistía el absolutismo monárquico era preciso conquistar los derechos a
la participación política. Tras la década del 70 del siglo XIX los partidos socialistas
creados a instancias de la Internacional acogieron la acción política institucional y
defendieron la autonomía de los trabajadores como dos principios indispensables para
“democratizar la política y la economía”.149
En cualquier caso conviene no perder de vista que los socialdemócratas, y no
sólo los anarquistas, miraron con escepticismo la actividad política institucional. Esto
último es determinante para añadir otro elemento importante del núcleo ideológico.
A diferencia de lo que terminarían defendiendo en la década del 20 del siglo XX, los
socialistas finiseculares no creían en la democracia como una política de compromiso.
Su aproximación no era, pues, la de los demócratas sociales franceses de los años 40
del siglo XIX, derrotados en 1851. Todo lo contrario, creían que el Estado
democrático sólo podía ser una realidad en tanto y en cuanto los trabajadores fueran
mayoría numérica y conquistaran el poder político. Con todo y ello, la participación
parlamentaria (desarrollada modestamente en Francia y Alemania a partir de la década
del 70 del siglo XIX) se presentaba como una necesidad para proteger al movimiento
contra la represión. Se trataba pues, de una acción defensiva mientras, en el terreno
de la sociedad civil, se construían las bases socialistas del nuevo poder.150
Pese a que más adelante haré los comentarios correspondientes sobre la cuestión
estratégica, es importante no perder de vista que la escisión entre “revolucionarios y
reformistas”, propia del siglo XX, no puede proyectarse ideológicamente al siglo XIX.
Esa es, a mi consideración, una de las lecciones historiográficas que nos dejan los
textos analizados. El SPD, como lo expone Domènech con suma minuciosidad,
participó “defensivamente” en la incipiente vida parlamentaria alemana mientras forjó
un proyecto de contra sociedad que le granjeó un creciente apoyo popular. Es decir,
durante el último tercio del siglo XIX, el partido socialista más importante de Europa
149
150
Adam Przeworski, Capitalismo y socialdemocracia (Madrid: Alianza Editorial, 1988), pp. 17-19.
Ib., pp. 19-23.
55
occidental fue un partido que intervino en la vida institucional pero que tenía sus ojos
puestos principalmente en la sociedad civil.
Y es que, si lo miramos teóricamente, era justamente esa fórmula de
comprensión ideológica la que diferenció a Marx de Lassalle y la que arrojó a los
marxistas a enconadas controversias con los lassalleanos. Mientras estos últimos eran
predominantemente estatistas, Marx consideraba, contrario a Hegel, que la
reconciliación de la sociedad civil sólo podía emanar de una síntesis en su propio
terreno. De ahí que el SPD se hubiese empeñado en construir una auténtica contra
sociedad civil-burguesa).151 Aun en vigencia de las leyes antisocialistas de Bismarck, la
socialdemocracia alemana forjó un andamiaje institucional que proveyó a sus
militantes obreros de una auténtica red de servicios de seguridad social: escuelas,
oferta cultural, asistencia familiar, auxilio de desempleo y servicios funerarios. Su
hipótesis era, pues, que la participación institucional era útil de cara a alcanzar
eventualmente una mayoría política que hiciera posible la transformación
revolucionaria, pero que la base de su poder estaba en las experiencias civiles por él
dirigidas.
Bajo esa premisa fue creada la Segunda Internacional en 1889. Además de
contribuir a la reconciliación entre los socialistas franceses y alemanes, su mandato
político era la lucha de clases. La actuación política institucional era en estricto rigor
una cuestión secundaria. El propósito de la socialdemocracia, según sus máximos
dirigentes, era la organización de la clase y su preparación para la conquista del poder
político.152 Como lo vimos de la mano de Domènech, en esto coincidieron todas las
tendencias del partido: la democracia no era un medio de acción política, sino un fin. Mientras
se alcanzaba el fin: la democracia, el socialismo como mandato normativo mayoritario,
era preciso presionar a la sociedad burguesa y, si era del caso, arrancarle concesiones
en pos de la economía política del trabajo.
Dicho esto, a juzgar por la bibliografía que se ha traído a colación, se debe
reconocer que al menos hasta principios del siglo XX el movimiento socialista se
debatió entre aproximaciones normativamente contradictorias del concepto de
democracia. Podría decirse que fueron justamente estas contradicciones las que dieron
paso tanto al revisionismo como a la posterior ruptura entre reformistas y
151
152
Cf. Ludolfo Paramio, La socialdemocracia. Óp. Cit., p. 21.
Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 303.
56
revolucionarios. A este respecto, y a modo de cierre, vale concluir con las siguientes
seis ideas:
1. A partir de 1848 el movimiento socialista se fijó como propósito político el
de luchar por la república parlamentaria y democratizar el gobierno representativo.
Desde los Cartistas británicos hasta los socialdemócratas alemanes el movimiento
socialista tuvo la antedicha pretensión. En este último caso, es conocida la frase del
programa de Erfurt de 1891 que rezaba: “la clase trabajadora no puede librar sus
luchas económicas y desarrollar su organización económica sin derechos políticos”.153
En efecto, la primera reivindicación del programa concernía al “sufragio igual, directo
y universal y secreto para todos los ciudadanos del Reich mayores de 20 años,
independientemente de su sexo”.154 La conquista del poder político significaba, a
instancias de ese programa, una ocupación de las instituciones representativas por
parte de la mayoría desposeída. Era pues una pretensión democrática que
compaginaba con la tradición parlamentaria.
2. A partir de este programa, la teoría política del SPD fue una constante
pretensión de sintetizar el reformismo político y los ideales socialistas del partido.
Poco a poco los socialdemócratas alemanes fueron viendo en la democracia tanto un
fin como un medio. No se trataba solo del régimen político de la futura sociedad
socialista, sino del medio hacia el socialismo. Su visión pretendía pues enlazar la
aproximación instrumental con la normativa.155 A su consideración, la participación
mayoritaria podía dar pie para que a partir de la conquista paulatina de reformas se
alcanzara el socialismo sin necesidad de acudir a la insurrección.156
Ahora bien, lo que autores como Rosenberg, Lichtheim y Domènech concluyen,
es que si estas pautas normativas fueron comprensibles en el periodo de entreguerras,
eran incomprensibles en la última década del siglo XIX por las razones que Engels ya
había adelantado en su crítica al programa de Erfurt. En términos generales, el viejo
Engels advirtió a sus discípulos que si bien doctrinalmente tenía sentido que las
transformaciones socialistas se alcanzaran por vía constitucional en aquellos Estados
en los que la soberanía residía en el pueblo –esto es, en las repúblicas democráticas o
VV.AA, Programa del Partido Socialdemócrata de Alemania aprobado en el Congreso de Erfurt, del 14 al 21 de octubre de 1891
(Disponible en la red: https://grupgerminal.org/?q=system/files/1891-10-21-Programa-de-Erfurt-.pdf).
154 Ib.
155 Adam Przeworski, Capitalismo y socialdemocracia (Madrid: Alianza Editorial, 1988), p. 26.
156 Joaquín Abellán, Estudio preliminar. En: Eduard Bernstein, Socialismo democrático, trad. Joaquín Abellán (Madrid:
Tecnos, 1990), p. XXI.
153
57
en las monarquías parlamentarias–, ni en Alemania ni en muchos otros países de
Europa se daban tales condiciones. En el Reichstag, en concreto, las instituciones
representativas carecían de poder real, al paso que la legislación alemana impedía a los
partidos acoger programas políticos abiertamente republicanos.157 Aunque los
socialistas defendieran la democracia procedimental y republicana, ante condiciones
precarias de deliberación pública, competencia política y control del poder, el
principio de mayoría en la toma de decisiones carecía de sentido práctico.
3. Así y todo, conforme el número de militantes socialdemócratas fue creciendo
incrementó también el poder social del SPD. No obstante, ninguno de estos
importantes elementos se tradujo en la conquista de la república parlamentaria ni
mucho menos en la victoria electoral mayoritaria. Esta realidad llevó a la
socialdemocracia a una encrucijada. De un lado, que presionar la declaración de la
república por medios de hecho (v.gr. huelga general) podía traer consecuencias
negativas para su acción sindical, cuyos dirigentes no tenían interés real en la lucha
política en tanto la mayoría de sus éxitos se habían alcanzado a través de la negociación
colectiva.
De otro lado, que bien porque se adoptaran medios de hecho o se prefirieran
los de derecho, la conquista de la república democrática y la democratización del
gobierno representativo, en los términos del programa de Erfurt, significaba
abandonar hasta cierto punto la política de clase por una política de compromiso con
sectores que, siendo material y corporativamente ajenos al ideal socialista, eran
partidarios de la ampliación de los derechos políticos. Se trataba pues, de ver el ideal
democrático ya no como un fin, sino como un medio. De comprender que su
conquista ya no sería un mandato mayoritario de clase, sino un compromiso
interclasista, y que la lucha por el socialismo no era necesariamente un corolario lógico
de la lucha por la democratización del gobierno representativo.158
4. Y es aquí cuando la ruptura entre reformistas y revolucionarios comienza a
cobrar sentido ideológico. Por el lado de los reformistas “revisionistas”, tanto
Bernstein como Jaurès identificaron que la democratización de Alemania y de Francia
suponía un cambio tanto en la estrategia como en las alianzas. La realidad de ambos
países era disímil, pero requería de ampliar los horizontes estratégicos a fin de pactar
157 Friedrich Engels, Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891 (Marxist Internet Archive,
2001, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1890s/1891criti.htm).
158 Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 308.
58
con sectores del liberalismo que abogaban sin rodeos por la república democrática y
que se distanciaban del conservadurismo antirrepublicano. Desde luego, una política
de este estilo requería que los socialdemócratas empezaran a ver las bondades políticas
de la democracia procedimental, pero también requería de ver las mutaciones de la
ideología liberal en Gran Bretaña y en Europa continental en las postrimerías del siglo
XIX.
Y es que, en efecto, por esta época el liberalismo de cuño utilitarista amante del
laissez-faire fue eclipsado por una reflexión doctrinal en la que se reconocía la necesidad
de intervenir los mercados y constitucionalizar las relaciones laborales y de consumo
para hacer frente a la enfermedad, la miseria y el desempleo, así como a desbarajustes
económicos ocasionados por el llamado “imperialismo monopolista”. Así, en palabras
de Michael Freeden, el emergente “nuevo liberalismo” de finales del siglo XIX y
principios del XX “enfatizó la estrecha interdependencia de los miembros de [la]
sociedad” y dio a entender que la cooperación colectiva y el apoyo mutuo “no debía
ser contemplado como opresivo o controlador, sino como esencial para facilitar la
individualidad y la libertad humana (…)”.159 No obstante, entre 1891 y el fin de la
Primera Guerra Mundial los socialdemócratas no propugnaron mayoritariamente por
ninguna alianza transversal y, por ende, por una concepción de la democracia que
trascendiera el principio de mayoría y que abonara el terreno de una perspectiva
“compromisoria” del proceso político.
5. Finalmente, como corolario de lo anterior, tampoco emergería dentro de la
socialdemocracia ninguna reflexión adicional sobre el concepto de Estado. En tanto
reformistas y revolucionarios siguieron defendiendo que la democracia era un fin
político: autogobierno popular socialista, no hubo otra consideración teórica adicional
sobre la democracia procedimental. Si el viejo Engels afirmaba en 1891 que la
transformación socialista podía llevarse a cabo por conducto del reformismo
constitucional, en 1919, y en pleno auge del republicanismo democrático, Lenin
aseguraba ante sus huestes que, por más de que el Estado fuese una república
democrática, si mantenía la propiedad privada no era más que “una máquina en manos
de los capitalistas destinada a aplastar a los obreros”.160
Michael Freeden, Liberalismo: una introducción (Barcelona: Página Indómita, 2021), p. 96.
V.I. Lenin, Acerca del Estado [1919], En: V.I. Lenin, Obras escogidas, Tomo III (Moscú: Editorial Progreso, 1961), p.
273.
159
160
59
A diferencia de Engels y de los socialdemócratas finiseculares, Lenin defendió
una relación lógica entre el capitalismo y la democracia “burguesa”.161 ¿Pero qué era
“la democracia burguesa”? A este respecto la imprecisión conceptual campea a sus
anchas. Con base en la bibliografía que hemos analizado, tenemos claro que el
gobierno representativo no era por antonomasia democrático; que la extensión del
sufragio universal habría sido impensable sin la lucha del movimiento obrero, y que
incluso en aquellos países en los que se abolió el voto censitario en el siglo XIX, como
fue el caso de la Alemania guillermina, sólo existieron auténticas instituciones
parlamentarias hasta la segunda década del siglo XX.162
Por esa vía, Lenin desvalorizó uno de los aspectos ideológicos capitales del
socialismo decimonónico en Europa occidental (la democratización del gobierno
representativo y la conciliación entre programa socialista, principio de mayoría y
tradición parlamentaria) en aras de salir al paso a quienes se oponían a su estrategia
política insurreccional. Además, abonó terreno para que parte del movimiento
socialista del primer tercio del siglo XX se desprendiera de las reivindicaciones
democráticas y republicanas por juzgarlas como burguesas y procapitalistas, cuando,
en estricto rigor, ningún socialista del siglo XIX habría sido capaz de desligar el
programa socialista del autogobierno popular, es decir, de la democracia –sin adjetivos–
como principio de organización política.
De ese modo, como lo sostiene Domènech, aunque el movimiento socialista
luchó desde mediados del siglo XIX por democratizar el gobierno representativo y
por derrotar los resquicios del antiguo régimen en favor del republicanismo
democrático, ante el desplome de las monarquías de Europa central y la proclamación
de las nuevas repúblicas (sólo tras la revolución de noviembre de 1918 Alemania
conoció lo que era una república parlamentaria con pleno sufragio universal) la
socialdemocracia reformista se vio abrumada por los acontecimientos mientras Lenin
Ib., pp. 272-273.
Sobre el desatino de los bolcheviques a este respecto, vale la pena traer a cuento la siguiente reflexión de
Domènech: “Es notabilísimo que Trotsky [y Lenin] (…) razone en 1919 como si la democracia parlamentaria fuera
una institución con una larga historia detrás en los “países vencedores” [v.gr. Inglaterra y Francia] cono en los
“países vencidos” [v.gr. Alemania]. Lo cierto es que, en el momento de estallar la Gran Guerra, aparte de la pequeña
Suiza, había una sola democracia republicana parlamentaria con sufragio universal (masculino) en el mundo: la III
República francesa salida de la guerra franco-prusiana en 1871. El resto eran monarquías autocráticas, como la
zarista, o monarquías meramente constitucionales con parlamentos políticamente impotentes como la Guillermina,
la Austrohúngara, la italiana o la española. Y la monarquía británica, plenamente parlamentaria desde 1832, pero sin
pleno sufragio universal, o una República presidencialista de los EE.UU. que, según hemos visto, el propio Trotsky
sólo se atrevía a calificar de “quasi-democrática”. Cf. Antoni Domènech, El experimento bolchevique, la democracia y los
críticos marxistas de su tiempo (Barcelona: Sin Permiso, No. 15, noviembre de 2016), p. 34.
161
162
60
y Trotsky sobreestimaron la estrategia insurreccional, incluso después del fracaso de
los levantamientos revolucionarios en Europa central.
Por otra parte, lejos de perfeccionar el ideal parlamentario que, mutatis mutandis,
los socialistas acogieron desde la fundación de la AIT, los bolcheviques intentaron
una infructuosa superación. Como lo defiende Rosenberg, su Estado de los soviets se
eclipsó en medio de una cruenta guerra civil que redundó en la dictadura del partido
y que clausuró la posibilidad de conjugar la democracia consejista y la parlamentaria.163
Esto último, como ya dijimos, no solo perpetuó la inconveniente escisión, sino que
además hizo que un sector importante del movimiento socialista europeo rompiera
los vínculos históricos que el socialismo había construido con el republicanismo
democrático.164 En lo sucesivo, como lo atestiguan los textos de Rosenberg y de
Polanyi, algunos socialistas habrían de hacer esfuerzos intelectuales por recomponer
el nexo ideológico entre la democracia republicana y el socialismo en la década del
treinta. En todo caso, para ese entonces las reflexiones se verían superadas por la
apabullante emergencia del fascismo.
6. Al hilo de lo expuesto, es claro que el núcleo ideológico del socialismo, por lo
que refiere a su concepción de la democracia, se debatió entre al menos tres conceptos
de ella. En primer lugar, apeló al ideal democrático como “autogobierno popular”. Es
decir, se trataba de defender una forma de organización política que, a partir del
sufragio universal y de las instituciones republicanas (v.gr. elección y control popular
de los cargos públicos), integrara a los pobres libres a la sociedad política. En segundo
lugar, el movimiento socialista defendió la democracia como un principio
procedimental: el de la toma de decisiones por mayoría. A este respecto, como vimos,
la democracia constituyó uno de los principios validadores del programa socialista.
En tanto los ideales fuesen defendidos por la mayoría social, la concreción práctica
de esas ideas era pues un mandato democrático. En tercer y último lugar, como
consecuencia de la democratización del gobierno representativo y la conquista de los
derechos políticos de carácter universal, al carácter mayoritario se le sumó otro estrato
de significado, el compromisorio. Para un sector de la socialdemocracia alemana y aun
de la francesa, la democracia supuso un medio institucional favorable para el
reformismo del Estado en sentido socialista.165
Cf. Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 362-363.
Cf. Antoni Domènech, El experimento bolchevique, la democracia y los críticos marxistas de su tiempo. Óp. Cit., pp. 34-37.
165 Cf. Joaquín Abellán, Conceptos políticos fundamentales: Democracia (Madrid: Alianza editorial, 2011), pp. 235-239.
163
164
61
Finalmente, vale decir que los bolcheviques tampoco estuvieron del todo
alejados de estas aproximaciones conceptuales, por lo que podríamos decir que, desde
una óptica analítica, estos estratos de significado se impregnaron al núcleo ideológico
del socialismo en el periodo de tiempo que hemos estudiado, aunque por razones
estratégicas tales coincidencias se hayan marchitado en la práctica política. Por lo que
refiere a la primera aproximación conceptual, basta con decir que el propio Lenin
trasuntó las reflexiones que, a propósito de la Comuna de Paris, Marx hizo sobre la
democracia como autogobierno popular.166 Al tiempo que, como fue común en el
siglo XIX, defendió la validez del proyecto socialista a partir del principio de mayoría.
Con todo, Lenin introdujo una distinción entre principio de representación
política y parlamentarismo. A su consideración las instituciones representativas eran
una condición necesaria de la democracia, a diferencia del parlamentarismo, que debía
desaparecer “como sistema especial de división del trabajo legislativo y ejecutivo, [y]
como situación privilegiada de los diputados”.167 Y si bien es verdad que esta última
idea se desprendía de la apreciación original de Marx sobre la posibilidad de que el
“organismo parlamentario” fuese sustituido por “una corporación de trabajo,
ejecutiva y legislativa al mismo tiempo”,168 no es claro conceptualmente que la
superación del “dominio de la burguesía” requiriera la ruptura con la “tradición
parlamentaria” en tanto expresión histórica del gobierno representativo, máxime
cuando durante la mitad del siglo XIX el movimiento socialista no hizo más que
luchar por su democratización. De hecho, podríamos decir que, prevalidos de las
críticas del propio Marx, tanto la socialdemocracia como el liberalismo de izquierdas
promovieron ajustes al modelo parlamentario a fin de convertirlo en una corporación
de trabajo más efectivo y menos distanciado del electorado.169
A la hora de valorar los sucesos de la Comuna de París, Marx resaltó las siguientes pautas de organización política
que, a su juicio, la Comuna procuró implementar: 1) descentralización administrativa; 2) conjunción entre el poder
ejecutivo y el legislativo; 2) elección directa de todos los cargos públicos, abolición de las prebendas y reajuste salarial
de los funcionarios; 3) democratización del funcionariado e implementación del mandato imperativo, y 4)
separación entre la Iglesia y el Estado y expropiación “de todas las iglesias como corporaciones poseedoras”. Cf.
Karl Marx, La guerra civil en Francia [1871]. En: Karl Marx y Friedrich Engels, Obras escogidas, Tomo II (Moscú: Editorial
Progreso, 1976), p. 233-234.
167 V.I. Lenin, El Estado y la revolución [1917]. En: V.I. Lenin, Obras escogidas, Tomo II (Moscú: Editorial Progreso,
1981), p. 327.
168 Karl Marx, La guerra civil en Francia. Óp. Cit., p. 233.
169 Al respecto, y a modo ilustrativo, vale citar el programa de reforma defendido por Hans Kelsen en su opúsculo
Esencial y valor de la democracia. Entre otras cosas, Kelsen abogó por implementar: (i) la iniciativa legislativa popular;
(ii) el mandato imperativo; (iii) la rotación creciente de los representantes del pueblo en los órganos directivos, y
(iv) la creación de comisiones legislativas especializadas. Cf. Hans Kelsen, Esencia y valor de la democracia [1920, 1929],
(México D.F.: Ediciones Coyoacán, 2005), pp. 66-74.
166
62
Por último, hay que decir que las incipientes intuiciones de Marx sobre la
conjunción de los poderes ejecutivo y legislativo, que Lenin trasladó al Estado y la
revolución, no eran del todo claras si se le mira desde la óptica de la teoría política
moderna. No podemos extendernos demasiado en este punto, pero vale la pena traer
a colación dos ideas de Rousseau que problematizan la proposición normativa
esbozada. En primer lugar, para el ginebrino la separación entre los poderes ejecutivo
y legislativo obedecía a razones de conveniencia y de practicidad. De un lado, si el que
hace las leyes es el mismo que las ejecuta, la función legislativa pierde sentido de
generalidad y se puede corromper con facilidad. De otro lado, es impensable que el
pueblo tenga que estar reunido permanentemente para ocuparse de la administración
pública. Esto sólo sería practicable en comunidades demográficamente pequeñas y
consuetudinariamente sencillas, pero impropias para las comunidades políticas
modernas.170
En segundo lugar, si para Rousseau era impensable que el pueblo fuese
sustituido en la conformación de la voluntad general, reconocía que sí podía y debía
estar representado en el poder ejecutivo.171 En otras palabras, aun siendo defensor de
la participación directa en la actividad legislativa, descartaba que el pueblo asumiera
por sí mismo la labor ejecutiva. Ahora bien, en este último caso Rousseau era enfático
en destacar que el “buen gobierno” era aquel en el que “los depositarios del poder
ejecutivo no son los amos del pueblo, sino sus oficiales [fideicomisarios], que pueden
ser nombrados o destituidos cuando le plazca, (…) y que, al hacerse cargo de las
funciones que el Estado les impone, no hacen más que cumplir con sus deberes de
ciudadanos”.172
Nótese pues que la revocabilidad del mandato así como la democratización de
la función pública no era antagónica con la tradición parlamentaria, ni mucho menos
con la doctrina de la separación de los poderes. Si hay algo común a la bibliografía
que hemos traído a cuento es que la teoría política del socialismo no dejó de lado las
fuentes del republicanismo democrático. Su núcleo ideológico, por lo que respecta al
concepto de democracia, no puede desentenderse de dicha tradición intelectual. La
democracia republicana, incluso aquella que se remonta a las fuentes ilustradas, jamás
podría ser concebida, como erróneamente insinuaron algunos, como mera
Cf. Jean-Jaques Rousseau, El contrato social [1762], trad. María José Villaverde Rico (Madrid: Akal, 2017), pp.
131-132.
171 Ib., p. 169.
172 Ib., p. 175.
170
63
“democracia burguesa”. De ahí que el socialismo, ideológicamente hablando, haya
sido un continuador del movimiento democrático y republicano –sin adjetivos–.
3.3. La cuestión de la libertad republicana y la propiedad
Como dijimos con antelación, el socialismo surgió a principios del siglo XIX
como un movimiento de protesta en contra de la transformación de la fuerza de
trabajo en mercancía. Para ese entonces Inglaterra ya experimentaba el ascenso de una
clase obrera que, vinculada salarialmente a la producción industrial, sufría las
consecuencias de la pauperización. Por su parte, en Europa continental el movimiento
socialista era alimentado por artesanos amenazados por la industria.173 Unos y otros
experimentaban las consecuencias de la creciente escisión entre el trabajo y las fuentes
materiales de la existencia. Bien por el asedio estatal a la propiedad familiar y comunal,
o bien por la presión comercial, la economía de libre mercado supuso la radical
separación entre el trabajo y el capital, así como entre la economía y la moral.174
Esta división, además de ser puramente material, tuvo un impacto filosófico
que valdría la pena escudriñar. Para ese propósito tendríamos que hacer una corta
digresión sobre la tradición jurídica occidental de corte romanista, que definió la
libertad republicana como ausencia de dominación. A tenor de esta formulación
conceptual, no era libre ni sujeto de derecho el alieni iuris, es decir, aquel individuo
sujeto a la potestad de otro. Por contraste, el sui iuris era el sujeto “no-dominado” que
gozaba de libertad e independencia material.175 Es importante anotar que esta noción
conceptual fue central para la teoría política de la revolución inglesa. En su Segundo
tratado sobre el gobierno civil, Locke puso sobre la mesa dos dimensiones de ese concepto.
De un lado, realzó el ideal de la libertad como no-dominación y aseguró que “todo
hombre tiene derecho a disfrutar de su libertad natural sin estar sujeto a la voluntad o
a la autoridad de ningún otro hombre”.176 De otro lado, rescató su dimensión material.
A su juicio, el derecho a la libertad involucraba la potestad de apropiarse de los bienes
provenientes del trabajo. Para Locke existía una relación inescindible entre trabajo y
Cf. Ludolfo Paramio, La socialdemocracia. Óp. Cit., p. 17.
Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., pp. 18-20.
175 Cf. Francisco Javier Andrés Santos, Derecho romano y axiología política republicana. En: María Julia Bertomeu, Antoni
Domènech y Andrés de Francisco (ed.), Republicanismo y democracia (Buenos Aires: Miño y Dávila editores, 2004) pp.
215-216.
176 John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil, trad. Carlos Mellizo (Madrid: Alianza Editorial, 1996), p. 78.
173
174
64
riqueza. La mayor o menor proporción de esta última estaba directamente relacionada
con la mayor o menor laboriosidad.177
En ese orden, es preciso tener en cuenta que el concepto republicano (y aun el
protoliberal à la Locke) de libertad precisaba de la existencia de un determinado nivel
de suficiencia material. Al margen de la veracidad empírica de las formulaciones
normativas que subyacen a este ideal, lo cierto es que tanto para la tradición política
clásica como para la moderna la libertad estuvo asociada a la garantía de la propiedad.
Según este paradigma, para no vivir sometido al imperium de otro era necesario contar
con un mínimo de recursos y de bienes, toda vez que quien carece de ellos “hará
cualquier cosa para conseguirlos, incluso aceptar la dominación ajena, enajenar su
libertad, autoalienarse”.178 Desde luego esto explica por qué, a lo sumo hasta la
Revolución Francesa, todos los republicanos –tanto los clásicos como los de tradición
democrática– adjudicaron a la propiedad personal un lugar primordial en su ideario.
Tanto en el caso de Jefferson como en el de Robespierre la distribución de la tierra
fue un aspecto elemental de su programa. Cuestión que tampoco fue ajena a Rousseau,
cuyo ideal democrático se proyectaba en comunidades pequeñas de campesinos o de
artesanos que controlaban sus medios de subsistencia al tiempo que contribuían a la
formación de la voluntad general.179
Esto es importante si queremos comprender el núcleo ideológico del socialismo
por lo que refiere a su ideal de libertad y su aproximación a la institución de la
propiedad. Una idea que es transversal a la obra de Domènech y que es aprehensible
en la de los republicanistas democráticos que hemos traído a colación, es que el
proceso industrializador y el proyecto codificador rompieron –fáctica y
normativamente– la relación entre la libertad y la propiedad. A diferencia de la
tradición clásica, que excluyó de la ciudadanía a quienes no tenían propiedad
177 Ib., pp. 70-73. Nótese que en el capítulo 5, referido a la propiedad, Locke desarrolla dos ideas sugestivas. Por
una parte, que la propiedad, como derecho real de dominio, está en principio limitada por el uso. En una economía
agraria, parece decir Locke, “el derecho y la conveniencia iban unidos; pues del mismo modo que un hombre tenía
derecho a todo aquello que él pudiese abarcar con su trabajo, tampoco tenía tentaciones de trabajar en más tierra
de la que pudiese hacer uso”. Pero por otra parte, Locke no desconocía que en el marco de una consolidada
economía mercantil “el modo en que un hombre puede poseer más tierra de la que es capaz de usar [es] recibiendo
oro y plata a cambio de la tierra sobrante”. En otras palabras, aseguraba que el fenómeno de la “posesión
desproporcionada y desigual de la tierra” era producto de un intercambio mercantil voluntario y consensuado que,
en todo caso, se remontaba al trabajo como medida del valor (Ib., 74-75). Como es sabido, Marx controvirtió esta
afirmación en El Capital, en particular en el Capítulo XXIV, dedicado a La llamada acumulación originaria.
178 Andrés de Francisco y Daniel Raventós, Republicanismo y Renta Básica. En: María Julia Bertomeu, Antoni
Domènech y Andrés de Francisco (ed.), Republicanismo y democracia (Buenos Aires: Miño y Dávila editores, 2004) p.
262.
179 Cf. Ib., p. 263. Ver, además: George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 44.
65
(recuérdese que los términos latinos societas civilis, societas políticas y civitas eran
equiparables180), el reformismo liberal europeo de inicios del siglo XIX consumó dos
operaciones cruciales. Por un lado, introdujo la separación conceptual entre la
sociedad civil y la sociedad política181 y, prevalida de tal distinción, integró en la
sociedad civil a todos los individuos adultos pobres a cambio de cerrarles la entrada
en la sociedad política. Por otro lado, concedió derechos civiles a los desposeídos pero
a la par quebró la relación entre la capacidad jurídica y la suficiencia material, cuestión
que era extraña para el derecho romano clásico.182
¿Pero, por qué hacer lo uno y lo otro? Polanyi defiende en su obra una razón:
los ajustes institucionales y normativos anotados fueron indispensables para crear
civilmente y disciplinar políticamente el mercado de la fuerza de trabajo. A partir de
ese entonces, un conjunto de hombres desposeídos enajenaría “libremente” y en
condiciones de competencia mercantil sus habilidades físicas e intelectivas a cambio
de una retribución salarial. El derecho privado moderno contribuyó pues a mantener
la separación entre el capital y el trabajo a partir de dos operaciones normativas. (a)
Convirtió la fuerza de trabajo en mercancía y por ende en objeto de propiedad, y (b)
trató al trabajador como “una unidad portadora de derechos y deberes [es decir, lo
emancipó de la loi de famille y le atribuyó plena capacidad jurídica] capaz de sostener
una relación in personam”.183
Hemos dicho reiteradamente que el ideario socialista, tal como fue concebido
en la primera mitad del siglo XIX, consistió básicamente en cuestionar la conversión
mercantil de la fuerza de trabajo. Pues bien, prevalidos de tal crítica, los socialistas
comenzaron a difundir dos planteamientos de estirpe republicana. Por una parte,
advirtieron que en el capitalismo existía un quiebre entre el trabajo y la riqueza
material. Aunque la fuerza de trabajo era el factor productivo más determinante en la
creación del beneficio, el trabajador no disfrutaba plenamente de los resultados de su
actividad laboral, por lo que la relación salarial era una relación de explotación. Por
otra parte aseguraron que en estas condiciones el trabajo sólo podía ser un trabajo
Joaquín Abellán, Estado y nación en Guillermo von Humboldt (Donostia: Revista Internacional de Estudios Vascos,
48, 1, 2003), p. 338.
181 Ib., pp. 338-339.
182 Andrés de Francisco y Daniel Raventós, Republicanismo y Renta Básica. Óp. Cit., p. 263.
183 Geoffrey Samuel, Derecho Romano y capitalismo moderno. En: P.G. Monateri y Geoffrey Samuel, La invención del derecho
privado, trad. y ed. Carlos Morales de Setién Ravina (Bogotá D.C.: Siglo del Hombre Editores, 2006), pp. 264-265.
180
66
enajenado. Lejos de ser una actividad vital, las labores cotidianas se le presentaban al
obrero como el sacrificio de su vitalidad y como un simple medio para subsistir.184
Estos planteamientos ideológicos fueron llevados a su máxima potencia retórica
en el Manifiesto Comunista.185 Allí, Marx y Engels enlazaron los asertos previamente
expuestos con la cuestión de la libertad y la propiedad. En tono irónico, los autores
afirman: “[S]e nos reprocha que queremos destruir la propiedad personal bien
adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano, esa propiedad que es para el
hombre la base de toda libertad, el acicate de todas las actividades y la garantía de toda
independencia ¡La propiedad bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo
humano!”. Nótese que Marx y Engels aluden aquí a la concepción lockeana de la
propiedad, en la que la riqueza es un reflejo directo del trabajo. Pero a renglón seguido
continúan: “Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo de proletario, le rinde
propiedad? No, ni mucho menos. Lo que rinde es capital”. De nuevo se reitera la
idea que Marx ya venía cultivando desde 1847, según la cual el capital no era otra cosa
que trabajo consumado, al paso que el salario consistía simplemente en el costo de la
reproducción de la fuerza de trabajo.
Sumadas una y otra idea, los autores cierran su argumento con un planteamiento
descriptivo y otro normativo. En cuanto a lo primero recalcan: “Os aterráis de que
queramos abolir la propiedad privada, cómo si ya en el seno de vuestra sociedad
actual, la propiedad privada no estuviese abolida para nueve décimas partes de la
población”. Por lo que atañe a lo segundo, a la dimensión normativa, precisan: “El
comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos sociales; lo único que
no admite es el poder de usurpar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno”.
Esta dimensión normativa no es baladí y se reiterará en la obra de estos autores. A
guisa de ejemplo, en La guerra civil en Francia (1871), Marx recordó la potencia retórica
de sus años mozos y afirmó una vez más que la transformación de los medios de
producción en instrumentos de trabajo libre y asociado promovida por la Comuna de
París tenía el propósito de superar la esclavización y explotación del trabajo y “convertir
la propiedad individual en una realidad”.186 Nótese pues que la socialización de los medios
Cf. Karl Marx, Trabajo asalariado y capital. Óp. Cit. y George Leichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., pp.
127-133.
185 Las citas que se reproducen a continuación son tomadas de: Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido
Comunista [1848], (Marxists Internet Archive, 1999, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/me/1840s/48-manif.htm).
186 Karl Marx, La guerra civil en Francia. Óp. Cit., p. 237.
184
67
de producción, en los términos defendidos por Marx, suponía emancipar el trabajo
de la explotación salarial y hacer realidad el ideal de la propiedad individual.
Todo lo dicho refuerza el marco de comprensión ideológica que Polanyi y
Domènech presentan en sus obras y que merece la pena resumir. En sus orígenes, en
particular en Gran Bretaña, el movimiento socialista tuvo la intuición de que la
pauperización de la vida del trabajador era consecuencia de una mala organización de
la actividad productiva. De ahí que en condiciones de planificación racional y
cooperativa esta circunstancia pudiese ser superada. Hasta ahí, el aporte del llamado
“socialismo utópico” fue crucial. No obstante, a partir de la década del cuarenta del
siglo XIX, Marx profundizó en su perspectiva crítica y en la naturaleza esencialmente
“explotadora” de la relación salarial. Bajo condiciones capitalistas de sujeción del
trabajo, Marx dixit, el trabajador produce un excedente para beneficio de aquellos que
controlan los medios de producción, incluidos los recursos naturales (la tierra). De ahí
que fuera deseable socializar los medios de producción y abolir el mercado de la fuerza
de trabajo para garantizar la emancipación del trabajo, condición indispensable de la
libertad como autorrealización humana. La pregunta que sigue es: ¿qué formulaciones
normativas planteó el movimiento socialista para alcanzar dicho cometido?
A modo preliminar hay que decir que el reformismo socialista del siglo XIX, en
particular en Gran Bretaña, fue heredero de una práctica social consuetudinaria que
tendía a la conservación de la vida comunitaria a expensas de la relación mercantil. En
su conocido ensayo La economía “moral” de la multitud, E.P. Thompson pone de relieve
un argumento que coincide con algunas afirmaciones de Polanyi. Uno y otro
concuerdan, por ejemplo, en que Adam Smith defendió el mercado autorregulado en
un momento en el que el laissez-faire no era un modelo empíricamente funcional ni
culturalmente aceptado. Para la economía moral de la multitud del siglo XVIII era
claro que los comerciantes ganaban dinero no por obra de la autorregulación
mercantil sino a merced de su manipulación. La fluctuación de precios de los cereales
–se creía– no era consecuencia de la libre circulación de bienes sino de su
acaparamiento.187
Esta cuestión es relevante porque nos pone ante una circunstancia que en el
siglo XIX fue crucial. A menudo se cree que el liberalismo económico no hizo más
que describir un mecanismo de intercambio emergente a finales del siglo XVIII y
187 E.P. Thompson, La economía moral de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII. En: E.P. Thompson, Costumbres en
común (Barcelona: Crítica, 1995) pp. 235-236.
68
galvanizado por la Revolución Industrial. No obstante, se olvida que Adam Smith se
movía en el terreno normativo más que en el descriptivo, y que sus formulaciones de
política económica –como fue el caso del libre comercio de los cereales– tuvieron
impactos positivos a largo plazo pero desastrosos y dolorosos para quienes debieron
afrontar el encarecimiento del grano en tiempos de escasez (v.gr. Irlanda e India).
Además, se pierde de vista que las políticas de racionamiento vía precios y la tesis de
que el encarecimiento del grano ajustaba la economía familiar y se convertía en un
mecanismo espontáneo de uso racional de los recursos no eran eficientes desde el
punto de la distribución y exacerbaban la ya penosa desigualdad social en las
colonias.188
En ese orden, aunque a partir de 1790 el liberalismo económico ganó terreno
político e ideológico, esa conquista no fue pacífica. A sus epígonos les tomó alrededor
de cuarenta años derrumbar el institucionalismo paternalista de socorros y subsidios
públicos. Al margen de la pugnacidad, la doctrina del mercado autorregulado como
competencia espontánea entre productores se impuso sobre otro tipo de pautas
institucionales y normativas. Como lo recuerda E.P. Thompson, para el primer tercio
del siglo XIX a la metáfora del “libre mercado” se añadió otra exigencia: la “libertad
del trabajo”.
Dicho esto, tendríamos que proponer dos lecturas de un mismo fenómeno. En
primer lugar, es interesante ver que la crítica socialista a la economía de libre mercado
ha sido, en principio, una crítica endógena y que ese tipo de aproximación generó una
pulsión reformista dentro del movimiento. Según se advierte en la obra de Polanyi, de
antaño los socialistas comprendieron que, por sus propias circunstancias de
desenvolvimiento histórico, el “mercado autorregulado” era en realidad un mito. Este
supuesto “escenario espontáneo de intercambio”, en rigor de verdad, siempre ha
estado regulado, unas veces en beneficio de los productores y otras en beneficio de
los consumidores. Y, aunque en el caso de Gran Bretaña, la regulación en favor de los
primeros gozó de un indudable prestigio durante el segundo tercio del siglo XIX, ello
no obstó para que se implementaran correctivos en defensa del propio circuito
mercantil y de los consumidores, alimentados muchas veces por los propios
empresarios.
188
E.P. Thompson, La economía moral revisada. En: E.P. Thompson, Costumbres en común. Óp. Cit., pp. 320-322.
69
El hecho de que la crítica haya sido endógena hace comprensible una de las
estrategias principales del movimiento socialista en la centuria que hemos estudiado:
intervenir en el mercado. Por esa vía, y en el caso de la fuerza de trabajo, la actividad
reformista legislativa y la sindical fueron dos caras de una misma moneda. La primera
limitó el mercado de trabajo a fin de poner freno a la pauperización salarial; la segunda
monopolizó su oferta a efectos de presionar el alza de su precio. Aun con sus ventajas,
una y otra fueron estrategias de contención. Ninguna propugnaba en estricto sentido
por eliminar el mercado de la fuerza de trabajo.
En segundo lugar, habría que decir que desde mediados del siglo XIX surgió
otra corriente socialista que, prevalida también de las críticas endógenas, y sin
demeritar el reformismo, incentivó las proposiciones normativas encaminadas a la
abolición del mercado de trabajo. En este campo, desde luego, la obra de Marx
descuella por su lucidez. A partir de la década del 60 su estrategia económica para el
movimiento socialista se concentró en el movimiento cooperativo. Esto es
comprensible si se tiene en cuenta que el cooperativismo tenía profundas raíces en
Europa. Prácticamente todos los llamados “socialistas utópicos” abanderaron la
consigna cooperativista y se empeñaron en su realización. Se trataba pues de una
experiencia práctica que despertaba el interés del proletariado europeo y en el que
anidaban, in nuce, las particularidades de un esquema de coordinación en el que el
trabajador controla el proceso productivo y disfruta en mayor medida de los frutos de
su labor.
Además, Marx estimaba que las fábricas y las unidades de producción basadas
en esquemas cooperativos demostraban “que la producción en gran escala y al nivel
de las exigencias de la ciencia moderna puede prescindir de la clase de los patronos
que utiliza el trabajo de la clase de las «manos»”.189 Las cooperativas, en suma,
permitían lograr acuerdos económicos ajenos a la relación salarial tradicional. Marx
veía que el esquema cooperativo aportaba analíticamente una base para la
socialización de la producción a gran escala y, por esa vía, para la abolición del
mercado de la fuerza de trabajo.190 El esquema de control de la unidad de producción,
parecía decir Marx, ya la había proveído en parte la experiencia cooperativa. Era
indispensable, a continuación, suscitar las condiciones políticas para que ello fuese
efectivo a nivel nacional. La socialización de los medios de producción, por esa vía,
Karl Marx, Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Óp. Cit.
Alex Gourevitch, La República Cooperativista. Esclavitud y libertad en el movimiento obrero (Madrid: Capitan Swing,
2024), pp. 316-318.
189
190
70
resultaba ser una suerte de conversión cooperativa de la empresa privada a fin de
lograr una mayor distribución de los frutos del trabajo y un control directo de la
producción.
Esto último lo expone Domènech de forma sugestiva. Su posición es que Marx
veía que el esquema de propiedad dominante podía revertirse bajo la lógica de la
relación fiduciaria, imperante en el derecho público de corte republicano. Esta
relación jurídica, que se remonta al derecho romano, tiene por base un tipo de vínculo
a partir del cual, sobre la base de intereses disímiles aunque concurrentes, el principal
(P) encarga al agente (A) la realización de una tarea (T).191
La hipótesis de Domènech es que, al momento de redactar El Capital, Marx
advirtió que la empresa capitalista se caracterizaba cada vez más por ser la conjunción
de dos tipos de agencia. Mientras la primera, propia de las emergentes sociedades
comerciales, emparentaba a los accionistas con los ejecutivos (o gestores) de la
empresa, la segunda enlazaba a estos últimos con sus trabajadores,192 así:
Tabla 1. Relaciones de agencia en la sociedad comercial
Principal
Tarea encargada
Agente
(1) Propietarios nominales de Desempeñar las funciones de Ejecutivos o gestores de la empresa.
acciones.
inversión y de control del
proceso productivo.
(2) Ejecutivos o gestores de la Poner en marcha el proceso Trabajadores asalariados.
empresa.
productivo.
Dicho lo cual, para Marx la socialización de la empresa capitalista no suponía la
estatización de los roles que antaño desempeñaban actores privados, sino la
transformación de las relaciones de agencia imperantes. De esto último se derivó un
programa de acción que pretendía lo siguiente. Primero, democratizar la propiedad de
las acciones de las empresas, de suerte que estas estuviesen mayoritariamente en
manos de sus trabajadores. Segundo, y por cuenta de lo primero, hacer que los
trabajadores fuesen los mayores interesados en la relación de agencia –por ser ellos
los fideicomitentes principales– y civilizar por esa vía la segunda dimensión de la
relación de agencia, que atañe al proceso productivo, así:
Principal
191
192
Tabla 2. Relaciones de agencia en la empresa cooperativa
Tarea encargada
Agente
Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Óp. Cit., p. 244.
Ib., p. 252.
71
(1) **Trabajadores de la empresa. Desempeñar las funciones de Gestores de la empresa.
inversión y de control del
proceso productivo.
(2) Gestores de la empresa.
Poner en marcha el proceso **Trabajadores de la empresa.
productivo.
Para Marx y Engels, concluye Domènech, la transformación de la relación
fiduciaria de agencia en el campo económico era indispensable para la emancipación
del trabajo. En materia económica, permitiría una gestión común y eficiente de las
fuentes de vida que no estuviese atravesada por la verticalidad clasista ni por la
relación salarial. Por su parte, en términos del control productivo, el esquema
cooperativo de agencia permitía abrir escenarios de democracia industrial en los
espacios de trabajo que infundieran un mayor sentido de responsabilidad sobre el
proceso productivo. La socialización de los medios de producción era entonces una
medida que buscaba conciliar el trabajo con la dirección del proceso productivo y sus
frutos materiales.193
Con todo, las obras que hemos reseñado son indicativas de que, al margen de
estas pautas normativas, ni los socialistas británicos ni los europeos continentales
tuvieron un proyecto claro de socialización de los medios de producción. Al margen
de las hipótesis pragmáticas, esto podría explicarse por motivos ideológicos. Como lo
expone el profesor Robert Lamb, Marx se aproximó a la cuestión de la propiedad a
través de su crítica de la organización económica capitalista, pero nunca elaboró, in
genere, una teoría normativa ni moral sobre la propiedad. A diferencia de Proudhon,
quien se empeñó en demostrar que el derecho real de dominio era una “contradicción
y una quimera”, Marx nunca tuvo una pretensión intelectual de tal estirpe.194 Su
postura estaba mucho más permeada de realismo político y análisis coyuntural, lo que
puede ayudarnos a entender los pormenores y aun las contradicciones entre la crítica
normativa a la economía capitalista y el programa económico del socialismo
finisecular.
A partir de la fundación de la AIT el socialismo fue un espectro político con
variados y heterogéneos interlocutores que iban desde el anarquismo hasta el
positivismo de izquierdas. Hay que decir que los liberales y los marxistas coincidían
en la existencia de las clases sociales. Unos y otros reconocían que el rol que se
desempeñaba en el proceso productivo determinaba el disfrute efectivo de la riqueza
193
194
Ib., pp. 253-254.
Cf. Robert Lamb, La propiedad (Madrid: Alianza Editorial, 2022), pp. 52-58.
72
social, un disfrute que, ciertamente, era desigual. Pero de este diagnóstico se
desprendían dos proyectos normativos disímiles. Los liberales defendían que el
mercado era el mecanismo más racional y eficiente de redistribución de los recursos
y que la propiedad privada sobre los medios de producción era más eficiente que la
dirección cooperativa de dichos medios.195
Por contraste, los socialistas exigían la intervención pública del mercado y el
control gremial de los medios de producción, pero también justificaban su ideario en
motivos de conveniencia y racionalidad. En este último caso, la hipótesis de Marx era
que el capitalismo minaba las propias condiciones del mercado, pues destruía la
pequeña propiedad en aras del monopolio y la centralización productiva. Ante este
panorama, auguraba que la dirección cooperativa era más efectiva desde el punto de
vista de la producción como de la distribución. Dos dimensiones progresivamente
distorsionadas ante la creciente monopolización de la economía.196
El punto es que, teniendo claridades sobre su agenda normativa socializadora,
la materialización de la agenda socialista estaba íntimamente ligada a la conquista del
poder. Con todo, a lo largo del siglo XIX los socialistas nunca alcanzaron tales
posiciones institucionales. En el entretanto, validos de su creciente aceptación social
(como era el caso del sindicalismo británico y del SPD) su estrategia se hizo cada vez
más reformista. Pero incluso aquí no se trataba de un reformismo pactista ni fatídico,
como sería conocido en el siglo XX, sino de uno que, a sus ojos, era el resultado de la
lucha de clases en el plano civil.
Por otra parte, como lo recuerda la literatura especializada, tanto los socialistas
finiseculares como los que se adscribían al marxismo en la primera mitad del siglo XX
creían genuinamente que el capitalismo estaba cavando su propia tumba. A juzgar por
sus análisis económicos, la economía capitalista presentaba tres tendencias: (i) la
concentración monopólica, (ii) la creciente automatización y (iii) los altos índices de
coordinación productiva. Estas condiciones, a su juicio, contribuían a la liberación del
trabajo y de la necesidad, es decir, gestaban el socialismo. Por un lado, abonaban el
terreno para la organización productiva a base de esquemas cooperativos que
estuviesen sometidos a la demanda. Por otro lado, permitían la reducción del trabajo
directo y, por esa vía, de la jornada laboral. En suma, para estos militantes socialistas,
las propias condiciones materiales del capitalismo eran condición de posibilidad de un
195
196
Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., pp. 392-393.
Ib.
73
sistema económico que se desembarazara de la escasez, el trabajo asalariado y la
represión socialmente organizada.197 Una política reformista sumada a una lucha de
desgaste político contribuiría a acentuar estas tendencias, de suerte que, una vez
conquistado el poder, bastaría con dictar medidas socializadoras que, lejos de
resquebrajar el aparato productivo, fueran su galvanizador.
Concluyamos este aparte con los siguientes puntos sintetizadores:
1. Podríamos estar de acuerdo con Polanyi en que el movimiento socialista, al
menos a partir de la década del 40 del siglo XIX coincidió en la necesidad de eliminar
el mercado de la fuerza de trabajo. Por más de que buena parte del movimiento se
haya empeñado en embridar dicho mercado a través del sindicalismo o del
reformismo legislativo, existió un consenso sobre sus nocivas consecuencias para la
distribución de la renta y para el pleno goce de las capacidades humanas. La separación
entre las fuentes de vida y el trabajo obra en contra de la libertad como no dominación,
pues impide la satisfacción de una de sus dimensiones: la suficiencia material. Esto es
un aspecto ideológico central del socialismo decimonónico que hizo coincidir a los
marxistas continentales y a los sindicalistas ingleses.
2. Dicho lo anterior, huelga anotar que la socialización de los medios de
producción es una pauta programática que se desprende de la crítica al mercado de la
fuerza de trabajo y que busca su abolición. Nótese además que para buena parte de
los socialistas (desde la socialdemocracia alemana hasta la Sociedad Fabiana) la
socialización se presentaba no sólo como algo deseable, sino como una tendencia
misma de la economía capitalista. Es esta aproximación la que explica por qué estos
partidos migraron al reformismo político. No porque renunciaran al socialismo, sino
porque creían genuinamente que las reformas aceleraban una tendencia que la propia
economía capitalista, endógenamente, desarrollaba.
3. Lo anterior es llamativo porque, al menos en el siglo XIX, no podría decirse
que el movimiento socialista fuera estatista (en los términos en que este calificativo
fue usado en el siglo XX). Por un lado porque, como lo señala Domènech, antes de
la Primera Guerra Mundial era impensable que la burocracia estatal fuera la gestora
de los procesos productivos. Por otro lado porque, incluso quienes depositaban
197 Cf. Adam Przeworski, Capitalismo y socialdemocracia. Óp. Cit., p. 276. Y George Lichtheim, Breve historia del socialismo.
Óp. Cit., p. 417.
74
mayores expectativas en el Estado –como era el caso de los lasalleanos–, eran bastante
cautos en sus pretensiones.
Vale recordar que la discordia suscitada entre Marx y los seguidores de Lasalle a
propósito del Programa de Gotha de 1875 se trabó por una propuesta de los lasalleanos
que hoy en día cualquier socialista suscribiría sin rechistar. La formulación original del
programa decía: “Para preparar el camino a la solución del problema social [entiéndase
explotación de la fuerza de trabajo], el Partido Obrero Alemán exige que se creen
cooperativas de producción, con la ayuda del Estado bajo el control democrático del
pueblo trabajador”.198 Estas palabras motivaron la crítica de Marx, quien alegó que las
sociedades cooperativas solo podían tener valor si eran “creaciones independientes
de los propios obreros”, no iniciativas de “los gobiernos ni de los burgueses”.199 La
famosa Crítica del Programa de Gotha dejaba claro que, más que avezadas políticas de un
Estado interventor, la realización del socialismo precisaba de una fuerte y activa
sociedad civil de trabajadores independientes y organizados.200
Con todo, es verdad que algunos socialistas advirtieron la posibilidad de
conceder a la administración pública un mayor espacio en la gestión de los procesos
productivos. Desde finales del siglo XIX hubo socialistas herederos del positivismo
(v.gr. algunos militantes de la Fabian Society) que creyeron en la administración
burocrática ilustrada de la economía. Pero incluso en este caso la colectivización se
juzgaba como el resultado de un proceso natural e impersonal de las fuerzas
económicas. El propio Engels se vio influenciado por este ideal tecnocrático
atribuible, entre otras cosas, a Saint-Simon, pero nunca creyó en que la coordinación
económica ilustrada, que no política, podía ser una medida de orden autoritativo. En
otras palabras, podríamos decir que los socialistas finiseculares jamás concibieron que
el programa económico del socialismo debía alcanzarse mediante la coacción
extraeconómica en condiciones de autoritarismo político.201
4. La anterior premisa es crucial para juzgar las transformaciones del ideario en
el primer tercio del siglo XX. Es Domènech quien en El eclipse de la fraternidad trae a
colación una premonitoria afirmación de Weber sobre la relación entre la
VV.AA., Programa del Partido Obrero Alemán (Proyecto) [1875] (Marxists Internet Archive, 2000-2020, disponible en
la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/gotha/anexo-2.htm).
199 Karl Marx, Glosas marginales al programa del Partido Obrero Alemán. Óp. Cit.
200 Alfonso Ruiz Miguel, La socialdemocracia. En: Fernando Vallespín (Ed.), Historia de la Teoría Política 4 (Madrid:
Alianza Editorial, 1992).
201 George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 407.
198
75
socialdemocracia y el Estado. Según el sociólogo alemán, en su esfuerzo por
conquistar el poder político, sería la socialdemocracia quien terminaría siendo
conquistada por el Estado. ¿Pero qué significaba terminar siendo conquistado por el
Estado? A lo sumo, dos cuestiones: (i) renunciar a la “prédica” revolucionaria, y (ii)
trasladar a la administración pública buena parte de las expectativas económicas que,
antaño, se depositaban en la sociedad civil.
Los asertos de Weber fueron precisos. Para la mitad del primer tercio del siglo
XX, buena parte de las corrientes de la socialdemocracia europea ya veían en el Estado
un instrumento indispensable para la concreción económica del socialismo. En 1912
Kautsky aseguró que, una vez conquistada la mayoría parlamentaria, sería
indispensable ampliar las funciones administrativas en aras de hacer cumplir el
programa socialdemócrata. Por su parte, Karl Renner creía fervientemente que el
Estado era “la palanca del socialismo”; que el núcleo del nuevo modo de producción
se “ocultab[a] en todas las instituciones del Estado capitalista”, y que el proletariado
estaba muy lejos del “nihilismo del Estado”.202 Bernstein, ciertamente, tampoco
estaba muy lejos de esta posición. En una conferencia de 1918 recordó sus épocas de
revisionista solitario y reiteró su posición de aquel entonces: “en una buena ley
industrial puede haber más socialismo que en la nacionalización de centenares de
empresas y fábricas. Pues en tal caso se atiende al bienestar de un mayor número de
personas”.203
De ese modo, bien a través de la nacionalización o bien a través de la legislación
intervencionista, el Estado resultaba ser un aparato central para la consecución del
socialismo. En la primera mitad del siglo XX, en consecuencia, nadie dudaba de las
bondades de un Estado que, prevalido de un mandato democrático, interviniera en la
economía o incluso nacionalizara recursos estratégicos. Esta posición caló tanto en la
socialdemocracia europea como en el liberalismo de izquierdas.204 Pero así y todo el
Cf. Hans Kelsen, Socialismo y Estado. Una investigación sobre la teoría política del marxismo. Óp. Cit., pp. 287-289.
Eduard Bernstein, ¿Qué es el socialismo? [1918]. En: Eduard Bernstein, Socialismo democrático, trad. Joaquín Abellán
(Madrid: Alianza Editorial, 1990), p. 162.
204 Así lo narró Hans Kelsen en su autobiografía: “Con el programa democrático del partido [social-demócrata]
austriaco, que sin duda se encontraba fundamentalmente en el campo del marxismo, pero en la práctica nada tenía
que ver con la teoría estatal anarquista de Marx y Engels, estuve yo desde el comienzo en un total acuerdo.
Inicialmente fui contrario, en mi condición de individualista, a su programa económico de nacionalizaciones.
Después, especialmente bajo la impresión de las conmociones económicas que trajo consigo la guerra, tendí más y
más a reconocer que el sistema económico del liberalismo, tal como se realizaba dentro de las circunstancias dadas,
no constituía ninguna garantía para la seguridad económica de la masa de los desposeídos y que la seguridad
económica -dentro de esas condiciones- solo era posible mediante la economía planificada, y esto significaba, finalmente, poder
conseguir la nacionalización de la producción” (énfasis añadido). Cf. Hans Kelsen, Autobiografía [1947], trad. Luis Villar
Borda (Bogotá D.C.: Universidad Externado de Colombia, 2008), pp. 117-118.
202
203
76
programa económico seguía teniendo un influjo importante de las ideas del siglo XIX,
impacto que se tradujo en la necesidad de que el control de la producción fuera
gremial. En este frente, los socialistas y los liberales de izquierda abogaron por la
defensa de la democracia industrial, tal como quedó consignado en las Constituciones
de la posguerra.205 Quizás quienes mayor énfasis hicieron en esta última cuestión
fueron los austromarxistas, que velaron por una suerte de síntesis entre el
parlamentarismo y la democracia de consejos.
Pero si estas reflexiones calaban en Europa occidental, en la convulsa Rusia
ocurría lo propio. Más allá de las vicisitudes económicas que los bolcheviques
enfrentaron, no se puede perder de vista que estos no eran ajenos a la relación:
sociedad civil, libertad y propiedad. Como lo recuerda Domènech, en 1917 las
tendencias del movimiento socialista ruso coincidían en la necesidad de implementar
una reforma agraria que permitiera al campesinado acceder a la propiedad
inmobiliaria. La consigna “la tierra para quien la trabaja” suponía, antes que la
estatización del campo, la conversión de las grandes haciendas en cooperativas de
campesinos. Tras la instauración de la NEP en 1921, una tendencia importante del
partido encabezada por Bujarin defendió que la colectivización cooperativa
representaba el mejor modo de introducir en la economía campesina “elementos de
una economía a gran escala, de industrialización y de planificación estatal”. No es
gratuito que la política de industrialización forzosa implementada por Stalin a partir
de 1927, y que se llevó a cabo a expensas del bienestar y de la pequeña propiedad
campesina, haya exigido la persecución de las tendencias agrarias y cooperativistas del
partido.206
205 En su Teoría General del Estado, Hans Kelsen dejó consignado que, a fin de consolidar la democracia industrial,
era indispensable que, por precepto normativo, se garantizara la participación de los obreros en la dirección de la
empresa. Cf. Hans Kelsen, Teoría General del Estado [1925] (México D.F.: Ediciones Coyoacán, 2005), p. 470. Por su
parte, desde el socialismo de tradición marxista, Karl Korsch se pronunció en los siguientes términos: “En efecto,
en los ‘consejos’ elegidos en cada empresa según la ley de consejos de empresa del 4 de febrero de 1920 [refiere a
una ley dictada en desarrollo del artículo 165 de la Constitución alemana de Weimar de 1919], hemos encontrado
que el único punto en el que, en la constitución laboral de los países vencidos (Alemania, Austria y, en menor grado
otros países de Europa que también cuentan entre los ‘vencidos económicamente’), se ha conseguido el
reconocimiento legal, por más débil que sea en la práctica de una nueva forma de derecho de cooperación de los
trabajadores que va en determinada dirección más allá de los logros anteriores de la lucha proletaria (...). Por ello,
entre todas las organizaciones del proletariado en lucha, los consejos de empresa, por su historia revolucionaria y
por su núcleo específicamente revolucionario, son los llamados a ‘representar en el movimiento actual al mismo
tiempo el futuro del movimiento’, en larga y tenaz lucha que sostendrán en los próximos meses y años, (...) por la
obtención de fines inmediatos: el sustento cotidiano y la defensa contra el excesivo tiempo de trabajo y las
insoportables cargas impositivas”. Cf. Karl Korsch, Lucha de clases y derecho del trabajo [1922], (Barcelona: Editorial
Ariel, 1980), pp. 147-148.
206 Cf. Antoni Domènech, El experimento bolchevique, la democracia y los críticos marxistas de su tiempo. Óp. Cit., pp. 46-47.
77
De ese modo, lo que valdría la pena rescatar aquí es que después de la Primera
Guerra Mundial buena parte de las tendencias de la izquierda abogó por una
intervención decidida del Estado en la economía. El ámbito ideológico era propenso
a otorgar al Estado un papel fundamental en la gestión de los procesos productivos y
los bolcheviques no fueron inmunes a esa cuestión. Con todo, también es verdad que
para los socialistas de tradición marxista la transformación de las relaciones
económicas debía ser una iniciativa fuertemente arraigada en la sociedad civil. Incluso
en la Rusia revolucionaria se introdujeron medidas de liberalización económica que
permitieron que las reglas del mercado y la competencia permearan sectores relevantes
de la industria. Autores como Álvaro García Linera y Antoni Domènech concuerdan
en que las reflexiones tardías de Lenin se encaminaban a alentar el fortalecimiento de
la iniciativa privada y el cooperativismo en el marco de una economía de mercado
altamente intervenida por el Estado.207
5. Con todo y su consenso, las tensiones políticas eran evidentes. La literatura
que he tenido en cuenta resalta dos problemas en particular, que parecen ser un círculo
vicioso que ha perseguido al ideal socialista. Por una parte, el riesgo más evidente de
la estatización es que los funcionarios acumulen un gran poder burocrático y que,
prevalidos de ese poder, instituyan monopolios administrativos que expropien a los
trabajadores de la dirección de las empresas. Por otra parte, el riesgo más acuciante
de la administración cooperativa es la “gremialización” de los intereses a despecho del
interés general.208 Amén de estas dos tensiones, a ellas se suma el problema de la
interdependencia económica entre las diversas unidades de producción. Aunque estas
últimas se rijan bajo un esquema institucional cooperativo de productores libremente
asociados, ello no nos dice nada respecto de la manera en que estas unidades pueden
coordinarse unas con otras. Se trata aquí de un problema económico fundamental: el
problema del mercado.
Álvaro García Linera, ¿Qué es una revolución? De la Revolución Rusa de 1917 a la revolución de nuestros tiempos. En: Álvaro
García Linera, “¿Qué es una revolución?” y otros ensayos (Buenos Aires: CLACSO; Prometeo, 2020), p. 223.
208 A propósito de la Revolución Rusa, García Linera hace la siguiente reflexión: “[E]n el momento en que cada
fábrica comienza a actuar por su cuenta, a fijarse solo en el bienestar de sus trabajadores sin considerar el bienestar
del resto de los trabajadores de otras fábricas y de los habitantes de las ciudades o de los campesinos; (…) es decir,
en el momento en que cada institución democrática obrera solo se fija en sí misma sin tomar en cuenta el conjunto
de los trabajadores y ciudadanos del país, se produce una hecatombe económica que paraliza el intercambio de
productos y potencia los egoísmos entre los sectores que se desentienden de los demás llevando a la disminución
de la producción, el cierre de empresas, la pérdida de trabajo, la escasez, el hambre y el malestar en contra del propio
curso revolucionario”. Ib., pp. 192-193.
207
78
6. Dicho lo cual podríamos terminar este apartado de la siguiente manera. A
partir de lo que hemos expuesto hasta este punto es claro que el movimiento socialista
se incrustó en la necesidad de volver a politizar la vida social. Reconciliar, en alguna
medida, la sociedad civil y la política. Esto suponía, en las condiciones del siglo XIX
lograr dos cosas: democratizar el gobierno representativo, de suerte que los pobres
pudiesen ocupar las instituciones públicas e incidir en la vida política, y volver a juntar
las dos dimensiones de la personalidad jurídica antaño inescindibles: libertad y
suficiencia material.209 A este último respecto, en las condiciones de avance técnico y
tecnológico presenciadas a lo largo del siglo XIX y principios del XX, el ideario
socialista abogó por una idea de socialización de los medios de producción que se
debatió entre la estatización o la intervención legislativa de los títulos de propiedad y
del mercado, pasando por la conversión cooperativa de las unidades de producción.
En cualquier caso, ninguna tendencia del movimiento socialista finisecular ni mucho
menos del socialismo previo y posterior a la Primera Guerra Mundial desconoció el
papel que debía jugar el Estado en la economía.
En ese contexto, era claro que el socialismo era una ideología que propugnaba
por un esfuerzo de síntesis entre mercado, producción cooperativa e intervención
estatal de corte republicano. Incluso en la Rusia de entreguerras primaba una postura
pragmática que intentaba conjugar la iniciativa privada y las rentas de propiedad con
la participación democrática en la industria y el control obrero de la producción. En
línea con lo expuesto por Lichtheim, podríamos decir que en el primer tercio del siglo
XX muchos socialistas, entre estos algunos de tradición soviética, tenían claro que la
defensa económica del socialismo sólo era viable si se lograba conciliar la asignación
de recursos por vía del mercado con un sistema de planificación central.210 En ese
sentido, la economía cooperativa y el Estado se requerían mutuamente. Al paso que
una y otra no podían prescindir de una forma (incluso más o menos embridada) de
mercado. En términos generales fueron tres las razones que soportaron esta
aproximación ideológica.
En primer lugar, que los mecanismos del mercado no podían ser suprimidos por
decisiones administrativas, so pena de incentivar el surgimiento subrepticio e ilegal de
formas de intercambio. Esta fue una lección que muchos socialistas extrajeron del
fracaso estrepitoso del comunismo de guerra soviético y que algunos otros siguieron
209
210
Andrés de Francisco y Daniel Raventós, Republicanismo y Renta Básica. Óp. Cit., pp. 263-264.
George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 416.
79
profundizando con el paso del tiempo.211 A este respecto habría que decir que el
mercado no es solo un mecanismo de asignación y distribución de recursos sino
también de información, y que en ese entonces no existía un mecanismo de
planificación que pudiese tramitar la ingente cantidad de preferencias individuales que
allí concurrían.212
En segundo lugar, otra de las lecciones de las experiencias políticas de aquellos
años fue que la economía cooperativa o la propiedad gremial de las unidades de
producción debían tener contrapesos institucionales para evitar que su extrema
gremialización operara en desmedro del interés colectivo.213 En uno y otro caso el
Estado era fundamental. Y lo era tanto para corregir las irregularidades del mercado
(una reivindicación más democrática que propiamente socialista) como para intervenir
en la propiedad de los medios de producción y en el curso de los mercados ficticios:
dinero, tierra y trabajo.
En tercer y último lugar, para el movimiento socialista no era extraña la noción
de la libertad como no interferencia. En otras palabras, sabían que el Estado también
debía ser limitado. Al respecto es interesante ver que la propuesta normativa que
Polanyi expone en La gran transformación: “conservar esferas de libertad arbitraria
protegidas por reglas inviolables” no estaba alejada de la propuesta que, en ese sentido,
un liberal como Isaiah Berlin defendió unos lustros después.214 Con todo, la diferencia
entre uno y otro radicaba en que mientras Berlin creía que la democracia no estaba
ligada lógicamente a este tipo de espacios de libertad,215 Polanyi, por contraste,
211 Álvaro García Linera, ¿Qué es una revolución? De la Revolución Rusa de 1917 a la revolución de nuestros tiempos. Óp. Cit.,
pp. 214-215.
212 La Caverna Congresos (6 de febrero de 2014), Andrés de Francisco: El comunismo como proyecto emancipatorio, Min.
24:20-26:55 [Archivo de video disponible en la red: https://www.youtube.com/watch?v=osPAZY_Zhqo].
213 En la ya citada conferencia ¿Qué es el socialismo?, pronunciada en 1918 y publicada en 1922, Bernstein puso de
manifiesto que el traspaso de la propiedad de las fabricas a los obreros que allí laboraban, tal y como ocurrió en los
primeros años de la Revolución Rusa, no era una medida estrictamente socialista. Entre otras cosas porque ello
“enfrenta a los obreros, tan pronto se convierten ellos mismos en empresarios de su respectiva fábrica, con el resto
de la colectividad, y debilita en perjuicio de esta el interés de introducir mejoras técnicas (...). Pero lo propio del
socialismo es precisamente, la idea de la primacía del interés colectivo sobre todo el interés particularista de
determinados grupos; parte del interés general de la clase y no del grupo (...)”. Cf. Eduard Bernstein, ¿Qué es el
socialismo? Óp. Cit, pp. 153-154.
214 Decía Berlin sobre el particular: “Hay que crear una sociedad en la que haya fronteras de libertad que nadie está
autorizado a invadir. (…) Se trata de normas de las que sería absurdo decir, por ejemplo, que pueden ser derogadas
mediante un procedimiento formal por parte de un tribunal o de un cuerpo soberano. (…) La libertad de una
sociedad (…) se mide por la solidez de tales barreras y por el número e importancia de las posibilidades a disposición
de sus miembros, si no para todos, para un gran número de ellos”. Cf. Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad. En:
Isaiah Berlin, Sobre la libertad, ed. Henry Hardy (Madrid: Alianza editorial, 2017) pp. 248-249.
215 Ib., p. 248.
80
aseguraba que los espacios de libertad inviolable solo podían ser expresión de una
forma racional de organización económica y política de la sociedad.
Los derechos y las prerrogativas inviolables (tanto de índole civil como
económica), aseguraba Polanyi, eran artefactos humanos. La libertad “negativa”, por
más noble que fuese su consecución, solo era posible mediante una cultura cívica que
garantizara la supervivencia de la propia sociedad.216 En ese sentido, el autor puso de
manifiesto que era posible equilibrar la salvaguarda de una esfera de libertad negativa
sin escapar a las necesidades propias de la cooperación y el autogobierno.217 Con todo,
coincidió con Berlin en que, de trazar una relación de precedencia, los ideales
asociados a la libertad negativa estaban llamados a gobernar los fines del autogobierno
y la planificación económica. Solo de esta manera el socialismo podía encontrar un
puente entre la teoría política del liberalismo (J.S. Mill) y la de la democracia
(Rousseau).
3.4. Acción estratégica y política de alianzas
El último apartado de este análisis se concentra en la acción estratégica y la
política de alianzas que el movimiento socialista desplegó entre la segunda mitad del
siglo XIX y el primer tercio del XX. En vista de que a lo largo del escrito se ha hecho
parcial alusión al tema, este apartado será más corto que los que le han antecedido.
Lo que me interesa comentar aquí es que los elementos del núcleo ideológico del
socialismo impactaron la estrategia y la política de alianzas, pero también se vieron
impactados por estas últimas. Al inicio del trabajo dijimos que la ideología es relevante
en tanto provee un parámetro de comprensión de la realidad que sirve para justificar
u oponerse a los acuerdos sociales a los que continuamente debe llegar una comunidad
política.
De esto se sigue que las organizaciones o movimientos políticos requieren de
tres elementos para intervenir en la política activa: (i) una ideología; (ii) una base social
y (iii) un modelo de acción. En este punto nos interesa concentrarnos en los dos
últimos elementos, aunque todos ellos estén en una relación indisoluble. Para esos
efectos merecería la pena tener en cuenta dos premisas a la hora de estudiar la
216 Karl Polanyi, Jean-Jaques Roussea o ¿es posible una sociedad libre? [1953]. En: Karl Polanyi, Nuestra obsoleta mentalidad de
mercado (Barcelona: Virus Editorial, 2018), p. 110.
217 Ver los párrafos finales del apartado 2.1., supra.
81
estrategia de los actores políticos. La primera es que los adversarios siempre
coevolucionan por “imitación y por mejoramiento gradualista”. Es decir, se observan
entre sí y valoran instrumentalmente la relación entre prácticas políticas y objetivos
estratégicos. La segunda refiere a que “en política no hay patentes”. Todas las
prácticas, incluyendo las violentas, son esencialmente públicas. De ahí que en el
enfrentamiento con el adversario se aprenda, se imite y se invente.218
Con base en lo anterior, me gustaría enfocarme en dos cuestiones que encuentro
llamativas a propósito de esta temática y que pueden rescatarse de la bibliografía que
se ha traído a colación. Primero, tocaré el asunto de la política de alianzas, para luego
concentrarme en un comentario sobre la estrategia política y su relación con el núcleo
ideológico.
1. Por lo que refiere a la política de alianzas, merece la pena traer a cuento la
premisa historiográfica que Rosenberg presenta en su obra Democracia y socialismo,
según la cual durante la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX el
movimiento socialista trabó acuerdos que estratégicamente se debatieron entre la
autonomía de clase y la transversalidad. Uno y otro extremo del péndulo marcaron la
definición ideológica de los rivales y de los posibles aliados. Así, mientras en la Francia
de 1848 la política de alianzas entre proletarios y sectores medios dio origen a la
democracia social y permitió definir un programa transversal que integrara a los
“emprendedores” que se enfrentaban sin pudor al poder monárquico. Una política de
tales magnitudes fue impensable en la Europa de finales del siglo XIX, en la que los
emergentes industriales ya no temían a los oficiales del Estado sino a los dirigentes
sindicales y a las conjuras revolucionarias.
Las coordenadas descritas son sumamente importantes, pero hay que cuidarse
de caer en una aproximación simple de la cuestión. Creer, por poner el caso, que una
política de alianzas transversal encuentra su correlato estratégico en el reformismo
político; mientras que una política de alianzas autonomista redunda en un modelo de
acción rupturista y, en algunos casos, insurreccional. Lo interesante de los relatos
historiográficos que trajimos a colación es que nos permiten superar estas intuiciones.
Fijemos dos ejemplos históricos ampliamente comentados a lo largo de estas líneas.
Por una parte, vimos que las revoluciones europeas de 1848, al menos en Europa
continental, estuvieron precedidas de alianzas políticas transversales. El movimiento
218 Cf. Francisco Gutiérrez Sanín, La destrucción de una República (Bogotá D.C.: Taurus – Universidad Externado de
Colombia, 2017), pp. 31-32.
82
democrático del siglo XIX fue heredero de una imagen revolucionaria insurreccional,
propia de la Revolución Francesa, que encontraba legitimidad en una base social
ancha que aglutinaba a diversos estratos sociales.
Cosa distinta ocurrió a partir de la década del sesenta del siglo XIX. En este
último caso vimos que el movimiento obrero tendió a la autonomización política e
ideológica mientras fortaleció sus estrategias reformistas. En línea con la hipótesis de
Lichtheim, habría que decir que a partir de la segunda mitad del siglo XIX el
socialismo fungió más como una ideología integradora que como una teoría de la
acción estratégica. En esto el marxismo fue fundamental: forzó a que el proletariado
se diferenciara ideológicamente de las clases medias y contribuyó a la emergencia de
una “conciencia política de carácter corporativo” que partiera aguas con los
conservadores y los liberales.219 Pero el esfuerzo analítico en este frente no fue igual
de robusto en lo que refiere a la acción política. Al menos hasta la fundación de la
Segunda Internacional la estrategia y la política de alianzas de los socialistas fueron
bastante heterodoxas. Por ejemplo, la aprobación de la Ten Hours Bill en el parlamento
británico fue consecuencia de un acuerdo entre los ya debilitados Cartistas y los
terratenientes “whigs” de tradición conservadora; al paso que la campaña
antiesclavista, secundada por la AIT, posibilitó que el incipiente movimiento socialista
hiciera causa común con los liberales manchesterianos, a pesar de que estos últimos
fueron los artífices de las leyes de pobres.220
Con todo, la puja por la autonomía política y la consciencia de clase fue
determinante en la política de alianzas del movimiento socialista europeo. Al menos
por lo que respecta a la socialdemocracia alemana, la doctrina especializada coincide
en que esta expresión del movimiento socialista combinó la prédica revolucionaria
con la acción estratégica reformista e institucional. Pero incluso en este último caso
los socialistas europeos seguían teniendo las heridas abiertas del fracaso
revolucionario de 1848 y de 1871. De hecho los más institucionalistas se rehusaban a
concebir la participación parlamentaria como un espacio de deliberación racional en
búsqueda del bien común. Su estrategia, en rigor, suponía alcanzar el poder político
por medios legales, aunque no por ello menos litigiosos, e implementar el programa
socialista. De ahí que la política de alianzas bloqueara la transversalidad y el
compromiso interclasista, incluso en el marco de una política reformista.221
George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 309.
Ib., pp. 215-216.
221
Adam Przeworski, Capitalismo y socialdemocracia. Óp. Cit., p. 19, 33.
219
220
83
Pero conforme los socialistas llegaron al límite de su crecimiento político fue
inevitable replantear las bases de su acción política. Según lo expone Przeworski, para
finales del siglo XIX y principios del XX, los socialdemócratas advirtieron que el
electorado obrero no era estadísticamente mayoritario. Incluso en los países más
industrializados la clase obrera no llegaba a representar el 40% del censo electoral.
Ante este panorama, políticos de la talla de Jaurès y de Bernstein llegaron a la
conclusión de que los partidos socialistas debían encontrar apoyos en sectores ajenos
a sus huestes tradicionales, pero guardaban la esperanza de que esto no tendría un
impacto negativo en la definición y consecución de su programa político. Es decir,
aunque abogaban por una política de alianzas transversal siguieron reclamándose
dentro de la tradición anticapitalista.222
Naturalmente, el gradualismo y la progresiva transversalidad electoral
impactaron la forma de hacer valer el núcleo ideológico. En el caso de los partidos
socialistas de Europa central (Alemania y Austria) su alejamiento del
anarcosindicalismo y de la tradición insurreccional latina les hizo rechazar la estrategia
de la huelga general política. En el caso del SPD fue quizás ese asunto el que se
convirtió en la manzana de la discordia entre Kautsky y el ala izquierda del partido
(Rosa Luxemburgo).223 Pero con todo y esa discusión, lo que realmente quebró a la
socialdemocracia alemana fue su separación estratégica entre la acción política y la
lucha por conquistar mejoras económicas. En este último frente, de una política
autonomista y abiertamente clasista (al estilo del siglo XIX), la mayoría de los
socialdemócratas alemanes abogó por evitar el conflicto sindical. Ámbito en el cual
primó la negociación colectiva por sobre otro tipo de estrategias.224
En medio de sus discusiones intestinas, los socialdemócratas continentales no
lograron ni la mayoría electoral ni la democratización de Alemania ni evitar la guerra
europea. Pero hay que decir que esto no tuvo nada que ver con el revisionismo. No
se puede perder de vista que el revisionismo fue una repuesta al reformismo
revolucionario, pero ningún historiador sensato podría achacarle la responsabilidad
de la quiebra de la II Internacional. Como vimos, ni Kautsky ni Bernstein apoyaron
la postura oficial del partido, de hecho se escindieron de él. Por su parte Karl
Liebnecht, el afamado dirigente del ala de izquierda, era en realidad más kantiano que
Ib., pp. 35-37.
George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., pp. 304-306.
224 Adam Przeworski, Capitalismo y socialdemocracia. Óp. Cit., p. 25.
222
223
84
marxista. No se trataba pues de una cuestión de ortodoxia, sino de principios. Pero
por otro lado, habría que reconocer que quienes se opusieron a la guerra desde el
espectro socialdemócrata lo hicieron pagando el precio del aislamiento. No olvidemos
que tras el fin de la confrontación bélica el ala de derecha del SPD siguió dirigiendo
la política del partido, incluso tras el asesinato de Rosa Luxemburgo y de Karl
Liebnecht.
Y es en el marco de ese contexto que vale la pena preguntarnos de nuevo por la
relación entre el núcleo ideológico socialista (democracia, republicanismo, libertad y
propiedad) y la acción estratégica. Digamos en primer término que durante el siglo
XIX hubo sectores de la burguesía y aun de la aristocracia terrateniente que
comprendieron las mutaciones del gobierno representativo y su progresiva
democratización y, por decirlo con Lampedusa, se adaptaron al viraje institucional
para garantizar que todo se mantuviera igual. En ese sentido, es entendible que un
socialista à la Rosenberg insistiera en que la democracia, a esas alturas, podía ser liberal
o socialista. ¿Cuál era el criterio de distinción? para el movimiento socialista
(incluyendo en este punto a reformistas, revisionistas y ortodoxos) lo que distinguía a
la democracia ya no era solo que los pobres acudieran a las urnas y ocuparan cargos
públicos, sino la relación entre el autogobierno y la propiedad.
Pero incluso en este punto la estrategia comenzó a mutar. Durante la segunda
mitad del siglo XIX el canon marxista de la socialdemocracia europea defendió que el
autogobierno solo era posible, incluso procedimentalmente, si los medios de
producción socialmente importantes eran propiedad de la comunidad. Con todo,
hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial se pensó muy poco sobre cómo debía
llevarse a cabo esa socialización. A partir del periodo de entreguerras ya vimos que las
propuestas gravitaron entre el control gremial, la democracia industrial, la estatización
y la intervención de los mercados estratégicos. Por otra parte, el peso cada vez más
decisivo de los revisionistas, quienes, como fue el caso de Bernstein, empezaron a ser
cada vez más cautos con el programa de nacionalizaciones primigeniamente
defendido, allanaron el terreno para que la socialdemocracia europea descubriera
finalmente, y por los años treinta, el keynesianismo.
Con todo, lo que resulta importante destacar y será con esto con lo que
terminemos este análisis, es que a partir de 1918 el movimiento socialista (ya dividido
para esa fecha en dos grandes polos: socialdemócratas y comunistas) vuelve a intentar
crear una alianza entre obreros, campesinos y clases medias para conseguir
85
transformaciones políticas: bien a través de la galvanización del furor insurreccional
(en el caso de Rusia y Europa del este) o bien a partir de la defensa de las nacientes
repúblicas democráticas (Europa occidental). Todos, en cualquier caso, fracasaron en
sus apuestas estratégicas.
Por lo que refiere a la Revolución Rusa, como lo reconoce Domènech, Lenin tuvo
la astucia de forjar, al estilo de los ideales de 1848, un movimiento que aglutinara a
todas las fuerzas laboriosas y a los estamentos populares de la milicia monárquica en
una consigna transversal: paz, pan y tierra y una democracia de base a través de los
soviets.225 Con todo, los bolcheviques sobreestimaron la estrategia insurreccional en
un contexto en el que las revoluciones europeas eran poco a poco derrotadas:
Alemania, 1919; Hungría, 1919; Italia, 1920. Pese a la astucia de su programa, su
empecinamiento en azuzar levantamientos populares en un contexto de emergencia
republicana suscitó tres errores políticamente catastróficos para el proyecto socialista
en su conjunto.226
Primero, hizo que los nacientes partidos comunistas desconocieran las
diferencias políticas entre las monarquías constitucionales y los regímenes
republicanos y parlamentarios y vieran la acción política proletaria como una lucha
contra el totum revolotum del Estado burgués. Segundo, clausuró la posibilidad de
conjugar la democracia consejista y la parlamentaria en la Rusia revolucionaria,227 e
impidió la regeneración democrática del mundo institucional socialdemócrata de
Europa occidental. Tercero, las contradictorias conclusiones del segundo y tercer
congreso de la Internacional Comunista,228 como consecuencia de las cuales se
consumó la división entre comunistas y socialdemócratas en la década del veinte,229
obstruyeron la consolidación de una gran causa democrático revolucionaria que
aglutinara a toda la población trabajadora europea y a amplias capas de las clases
medias urbanas y rurales, así como a un sector importante de la intelligentsia de la
izquierda liberal, lo cual habría cerrado el paso a las fuerzas reaccionarias emergentes
en Europa continental.230
Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 344-348.
Ib., pp. 349-352.
227 Ib., pp. 362-363.
228 Ib., pp. 381-382.
229 Ib.
230 Ib., pp. 383-385.
225
226
86
De hecho, fue esto último lo que suscitó una escisión en la propia Internacional
Comunista. En su carta de renuncia a la Internacional, el propio Rosenberg puso de
manifiesto que mientras la Rusia soviética emulaba el compromiso entre los obreros
calificados y los campesinos, así como entre estos últimos y los funcionarios
especializados, fuera de los confines nacionales los bolcheviques prescribían a los
partidos comunistas que se apoyaran en los “estratos obreros más pobres, radicales,
enemigos de los compromisos y antinacionales”.231 Como lo plantea Domènech, a juicio
de Rosenberg, ante el fracaso de las revoluciones en Europa era indispensable que en
Rusia se reconociera la existencia de una “democracia nacional” fundada en un
compromiso político transversal entre estratos y clases sociales heterogéneas. No
obstante, esto suponía disolver la Tercera Internacional y desautorizar la estrategia
leninista, cada día más y más embalsamada.232 Como es sabido, los intereses
geopolíticos de la emergente Unión Soviética se sobrepusieron a los parámetros
normativos de la revolución socialista.
En el entretanto las nacientes repúblicas europeas fenecieron ante un intento
estratégico infructuoso por salvarlas. Una de las lecciones que deja la reflexión de
Domènech es que esta derrota está asociada a la falta de comprensión estratégica de
la alianza transversal democrático-republicana en un contexto de asedio reaccionario.
Esto último fue determinante en la suerte de la República de Weimar y de la Segunda
República española.
Por lo que refiere a la República de Weimar, vale recordar que la alianza entre el
SPD y el Partido Popular de Gustav Stresemann permitió controlar los índices
económicos en medio de la hiperinflación y el incremento en la tasa de desempleo.
Polanyi y Domènech afirman que el Tratado de Versalles sirvió de excusa retórica
para insuflar los ánimos de la extrema derecha, pero que sus impactos económicos,
en estricto sentido, fueron sagazmente conjurados por el pacto entre socialdemócratas
y republicanos de derechas. Pero con todo y sus buenas intenciones la política de
alianzas del SPD no impidió el naufragio de la República. Amén de las razones
económicas e institucionales: fuerte dependencia de la economía estadounidense;
cartelización de la industria pesada y cooptación de puestos claves del ejército y la
judicatura por los monárquicos antirrepublicanos, hay que decir que las fuerzas
231 Ver, al respecto, la introducción al libro de Arthur Rosenberg redactada por Gian Enrico Rusconi. Cf. Arthur
Rosenberg, Democracia y socialismo. Óp. Cit., p. 10.
232 Cf. Antoni Domènech, El experimento bolchevique, la democracia y los críticos marxistas de su tiempo. Óp. Cit., pp. 40-41.
87
políticas de Alemania, de izquierda a derecha, se fueron quedando sin defensores de
la República.233
Sumado a esto, la estrategia retórica del NSDAP [Partido Nacionalsocialista
Obrero de Alemania] cabalgó con astucia entre la revolución y la contrarrevolución.
De forma sagaz, los nazis promocionaron medidas altamente intervencionistas
(estatización de todos los trusts, abolición de las rentas ociosas y comunalización de
los grandes almacenes234) y propagaron el antisemitismo entre los estratos medios
urbanos y rurales asfixiados por el capital bancario que se resistían a su proletarización.
No obstante, a la par, Hitler se granjeó el apoyo de sectores importantes de la industria
pesada alemana, a quienes sumó al proyecto de recuperación económica a través de
la senda del rearme y de la expansión del “espacio económico alemán”.235
Una vez llegaron al poder, la República de Weimar fue paulatinamente
desmantelada. Intervinieron el mercado de trabajo para fortalecer la posición del
empresario y disciplinar la mano de obra y el poder de negociación colectiva de los
sindicatos, al tiempo que subrepticiamente permitieron la compraventa de mano de
obra esclava.236 Por otra parte, por conducto de los decretos de arianización, los nazis
despojaron a los alemanes judíos de sus derechos civiles y políticos y les presionaron
para que enajenaran sus bienes y empresas, lo que redundó en una mayor
concentración de capital.237 Finalmente forjaron un contubernio entre Estado
autoritario y gran empresa privada para apalancar el proyecto imperialista que daría
pie a la Segunda Guerra Mundial.238
En lo relativo a la República de Austria, a diferencia de lo acontecido en Italia o en
Alemania, las turbulentas discusiones en el seno de la Segunda Internacional no
Además del resentimiento que el asesinato de Rosa Luxemburgo despertó en las huestes comunistas, la República
de Weimar vio morir a buena parte de sus defensores. Kurt Eisner, militante del USPD y quien proclamó la república
en Baviera, fue asesinado en febrero de 1919 por un oficial del ejército guillermino; Matthias Erzberg, militante
republicano católico, fue asesinado en 1921 por sicarios de extrema derecha; Walther Rathenau, demócrata judío,
fue asesinado en 1922 por pistoleros ultranacionalistas; Paul Streseman, artífice de la política de recuperación
económica, falleció por causas naturales en octubre de 1929; y, Paul Levi, destacado dirigente del KPD reingresado
al SPD, murió en sucesos extraños a principios de 1930. (Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit.,
pp. 400-403).
234 Ib., p. 407.
235 Ib., pp. 414-420.
236 Ib., pp. 436-438.
237 Ib., pp. 440-441.
238 Sobre el particular Domènech trae a cuento la reflexión de Carl Schmitt según la cual, a diferencia de la totalidad
romana, la germánica “se limitaba a establecer un Estado fuerte y poderoso que exigía pleno control político, pero
dejaba sin ninguna restricción las actividades económicas”. Ib., p. 442.
233
88
resquebrajaron a la socialdemocracia austriaca. Bajo la dirección de Otto Bauer y Karl
Renner, el partido mantuvo la unidad de acción en dos momentos cruciales: la
proclamación de la República y las elecciones a la Asamblea Nacional Constituyente,
en la que, dicho sea de paso, fueron mayoría e hicieron valer la fórmula de su consenso
político: reconocer el carácter parlamentario (deliberación pública) y consejista
(deliberación gremial) de la República.239
Ahora bien, pese a que los socialdemócratas alcanzaron posiciones de ventaja a
la hora de incidir en la configuración normativa de la constitución, a partir de las
elecciones legislativas que siguieron a la promulgación de la carta política fueron los
socialcristianos quienes tomaron la delantera y quienes, en su deriva corporativista,
impugnaron los ideales de la libertad republicana y de la democracia parlamentaria y
consejista. En concreto, abogaron por la reordenación estamental de la sociedad civil
y por la congelación política de los estamentos sociales y de sus representantes.240
En el entretanto los socialdemócratas defendieron la democracia socialista y
reforzaron su posición en la capital del país.241 Entre 1919 y 1934 la “Viena roja”,
epicentro del poder municipal socialdemócrata, fue objeto de atención internacional
por su despliegue cultural y urbanístico. Los austromarxistas llevaron al límite el
reformismo: introdujeron altas tasas impositivas al patrimonio, aprobaron una ley de
protección de los alquileres y financiaron un ambicioso proyecto de construcción de
viviendas sociales. Asimismo, apoyaron las actividades culturales y deportivas de la
ciudad y se ganaron el respeto de los intelectuales cercanos al Círculo de Viena.242
Así y todo, a partir de 1934 los conservadores no solo incrementaron su ofensiva
contra el régimen republicano sino que se levantaron abiertamente contra él. Aunque
desde el Congreso de Linz de 1926 los socialistas concluyeron que no era posible
renunciar a la acción directa en un contexto de reacción antirrepublicana, fueron
trémulos en su respuesta y llamaron demasiado tarde a la insurrección popular. La
República de Austria cayó en manos de los conservadores corporativistas que, a la
postre, se entregarían al poder geopolítico de la Alemania nazi, que se anexó Austria
Ib., pp. 460-461.
Ib., pp. 471-472.
241 Ib., p. 475.
242 Cf. Jaime Pastor, Retorno crítico al austromarxismo (Portal web “Jacobinlat”, 2021. Disponible en la red:
https://jacobinlat.com/2021/08/23/retorno-critico-al-austromarxismo/), y Jean-Numa Ducange, La Viena Roja
(Portal
web
“Conversación
sobre
la
historia”,
2022.
Disponible
en
la
red:
https://conversacionsobrehistoria.info/2022/07/15/la-viena-roja/).
239
240
89
en 1938. En suma, tanto en el caso de los alemanes como en el de los austriacos la
ética de la responsabilidad fue insuficiente para salvaguardar el experimento
republicano. Incluso en el caso de Austria, en el que la socialdemocracia se mantuvo
cohesionada y afianzó una política de alianzas con el liberalismo, la estrategia
reformista y la transversalidad fueron insuficientes para contener a un adversario que
ya en la tercera década del siglo XX había renunciado a la democracia procedimental.
Finalmente la Segunda República Española también fue derrotada. Hay que decir
que en este caso la acción estratégica y la política de alianzas de los socialistas
españoles tuvo un antecedente relevante: la monarquía constitucional configurada por
Cánovas del Castillo en 1876 neutralizó el ímpetu modernizador y democrático del
liberalismo finisecular. Como lo recuerdan Miguel Martorell y Santos Juliá, el régimen
constitucional español de la segunda mitad del siglo XIX abogó por la integración y
convergencia de los partidos de la monarquía constitucional a costa de la renuncia,
por parte de la izquierda liberal, de su ideal republicano más preciado: el de la
soberanía popular.243
Esta circunstancia explica por qué en España no emergió una fuerte tendencia
“democrática” en las huestes del liberalismo de finales del siglo XIX, y permite
comprender las razones por las cuales, luego del activo involucramiento de Alfonso
XIII en la dictadura de Miguel Primo de Rivera, pocos abogaron por la monarquía
parlamentaria. Es, pues, en ese contexto en el que el ideal republicano cobró
relevancia en el debate público español y en el que las izquierdas republicana y
socialista se vieron obligadas a confluir en sus pretensiones estratégicas:
parlamentarizar la política española y depurar la institucionalidad monárquica (en
particular el ejército), hacer una reforma agraria, afrontar la cuestión plurinacional y
granjearse una base social favorable al nuevo régimen político.244
Las discusiones constitucionales del momento giraron en torno a estas
preocupaciones, pero rápidamente partieron las aguas del bando republicano entre
quienes valoraban su virtuosismo institucional (v.gr. Azaña) y quienes veían en él nada
más que la antesala de la revolución. En el caso de la reforma agraria, por ejemplo,
esta cuestión fue capital. Las antagónicas posturas entre republicanos y socialistas
fraguaron la propuesta de reforma defendida por Felipe Sánchez Román, que
243 Miguel Martorell y Santos Juliá, Manual de historia política y social de España (1808-2018) (Barcelona: RBA, 2022), p.
174-175.
244 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 507-510.
90
pretendía intervenir la concentración de la propiedad sin afectar los títulos
inmobiliarios y azuzar la reacción furibunda de los terratenientes.245
Para Domènech, pues, la derrota de la Segunda República está asociada a la
incomprensión estratégica de la alianza democrático-republicana con anterioridad a la
sublevación militar de 1936. Si los alemanes y austriacos llevaron al límite la ética de
la responsabilidad, los españoles llevaron al límite la de la convicción.246 Este error
corrió parejo a la rearticulación de los sectores conservadores –que desacreditaban sin
pudor la legalidad republicana– y a la radicalización de sectores del movimiento
obrero que reclamaban políticas mucho más radicales por parte del gobierno
central.247 Es verdad que el triunfo del Frente Popular alimentó de nuevo las
esperanzas compartidas en la República; no obstante, la sincronización política entre
socialistas y republicanos nunca fue del todo efectiva.248 Unos y otros actuaron
conforme a sus pretensiones estratégicas y, sin perjuicio de la dignidad y legitimidad
de sus convicciones, fueron derrotados a manos de corporativistas iliberales y
antirrepublicanos.249
4. Conclusiones: un núcleo ideológico para una teoría política
republicana y socialista
Llegados a este punto, vale la pena proponer un análisis de conjunto de lo que
se ha expuesto a lo largo de estas líneas. Hay que comenzar por decir que la
bibliografía que he analizado da cuenta de que el socialismo, en tanto movimiento
político e ideológico, resulta mucho más complejo de lo que uno tendería a pensar a
simple vista. Si acogemos la definición de Freeden que cité al comienzo, según la cual
las ideologías nos son útiles para atribuir sentido a los hechos y a los conceptos
políticos, por más de que existan planteamientos normativos y premisas analíticas que
se mantengan en el tiempo, una ideología nunca escapa a la heterodoxia: bien porque
Ib., pp. 520-524.
Hago referencia a la distinción propuesta por Weber entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad. A su juicio,
“quien actúa según la ética de las convicciones sólo se siente ‘responsable’ de que no se apague la llama de la
convicción”, mientras que quien actúa motivado por la ética de la responsabilidad actuará según las consecuencias
previsibles de su conducta y asumirá la responsabilidad moral que de ellas se deriva. Cf. Max Weber, La política como
profesión. En: Max Weber, El político y el científico, trad. Joaquín Abellán (Madrid: Alianza editorial, 2021), p. 234.
247 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 534-535.
248 Ib., pp. 539-541.
249 Ib., p. 544.
245
246
91
la comprensión misma de los hechos varía, o bien porque los compromisos políticos,
y su función práctica e instrumental, fuerzan el entrecruzamiento y la intersección de
las ideas propias con las ajenas. Este trabajo ha permitido estudiar el núcleo ideológico
del socialismo bajo esa mirada compleja y contextual.
Naturalmente, el lector avezado se preguntará en este punto cómo conviven
“núcleo ideológico” y “pulsión heterodoxa”. Sobre el particular vale decir que, sin
perjuicio de su fluidez, toda ideología estabiliza, “despolemiza” y prioriza un conjunto
de conceptos y valores en aras de su permanencia temporal. De lo contrario sería
imposible hablar de un corpus ideológico y mucho menos de estudiarlo. Por tal razón
el concepto de núcleo es útil en esta empresa intelectual, habida cuenta de que habilita
al investigador a proponer aspectos de estabilidad y contingencia en una tradición
política. No ha sido otra la pretensión de este escrito. Para ese propósito nos
enfocamos en primera medida en reseñar la obra de tres autores cuyas reflexiones
resultaron cruciales para nuestros objetivos analíticos.
Polanyi nos brindó tres premisas relevantes. Primero, nos puso de manifiesto
que la tradición socialista es una respuesta a la emergencia del mercado autorregulado,
en particular en Gran Bretaña. Segundo, nos recordó que las tradiciones políticas
emergentes en el siglo XIX tuvieron que vérselas con las contradicciones dimanantes
de la mercantilización ficticia de la mano de obra, la tierra y el dinero. En el caso de
los socialistas, como vimos, su programa económico responde a la conversión
mercantil de la fuerza de trabajo y de su consecuencia social principal: la
pauperización. Tercero, la definición de socialismo formulada por Polanyi nos
recordó que esta tradición ideológica no puede verse al margen del entrecruzamiento
entre la planificación, el mercado y la libertad individual.
Por su parte, el texto de Rosenberg nos hizo reflexionar sobre tres cuestiones
igual de pertinentes. Por una parte, que en Europa continental el movimiento
socialista surgió de las reminiscencias del proyecto democrático defendido por
Robespierre, y que por cuenta de esta herencia el socialismo europeo continental
defendió una idea de república democrática que aglutinara a las clases medias y a las
populares. Circunstancia ideológica que comenzó a cambiar a partir de 1871. De un
lado porque el movimiento apeló a una política de alianzas menos transversal y más
autonomista; de otro lado, porque, doctrinalmente, un sector de los socialistas
comenzó a ver con recelo el institucionalismo parlamentario y la doctrina de la
separación de poderes.
92
De ese modo, la emergencia de la Segunda Internacional fue ideológicamente
heterogénea. Por un lado, encarnó dos valores que una parte del liberalismo venía
abandonando: el cosmopolitismo y la lucha por la paz. Por otro lado, pese a su
perspectiva autonomista y estrictamente obrerista, la Internacional siguió defendiendo
la democratización del gobierno representativo pero se distanció de la política de
alianzas propia de las experiencias del 48. A su turno, del texto de Rosenberg
concluimos que la debacle de la Segunda Internacional y la fallida estrategia de la
Internacional Comunista se explican por razones doctrinales y estratégicas. En cuanto
a lo primero, los socialistas perdieron de vista la importancia de conjugar su programa
económico con los valores del republicanismo democrático y del autogobierno
popular. Por lo que toca a lo segundo, el movimiento lanzó por la borda la importancia
de una política de alianzas transversal en pos de la consecución de su programa
político.
Finalmente, del texto de Antoni Domènech podríamos destacar las siguientes
reflexiones. Primero, que si bien la tradición republicana no ha sido por antonomasia
democrática, la ideología socialista no se explica sin el esfuerzo, históricamente
situado, de hacer realidad un programa a la vez republicano y democrático. Esta
pretensión se tradujo a su vez en una propuesta política que tuvo entre sus premisas
normativas principales la de (i) erradicar el despotismo proveniente de la loi de famille,
que se extiende desde el plano doméstico hasta el laboral, y (ii) superar el despotismo
burocrático-estatal heredado de la loi politique del Estado monárquico absolutista.
Según Domènech, el programa de la Asociación Internacional de los Trabajadores y
sus propósitos reformistas no pueden abstraerse de esa pretensión: una república
democrática de ciudadanos libres suponía, a instancias suyas, la apropiación común
de las fuentes de vida.
Ahora bien, como tuvimos oportunidad de plantear. Domènech se concentra en
desarrollar las peripecias de esta pretensión. Su narrativa historiográfica deja claro que
el socialismo europeo, en particular el continental, fue una comunidad deliberativa
que cabalgó entre el reformismo institucional y la insurrección política; entre
conceptos instrumentales y compromisorios de la democracia, así como entre una
idea de la política como consenso transversal y otra como mandato mayoritario en
condiciones autoritativas. Con todo, el cuadro del socialismo europeo que Domènech
presenta, al igual que ocurre con Rosenberg, no estuvo desprovisto de pretensiones
normativas. En línea con este último, Domènech enfatiza en que el trágico desenlace
93
del socialismo europeo en el primer tercio del siglo XX obedeció tanto al eclipse de
la estrategia democrático fraternal, como a la imposibilidad de acordar una agenda
política común que priorizara un concepto republicano de democracia y autogobierno
popular.
A partir de los cuadros historiográficos y normativos presentados por las obras
estudiadas, en la segunda parte del trabajo tuve por propósito desarrollar una
aproximación más sistemática sobre el núcleo ideológico del socialismo europeo entre
1848 y 1939. De tal exposición me gustaría rescatar las siguientes conclusiones:
1. No sería posible reflexionar sobre el núcleo ideológico del socialismo europeo
sin entrar a valorar los orígenes históricos del movimiento. Una de las ideas que
pudimos extraer de los textos revisados es que, por lo que refiere a Gran Bretaña, el
origen del socialismo obedece a la reacción política que el pauperismo suscitó en los
reformadores sociales herederos del pensamiento ilustrado. Con todo, el socialismo
no se contrajo a ser una reacción moral a la industrialización. Por contraste, un primer
aspecto nuclear de su ideología fue la crítica a la conversión mercantil de la fuerza de
trabajo. Esto es importante por otra razón relevante: buena parte de las formulaciones
programáticas que el socialismo europeo trazó sobre la propiedad estuvieron
mediadas por este aspecto de su origen histórico: la denuncia de la explotación de la
fuerza de trabajo por cuenta de su conversión mercantil.
Por otra parte, reconocimos que los socialistas utópicos franceses, precursores
del socialismo europeo posterior a la segunda mitad del siglo XIX, eran más
tecnócratas que igualadores. Su programa ideológico pretendía asimilar los desarrollos
técnicos de la industrialización en condiciones de armonía social, pero no se trataba
de un programa exclusivamente redistributivo. Aunque el régimen de producción
cooperativo tenía el propósito de impactar en la distribución de las rentas, estos
socialistas estaban más preocupados por la racionalización productiva que por la
democratización de la propiedad. Sin perjuicio de esta herencia, dijimos también que
el movimiento democrático de tradición jacobina fue fundamental en la emergencia
del socialismo continental y de sus claras pretensiones democrático-igualitarias. Esta
raíz ideológica explica la agenda política Louis Blanc y de Auguste Blanqui.
En suma, si en Gran Bretaña el socialismo emergió como un movimiento de
rechazo al pauperismo y como una crítica del liberalismo utilitarista defensor de la
economía autorregulada y de la conversión de la fuerza de trabajo en mercancía, en
94
Europa continental se trató de un movimiento heredero tanto del reformismo social
de los llamados “socialistas utópicos”, que pretendían someter los más altos
desarrollos de la técnica a los principios del cooperativismo racionalista, como de la
tradición democrática-igualitaria de extracción jacobina.
2. Desde luego, estas tendencias se entrecruzarían con el paso de los años y a
partir de los esfuerzos de coordinación internacional del movimiento obrero. Esto
explica por qué la primera dimensión del emergente núcleo ideológico refiere al ideal
democrático. A este respecto, una de nuestras grandes conclusiones es que el
movimiento socialista es heredero de la tradición democrática y republicana que hizo
mella en Europa a finales del siglo XVIII y pervivió en el siglo XIX. La Revolución
Francesa no sólo proveyó al socialismo de una imagen de revolución, sino que le legó
un programa democrático y republicano: integrar a los pobres (esclavos y asalariados)
a la sociedad civil y a la política. De ese modo, en términos de la proximidad, hay que
poner de relieve que el movimiento socialista fue un movimiento de lucha
democrática en los términos de su época: reconocimiento del sufragio universal y
democratización del gobierno representativo. Estas reivindicaciones fueron
transversales a las revoluciones europeas (1848), a la fundación de la AIT (1864), a la
Comuna de París (1871) y a la fundación de la Segunda Internacional (1889).
Por otra parte, pusimos de presente que en medio de ese contexto el ideal
democrático estuvo íntimamente ligado al principio de mayoría. A juicio de los
integrantes del movimiento, el programa de reforma del socialismo (v. gr. reducción
de la jornada de trabajo o la consolidación del cooperativismo) encontraban su fuente
de legitimidad en su carácter mayoritario: estar dirigidas a beneficiar a la mayoría
social: los pobres y desposeídos. A su turno, la crítica institucional al absolutismo
monárquico o incluso a las monarquías parlamentarias imperantes suponía cuestionar
las trabas institucionales que estos regímenes imponían al autogobierno popular. Los
socialistas, ciertamente, anhelaban que los pobres ocuparan los cargos públicos y
ejercieran su mandato en favor de sus propios intereses.
Sumado a lo anterior, pusimos de relieve que a partir de la derrota de la Comuna
de Paris (1871) surgieron dos corrientes dentro del movimiento socialista que serían
determinantes en la escisión entre comunistas y socialdemócratas casi cincuenta años
después. Aunque unos y otros estimaban que la conquista del autogobierno popular
era un aspecto medular de su apuesta programática, los socialistas británicos y
alemanes seguían juzgando como compatibles el autogobierno popular y la tradición
95
parlamentaria. En todo caso, no puede obviarse que los socialistas continentales, por
más reconciliados que estuviesen con esta última tradición, siempre la vieron con
escepticismo. La política institucional en este caso, aunque reformista, fue siempre
defensiva. Mientras luchaban por democratizar el gobierno representativo los
socialistas intentaron forjar una contra sociedad civil. De lo anterior se deduce que
estos últimos, al menos hasta el fin de la Primera Guerra Mundial, no vieron la
democracia como un medio, ni la valoraron en estricto sentido como una política de
compromiso.
Así las cosas, pese a que hubo convergencia en la tradición ideológica en lo que
refiere a la importancia y legitimidad del autogobierno popular y el principio de toma
de decisiones por mayoría, en los albores del siglo XX los socialistas discreparon sobre
la posibilidad de ligar las pretensiones democráticas con la tradición parlamentaria y,
en el contexto de entreguerras, con un concepto compromisorio del proceso político
deliberativo. En este punto no hubo en realidad una convergencia conceptual, aunque,
desde nuestro punto de vista, fuese más coherente entender la democratización del
gobierno representativo en la estela de la tradición parlamentaria, heredera de toda
una corriente de teoría política defensora del republicanismo. A tenor de la obra de
Rousseau, concluimos que esta tradición republicana no se oponía al programa de
reforma del Estado invariablemente defendido por los socialistas a partir de 1871:
democratizar la función administrativa, implementar formas de mandato imperativo
y fortalecer, a partir de revocabilidad del mandato, el escrutinio de la labor de los
agentes públicos.
3. La segunda dimensión del núcleo ideológico del socialismo que quisimos
explorar está asociada a la noción de la libertad republicana y al lugar que la propiedad
ocupa en ese proyecto. A efectos de indagar en este aspecto comenzamos diciendo
que para la tradición republicana el concepto de libertad como no dominación ha
estado anclado a la suficiencia material. Esta relación entre libertad y suficiencia
material fue quebrada por el reformismo liberal del siglo XIX con el propósito de
crear las bases del mercado de trabajo: sujetos jurídicamente libres que, por razón de
sus necesidades materiales, enajenan su fuerza de trabajo. Al hilo de ese contexto, el
movimiento socialista criticó la separación entre el capital y el trabajo. Como vimos,
los planteamientos de Marx defendidos tanto en el Manifiesto Comunista como en la La
guerra civil en Francia apuntan a que la socialización de los medios de producción, en
tanto medida tendiente a reconciliar el trabajo con las fuentes de existencia, era una
condición indispensable para la emancipación del trabajo y para la garantía de la
96
propiedad individual. De lo cual se infiere que la corriente más relevante del
movimiento socialista en el siglo XIX, a tenor de la tradición republicana, jamás
disoció la libertad de la propiedad.
A partir de esa convergencia ideológica advertimos igualmente que el
movimiento socialista propugnó por el reformismo laboral y por la consolidación del
movimiento cooperativo. A este último respecto, dijimos que el esquema cooperativo
de producción se presentó ante los socialistas, incluyendo los de tradición marxista,
como la expresión organizativa de la socialización de la producción. En todo caso,
precisamos que tanto para los socialistas alemanes como para los británicos la
socialización era una cuestión normativa y descriptiva, esto es, una tendencia
constatable de la economía capitalista. Por otro lado, advertimos que, al menos hasta
la segunda década del siglo XX, los socialistas no fueron en estricto sentido estatistas,
al paso que tampoco creyeron que su programa económico pudiese alcanzarse
mediante la coacción institucional.
Esta aproximación ideológica, desde luego, varió en el primer tercio del siglo
XX. En la medida en que los socialdemócratas alcanzaron mayores posiciones
institucionales depositaron mayores esperanzas en el Estado. Pero incluso en esas
circunstancias el programa económico del socialismo, por lo que refiere al control de
la producción, se debatió entre el intervencionismo legislativo, la democracia
industrial y el control gremial cooperativo. Aproximaciones que impactaron también
los debates de la Rusia revolucionaria luego del fracaso estrepitoso del comunismo de
guerra y la instauración de la NEP.
Por último, pusimos de presente que para el primer tercio del siglo XX el
socialismo propugnó por un esfuerzo de síntesis entre el mercado, la producción
cooperativa y la intervención estatal republicana. Esta síntesis estuvo mediada por tres
razones específicas: (i) que los mecanismos de mercado no podían ser suprimidos por
medidas administrativas o de coacción extraeconómica, pues se trata de mecanismos
de distribución y asignación de información difícilmente sustituibles por un sistema
de planeación general; (ii) que la producción gremial requiere de contrapesos
institucionales que presionen la cooperación, a fin de que los intereses gremiales no
operen en desmedro de los generales; y, (iii) que cualquier mecanismo de planificación
requiere de salvaguardar esferas de libertad negativa tuteladas por reglas absolutas que
no puedan ser disponibles por el poder público, y que a su vez estén protegidas por
97
mecanismos de coordinación económica que garanticen la suficiencia material
individual.
4. En último término, nos concentramos en comentar la acción estratégica y la
política de alianzas del movimiento socialista en el lapso objeto de nuestro interés. A
este respecto merece la pena plantear las siguientes tres conclusiones. Por una parte,
es claro que la política de alianzas del movimiento socialista se movió en torno a dos
extremos: la transversalidad y la autonomía clasista. A su turno, vimos que las
estrategias del movimiento socialista también cabalgaron entre dos polos: el
institucionalismo reformista y la insurrección revolucionaria. Además, precisamos
que, contrario a una primera intuición, hubo alianzas transversales en pos de la
insurrección, así como estrategias reformistas prevalidas de una concepción
autonomista y obrerista del movimiento socialista. Todo esto nos permitió asumir una
mirada compleja de la acción política en el periodo de tiempo estudiado.
Por otra parte, recalcamos que los cambios de estrategia se vieron afectados
tanto por la mutación de los conceptos políticos como por las contingencias mismas
de la historia. El reformismo socialdemócrata, por ejemplo, fue una estrategia anclada
a una circunstancia concreta: la necesidad de ampliar el caudal electoral en medio de
una sociedad en la que los obreros industriales no representaban la mayoría del censo
electoral. A su turno, al menos en Europa occidental, la estrategia se vio interpelada
por los propios adversarios y posibles aliados. La paulatina política de transversalidad
reformista obedeció en parte a las mutaciones ideológicas del liberalismo, tradición
política que poco a poco fue aceptando la inminente democratización del gobierno
representativo, al paso que un sector nada despreciable de sus huestes comenzó a
comulgar con el intervencionismo estatal y la política redistributiva de corte socialista.
Unos y otros se fueron acercando. Primero pactaron el programa económico de
estirpe socializador y consejista propio de las constituciones de entreguerras, más
cercano al programa económico del socialismo decimonónico continental. No
obstante, a la postre, coincidirían en el intervencionismo estatal de corte keynesiano,
más cercano al social liberalismo de corte anglosajón.
Finalmente, advertimos que a partir de 1918 el movimiento socialista en su
conjunto apeló a la transversalidad pero no convergió en su estrategia. Con todo,
socialdemócratas y comunistas serían derrotados en sus propósitos políticos. En el
caso de la Revolución Rusa, el paroxismo insurreccional clausuró la posibilidad de
conjugar la democracia parlamentaria con la consejista y debilitó el espectro socialista
98
en Europa occidental en un contexto de asedio reaccionario. Por su parte, en el caso
de las repúblicas de Alemania y Austria, el marcado reformismo institucional fue
insuficiente para atajar la estrategia discursiva del fascismo. A su turno, la lealtad a las
formas de la democracia procedimental impidió consensuar un cambio de estrategia
oportuno en un momento en el que la derecha reaccionaria rompía subrepticiamente
con los principios del gobierno representativo. Por su parte, en el caso de España, la
incomprensión estratégica de la alianza democrático-republicana con anterioridad a la
sublevación militar de 1936 debilitó la institucionalidad civil. La falta de sincronización
efectiva entre socialistas y republicanos, por cuenta de una excesiva ética de la
convicción, golpeó a la Segunda República y la debilitó ante quienes, amparados en
un ideal corporativista y antiliberal del Estado, la sepultaron para siempre.
Como se puede apreciar, el estudio de la ideología socialista resulta más
complejo de lo que uno podría esperar. No obstante, en términos normativos, es
inviable pensar en un programa o en una estrategia del socialismo sin apelar al análisis
histórico y conceptual de esta tradición de pensamiento.
Indagar en el núcleo ideológico no nos da mayores esperanzas sobre la
realización de ese ideal, pero al menos nos permite clarificar las ideas en pos de su
defensa o de su crítica. También nos permite salir al paso de los lugares comunes.
Entender, por ejemplo, que el socialismo no se explica sin la reacción a la sujeción
mercantil de la fuerza de trabajo, o que, doctrinalmente, para ningún socialista
decimonónico era claro que la defensa de la libertad se opusiera a la socialización de
los medios de producción. Este análisis nos permite distinguir entre la tradición
democrático-igualitaria y la socialista, y comprender hasta qué punto la segunda es
heredera de la primera, pero también en qué medida se diferencian. A menudo se
confunde la política democrático-igualitaria con la socialista, cuando ideológicamente
no son del todo equiparables. Redistribuir es una medida democrática que opera en
favor de la igualdad material; el socialismo no se opone por principio a esa medida,
pero aboga por la emancipación del trabajo a través del control democrático de la
actividad productiva. En ese orden, el keynesianismo contribuye a la democratización
de la sociedad, pero no necesariamente se inserta en la estela del socialismo.
Dicho lo cual, habría que decir que cualquier actualización del programa
socialista supone detenerse en el estudio de la ideología y por ende de los valores
defendidos, así como de las aproximaciones conceptuales que han signado su
programa político. Hoy más que nunca está claro que ningún tipo de socialismo está
99
inserto en la lógica de la historia, y que cada día la mercantilización de las esferas de
la vida aumenta a un ritmo vertiginoso. Contrario a nuestros deseos, no se advierte
que la política avance en pos de la emancipación del trabajo o de la socialización de
las fuentes de vida. En cualquier caso estimo que es indispensable volver a la discusión
normativa, y por ende ideológica. En este frente es preciso hacer un esfuerzo honesto
por estudiar la historia del movimiento socialista a fin de tener las ideas un poco más
claras que antes. Este trabajo ha querido ser un aporte modesto en esa dirección.
100
Bibliografía:
Joaquín Abellán, Conceptos políticos fundamentales: Democracia (Madrid: Alianza
editorial, 2011).
Joaquín Abellán, Estado y nación en Guillermo von Humboldt (Donostia: Revista
Internacional de Estudios Vascos, 48, 1, 2003).
Joaquín Abellán, Estudio preliminar. En: Eduard Bernstein, Socialismo democrático, trad.
Joaquín Abellán (Madrid: Tecnos, 1990).
Pedro Abellán Artacho, La teoría política como profesión: una propuesta desde el ejemplo de
Hannah Arendt (Madrid: Revista de Estudios Políticos, No. 201, 2023, pp. 13-45).
Francisco J. Andrés Santos, Derecho romano y axiología política republicana. En: María
Julia Bertomeu, Antoni Domènech y Andrés de Francisco (ed.), Republicanismo y democracia
(Buenos Aires: Miño y Dávila editores, 2004).
Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política [1968]
(Barcelona: Península, 1996).
Aristóteles, Política, trad. Manuela García Valdés (Madrid: Editorial Gredos, 1988).
Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad. En: Isaiah Berlin, Sobre la libertad, ed. Henry
Hardy (Madrid: Alianza editorial, 2017).
Eduard Bernstein, ¿Qué es el socialismo? [1918]. En: Eduard Bernstein, Socialismo
democrático, trad. Joaquín Abellán (Madrid: Alianza Editorial, 1990).
Norberto Bobbio, Autobiografía (Madrid: Taurus, 1998).
Norberto Bobbio, Derecha e izquierda (Madrid: Punto de lectura, 2000).
Norberto Bobbio, Ni con Marx ni contra Marx (México D.F.: Fondo de Cultura
Económica, 1999).
Fernando Claudín, Marx, Engels y la revolución de 1848 (Madrid: Siglo XXI Editores,
1975).
Andrés de Francisco y Daniel Raventós, Republicanismo y Renta Básica. En: María Julia
Bertomeu, Antoni Domènech y Andrés de Francisco (ed.), Republicanismo y democracia
(Buenos Aires: Miño y Dávila editores, 2004).
101
Andrés de Francisco, La mirada republicana (Madrid: Catarata, 2012).
La Caverna Congresos (6 de febrero de 2014), Andrés de Francisco: El comunismo como
proyecto emancipatorio [conferencia pronunciada el 29 de noviembre de 2011]. Archivo de
video disponible en la red: https://www.youtube.com/watch?v=osPAZY_Zhqo.
Rafael del Águila, El socialismo utópico. En: Fernando Vallespín (Ed.), Historia de la
Teoría Política 4 (Madrid: Alianza Editorial, 2002).
Antoni Domènech y Salvador López Arnal, Entrevista político-filosófica a Antoni
Domènech. En: María Julia Bertomeu, Antoni Domènech y Andrés de Francisco (ed.),
Republicanismo y democracia (Buenos Aires: Miño y Dávila editores, 2004).
Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición
socialista (Madrid: Akal, 2019).
Antoni Domènech, El experimento bolchevique, la democracia y los críticos marxistas de su
tiempo (Barcelona: Sin Permiso, No. 15, noviembre de 2016).
Antoni Domènech, El socialismo y la herencia de la democracia republicana fraternal. En:
Antoni Domènech, Escritos Sin Permiso [Antología] (Barcelona: Sin Permiso, 2018).
Jean-Numa Ducange, La Viena Roja (Portal web “Conversación sobre la historia”,
2022. Disponible en la red: https://conversacionsobrehistoria.info/2022/07/15/laviena-roja/).
Friedrich Engels, Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891
(Marxist
Internet
Archive,
2001,
disponible
en
la
red:
https://www.marxists.org/espanol/m-e/1890s/1891criti.htm).
Friedrich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra [1845] (Marxist Internet
Archive, 2019, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/me/1840s/situacion/situacion.pdf).
Michael Freeden, Ideología: una breve introducción (Madrid: Alianza editorial, 2024).
Michael Freeden, Liberalismo: una introducción (Barcelona: Página Indómita, 2021).
Álvaro García Linera, ¿Qué es una revolución? De la Revolución Rusa de 1917 a la revolución
de nuestros tiempos. En: Álvaro García Linera, “¿Qué es una revolución?” y otros ensayos (Buenos
Aires: CLACSO; Prometeo, 2020).
102
Alexander Gourevitch, La República Cooperativista. Esclavitud y libertad en el movimiento
obrero (Madrid: Capitan Swing, 2024).
Francisco Gutiérrez Sanín, La destrucción de una República (Bogotá D.C.: Taurus –
Universidad Externado de Colombia, 2017).
Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, El Federalista [1788], trad. Ramón
Máiz Suárez (Madrid: Akal, 2015).
Michael Heinrich, Crítica de la economía política. Una introducción a El capital de Marx
[2004], trad. César Ruiz Sanjuán (Madrid: Escolar y Mayo Editores, 2008).
Eric Hobsbwam, La era de la revolución (1789-1848) [1962] (Barcelona: Editorial
Crítica, 2011).
Mario Keßler, Arthur Rosenberg (1889-1943): En la encrucijada entre la ciencia y la política
(Barcelona:
Sin
Permiso,
2022,
disponible
en
la
red:
https://www.sinpermiso.info/textos/arthur-rosenberg-1889-1943-en-la-encrucijadaentre-la-ciencia-y-la-politica).
Hans Kelsen, Autobiografía [1947], trad. Luis Villar Borda (Bogotá D.C.: Universidad
Externado de Colombia, 2008).
Hans Kelsen, Esencia y valor de la democracia [1920, 1929], (México D.F.: Ediciones
Coyoacán, 2005).
Hans Kelsen, Socialismo y Estado. Una investigación sobre la teoría política del marxismo
[1923] (México, D.F.: Siglo XXI Editores, 1982).
Hans Kelsen, Teoría General del Estado [1925] (México D.F.: Ediciones Coyoacán,
2005).
Karl Korsch, Lucha de clases y derecho del trabajo [1922], (Barcelona: Editorial Ariel,
1980).
Robert Lamb, La propiedad (Madrid: Alianza Editorial, 2022).
V.I. Lenin, Acerca del Estado [1919], En: V.I. Lenin, Obras escogidas, Tomo III (Moscú:
Editorial Progreso, 1961).
V.I. Lenin, El Estado y la revolución. En: V.I. Lenin, Obras escogidas, Tomo II (Moscú:
Editorial Progreso, 1981).
George Lichtheim, Breve historia del socialismo (Madrid: Alianza Editorial, 1975).
103
Miguel Martorell y Santos Juliá, Manual de historia política y social de España (18082018) (Barcelona: RBA, 2022).
Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista [1848], (Marxists
Internet Archive, 1999, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/me/1840s/48-manif.htm).
Karl Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte [1852], trad. Clara Ramas San Miguel
(Madrid: Akal, 2023).
Karl Marx, Estatutos Generales de la Asociación Internacional de los Trabajadores (Marxists
Internet Archive, 2000, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/me/1860s/1864-est.htm).
Karl Marx, Glosas marginales al programa del Partido Obrero Alemán [1875] (Marxists
Internet Archive, 2020, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/me/1870s/gotha/critica-al-programa-de-gotha.htm).
Karl Marx, La guerra civil en Francia [1871]. En: Karl Marx y Friedrich Engels, Obras
escogidas, Tomo II (Moscú: Editorial Progreso, 1976).
Karl Marx, Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores (Marxist
Internet Archive, 2001, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/me/1860s/1864fait.htm).
Karl Marx, Prólogo a la contribución a la Crítica de la Economía Política [1859] (Marxist
Internet Archive, 2001, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/me/1850s/criteconpol.htm).
Karl Marx, Trabajo asalariado y capital [1847-1849] (Marxist Internet Archive, 2000,
disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/49-trab2.htm).
Jordi Mundó, Antoni Domènech, la afirmación de la tradición republicano democrática:
epistemología, historia, ética y política. En: En: Antoni Domènech, Escritos Sin Permiso
[Antología] (Barcelona: Sin Permiso, 2018).
Ludolfo Paramio, La socialdemocracia (Buenos Aires: Catarata – Fondo de Cultura
Económica, 2009).
Jaime Pastor, Retorno crítico al austromarxismo (Portal web “Jacobinlat”, 2021.
Disponible en la red: https://jacobinlat.com/2021/08/23/retorno-critico-alaustromarxismo/).
104
Karl Polanyi, Jean-Jaques Roussea o ¿es posible una sociedad libre? [1953]. En: Karl
Polanyi, Nuestra obsoleta mentalidad de mercado (Barcelona: Virus Editorial, 2018).
Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo
[1944] (México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2011).
Evgueni Preobrazhenski, Por una alternativa socialista [1926] (Madrid: Fundación
Federico Engels, 2016).
Adam Przeworski, Capitalismo y socialdemocracia (Madrid: Alianza Editorial, 1988).
Jaume Raventós, Arthur Rosenberg: democracia, marxismo y revolución sin dogmas
(Barcelona:
Sin
Permiso,
2021,
disponible
en
la
red:
https://www.sinpermiso.info/textos/arthur-rosenberg-democracia-marxismo-yrevolucion-sin-dogmas).
Jaume Raventós, Ninguna izquierda ha reivindicado al historiador marxista Arthur
Rosenberg
(Barcelona:
Sin
Permiso,
2024,
disponible
en
la
red:
https://www.sinpermiso.info/textos/ninguna-izquierda-ha-reivindicado-al-historiadormarxista-arthur-rosenberg)
Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo. Una contribución a la historia política de los
últimos 150 años (1789-1939) [1938] (Barcelona: El viejo topo, 2022).
Jean-Jaques Rousseau, El contrato social [1762], trad. María José Villaverde Rico
(Madrid: Akal, 2017).
Alfonso Ruiz Miguel, La socialdemocracia. En: Fernando Vallespín (Ed.), Historia de
la Teoría Política 4 (Madrid: Alianza Editorial, 1992).
Geoffrey Samuel, Derecho Romano y capitalismo moderno. En: P.G. Monateri y Geoffrey
Samuel, La invención del derecho privado, trad. y ed. Carlos Morales de Setién Ravina (Bogotá
D.C.: Siglo del Hombre Editores, 2006).
Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia? (Madrid: Taurus, 2007).
E.P. Thompson, La economía moral de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII. En:
E.P. Thompson, Costumbres en común (Barcelona: Crítica, 1995).
E.P. Thompson, La economía moral revisada. En: E.P. Thompson, Costumbres en común.
(Barcelona: Crítica, 1995).
Miguel Tudela-Fournet, La primacía del bien común. Una interpretación de la tradición
republicana (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2017).
105
Fernando Vallespín, Política y Teoría Política. En: Tomando en serio la Teoría Política.
Entre las herramientas del zorro y el ingenio del erizo, ed. Isabel Wences (Madrid: Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, 2015, pp. 79-95).
VV.AA., Programa del Partido Obrero Alemán (Proyecto) [1875] (Marxists Internet
Archive, 2000-2020, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/me/1870s/gotha/anexo-2.htm).
VV.AA, Programa del Partido Socialdemócrata de Alemania aprobado en el Congreso de Erfurt,
del
14
al
21
de
octubre
de
1891
(Disponible
en
la
red:
https://grupgerminal.org/?q=system/files/1891-10-21-Programa-de-Erfurt-.pdf).
Max Weber, La política como profesión. En: Max Weber, El político y el científico, trad.
Joaquín Abellán (Madrid: Alianza editorial, 2021).
106