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Libres e iguales! Una aproximación al núcleo ideológico del socialismo en Europa occidental (1848-1939

¡Libres e iguales! Una aproximación al núcleo ideológico del socialismo en Europa occidental (1848-1939) Trabajo final del Máster en Teoría Política y Cultura Democrática Alumno: Juan Felipe González Jácome Tutora: Dra. Mercedes Cabrera Calvo-Sotelo Fecha de convocatoria: septiembre de 2024 Pendón de la “Social Democratic Federation” de Gran Bretaña (1884-1939) que reposa en el “People’s History Museum” de Mánchester, Inglaterra. Tomado del portal “Museum Crush”. Disponible en la red: https://museumcrush.org/ ten-political-banners-from-the-peoples-history-museum/ Índice 1. Introducción .............................................................................................. 4 2. Polanyi, Rosenberg y Domènech, un esfuerzo de comprensión histórica e ideológica ................................................................................................... 9 2.1. Karl Polanyi y las fatalidades de la economía capitalista ................. 10 2.2. Arthur Rosenberg y las encrucijadas de la democracia ................... 21 2.3. Antoni Domènech y el programa republicano, democrático y fraternal.................................................................................................... 34 3. El socialismo europeo, un esfuerzo de comprensión analítica .............. 45 3.1. Los orígenes del movimiento socialista ............................................ 45 3.2. El ideal democrático y republicano .................................................. 49 3.3. La cuestión de la libertad republicana y la propiedad ..................... 64 3.4. Acción estratégica y política de alianzas .......................................... 81 4. Conclusiones: un núcleo ideológico para una teoría política republicana y socialista ................................................................................................... 91 Bibliografía: ............................................................................................... 101 3 1. Introducción Uno de los interrogantes más acuciantes de la teoría política es el que tiene que ver con su objeto de estudio y su propósito científico. Esta pregunta, que nos arroja al campo de la delimitación metodológica, es esencial para formular cualquier proyecto de investigación en la materia. Por fortuna, ni los más solventes teóricos han sido capaces de coincidir en una única respuesta.1 Por lo que toca a la metodología, por regla general quien se dedica a este campo intelectual navega entre la historia de las ideas, la filosofía y la ciencia política empírica. A menudo, quienes hacen de la teoría política su profesión se han preocupado por el estudio de las ideologías (Freeden), por el análisis y la aprehensión histórica de los conceptos políticos fundamentales (Koselleck y Abellán), por comprender (o incluso justificar) la acción estratégica de los actores políticos (Vallespín) y/o por contribuir al escrutinio crítico de sus posiciones a fin de hacerlas más auténticas, verdaderas y racionales (Arendt).2 Pues bien, en medio de estas coordenadas, quisiera adentrarme en una investigación que envuelva algunas de las pretensiones metodológicas mencionadas. Por un lado, me temo que buena parte de quienes hacen teoría política se ven obligados a incursionar en la historia del pensamiento o de las ideas,3 tal fue el caso, por poner un ejemplo, de Isaiah Berlin y de Quentin Skinner. Aunque sus metodologías distan de ser equivalentes, en sus obras la labor comprensiva y el escrutinio crítico de las proposiciones políticas se acompaña del análisis histórico y contextual. Asimismo, por lo que refiere al campo normativo, y como lo recordaba el profesor Antoni Domènech, cualquier ejercicio de filosofía política requiere del estudio histórico de la tradición política en la que el programa normativo tiene pretensiones de insertarse.4 Por otra parte, comprender la acción estratégica de los actores políticos, develar sus fundamentos normativos y conceptuales y someter al escrutinio de la razón sus Cf. Pedro Abellán Artacho, La teoría política como profesión: una propuesta desde el ejemplo de Hannah Arendt (Madrid: Revista de Estudios Políticos, No. 201, 2023, pp. 13-45), p. 16. 2 Ibíd. 3 Cf. Fernando Vallespín, Política y Teoría Política. En: Tomando en serio la Teoría Política. Entre las herramientas del zorro y el ingenio del erizo, ed. Isabel Wences (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2015, pp. 79-95). 4 Cf. Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista (Madrid: Akal, 2019). 1 4 proposiciones principales es una labor que, incluso desde una pretensión científica, contribuye a mejorar la actividad política. En ese orden, me siento particularmente estimulado al advertir que buena parte de los teóricos políticos a los que he hecho alusión, desde Isaiah Berlin hasta Domènech, pasando por Hannah Arendt, Skinner y Fernando Vallespín, ven la política como un terreno de discusión entre fines alternativos. A la par, cada uno de ellos entiende que la teoría política debe fortalecer y cualificar esa sempiterna discusión sobre los fines de la organización política, pretensión que le obliga a navegar entre dos pulsiones: la científica –que marca límites a la acción– y la política –que por principio las alimenta–.5 Dicho esto, quiero entrar a exponer los propósitos de mi trabajo. Como lo dije previamente, me gustaría incursionar en un ejercicio de teoría política que sea consciente de la necesidad de conjugar sus enfoques metodológicos constitutivos, en particular la historia de las ideas y la filosofía política (teoría política normativa). Asimismo, quisiera incursionar en el esfuerzo analítico –propio de la teoría política comprensiva– de escrutar las proposiciones políticas de sujetos que han intervenido en la historia social y política de Europa occidental y que, por esa vía, han impactado el curso de la historia de poblaciones allende las fronteras europeas. En ese orden, me propongo conjugar los enfoques anotados para indagar en el núcleo ideológico del socialismo europeo entre 1848 y 1939. La selección de la temática y del periodo de tiempo se explican por lo siguiente. Por una parte, estimo que el estudio del socialismo es indispensable para comprender nuestro mapa político contemporáneo, así como las premisas ideológicas que definen buena parte de las discusiones públicas cotidianas. El periodo de tiempo seleccionado, por su parte, obedece a la necesidad de analizar las mutaciones del ideario socialista y de los actores que participaron de dicha tradición ideológica. A este respecto, concuerdo con Sartori en que si bien tanto el liberalismo como el socialismo son tradiciones doctrinales cuya génesis antecede al siglo XIX, es en esta centuria que adquieren una identidad específica,6 por lo que es preciso concentrarse en ella. Por lo que refiere a la temática: el núcleo ideológico del socialismo europeo, coincido con el profesor Michael Freeden en que el estudio de las ideologías es una tarea fundamental de la teoría política, pues ellas proveen mapas a través de los cuales 5 Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política [1968] (Barcelona: Península, 1996), pp. 263-264. 6 Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia? (Madrid: Taurus, 2007). 5 ordenamos nuestro mundo. Lo interesante en este caso es que una ideología es producto de las circunstancias sociales e históricas a la vez que cumple una función performativa. Son estos dos polos los que le dan sentido y permiten definirla, en palabras de Freeden, como “un conjunto de ideas, creencias, opiniones y valores que: 1) exhibe un patrón recurrente; 2) es seguida por grupos relevantes; 3) compite por la formulación y el control de planes en materia de políticas públicas, y 4) lo hace con el fin de justificar, oponerse o cambiar las bases y los acuerdos sociales y políticos de una comunidad política”.7 Pero no sólo eso. Las ideologías son artefactos que nos permiten atribuir significados a los conceptos políticos y agruparlos de manera “sostenible” y “despolemizada”.8 Esto último nos presenta un cuadro morfológico complejo que vale la pena escudriñar. Quizás uno de los aspectos primordiales del estudio de la ideología es constatar que su función capital: dar sentido a los conceptos políticos y agruparlos sostenidamente, jamás se satisface del todo. Amén de las dificultades semánticas (la precisión del lenguaje no está nunca garantizada), las ideologías no dejan de ser organizaciones relativamente fluidas de ideas que están sometidas a la radical contingencia de la historia y que cumplen una función instrumental, pues pretenden influir en la práctica política. De ese modo, el estudio de la composición ideológica debe seguirse de dos premisas que se tendrán en cuenta aquí. De una parte, que una ideología siempre promueve formulaciones conceptuales que tienen pretensiones de estabilizarse en el tiempo, lo que permite su emergencia política y su comprensión analítica. De otra parte, que su composición semántica y conceptual debe analizarse a partir de lo que Freeden denomina las “cuatro pes”: proximidad, prioridad, permeabilidad y proporcionalidad.9 En términos generales, Freeden plantea que las ideologías se debaten entre las atribuciones de sentido “ortodoxas” y el compromiso político “heterodoxo”. Son las “cuatro pes” las que nos dan claves analíticas para ser conscientes de esta realidad. La proximidad quiere decir que los conceptos nunca son definidos por sí solos y que el meollo de la ideología está tanto en la definición conjunta de conceptos como en las esferas de sentido que subyacen a las atribuciones de significado. A guisa de ejemplo Michael Freeden, Ideología: una breve introducción (Madrid: Alianza editorial, 2024), p. 47. Dice Freeden al respecto: “Una ideología intenta acabar con la inevitable disputabilidad de los conceptos por medio de su despolemización, esto es, librando de controversia sus significados. (…) En el intento de convencernos de que son correctas y de que tienen la verdad de su lado, las ideologías se convierten en artefactos para hacer frente a la indeterminación del significado. En esto consiste su función semántica”. Ib., pp. 77-78. 9 Ib., p. 85. 7 8 6 el autor destaca que no es lo mismo una defensa de la individualidad próxima a una concepción atomística de la naturaleza humana, que una próxima a una concepción sociable y cooperativa de dicha naturaleza.10 Por su parte, la prioridad quiere decir que las ideologías proponen significaciones prioritarias y periféricas.11 A este respecto, merece traer a colación la distinción propuesta por Norberto Bobbio entre izquierda y derecha, que ilustra con solvencia este punto. A tenor de su enfoque, lo que distingue a uno y otro espectro político es “la diferente actitud que asumen los hombres que viven en sociedad frente al ideal de la igualdad”.12 Nótese que para Bobbio no se trata de que haya valores presentes o ausentes, que la derecha, verbigracia, prescinda de la igualdad. No. Antes bien se trata de una cuestión de atribución de significado y de jerarquización de valores y conceptos políticos.13 Por su parte, la permeabilidad apunta a que las ideologías no son del todo excluyentes entre sí y que a menudo existen intersecciones y entrecruzamientos entre ellas. Así como estas permiten atribuir significado a los conceptos y acontecimientos políticos, muchas veces dicha operación analítica es compartida. Tal es el caso de la coincidencia, históricamente constatable, entre un sector del pensamiento conservador y del liberalismo en materia de derechos constitucionales, y entre un sector del liberalismo finisecular y del socialismo a propósito de la redistribución del ingreso.14 Finalmente, la proporcionalidad resalta la función instrumental y contextual de la ideología. Se trata en este punto de ser conscientes de que los valores, principios e ideales políticos que se defienden siempre deben ser escrutados de cara a su capacidad performativa. De un lado, la ideología siempre está anclada a una comunidad de producción y de recepción. Por poner el caso del socialismo, uno podría decir que se trata a la vez de una formulación retórica y de un movimiento político con variadas ramas “familiares”. De otro lado, una de las razones por las que las ideologías fluctúan es porque son tanto “representaciones ideales” como mapas de comprensión de los Ib. Ib., p. 86. 12 Norberto Bobbio, Derecha e izquierda (Madrid: Punto de lectura, 2000), p. 133. 13 Más adelante Bobbio precisa: “(…) cuando se atribuye a la izquierda una mayor sensibilidad para disminuir las desigualdades no se quiere decir que ésta pretenda eliminar todas las desigualdades o que la derecha las quiera conservar todas, sino con mucho que la primera es más igualitaria [cree que las desigualdades sociales son mayores que las naturales] y la segunda es más desigualitaria [cree que las desigualdades naturales son mayores que las sociales]”. Ib., p. 141. 14 Michael Freeden, Ideología: una breve introducción. Óp. Cit., pp. 88-89. 10 11 7 hechos. De ahí que los acontecimientos históricos fuercen la transformación continua de tales parámetros comprensivos.15 Hecha la anterior digresión, el lector podrá preguntarse sobre la posibilidad real de que, en un espacio tan reducido, se aborde una temática tan amplia (el núcleo ideológico de la tradición socialista europea) en un periodo de tiempo tan extenso (1848-1939). Pues bien, a fin de minimizar las dificultades reseñadas indagaré en la temática y en el periodo de tiempo seleccionado a partir de tres textos canónicos que hacen el esfuerzo por comprender el desarrollo de la tradición socialista en el periodo de tiempo que reclama mi atención. A mi modo de ver, cualquier estudio contemporáneo de la tradición socialista y de su núcleo ideológico entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX debe poner especial atención a tales escritos: Democracia y socialismo. Una contribución a la historia política de los últimos 150 años (17891937), publicado por Arthur Rosenberg en 1938; La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, publicado por Karl Polanyi en 1944; y El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, publicado en 2004 por el profesor Antoni Domènech. Así pues, en lo que sigue, seguiré el siguiente esquema expositivo. Dividiré el texto en dos partes. En la primera me concentraré en reseñar y extraer las ideas principales de los libros antes expuestos. Ello me permitirá presentar relatos historiográficos y filosóficos sobre el socialismo en el lapso que reclama mi atención. En la segunda parte tomaré las ideas principales expuestas en el primer apartado y, a partir de una bibliografía auxiliar, conversaré con Polanyi, Rosenberg y Domènech acerca del núcleo ideológico del socialismo europeo. En aras de este último propósito dividiré este apartado en temáticas que considero indispensables para profundizar en dicho tópico: los orígenes del socialismo; su ideal democrático y republicano; su noción de libertad y de propiedad, y las mutaciones de su estrategia política. Finalmente presentaré un apartado de conclusiones en el que hilaré de forma más sistemática una reflexión definitiva sobre la ideología socialista y sus peripecias históricas. 15 Ib., pp. 89-91. 8 2. Polanyi, Rosenberg y Domènech, un esfuerzo de comprensión histórica e ideológica Como lo señalé previamente, en la primera parte del trabajo reseñaré y expondré las ideas principales de tres de los textos más representativos sobre la historia del socialismo europeo entre la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX. Es verdad que sobre esta temática se han escrito bibliotecas enteras, por lo que merecería la pena comenzar por justificar la selección de estos textos. Grosso modo, fueron tres las razones que me hicieron concentrarme en las obras de Polanyi, Rosenberg y Domènech. La primera razón es de tipo historiográfico. En los tres escritos hay un esfuerzo de narrativa histórica concreta: los autores se preguntan por el devenir de la realidad política europea y por la participación de los actores políticos en ella. En cada uno de ellos hay un estudio apreciable de fuentes primarias y secundarias, desde análisis de archivo hasta exégesis de textos políticos de la época. Se trata, en suma, de ejercicios de historia social y política que se concentran en el periodo de tiempo que reclama mi interés e indagan en el origen y el desenvolvimiento de la tradición socialista. La segunda razón es su esfuerzo por aportar en la delimitación de premisas normativas que sustenten la acción política del movimiento socialista. Se trata en este caso de autores que se reclaman en dicha tradición política y que intentan intervenir en el curso del propio movimiento. A diferencia de aquellos escritos en los que el esfuerzo analítico principal es de índole pura y especialmente historiográfico, los autores que traigo a colación tienen una preocupación política: despejar los análisis ideológicos del socialismo para influir tanto en su programa como en su estrategia. En el caso de los ensayos de Rosenberg y de Polanyi esa pretensión se explica por el momento de publicación de sus ensayos, 1938 y 1944 respectivamente. En el caso de Domènech, aunque El eclipse de la fraternidad es un ensayo contemporáneo se inserta en el propósito de reformular las bases normativas de la acción política socialista a partir de una revisión histórica que comienza a mediados del siglo XIX y finaliza con la caída de la Segunda República española (1939). Por último, los tres textos coinciden en que cualquier esfuerzo prescriptivo supone también una tarea comprensiva, para lo cual es indispensable indagar en las mutaciones ideológicas y estratégicas del movimiento socialista al calor de los acontecimientos históricos. En este último caso advierto, siguiendo las pautas de Freeden, que en los textos escogidos la tradición ideológica no se explica de forma 9 unidimensional. Por contraste, cada uno de los autores es consciente de que la práctica y la doctrina del socialismo a partir de la segunda mitad del siglo XIX supuso entrecruzamientos valorativos, transformaciones discursivas y mutaciones instrumentales y estratégicas. Cada uno, a su manera, se distancia pues de un relato ortodoxo de pureza, pulcritud y permanencia. En ese orden, por tratarse de obras que conjugan la historia de las ideas, la filosofía y la teoría política comprensiva, encuentro sumamente estimulante traerlas a cuento y trabajar sus asertos principales. Sin más preámbulo procederé con el análisis de los textos aludidos a fin de tener herramientas básicas para, en la segunda parte del trabajo, definir unas coordenadas de comprensión del socialismo europeo entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. 2.1. Karl Polanyi y las fatalidades de la economía capitalista El nombre de Karl Polanyi es inescindible de su obra cumbre: La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, publicada en 1944.16 Dicho texto, una conjugación de historia, economía, antropología y teoría política, nos ayuda a entender los pormenores de nuestro tiempo y constituye una crítica aguda y rigurosa del liberalismo económico.17 Polanyi fue un europeo nacido en Viena y criado en Budapest, judío converso al cristianismo y socialista defensor de la libertad. Podría decirse que La gran transformación es quizás su mejor esfuerzo analítico por comprender su época y definir así las coordenadas normativas que debían regir la estrategia socialista. El método expositivo del texto es llamativo. Polanyi no explica la sucesión de acontecimientos históricos a partir de los virajes estratégicos de los actores políticos, sino que trata de conjugar una y otra circunstancia para dar cuenta de un cuadro complejo de la realidad. El inicio del libro revela muy bien esas pretensiones. Con ocasión de la Primera Guerra Mundial el autor se pregunta: ¿Por qué el mercado internacional parece ser el responsable de la conflagración mundial si buena parte de Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo [1944] (México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2011). 17 Fred Block, Introducción (pp. 21-41). En: Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. Óp. Cit., p. 21. 16 10 los epígonos del libre mercado eran pacifistas declarados y fieles creyentes de la paz por medio del comercio? Para entender los acontecimientos históricos, las posturas estratégicas e ideológicas de sus actores y las posibilidades de acción política en medio de un contexto convulso era indispensable recabar en el sentido de la economía de mercado y la “gran transformación” que ella supuso.18 ¿Cuál era esa mutación imprescindible que antecedió el siglo XX y arrojó a la humanidad a una época en la que, para usar la famosa frase de Marx, todo lo sólido se desvanecía en el aire? La premisa que nos interesa de este texto es que ni el movimiento ni el ideario socialista se comprenden al margen de esa “gran transformación”, motivo por el cual debemos indagar en sus tesis. Según expone Polanyi, hasta el final del feudalismo la economía se ajustó a los principios de reciprocidad y redistribución, al tiempo que la actividad hogareña de subsistencia ocupó un lugar relevante en la organización de la sociedad.19 Es verdad que existía el mercado, pero este era un campo accesorio de la economía que estaba altamente regulado por la autoridad.20 La existencia de un sistema económico controlado y dirigido por los precios de las mercancías fue un fenómeno sobreviniente cuyo apogeo tuvo lugar a mediados del siglo XIX y que precisó de una mutación antropológica y otra institucional. Antropológicamente, una economía de este tipo solo era posible en tanto los seres humanos internalizaran en su comportamiento cotidiano la expectativa de alcanzar máximas ganancias monetarias. Por su parte, institucionalmente, era vital que existiera una disociación entre la economía y el poder social, al punto que este último no interfiera en la realización espontánea de la primera.21 La tesis transversal de Polanyi que merece nuestra atención es que el “mercado autorregulado” fue un proyecto de organización económica que tuvo efectos prácticos a principios del siglo XIX y que precisó de dos presupuestos lógicos: (i) la existencia de sujetos abocados a la ganancia y (ii) la emergencia de circuitos económicos libres de toda interferencia pública y sometidos a la interacción espontánea de individuos que producen, compran y venden mercancías. Vale decir Ib., pp. 62-63. Ib., p. 103. 20 Ib., p. 117. 21 Ib., p. 118. 18 19 11 que la comprobación empírica de estos presupuestos es una cuestión histórica que no abordaremos aquí. Lo crucial es el carácter lógico-normativo de tales presupuestos: el mercado autorregulado es presentado por el autor como un proyecto de organización económica necesariamente ligado a unas condiciones, antropológicas e institucionales, de existencia. Ahora bien, además de las variables anotadas Polanyi sugiere que, para existir, la economía de mercado autorregulado requirió que tres elementos de la organización de la sociedad –que no tenían naturaleza mercantil– se convirtieran “ficticiamente” en mercancías: (1) la mano de obra, (2) la tierra y (3) el dinero. ¿Por qué se trataba de una conversión mercantil ficticia? Porque ninguno de estos elementos de la organización económica había sido producido para el mercado. El trabajo no es más que una actividad humana consustancial a la vida; la tierra es pura y simple naturaleza no producida por el ser humano, al paso que el dinero es un símbolo de poder de compra que funge como medida universal del valor y garante de la circulación pero carece, en principio, de valor.22-23 Dicho esto, para Polanyi una de las contradicciones del mercado autorregulado consiste en que si bien la mano de obra, la tierra y el dinero, contra su propia naturaleza, se convierten en mercancías y se someten a los designios de la compraventa mercantil, en la práctica, si se permitiera que el mecanismo del mercado fuese el único director del destino de los seres humanos y de su entorno natural así como de la cantidad y el uso del poder de compra, la sociedad se demolería.24 Los seres humanos perecerían como consecuencia del desamparo y la dislocación social; la naturaleza sería destrozada y, con ello, la posibilidad de producir alimentos y materias primas, al paso que el libre flujo de dinero sería desastroso para las empresas económicas. Ninguna sociedad, sentencia Polanyi, podría soportar “tal sistema de ficciones burdas” de no ser por las limitaciones que ella misma ha impuesto a ese “molino satánico”.25 A partir de estas coordenadas, La gran transformación se convierte en un ensayo de historia política europea del siglo XIX. Por su relevancia para el desarrollo de la economía de mercado Polanyi centra su foco de atención en Gran Bretaña y pone de Cf. Michael Heinrich, Crítica de la economía política. Una introducción a El capital de Marx [2004], trad. César Ruiz Sanjuán (Madrid: Escolar y Mayo Editores, 2008), pp. 79-84. 23 Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. Óp. Cit., pp. 122-123. 24 Ib., p. 123. 25 Ib., p. 124. 22 12 manifiesto que, desde finales del siglo XVIII hasta la primera mitad del XIX, la política británica se libró entre quienes abogaban por la expansión del mercado autorregulado y quienes intentaban frenar tal proceso expansivo. Un primer acontecimiento relevante lo marca la existencia, entre finales del siglo XVIII y el primer tercio del XIX, del sistema Speenhamland, una política de subsidios de origen judicial que subvencionaba el ingreso de los pobres según la oscilación del precio de los cereales a fin de protegerlos de la oferta y la demanda de la mano de obra.26 Lo que Polanyi remarca de este fenómeno son las contradicciones que encarnó en la sociedad británica. Speenhamland tenía por propósito retrasar la introducción del mercado de la fuerza de trabajo a partir de una medida paternalista que protegía la calidad de vida de los asalariados. Con todo, por la propia presión de la emergente burguesía, el sistema de subsidios, en principio protector y razonable, recargó a tal punto la fiscalidad municipal que la llevó a la debacle. Desde luego, si este arreglo institucional supuso consecuencias indeseables, la respuesta del incipiente capitalismo no fue menos dramática. La abolición de Speenhamland y la reforma de la ley de pobres (1834) clausuró la época del paternalismo y abrió las puertas del mercado de trabajo y del pauperismo.27 Y es que contrario al optimismo de Adam Smith –para quien era impensable que la abundancia universal no se filtrara irremediablemente en el pueblo–, el crecimiento del comercio y de la producción supuso en la primera mitad del siglo XIX un incremento enorme de la miseria, lo que dio paso al surgimiento del reformismo social de cuño utilitario (Bentham), pero también de los primeros experimentos del socialismo utópico británico (Owen).28 Hasta aquí, la hipótesis historiográfica de Polanyi es que la dinámica de la sociedad decimonónica y de sus agentes políticos estuvo signada por un movimiento doble: por un lado, quienes propugnaron férreamente por la expansión del mercado, y por otro, quienes procuraron frenar dicha expansión en aras de la protección de la sociedad.29 Entre estos últimos, desde luego, se encontraban los llamados socialistas. Cierto es que, en el contexto de publicación de La gran transformación, a Polanyi le interesaba demostrar que la política económica de laissez-faire no había sido natural. Ib., p. 129. Ib., pp. 133-155. 28 Ib., pp. 163-178. 29 Ib., p. 185. 26 27 13 Los llamados mercados libres eran el producto de una política estatal que deliberadamente separó los medios de subsistencia del trabajo y subsidió sostenidamente a la emergente economía industrial.30 En otras palabras, el nacimiento de la economía de mercado en el país más altamente industrializado de Europa a lo largo del siglo XIX requirió de un alto intervencionismo estatal para aniquilar todas las formas orgánicas de la existencia que ralentizaban la ampliación del mercado de mano de obra. En la práctica, sin el Estado habría sido imposible liquidar todas aquellas organizaciones sociales “no contractuales” que seguían teniendo como eje de socialización el parentesco, la lealtad gremial o la vecindad.31 Dicho esto, ¿cuál fue el efecto político de este movimiento pendular entre proteccionismo y laissez-faire? Lo interesante del texto de Polanyi es que hace un esfuerzo por probar que todos los sectores de la sociedad británica, y no solo los socialistas, se preocuparon por frenar el laissez-faire. Es decir, la tensión entre ampliar el mercado autorregulado y limitarlo no se explica exclusivamente por intereses clasistas.32 Según sus análisis, el proteccionismo también fue consecuencia de la necesidad de la propia la organización industrial de proteger su base social, más allá de los simples intereses monetarios. A juicio de Polanyi esto es relevante de cara a la perspectiva que se tiene del socialismo decimonónico. Entre otras cosas, Polanyi señala que las reformas sociales que se llevaron a cabo en Gran Bretaña a lo largo de este siglo no son exclusivamente imputables al movimiento socialista, sino a alianzas entre estos y los conservadores ilustrados (como era el caso de Disraeli).33 Esto último permite aproximarse críticamente a los dos movimientos socialistas anglosajones de la época. Por una parte, las pretensiones del movimiento owenista eran paradójicas. Robert Owen se identificaba con quienes querían evitar las consecuencias del capitalismo en el ámbito de la producción. No denostaba del proceso de industrialización sino que creía en la posibilidad de reencauzarlo. Pese a que sus ideales cooperativos estaban imbuidos del gremialismo medieval, lo que le llevaba a cuestionar la separación entre la economía y la política así como el principio de la ganancia como eje rector de la organización productiva, su proyecto socialista era profundamente anticlerical (lo que lo distanciaba de algunos socialistas franceses). A la par, tenía una idea completamente ilustrada de la formación escolar y creía, desde Ib., p. 194. Ib., p. 222. 32 Ib., p. 209. 33 Ib., pp. 211; 225. 30 31 14 una óptica estrictamente moderna, que el incremento de la producción era directamente proporcional al bienestar y al tiempo de descanso de los trabajadores.34 En suma, el socialismo de Owen era un proyecto de racionalización de la organización productiva y de la distribución de sus productos.35 Su crítica al capitalismo era esencialmente endógena e ilustrada. Por lo que refiere al segundo gran movimiento socialista de mediados del siglo XIX, los Cartistas, habría que decir en línea con Engels que estos últimos eran reformistas políticos defensores de la democratización del gobierno representativo. Entre otras cosas, el movimiento abogaba por el reconocimiento del sufragio universal masculino; la renovación anual del parlamento; la instauración de las dietas parlamentarias a fin de que los representantes pobres pudiesen asumir su mandato; la reforma en las circunscripciones y en el proceso electoral, y la abolición de las restricciones económicas al derecho a ser elegido.36 Pese a su moderación económica, el horror y pánico que sentían las clases medias inglesas por el sufragio universal impidió el avance político de este movimiento. Incluso en medio de las revoluciones europeas de 1848, que los cartistas utilizaron para recolectar millones de firmas y presionar a la Cámara de los Comunes a que considerara su solicitud, la pretensión democratizadora fue infructuosa.37 Ante este panorama Polanyi se pregunta ¿por qué el cooperativismo owenista y del reformismo político cartista fracasaron? En el caso de Gran Bretaña, el crecimiento de la conciencia política del movimiento obrero y el desarrollo de la revolución industrial fueron fenómenos concomitantes que impactaron el desarrollo de la política anglosajona. La tesis de Polanyi, al menos como yo la comprendo, es que, a diferencia de Europa continental, la aristocracia británica supo escindir a las clases medias de los menestrales. Si bien sometió al proletariado a condiciones indignas de existencia durante varios lustros, supo asimilar a sectores de las clases medias a los estratos superiores de la jerarquía social (la reforma política de 1832, por ejemplo, sólo se explica bajo esa pretensión), con lo cual salió al paso de cualquier unidad estratégica entre un sector de la burguesía emergente y las clases populares urbanas y campesinas. Ciertamente, en Europa continental ocurrió el fenómeno contrario. Al mantenerse la división política entre la aristocracia semifeudal y la burguesía emergente, la conquista de derechos y libertades, Ib., pp. 226-231. Evgueni Preobrazhenski, Por una alternativa socialista [1926] (Madrid: Fundación Federico Engels, 2016) p. 60. 36 Friedrich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra (Marxists.org, 2019), p. 316. Disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/situacion/situacion.pdf 37 Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. Óp. Cit., pp. 231-233. 34 35 15 al menos hasta 1848, beneficiaba por igual a clases medias y trabajadoras, lo que propició una alianza estratégica, democrática y republicana, que no pudo cristalizar en la isla británica.38 Dicho lo anterior, Polanyi enlista tres grandes diferencias entre la acción política estratégica del movimiento obrero en Europa continental y en Inglaterra, lo cual tendría un impacto determinante en su programa político y en sus presupuestos ideológicos. Además de la diferencia anotada, es importante tener en cuenta que en Alemania, Italia y en el Imperio austrohúngaro, la cuestión de la unidad nacional ocupaba una buena parte de la agenda política doméstica. Es claro que en ese proceso de construcción estatal-nacional la clase trabajadora tuvo que definir lineamientos estratégicos que eran extraños para los socialistas ingleses. Por lo que refiere a la lucha económica, el tortuoso proceso de pauperización que los trabajadores anglosajones vivieron como consecuencia del proceso de industrialización y el desmonte de la política asistencial a partir de 1834 le era en cierta medida ajeno al trabajador europeo continental. El argumento de Polanyi es que la clase obrera del continente “escapó a la catástrofe cultural que siguió en Inglaterra a la Revolución Industrial”. Según el autor, “el continente se industrializó en una época en que el ajuste a las nuevas técnicas productivas se había vuelto posible gracias casi exclusivamente a la imitación de los métodos ingleses de la protección social”.39 El continente europeo se industrializó, en suma, en condiciones de protección social que fueron extrañas al capitalismo anglosajón, al menos a principios del siglo XIX. Así las cosas, esta circunstancia determinó –según Polanyi– las pautas de la organización estratégica y los puntos programáticos principales de cada movimiento. Mientras en Inglaterra las instituciones de protección social fueron consecuencia del debate que se gestó en la sociedad civil a propósito del pauperismo y que redundó en las políticas proteccionistas, en Europa continental –merced a la efectiva ampliación de los derechos políticos– el trabajador fue mucho más proclive a luchar por una legislación social que disciplinara a los actores del mercado y mejorara las condiciones fabriles y del mercado de trabajo. Como corolario de lo anterior, las formas de organización política fueron disímiles. En el caso de Inglaterra la clase obrera apeló a la asociación sindical para monopolizar la mano de obra y presionar así el mercado de trabajo en interés de los trabajadores. Por su parte, en el continente –y en especial en 38 39 Ib., p. 234. Ib., p. 235. 16 Alemania– las disputas legislativas se dieron al calor de una politización creciente de estos últimos. La acción sindical en este caso fue orientada por un tipo de partido político que reclamaba una mayor identidad obrerista al paso que ganaba un mayor interés por el Estado. Contrario a lo que ocurrió en Inglaterra, país en el que el socialismo fue esencialmente sindicalista.40 Así y todo, lo que resulta interesante de las proposiciones de Polanyi es que, al margen de sus diferencias estratégicas, el socialismo europeo en su conjunto coincidió en sus resultados: dar un golpe rotundo al factor de producción conocido como fuerza de trabajo. Nótese que, en los términos de Polanyi, la acción política socialista de la segunda mitad hasta el último tercio del siglo XIX tuvo dos propósitos normativos centrales: democratizar el gobierno representativo e intentar destruir, bien por mecanismos económicos o bien por instrumentos estatales (extraeconómicos), el mercado de la fuerza de trabajo.41 Con todo, la estrategia y el programa del movimiento socialista se vieron afectados por la conversión mercantil de la tierra. A riesgo de simplificación, la hipótesis de Polanyi es que la disolución entre el ser humano y el suelo y la sujeción de la tierra al comercio y al crédito determinó buena parte de las posiciones políticas que los liberales, socialistas y conservadores defendieron en la segunda mitad del siglo XIX. En primer lugar, la liberalización del campo permitió grandes logros industriales al tiempo que imprimió daños sustanciales a la vida tradicional de la sociedad, cuestión que fue aprovechada por los conservadores de Europa continental, en especial en Francia y Alemania, quienes se presentaron como los defensores románticos de las virtudes de la tierra y de sus cultivadores.42 Sin estas coordenadas discursivas no podría comprenderse la hegemonía alcanzada por sujetos como Luis Napoleón III y Bismarck. Así pues, el argumento de Polanyi es que la tensión entre la liberalización del campo y la salvaguarda de la economía agraria supuso la emergencia de dos fenómenos indispensables para la historia social y política. De una parte, el proteccionismo agrario y la reagrarización de Europa central (fenómeno que, dicho sea de paso, fue indispensable para soportar las empresas militares de Alemania).43 De Ib., pp. 234-236. Ib., pp. 236-237. 42 Ib., p. 246. 43 Ib., p. 249. 40 41 17 otro lado, el quiebre de una eventual alianza estratégica entre obreros socialdemócratas y pequeños propietarios campesinos. En este último caso, mientras los primeros se inclinaban por romper con las reglas del mercado, los segundos se interesaban por transar con el sistema en pos de alcanzar medidas proteccionistas.44 Y es que, según lo defiende el autor, aunque con posterioridad a las revoluciones europeas del 1848 hizo carrera en el debate público la defensa irrestricta de la paz y del libre cambio, a partir de 1870 hubo un viraje decidido hacia el nacionalismo y la autosuficiencia. Un sector del liberalismo, otrora pacifista y cosmopolita, migró hacia el proteccionismo y el monopolio así como hacia una política exterior marcadamente imperialista.45 A este último respecto, Polanyi precisa que el imperialismo consistió fundamentalmente en la lucha descarnada entre las potencias “por extender su comercio hacia mercados políticamente desprotegidos”. La disputa se libró entonces por la búsqueda de materias primas para alimentar la efervescencia exportadora hacia países atrasados, todo lo cual tuvo por trasfondo la preparación “seminconsciente” de la autarquía. 46 De esa forma, en el seno del propio mercado autorregulado surgieron contradicciones que Polanyi resume así. En primer lugar, en aras de salvaguardar la base productiva de la sociedad se implementaron medidas de protección al trabajador que restringieron, por vía legislativa o por asociación monopolística sindical, el mercado de mano de obra. En segundo lugar, el proteccionismo agrario e industrial reforzó el monopolio doméstico tanto en las economías europeas como en la estadounidense. Estas medidas limitaron el mercado de la tierra y protegieron el poder de los terratenientes en Europa central. En tercer y último lugar, en un contexto de marcado proteccionismo, monopolio doméstico e imperialismo económico, la gestión del dinero también se vio golpeada. A la vista del derrumbe de la competencia económica internacional los gobiernos dieron paso a la monopolización del dinero y, con ello, a la renuncia del patrón oro, que solo se restablecería hasta después de la Segunda Guerra Mundial.47 Luego de este lúcido diagnóstico, Polanyi cierra su ejercicio analítico con un esfuerzo por depurar los fundamentos normativos que debían sustentar la acción Ib., p. 251. Ib., p. 258. 46 Ib., p. 278. 47 Ib., p. 280. 44 45 18 política del movimiento socialista ante el inminente ascenso del fascismo. Una de las premisas para delimitar la citada renovación normativa consiste en que, a juicio de Polanyi, fue merced a la tradición socialista que la doctrina del mercado autorregulado se enfrentó a dos de sus límites ineludibles: de un lado, la pauperización de la sociedad; de otro lado, el gobierno popular o la democratización del gobierno representativo. Si en el siglo XVIII el constitucionalismo europeo se preocupó por oponer límites al poder político a fin de salvaguardar la propiedad terrateniente y comercial, en el siglo XIX era claro que la doctrina liberal estaba fundamentalmente preocupada por excluir a las masas laboriosas del poder político. Pero esa exclusión no era solo un problema doctrinal, sino esencialmente económico. En el caso de Inglaterra, por ejemplo, habría sido impensable democratizar el gobierno representativo en un contexto de aplicación de las leyes de pobres. El proceso de industrialización se oponía por principio a la concreción del sufragio universal.48 Con todo, como fue reseñado en líneas previas, el mecanismo de mercado autorregulado suscitó sus propias falencias y contradicciones. La principal, ciertamente, era la de que el mantenimiento de su propio engranaje obligaba a la transgresión de sus propios postulados doctrinales. En el caso del mercado de trabajo, Polanyi insiste en que sólo bajo la acción monopólica, y por ende anti-mercantil, de los trabajadores fue posible frenar la pauperización en Inglaterra. Lo propio ocurrió en el mundo agrario alemán y francés, en el que el proteccionismo reaccionario cobijó temporalmente a sectores medios de la sociedad asediados por la industrialización en el último tercio del siglo XIX. A lo que se suma, ya entrado el primer tercio del siglo XX, la renuncia al patrón oro por parte del gobierno de Franklin D. Roosevelt para salvaguardar las finanzas públicas, restar poder a la banca privada y evitar así una catástrofe social en los Estados Unidos. La descripción histórica y el análisis económico de Polanyi terminan, como ya se dijo, en medio de la Segunda Guerra Mundial. Ante el inminente colapso de las instituciones que hacían posible un mercado autorregulado, el autor hace un esfuerzo por definir qué es el socialismo y qué papel debía jugar en dicha coyuntura. En primer lugar, Polanyi señala que el socialismo es “la tendencia inherente en una civilización industrial a trascender al mercado autorregulado subordinándolo conscientemente a una sociedad democrática”. En segundo lugar, precisa que esta tendencia obedece a 48 Ib., pp. 284-286. 19 un proceso de reflexión de las clases laboriosas, quienes “no ven ninguna razón para que la producción no sea regulada directamente y para que los mercados no sean más que un aspecto útil pero subordinado de una sociedad libre”. En tercer lugar, añade un componente normativo-ético, el socialismo supone romper “con el intento de hacer de las ganancias monetarias privadas el incentivo general para las actividades productivas”, lo que demanda un ajuste institucional: “no reconoce[r] el derecho de los individuos privados a disponer de los principales instrumentos de la producción”.49 Cierto es que esta tendencia o influjo político-económico respondía a un contexto específico. Recordemos que Polanyi escribió su libro en plena conflagración mundial y en el marco de la emergencia del fascismo. Las medidas que socialistas, conservadores y liberales adoptaron para que la sociedad no fuese aniquilada por la acción del mercado autorregulado obligó a repensar las bases económicas de las propias comunidades políticas; contexto en el cual, ante el arrollador avance de las posiciones socialistas, los sectores privilegiados de la economía monopolista apuntalaron las soluciones fascistas. En ese contexto, el autor propugnó por el entrecruzamiento entre lo mejor del liberalismo político y la ya mencionada “tendencia socialista de la sociedad industrial”. La cuestión central de esa época, sostuvo, era cómo podía reunificarse la economía y la política en aras de la justicia y la seguridad, pero también en pos de la libertad individual. Por esa vía, al programa del socialismo antes mencionado añadió la necesidad de introducir instrumentos normativos de protección de la libertad personal y del derecho a la disidencia, para lo cual propuso que la organización política y económica de la sociedad, incluso en una en la que imperara la planificación, debía conservar “esferas de libertad arbitraria protegidas por reglas inviolables”. A la par, sugirió que la lista de derechos civiles debía estar encabezada por el derecho del individuo a un empleo en condiciones dignas, al paso que las demás prerrogativas civiles e individuales debían mantenerse a toda costa, incluso en desmedro “de la eficiencia en la producción, la economía en el consumo o la racionalidad en la administración”, habida cuenta de que “[u]na sociedad industrial [podía] darse el lujo de ser libre”.50 49 50 Ib., p. 294-295. Ib., pp. 315-317. 20 El libro de Polanyi cierra con una reflexión aleccionadora sobre la relación entre el control social de la economía y el valor de la libertad. Por un lado, se distancia de los liberales económicos, que filosóficamente oponen poder social y libertad. Su postura era que en una sociedad industrial compleja, en la que las organizaciones sociales son cada vez más robustas, no es posible contraponer el poder a la libertad. Los socialistas, aseguró, rescataron un punto teórico crucial: el origen del poder es la cooperación, no la arbitrariedad. Abandonar la utopía del mercado nos pone de cara a la necesidad de salvaguardar la libertad al tiempo que aceptamos que no podemos escapar a la cooperación y al poder social que de dicha circunstancia emana. Ese era pues el presupuesto ideológico prospectivo que el socialismo estaba llamado a integrar a partir del siglo XX. Si el movimiento permanecía fiel a su tarea de crear una libertad más abundante para todos, podría sortear los riesgos de que la planeación se volviese en contra de su propio proyecto político.51 2.2. Arthur Rosenberg y las encrucijadas de la democracia Luego de traer a colación el análisis historiográfico y la propuesta normativa de Karl Polanyi, es preciso poner nuestro foco de atención en otro texto canónico para entender la historia del socialismo europeo en el periodo que es objeto de nuestro interés. Se trata del libro de Arthur Rosenberg Democracia y socialismo, publicado un año antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. La obra de Rosenberg es llamativa porque, al igual que la de Polanyi, se inserta en una doble pretensión: hacer un escrutinio historiográfico de la tradición socialista en el siglo XIX, comprender algunos de los sucesos más importantes del periodo de entreguerras y, como corolario de este esfuerzo analítico, esbozar algunas hipótesis normativas que tuviesen impacto en la acción estratégica del movimiento socialista de la época. Antes de profundizar en su obra merece la pena introducir algunos comentarios sobre el autor. Arthur Rosenberg nació en el seno de una familia judía de Berlín en 1889. Su vida es bastante llamativa y convulsa. Es sorprendente la heterogeneidad de los ámbitos historiográficos en los que se inmiscuyó. Entre 1921 y 1933 fue profesor de historia de la antigüedad griega y romana en la universidad Friedrich Wilhem, hasta que el ascenso de Hitler al poder lo obligó a exiliarse en Liverpool, Inglaterra, donde siguió con sus cátedras de historia antigua hasta 1937. Ese año partió hacia Estados 51 Ib., pp. 320-321. 21 Unidos y se vinculó al Brooklyn College de Nueva York, también como clasicista. Murió en 1943 luego de una ardua batalla contra el cáncer.52 Sus años en Berlin fueron una mezcla de intensa actividad académica y política. La revolución alemana hizo que migrara de posiciones tradicionalistas a ultraizquierdistas. De 1918 a 1925 abogó por la insurrección revolucionaria, lo que le granjeó el respeto de un sector importante de la izquierda comunista. En 1924 fue elegido diputado del Reichstag, miembro del comité central del Partido Comunista de Alemania (KPD) e integrante del ejecutivo ampliado de la Internacional Comunista. Con todo, a partir de 1925 su lectura política se transformó. Ante la inminente derrota de la revolución mundial migró hacia posiciones reformistas. Su crítica al “romanticismo revolucionario” lo llevó a dimitir de sus cargos en el KPD y en la Internacional Comunista.53 Fueron dos las razones que, en 1927, llevaron a Rosenberg a apartarse de la línea oficial del comunismo prosoviético: su interpretación de los acontecimientos políticos, en concreto el fracaso revolucionario alemán y el origen y desenvolvimiento de la República de Weimar, y la “confusión conceptual” que se impuso en el marxismo de posguerra, y que rayaba con su basta y erudita formación en la historia clásica.54 El ensayo Democracia y socialismo se enmarca pues en esta interesante coyuntura. Proponer nuevos horizontes estratégicos y contribuir a la revisión historiográfica y conceptual en medio de unos convulsos años treinta. En términos estratégicos, el autor acude a la historia del movimiento socialista del siglo XIX para presionar la alianza de los socialistas con los defensores de la “democracia social”. Por su parte, en materia doctrinal, Rosenberg reivindica la importancia del movimiento democrático en un contexto en el que buena parte de la izquierda prosoviética cuestionaba las formas políticas herederas del “parlamentarismo burgués”. Pese al inminente descrédito de la democracia liberal, tal como a la sazón era concebida, Rosenberg se mantenía firme en que el movimiento socialista debía conjugar los valores del republicanismo democrático con su programa económico. 52 Jaume Raventós, Arthur Rosenberg: democracia, marxismo y revolución sin dogmas (Barcelona: Sin Permiso, 2021, disponible en la red: https://www.sinpermiso.info/textos/arthur-rosenberg-democracia-marxismo-y-revolucionsin-dogmas). 53 Mario Keßler, Arthur Rosenberg (1889-1943): En la encrucijada entre la ciencia y la política (Barcelona: Sin Permiso, 2022, disponible en la red: https://www.sinpermiso.info/textos/arthur-rosenberg-1889-1943-en-la-encrucijada-entre-laciencia-y-la-politica). 54 Jaume Raventós, Ninguna izquierda ha reivindicado al historiador marxista Arthur Rosenberg (Barcelona: Sin Permiso, 2024, disponible en la red: https://www.sinpermiso.info/textos/ninguna-izquierda-ha-reivindicado-al-historiadormarxista-arthur-rosenberg). 22 Bajo ese horizonte, Democracia y socialismo se divide en tres partes. En la primera, el autor intenta indagar en el concepto de democracia a partir de las experiencias políticas más representativas de Europa y Estados Unidos entre el último tercio del siglo XVIII y la primera mitad del XIX. En la segunda parte, y a partir del esfuerzo conceptual inicial, propone un análisis histórico de la relación entre el movimiento socialista y la democracia entre 1848 y 1895, fecha última que coincide con el auge de la Segunda Internacional. En la tercera y última parte del texto Rosenberg enuncia algunas líneas de comprensión de la “crisis” de la socialdemocracia europea, el bolchevismo y el ascenso del fascismo, y cierra con una reflexión normativa sobre la relación entre la democracia y el socialismo. Delimitado este mapa, vale la pena traer a colación los asertos principales de las tres partes enunciadas. Por lo que refiere a la primera, esto es, al concepto de democracia, uno podría decir que a Rosenberg le interesa ir más allá de la relación puramente estratégica e instrumental entre democracia y movimiento socialista. Su tesis primigenia, tal como yo la entiendo, es que la democracia no puede ser exclusivamente entendida como un mandato mayoritario que legitime la comunidad de bienes. Si bien es verdad que la democracia es, entre otras cosas, un procedimiento de toma de decisiones bajo el criterio de mayoría, Rosenberg propone indagar en el movimiento político y social que subyace a esa conquista procedimental. A su consideración este cometido intelectual era relevante a juzgar por las posiciones políticas de algunos defensores del socialismo revolucionario en la primera mitad del siglo XX, quienes en el contexto de entreguerras rompieron con el principio democrático por considerarlo una mera reminiscencia del “caduco” orden político burgués.55 Fijados estos propósitos, Rosenberg reconoce que la democracia ha tenido por regla general muy mala prensa. La tuvo en primera medida en la remota Grecia. Aristóteles, a guisa de ejemplo, aseguraba con tono despectivo que la democracia era el gobierno de la mayoría pobre, y la contraponía a la aristocracia, en cuyo caso el liderazgo estaba en cabeza de una minoría virtuosa y acaudalada. Esta distinción entre gobierno de virtuosos y gobierno de pobres marcó la brecha entre el ideal democrático y buena parte de los pensadores políticos occidentales, distanciamiento que, según 55 Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo. Una contribución a la historia política de los últimos 150 años (1789-1939) [1938] (Barcelona: El viejo topo, 2022), pp. 38-42. 23 Rosenberg, se conjuró parcialmente con ocasión de las modernas revoluciones norteamericana y francesa.56 En el caso de Francia, el autor pone de manifiesto que Robespierre se vio obligado a reclamarse dentro del movimiento democrático en el momento en que llamó a las masas populares a que se rebelaran en contra de la aristocracia privilegiada. Esta maniobra estratégica era comprensible si se tiene en cuenta que buena parte de los dirigentes políticos que en 1789 suscribieron la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano no eran demócratas sino creyentes del constitucionalismo, es decir, de un “Estado secular con libertades civiles y garantías para la iniciativa privada, gobernado por los propietarios y contribuyentes”.57 Pues bien, en ese contexto la democracia no era sencillamente una lucha por garantías políticas formales: sufragio universal y principio de legalidad, sino una clásica lucha de las masas pobres contra una emergente aristocracia burguesa.58 Otro tanto ocurrió en los Estados Unidos. En su contexto, Jefferson también era consciente de que los ideales republicanos del nuevo gobierno norteamericano suponían una disputa entre el pueblo y las emergentes clases acaudaladas. Con todo, pese a sus avenencias democráticas, ni Robespierre ni Jefferson consolidaron un proyecto republicano y democrático de base social ancha. El primero despreciaba al campesinado, mientras que el segundo desdeñaba al emergente proletariado urbano. Tampoco se trataba de dirigentes políticos socialistas. Ambos comprendían que las instituciones republicanas debían mantener a raya los intereses económicos de las minorías privilegiadas en beneficio de los menestrales, pero ninguno tenía dentro de su programa político la supresión de la propiedad privada sobre los medios de producción ni sobre la tierra.59 Así pues, la hipótesis de Rosenberg es que pese a la derrota de uno y otro proyecto, la democracia, en tanto ideal normativo de gobierno, comenzó a cobrar fuerza en Europa sobre las cenizas de los ideales republicanos antes descritos. Es curioso, dice el autor, que antes de las revoluciones de 1848 la palabra “socialismo” infundiera menos temor que el vocablo “democracia”.60 Era la democracia, en tanto Ib., p. 43. Eric Hobsbwam, La era de la revolución (1789-1848) [1962] (Barcelona: Editorial Crítica, 2011), p. 67. 58 Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo... Óp. Cit., p. 45. 59 Ib., p. 49. 60 Ib., p. 64. 56 57 24 movimiento político, la que encarnaba los ideales de lucha contra la aristocracia en un contexto de restauración absolutista en Europa continental. No profundizaré en las consideraciones históricas en las que Rosenberg se explaya pero sí diré que, a su consideración, la lucha política que tiene lugar en Francia entre 1848 y 1871 estuvo atravesada por la idea del movimiento democrático revolucionario de Robespierre, visible en personajes de la talla de August Blanqui y Louis Blanc. Estos últimos, por decirlo de una manera directa, fueron políticos que introdujeron una capa ideológica marcadamente socialista a la tradición democrática que se remontaba a 1793. Pese a que uno y otro se distanciaban en lo atinente a sus consideraciones estratégicas, existía en ellos una concepción democrático revolucionaria por virtud de la cual la defensa de la república basada en el sufragio universal demandaba al mismo tiempo una organización cooperativa del trabajo que superara la emergente forma capitalista de organización de la producción y de reparto de la propiedad.61 Con todo, lo que resalta el autor de cara al planteamiento estratégico e ideológico de este movimiento es su apelación transversal, su idea de que la república democrática exigía la unidad popular entre clases medias y proletarias. Las luces y sombras de este proyecto estarían marcadas por la posibilidad e imposibilidad de ese propósito unitario, lo que explicará la emergencia y caída de la Segunda República francesa. Ciertamente, en el caso de Inglaterra la citada configuración estratégica fue disímil. En este punto las tesis de Polanyi y de Rosemberg convergen. A diferencia de Europa continental, desde el siglo XVIII la burguesía encarnó el progreso social y técnico de Inglaterra, al paso que las instituciones políticas estaban mucho más sincronizadas con esa circunstancia. Como se enunció en el acápite anterior, la reforma electoral de 1832 marca un derrotero central aquí, pues garantizó el sufragio a capas emergentes de la burguesía anglosajona al tiempo que dejó a los trabajadores tan desprovistos de derechos políticos como antes.62 La diferencia anotada es también relevante de cara a la estrategia de la burguesía liberal. En el caso de Gran Bretaña está claro que los cartistas lucharon infructuosamente por alcanzar el sufragio universal, y que en esta lucha no contaron entre sus aliados a sectores de las capas medias. Por su parte, en Europa continental la burguesía liberal se escindió entre los epígonos de la monarquía constitucional y los 61 62 Ib., pp. 61-68. Ib., p. 77. 25 defensores de la república, al paso que el movimiento democrático logró acercar a sus filas a sectores medios afines al sufragio universal y consolidó en su seno a grupos sociales más radicalizados que abogaban por una república democrática que interviniera en las relaciones de propiedad.63 Sin esta realidad estratégica, dicho sea de paso, no habría sido posible la emergencia de la “democracia social” (Louis Blanc) en la Francia de la Segunda República. Precisado lo anterior, Rosenberg se adentra en el segundo apartado del libro objeto de análisis, que es a su vez el más extenso y que atañe a la relación entre la democracia y el socialismo entre dos fechas relevantes: las revoluciones europeas de 1848 y la fundación de la Segunda Internacional. Es verdad que entre una y otra fecha la estrategia y la ideología del movimiento socialista europeo sufre considerables transformaciones. Cronológicamente hay tres momentos claves: la efervescencia y el fracaso revolucionario de 1848; el repliegue posterior del movimiento democrático y el surgimiento de las tendencias políticas más relevantes del movimiento obrero en la segunda mitad del siglo XIX: la socialdemocracia y el anarquismo; y, finalmente, el quiebre ideológico del liberalismo decimonónico y la emergencia, en ese contexto, de la Segunda Internacional. En vista de que este apartado es extenso en sus referencias historiográficas, quisiera detenerme en los impactos que los sucesos anotados tuvieron en el movimiento socialista y en su relación con el ideal democrático. En primer lugar, es preciso referirse a la coyuntura de las revoluciones europeas. Por una parte Rosenberg manifiesta que, en el contexto de 1848, Marx y Engels tenían claro que la revolución en Europa continental solo podía ser encabezada por el movimiento democrático, razón por la que el proletariado debía aliarse con los partidos que, siendo incluso de extracción burguesa, abogaban por la república y el sufragio universal. Por otra parte, aunque la política de alianzas en Inglaterra era distinta a la de Europa continental, para los dos revolucionarios era imprescindible que los cartistas lograran democratizar el gobierno representativo, incluso bajo la monarquía parlamentaria.64 Pero ciertamente ninguno de los dos propósitos logró concreción política. La hipótesis de Rosenberg a este respecto se asemeja a la que el propio Marx trazó en su conocido escrito El 18 Brumario de Luis Bonaparte. En un sentido histórico, las revoluciones del 48 quisieron replicar el movimiento político de 1793: crear una 63 64 Ib., pp. 79-81. Ib., pp. 90-98. 26 alianza entre trabajadores, campesinos y pequeños propietarios en contra de la aristocracia –de linaje y de capital– y de sus valores tradicionales. Con todo, esa pretensión fracasó por una sucesión de acontecimientos: (i) la purga propiciada por los republicanos burgueses de los elementos socialistas del gobierno; (ii) la ruptura del campesinado con el programa republicano; (iii) la escisión de los demócratas de pretensiones socialistas, y (iv) la radicalización de algunos sectores obreros.65 La llamada República social, tal como la enarbolaban los que defendían la estrategia de los jacobinos (p. ej. Louis Blanc), se vio asediada por las contradicciones materiales de sus propios defensores. Su hundimiento propinó una ruptura estratégica y normativa capital para la historia del movimiento obrero occidental: la alianza transversal entre capas medias y bajas en la consecución de reformas políticas y sociales se eclipsaría por unos buenos lustros bajo el argumento, atribuible en buena medida a Marx, de que la burguesía había preferido renunciar a la revolución democrática en aras de sus intereses materiales.66 De ese modo, el planteamiento de Rosenberg es que Marx y Engels siguieron siendo demócratas a pesar de que, a posteriori y por las experiencias del 48, el movimiento obrero fuese mucho más cauto en sus alianzas estratégicas.67 Cautela que dicho sea de paso impactaría la emergencia de la socialdemocracia europea durante la década del 60 del siglo XIX. Y es que, según pone de relieve Rosenberg, es el fracaso de las revoluciones de 1848 la que lleva a que el movimiento obrero rompa con los partidos democráticos burgueses y consolide un programa político que autonomice sus intereses.68 El ejemplo que mejor dilucida este fenómeno es la emergencia de la socialdemocracia alemana bajo el liderazgo de Lasalle. A este respecto valdría la pena mencionar que los lasalleanos fueron defensores del sufragio universal y de las consignas democráticas de las revoluciones del 48, al tiempo que compartían el interés por el cooperativismo que caracterizó a buena parte de los socialistas de la época, desde Ib., pp. 104-120. Así lo dejó consignado Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte: “La burguesía hizo la apoteosis del sable; el sable la domina. Ella aniquiló la prensa revolucionaria; su propia prensa está aniquilada. Puso a las asambleas populares bajo vigilancia policial; sus salones se encuentran bajo vigilancia de la policía. Disolvió la Guardia Nacional democrática; su propia Guardia Nacional está disuelta. (…) Sofocó todo movimiento de la sociedad mediante el poder estatal; todo movimiento de su sociedad es aplastado por el poder del Estado. Se rebeló, llevada por su bolsillo, contra sus propios políticos y literatos; sus políticos y literatos han sido derrotados, pero su bolsillo es saqueado, después de que su boca haya sido amordazada y su pluma quebrada. La burguesía le gritaba incansable a la revolución como san Arsenio a los cristianos: ‘¡Fuge, tace quiesce!’ ¡Huye, calla, guarda silencio!’. Bonaparte le grita a la burguesía: ‘¡Fuge, tace quiesce!’ ¡Huye, calla, guarda silencio!’.” Cf. Karl Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte [1852], trad. Clara Ramas San Miguel (Madrid: Akal, 2023), p. 208. 67 Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo... Óp. Cit., pp. 140-150. 68 Ib. p. 164. 65 66 27 Robert Owen hasta Louis Blanc, con la salvedad de que veían al Estado como un agente central de la economía cooperativa.69 Marx y Engels procuraron intervenir en el debate público a efectos de mitigar el impacto ideológico de Lasalle en la emergente socialdemocracia alemana. Según Rosenberg, a uno y a otro les preocupaba que la cuestión del cooperativismo eclipsara las discusiones sobre la propiedad, al paso que por cuenta de las avenencias estatistas de Lasalle el proletariado se convirtiera en un “grupo de preceptores de subsidios del Estado policial prusiano”. Sumado al estatismo y al gremialismo, los revolucionarios veían con recelo que Lasalle cultivara relaciones estratégicas con Bismarck para conquistar una mejor posición política para la socialdemocracia.70 Así y todo, la conclusión de Rosenberg es que la propuesta estratégica de Lasalle determinó el desempeño de la socialdemocracia alemana en el último tercio del siglo XIX. Aunque el mote de “socialdemócrata” pretendía apelar a la tradición de alianzas políticas que se remontaba a la estrategia de 1848,71 el movimiento obrero alemán profundizó en su estrategia de acción parlamentaria pero también en su aislamiento de clase. En el entretanto, en Gran Bretaña los sindicatos trazaron la estrategia de presionar a los partidos burgueses a fin de conseguir reformas políticas y laborales.72 Por ese entonces británicos y alemanes se anotaron importantes conquistas legislativas. En 1867 se amplió el censo electoral en Gran Bretaña y en 1871 se reconoció el sufragio universal masculino en Alemania. De ese modo, hasta 1871 el movimiento socialista veló por ampliar las posibilidades de acción democrática a fin de consumar conquistas económicas y políticas. A este específico respecto, Rosenberg recuerda que la fundación de la Primera Internacional (AIT) tuvo entre su acervo estratégico la tradición de colaboración del movimiento democrático europeo. Tal era el consenso que esta Ib., p. 165. Ib., pp. 166-167. 71 Como lo recuerda el profesor Alfonso Ruiz Miguel, el término “socialdemócrata” fue acuñado tras la revolución de 1848. Pero hay aquí una interesante curiosidad. Aunque Marx y Engels atribuyeron el nacimiento de la socialdemocracia al grupo de la Montaña de Louis Blanc, a quienes acusaron de incentivar la alianza entre obreros y pequeñoburgueses para armonizar el antagonismo entre capital y trabajo, en vez de abolirlo; fueron los seguidores de Marx, Liebknecht y Bebel, quienes en 1869 crearon el Partido Obrero Socialdemócrata. Y, aunque el partido unificado en Gotha se denominó Partido Obrero Socialista de Alemania, a partir de 1890, y a instancias de los marxistas más ortodoxos, acogería el nombre definitivo de Partido Socialdemócrata de Alemania (Sozialdemokratische Partei Deutschlands). Cf. Alfonso Ruiz Miguel, La socialdemocracia. En: Fernando Vallespín (Ed.), Historia de la Teoría Política 4 (Madrid: Alianza Editorial, 1992), pp. 208-209. 72 Ib., pp. 169-176. 69 70 28 estrategia generaba que al calor de la guerra franco-prusiana, por poner este ejemplo, el propio Marx era consciente de que, con todo y sus contradicciones, la victoria de Prusia permitiría galvanizar los sentimientos democráticos que se habían neutralizado en la Francia de Luis Napoleón III. En principio, esta lectura fue certera, pues la derrota de Francia en la referida confrontación bélica abrió paso a la Tercera República francesa.73 Sin embargo, nuevamente las tensiones entre los sectores republicanos burgueses y un sector radicalizado de los socialistas franceses fue el terreno de cultivo de un acontecimiento rupturista: la Comuna de París (1871), suceso que sacudió las posiciones estratégicas e ideológicas en el seno del movimiento socialista europeo y sobre lo cual Rosenberg apunta tres reflexiones. Primero, plantea que la experiencia de la Comuna no fue valiosa por lo que respecta a sus medidas sociales o económicas, sino por su impugnación a la doctrina tradicional, propia del constitucionalismo de los siglos XVII y XVIII, de la separación de poderes y del autogobierno. Segundo, destaca que, pese a que Marx no compartía en estricto rigor la teoría política subyacente a la experiencia de la Comuna, cedió un terreno ideológico en favor de Proudhon y Blanqui a cambio de granjearse el respeto de los obreros que se sentían políticamente identificados con dicha experiencia de gobierno popular. Tercero, plantea que la concesión ideológica de Marx se acompañó de un movimiento estratégico adicional: enterrar la Primera Internacional con el propósito de que los anarquistas no se apropiaran de su reputación política.74 Desde luego, estos puntos son importantes por sus consecuencias ideológicas. Aunque profundizaremos en esta cuestión más adelante, podría decirse que la teoría política de la tradición marxista posterior a 1871 fue, a juicio de Rosenberg, el producto de una actuación estratégica más que de una reflexión intelectual concienzuda. En todo caso, lo que el autor pone de relieve de cara a los últimos capítulos de este segundo apartado es que con posterioridad a esta fecha la hostilidad del movimiento obrero al ideal democrático, sumado a su creciente aislamiento de las demás capas de la sociedad, incrementó considerablemente. La hipótesis de Rosenberg es que, a partir de este momento y como consecuencia de las derrotas políticas acumuladas, crecieron las tendencias que veían en el ideal democrático ya no 73 74 Ib., pp. 177-197. Ib., pp. 202-208. 29 un anhelo de “autogobierno activo”, sino una mera organización política coaligada con los intereses de la burguesía.75 La separación entre anarquistas y socialdemócratas tiene como trasfondo esta discusión. Pese a que las reformas políticas y electorales eran evidentes, en el caso de los socialdemócratas alemanes la actividad política se vio duramente golpeada por las leyes antisocialistas de Bismarck.76 En los otros países del continente europeo la posición no fue menos escéptica, mientras los sectores republicanos eran cada vez más moderados el movimiento obrero entró en un trance de inmovilismo político. Esto explica, según el autor, por qué en sus últimos años Marx depositó esperanzas en los populistas rusos y en sus pretensiones de propiciar una revolución democrática que derrocara el absolutismo e insuflara de nuevo los aires de la revolución popular moderna.77 Un aspecto final de este apartado tiene que ver con las mutaciones ideológicas que Rosenberg detecta en el liberalismo en la Inglaterra victoriana y que marcarán a su vez la suerte de la estrategia socialista en el último tercio del siglo XIX. En este campo, el autor destaca que el desarrollo tecnológico y la expansión de la capacidad productiva del capitalismo decimonónico opuso a tres tipos de liberalismo. El primero, de estirpe tradicional, creyente del autogobierno de los poseedores respetuosos de las libertades constitucionales. El segundo, que Rosenberg llama “neoliberalismo” y que creía en la posibilidad de renunciar a los instrumentos del autogobierno en aras del mercado y cuyo lema era “paz y libre comercio”. Y, finalmente, el tercero, que surge de la imposibilidad de asentar una genuina economía de mercado autorregulado por cuenta de la creciente concentración de capital y del monopolio y cuyo planteamiento geopolítico estará marcado por el proteccionismo nacional y el imperialismo.78 Ciertamente, el autor advierte que las transformaciones económicas y a la vez sociológicas marcaron la agenda del liberalismo en el último tercio del siglo XIX. Lejos de ser pequeños emprendedores en liza con el poder nobiliario, los emergentes industriales ya no temían a los oficiales del Estado sino que les importaba el ejercicio de la autoridad y la represión de la rebelión. El otrora emprendedor liberal creyente Ib., pp. 218-219. Ib., pp. 225-227. 77 Ib., p. 235. 78 Ib., pp. 256-259. 75 76 30 de las libertades civiles y del juego de la competencia económica sin obstáculos se vio eclipsado por el capitalista monopolista que reclamaba un Estado fuerte, implacable en sus confines geográficos y activo en su política exterior y colonial.79 En este punto, Rosenberg apunta un aspecto ideológico fundamental: en Rusia, Japón, Alemania y el Imperio austrohúngaro los seguidores de la democracia eran pocos.80 Ya dijimos, por ejemplo, que en Alemania el sufragio universal convivió con leyes que restringieron la actividad política socialdemócrata en condiciones de legalidad. Es pues, en medio de ese contexto de retirada del liberalismo tradicional defensor del constitucionalismo que, a juicio de Rosenberg, es preciso comprender el surgimiento de la Segunda Internacional y la estrategia política de su sector más prominente, la socialdemocracia alemana. La hipótesis del autor es que la decadencia de los valores liberales tradicionales, algunos de ellos, incluso, emparentados con el liberalismo económico: constitucionalismo y pacifismo, marcaron la agenda de los socialistas. Entre 1889 y 1914 los miembros de la Segunda Internacional defendieron el pacifismo como valor político, se concentraron en la lucha parlamentaria y en la defensa de las instituciones republicanas, al paso que profundizaron en su aislamiento político gremial, propugnando así por un reformismo especialmente obrero que bloqueó una política de alianzas con otros sectores políticos, como era el caso del campesinado y los pequeños propietarios urbanos.81 En este frente, Rosenberg destaca que si bien Engels siguió con atención el desarrollo de la Internacional, sus estrategias fueron radicalmente disímiles a las del marxismo clásico. Hay que hacer notar que en este viraje todos los marxistas reconocidos coincidían: desde Bebel hasta Rosa Luxemburgo, pasando por Kautsky y Bernstein. La estrategia de las revoluciones de 1848 ya no estaba a la orden del día para los entonces dirigentes del movimiento socialista europeo.82 Como ya se dijo, Marx y Engels tenían un planteamiento estratégico conforme al cual la política de alianzas era instrumental a los propósitos políticos: en su hora apoyaron la lucha del cartismo en Inglaterra a fin de ampliar los derechos electorales en Gran Bretaña y alterar las mayorías parlamentarias y exhortaron a los obreros franceses y alemanes a que se unieran con los campesinos y la pequeña burguesía Ib., pp. 260-261. Ib., p. 271. 81 Ib., p. 278-279. 82 Ib., pp. 278-279. 79 80 31 urbana en contra del absolutismo y del orden burgués.83 Dicho esto, Rosenberg afirma que esta ruptura doctrinal bloqueó la posibilidad de que el SPD fuera un partido genuinamente nacional y popular y le impidió a la Internacional hacer mejores y más efectivos análisis geopolíticos, contrario a la defensa de un pacifismo abstracto en medio de una época de efervescencia nacionalista y descarnado imperialismo. Por último, la tercera parte del libro termina con tres importantes cuestiones que merecen ser destacadas. En primer lugar, Rosenberg presenta un balance del movimiento democrático de 1848 hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. Señala a este respecto que como consecuencia de las revoluciones europeas de mediados del XIX surgió un específico movimiento: la democracia social, que encarnó la resistencia del “honesto pequeño burgués” contra el absolutismo y el emergente capitalismo. Con posterioridad a la derrota de este movimiento y en el marco de las luchas políticas sucesivas surgió la “democracia liberal”, movimiento que aglutinaba a aquellos sectores de la burguesía que, respetuosos del gobierno representativo, “defendían la libre competencia frente al capitalismo monopolista”.84 No obstante, y como se repite una y otra vez en el texto, mientras en el 48 la estrategia de los socialistas fue hacer causa común con la democracia social, en el segundo caso, los partidos de la Segunda Internacional se aislaron y perdieron la posibilidad de conseguir alianzas que les permitieran mejores posiciones políticas ante el crecimiento de los sectores reaccionarios y antiliberales.85 En segundo lugar, Rosenberg confirma que el estallido de la Primera Guerra Mundial mandó al traste el programa pacifista de la Segunda Internacional y su estrategia aislacionista. A la par, los sucesos posteriores, aunque en principio más promisorios, no estuvieron desprovistos de contradicciones. Por lo que refiere a la Revolución Rusa, si bien es verdad que los bolcheviques apelaron a una forma radical de autogobierno a base de una democracia de consejos, a poco la destruyeron para dar paso a la dictadura de partido y a la centralización de las funciones económicas, políticas y militares en medio de un contexto de guerra civil y asedio internacional.86 Por su parte, los procesos revolucionarios desatados al final de la Primera Guerra Mundial y defendidos por la Tercera Internacional no llegaron a buen puerto, al tiempo que los socialdemócratas, aunque entregados a defender las emergentes Cf. Fernando Claudín, Marx, Engels y la revolución de 1848 (Madrid: Siglo XXI Editores, 1975), pp. 294-295. Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo... Óp. Cit., p. 313. 85 Ib., p. 314. 86 Ib., pp. 311, 316. 83 84 32 repúblicas y adelantar una agenda reformista de avanzada, fueron poco a poco perdiendo las bases de su poder y quedaron inertes ante el ascenso de la reacción y la imprudencia de algunas de sus tendencias más voluntaristas.87 Y fue justo en medio de este contexto que el principio democrático republicano se vio fuertemente golpeado. Aunque ideológicamente los bolcheviques no se oponían a esta tradición, su estrategia geopolítica forzó a que los obreros perdieran confianza en las emergentes repúblicas.88 Así pues, según Rosenberg, después de 1918 los marxistas perdieron de vista el frente democrático de 1848 y lo desenterraron cuando ya era demasiado tarde, al paso que los imperialistas y reaccionarios disputaron una idea poderosa y fascinante: la unidad y la grandeza de la nación.89 Como lo dije en líneas previas, el libro de Rosenberg se publicó en una coyuntura particular. Su edición es previa al estallido de la Segunda Guerra Mundial y concomitante a la estrategia de los frentes populares en Europa occidental. En medio de este contexto el autor cierra su ensayo emulando el revival de la estrategia de 1848 y la alianza entre socialistas y liberales republicanos. Entre otras cosas, emula las alianzas republicanas en Checoeslovaquia, se pronuncia en favor del ideario del New Deal de Roosevelt y recalca que, al margen de que no se adviertan medidas de intervención directa a la propiedad, es acertado reducir la influencia del capitalismo de monopolio en beneficio de los trabajadores urbanos y rurales. Lo propio señala de los socialdemócratas austriacos y de su política municipal en “Viena Roja”, que permitió conquistas invaluables en ámbitos referidos al bienestar social, a la cultura y a la economía planificada.90 El texto termina con un ejercicio de realismo político. Hace un llamado a volver a Aristóteles y a los análisis concretos de las formas de gobierno y de los regímenes políticos. Por lo que refiere al concepto de democracia, el autor insiste en que lo que separa a la “democracia burguesa” de la “socialista” no es la importancia del autogobierno, sino la relación entre el autogobierno y la propiedad. Dice explícitamente que “[l]a democracia socialista persigue el autogobierno de las masas en el que los medios de producción socialmente importantes son propiedad de la Ib. p. 319. Ib., pp. 322-323. 89 Ib., p. 325. 90 Ib., pp. 327-333. 87 88 33 comunidad”,91 aunque precisa que este movimiento político no ha llegado al poder, ni siquiera en la Rusia de Stalin. Asimismo, deja en claro que la democracia burguesa no es unidimensional, y que por más de que, en su conjunto, deje incólume la propiedad privada sobre los medios de producción, existe en su seno una tendencia –la llamada “democracia social”– que ha propugnado por disciplinar a las élites capitalistas en beneficio de las clases laboriosas. Tendencia sin la cual, dicho sea de paso, no podrían explicarse los procesos revolucionarios posteriores a la Revolución francesa, incluida la Revolución rusa.92 Si bien es verdad que para el autor los límites de la democracia burguesa están en la propiedad, pues en estos casos no se sabe en qué momento “acaba la democracia y comienza la oligarquía”,93 no desdice de las instituciones republicanas que han marcado la vida de algunos de los Estados regidos por ese ideal: como puede ser el caso del principio comunal y de la autonomía administrativa. Finalmente, señala que el ideal democrático, incluso el de estirpe socialista, precisa del principio de legalidad, pues toda comunidad política está llamada a reafirmar la validez de su orden normativo. Lo relevante, concluye, es que la legalidad sea el resultado del autogobierno democrático, el mayor reto de un genuino gobierno socialista.94 2.3. Antoni Domènech y el programa republicano, democrático y fraternal El libro de Antoni Domènech El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista es una investigación histórica amparada en un ambicioso aparataje conceptual.95 Se trata de un ensayo que condensa buena parte de las preocupaciones vitales del autor, sobre las cuales valdría la pena hacer una breve digresión. Domènech nació y murió en Barcelona. Desde muy joven se unió a la resistencia antifranquista desde la clandestinidad y militó algunos años en el PSUC. Fue un acérrimo Ib., p. 335. Ib. 93 Ib., p. 337. 94 Ib., p. 341. 95 En una entrevista publicada en 2003, Domènech manifestó que su libro había sido concebido inicialmente como la introducción histórica a un texto cuyo propósito era escudriñar en los conceptos filosóficos de libertad, igualdad y fraternidad. Ciertamente, este último proyecto nunca vio la luz. Aunque el profesor Domènech publicó a lo largo de su vida sendos artículos sobre la materia, podría decirse que El elipse de la fraternidad es su último esfuerzo literario sistemático, aunque, como él mismo sugería, incompleto. Cf. Salvador López Arnal y Antoni Domènech, Entrevista político-filosófica a Antoni Domènech. En: María Julia Bertomeu, Antoni Domènech y Andrés de Francisco (ed.), Republicanismo y democracia (Buenos Aires: Miño y Dávila editores, 2004), pp. 281-282. 91 92 34 contradictor de la izquierda dogmática y se preocupó por rehabilitar en el discurso público y académico la obra de importantes autores socialistas cercanos al reformismo: desde Jaurès hasta el último Gramsci, pasando por Rosenberg, Paul Levi y Chayánov. Por otro lado, de su militancia política quedó el interés por incursionar en la historia conceptual. Tanto El eclipse de la fraternidad como sus disertaciones posteriores en la revista Sin Permiso dan cuenta de su preocupación por esclarecer los conceptos de democracia, socialismo, libertad e igualdad, así como por revisar los orígenes históricos de esa tradición política tan rica y compleja como lo es la socialista.96 A este último respecto hay que decir que, aunque se trata de un escritor contemporáneo –murió en el 2017 a sus 64 años–, Domènech ocupa un lugar importante dentro de la historiografía socialista por dos razones. De un lado, porque su obra intenta reconstruir conceptualmente la tradición del republicanismo democrático. De otro lado, porque, tras ese esfuerzo reconstructivo, estudia la historia del movimiento socialista en la estela de aquella tradición política.97 Este esfuerzo híbrido cristaliza en El eclipse de la fraternidad, un texto que discurre entre diez capítulos pero que, en aras de la claridad expositiva, podría ser dividido en tres partes. La primera está dedicada a identificar la génesis del republicanismo democrático. La segunda intenta dar cuenta de por qué el socialismo decimonónico es el continuador de la tradición republicana. La tercera y última busca indagar en las razones del eclipse del programa y de la estrategia del socialismo “democrático-fraternal” en la Europa previa a la Segunda Guerra Mundial. Con respecto a la primera parte, Domènech empieza por reconocer que la tradición republicana no es por antonomasia democrática y que en su seno ha existido una pulsión contramayoritaria. En un sentido similar al de Rosenberg, el autor explica que dicha hostilidad es imputable a Aristóteles.98 Aunque el estagirita defendía que el bien común debía ser el fin y eje vertebrador de la organización política, así como el parámetro de escrutinio de la deseabilidad o no de un régimen político –por lo que participaba de la tradición republicana–,99 también estimaba que ningún integrante del Jordi Mundó, Antoni Domènech, la afirmación de la tradición republicano democrática: epistemología, historia, ética y política. En: En: Antoni Domènech, Escritos Sin Permiso [Antología] (Barcelona: Sin Permiso, 2018), pp. 359-360. 97 Ib. 98 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 59-60. 99 Cf. Miguel Tudela-Fournet, La primacía del bien común. Una interpretación de la tradición republicana (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2017), p. 62. 96 35 demos (ciudadanos que se dedicaban al trabajo manual) era apto para el mando.100 En otras palabras, si bien defendía que los virtuosos eran los llamados a ejercer el gobierno de la comunidad política, creía a su vez que la virtud era exclusiva de quienes, al tener patrimonio y rentas, contaban con el tiempo indispensable para dedicarse desinteresadamente a la cosa pública.101 Así pues, la premisa inicial de Domènech es que la posición filosófica que enlaza riqueza, virtud y selectividad acompañó a la tradición republicana y dio sustento a la fobia democrática que caracterizó al pensamiento político occidental durante los siglos XVIII y XIX. Nótese entonces que la repulsión democrática era tanto contramayoritaria como aporofóbica. En el libro IV de la Política Aristóteles deja claro que la democracia no es simplemente un gobierno en el que la multitud es soberana. Lo característico de este régimen político es que “los libres y pobres, siendo mayoría, ejercen la soberanía del poder”.102 Su particularidad, en consecuencia, es su carácter mayoritario y popular. Esta precisión es importante en tanto que la fobia a la democracia, en el hilo conductor que Domènech presenta, es fundamental para comprender las transformaciones políticas que tienen lugar en Europa a partir de la Revolución Inglesa. Como lo vimos en el caso de Aristóteles, el republicanismo convivió con una postura antropológica según la cual por naturaleza hay unos sujetos llamados al mando y otros a la obediencia. De esta desigualdad natural se derivaba un corolario lógico: mientras unos, por sus aptitudes naturales, pueden disfrutar de la libertad del saber y de la cultura; otros deben replegarse al mundo tosco y prosaico del trabajo manual. Asimismo, en tanto que natural, la universalización de la libertad y del saber sería inconcebible, pues toda sociedad reproduce élites privilegiadas.103 Lo paradójico, destaca Domènech, es que a partir de esta posición antropológica la tradición republicana clásica desarrolló una serie de principios filosóficos relevantes para el ideal de “buena organización política”. Como vimos, uno de ellos fue la relación entre la actividad pública, el bien común y la virtud. Pese a que este ámbito estaba atravesado por la desigualdad antropológica anotada, los republicanos de tradición clásica tenían claro que la actividad política debía ceñirse a criterios de interés Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., p. 65. Aristóteles, Política, trad. Manuela García Valdés (Madrid: Editorial Gredos, 1988), 1308b, p. 322. 102 Ib., 1290b, p. 226. 103 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 48-49. 100 101 36 general. Por otra parte, en términos “subjetivos”, esta tradición forjó un concepto de persona que encontraría su máxima expresión en el derecho romano y que enlazaría capacidad, voluntad y propiedad. Así, el concepto de “sujeto de derecho” (sui iuris) impactó los ámbitos doméstico y público y contribuyó a depurar una noción de subjetividad para la cual la participación política, el liderazgo familiar y la propiedad eran el eje rector de la libertad. De esa suerte, la hipótesis de partida del texto es sugestiva: al margen de su “demofobia”, la tradición republicana decantó principios de organización política que, a posteiori, influirían en los acontecimientos políticos que tuvieron lugar en Europa y en Norteamérica entre los siglos XVII y XVIII. A guisa de ejemplo, los padres de la constitución americana –emparentados con la doctrina aristotélica– se trazaron como propósito evitar el peligro democrático con un diseño institucional contramayoritario (el modelo de los checks and balances),104 pero fueron a su vez conscientes de la necesidad de incentivar la virtud ciudadana y evitar la deriva oligárquica del poder. De ahí que Jefferson propusiera implementar un modelo de sociedad de pequeños propietarios agrarios que garantizara las bases institucionales y materiales de la libertad.105 En cualquier caso y en línea con Rosenberg, Domènech sostiene que fue la Revolución Francesa la que partió en dos la historia contemporánea de la tradición republicana. Pese a que doctrinalmente esta corriente política hunde sus raíces en las obras de teóricos políticos de la talla de Locke, Montesquieu y Rousseau, para Domènech es la Revolución Francesa la que da paso a un genuino “republicanismo democrático”. ¿Por qué? Su respuesta es que, en contravía de la postura aristocrática de cuño aristotélico, este acontecimiento histórico abrió la posibilidad de universalizar los elementos principales de la libertad republicana; es decir, incorporar a todo el tercer estado en la sociedad civil de libres e iguales.106 Desde luego el propósito descrito no generó consenso entre los defensores del proceso revolucionario francés. La plena incorporación del demos a la sociedad civil suponía la democratización radical de los derechos políticos y una intervención decidida en los derechos de propiedad. A juicio de Domènech, el proyecto La división de poderes y la independencia absoluta de los tribunales de justicia –garantizada mediante los puestos judiciales fijos– sólo se entiende en el marco de esa pretensión. Cf. Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, El Federalista [1788] (Madrid: Akal, 2015), pp. 551-552. 105 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 78-91. 106 Ib., pp. 97-99. 104 37 democrático republicano que Robespierre defendió bajo la consigna metafórica de la fraternidad suponía abolir la ley política del antiguo régimen, universalizar los derechos políticos y someter los cargos públicos al control fiduciario de la ciudadanía, así como derribar las barreras de clase derivadas de la división entre propietarios y desposeídos, lo que redundaba en una redistribución de la propiedad que asegurara el ‘derecho a la existencia’.107 Aunque no es el propósito de este trabajo indagar en el fallido desenlace de la primera república francesa, vale destacar la afirmación de Domènech según la cual el proyecto codificador impulsado por Napoleón es a la vez una integración y una traición parcial de ese ideario. A tenor de las necesidades del emergente proceso industrializador, el orden civil napoleónico escindió el binomio ineludible de la libertad republicana tal como los griegos, los romanos y el mismo Robespierre la concebían: independencia y propiedad. Contrario, pues, a esta tradición, el Código Civil de 1804 introdujo la ficción según la cual el desposeído podía ser jurídicamente independiente.108 De ese modo, para Domènech las revoluciones de 1848 no pueden comprenderse al margen de la tensión entre el orden civil posnapoleónico y el régimen monárquico constitucional que siguió a la restauración borbónica en Francia. Por un lado, la emergente y cada vez más consolidada burguesía reclamaba mayor control del poder político, pero no estaba de acuerdo en que se alteraran las reglas de propiedad introducidas por la legislación civil. Por otro lado, mientras los campesinos se veían agobiados por las deudas, el naciente proletariado, educado en la tradición democrática-fraternal robespierriana, reclamaba límites a la propiedad y al poder del patrón en nombre de la igualdad civil y política.109 La primera parte del libro cierra, pues, con la escisión anotada y con la confluencia de dos tendencias latentes en el espectro político europeo, la socialista y la democrático-republicana. Para Domènech, a partir de 1848, la tradición socialista será la continuadora de la “pretensión democrático-fraternal de civilizar el entero ámbito de la vida social”. En lo sucesivo, el programa político del socialismo europeo se cifrará en dos premisas normativas que sólo son comprensibles de cara a la tradición política a la que hemos hecho referencia: (i) erradicar el despotismo Ib., p. 110. Ib., pp. 118-119. 109 Ib., pp. 133-134. 107 108 38 proveniente de la loi de famille, que se extiende desde el plano doméstico hasta el laboral, y (ii) superar el despotismo burocrático-estatal heredado de la loi politique del Estado monárquico absolutista.110 Lo anterior fija las pautas para transitar a la segunda parte del texto, relativo al auge de la socialdemocracia europea después de la derrota de las revoluciones de 1848. Para el autor, el lapso que corre entre la fundación de la Asociación Internacional del Trabajo (AIT – Primera Internacional) y la bancarrota de la Segunda Internacional está mediado por tres consideraciones históricas. Primero, a instancias de Marx, la fundación de la AIT se suscribió en los dos propósitos reformistas del socialismo europeo: la disputa legislativa por la reducción de la jornada de trabajo y el fortalecimiento del cooperativismo. Por un lado, la Internacional secundó los propósitos reformistas de los lasalleanos y del sindicalismo británico al entender que la reducción de la jornada de trabajo y la conquista de leyes de protección social eran una forma de hacer prevalecer la economía política del trabajador por encima de la del capital. Por otro lado, defendió el movimiento cooperativo al juzgar que este tenía el mérito de “mostrar prácticamente que el existente sistema despótico y pauperizador del sometimiento del trabajo al yugo del capital [podía] ser removido por el benéfico sistema republicano de la asociación de productores libres e iguales”.111 Segundo, la AIT integró a su acervo ideológico el programa republicanodemocrático pero sustituyó su estrategia de alianzas transversales por una de corte obrerista. Frente a lo programático, se trazó los propósitos de (a) republicanizar las relaciones entre los ciudadanos y los magistrados políticos, es decir convertir a los segundos en agentes fiduciarios de los primeros; y, (b) defender que una sociedad civilizada y democrática de ciudadanos libres e iguales no podía sostenerse en la universalización de la propiedad privada sobre las fuentes de vida, sino en la apropiación común de esas fuentes.112 A su turno, y en lo atinente a lo estratégico, en 1872 la AIT aprobó una resolución mediante la cual recomendó la creación de partidos obreros nacionales a fin de organizar a la clase proletaria y participar de la disputa institucional, postura que marginó a los socialistas antipartidistas (Bakunin) y Ib., pp. 28-29; 150-151. Ib., pp. 156-157. 112 Ib., pp. 158-159. 110 111 39 a quienes concebían la lucha política bajo las estrictas coordenadas del sindicalismo (como era el caso de una importante tendencia del movimiento obrero británico).113 Tercero, en Alemania fue el único país en el que la estrategia de la AIT de crear partidos obreros autónomos tuvo éxito y donde, en consecuencia, germinó la tradición socialdemócrata europea. Dicho esto, ¿cuál fue el impacto que, en lo sucesivo, tendría la socialdemocracia alemana en las transformaciones del ideario y la estrategia del socialismo europeo, que, según Domènech, era heredero de la tradición republicana? El punto de partida que traza Domènech es la convergencia entre marxistas y lasalleanos en el famoso Programa de Gotha de 1875, por el cual se creó el Partido Socialista Obrero de Alemania. Sin perjuicio de las duras críticas que el propio Marx enfiló contra ese programa,114 tanto él como Engels apoyaron la creación del partido y colaboraron con los lasalleanos. Pese a la furibunda reacción de Bismarck, que en 1878 hizo aprobar una ley antisocialista que rigió hasta 1890, los socialistas alemanes diseñaron una estrategia que determinó la política europea hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial. Por una parte, aprovecharon las precarias libertades políticas para organizar la conciencia política de la clase obrera, y, por otra parte, utilizaron su fuerza para alcanzar conquistas sociales y laborales que les granjeó el apoyo popular. Por lo que respecta a la organización de la clase obrera, una vez abolida la ley antisocialista de Bismarck, el ahora Partido Socialdemócrata de Alemania (en adelante SPD, por sus siglas en alemán) disparó su número de afiliados. Si en 1890 su tasa de afiliación era de aproximadamente 250.000 miembros, en 1914 superaba el millón de militantes. No obstante, lejos de ser la vanguardia del demos y una fuerza socialmente hegemónica, la socialdemocracia aisló a la clase obrera industrial del resto del pueblo Ib., pp. 172-173. Fueron tres las grandes críticas que Marx hizo a dicho programa. Primero, su férreo obrerismo. Los lasalleanos estimaban que todas las capas no obreras de la sociedad eran una “masa reaccionaria”, con lo cual se perdía de vista que los pequeños propietarios y un sector de la burguesía liberal podía hacer causa común con los socialistas en la lucha contra la monarquía Guillermina. Segundo, su estatismo. En este punto la hipótesis de Marx era híbrida. De un lado, estimaba que la consigna del Estado libre era contraria al ideal republicano, que propugnaba por limitar la libertad del Estado y someterlo al control de la ciudadanía. De otro lado, en lo atinente a la economía, Marx propugnaba por las asociaciones cooperativas independientes del Estado; es decir, por fortalecer las iniciativas económicas de los trabajadores y no tanto por estatizar la economía cooperativa. Tercero, su moderado internacionalismo. En este punto, el cuestionamiento se enfiló contra el poco acento énfasis del programa en la necesaria “fraternidad internacional de las clases obreras en su lucha común contra las clases dominantes y sus gobiernos”. Cf. Karl Marx, Glosas marginales al programa del Partido Obrero Alemán [1875] (Marxists.org, 2020). Disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/gotha/critica-al-programa-de-gotha.htm, y Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 176-177. 113 114 40 trabajador, al paso que no leyó críticamente los cambios que la lucha reformista había propinado en la sociedad civil.115 Según Domènech, su aislamiento le impidió advertir tres cuestiones importantes: (i) la tendencia oligopólica de los mercados; (ii) el crecimiento del capital financiero y de su incidencia económica y espiritual en los estratos medios urbanos y rurales; y (iii) la deriva antidemocrática e iliberal de la maquinaria burocrática estatal y del gran empresariado, que reclamaba mano dura en la política doméstica y nacionalismo imperialista en la política exterior.116 Las circunstancias anotadas fueron la antesala de las discusiones ideológicas y estratégicas que marcarían el desenlace de la socialdemocracia en la última década del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX. En el plano estratégico la discusión estuvo marcada por la propuesta de Bernstein de buscar acuerdos políticos con las fuerzas democrático-radicales pequeñoburguesas y aun con el Zentrumspartei (partido católico) para ampliar así su radio de influencia en los estratos medios urbanos y rurales. Esta propuesta fue rechazada por la derecha (Karl Leigen), el centro (Bebel y Kautsky) y la izquierda del partido (Rosa Luxemburgo), que mantuvo su unidad alrededor de una estrategia ecléctica: ser reformistas en la lucha sindical, pero (conceptualmente) revolucionarios en la lucha política.117 Una discusión análoga, reseña Domènech, se suscitó en el seno de la Segunda Internacional, esta vez entre los socialdemócratas alemanes y los socialistas franceses, liderados por Jean Jaurès. En el congreso de Ámsterdam de 1904 el dirigente francés –que venía de hacer frente común con los sectores republicanos a propósito del caso Dreyfus y de la reacción monárquico-clerical que se había desatado con ocasión a este acontecimiento– propuso a los socialistas implementar una política de alianzas con la izquierda republicana burguesa que fortaleciera los ideales democráticos y saliera al paso de la reacción clerical y nacionalista que se cernía sobre Europa continental. El SPD, en cabeza de Bebel, rechazó la propuesta de Jaurès bajo el argumento de que la Domènech narra que a principios del siglo XX era tan sólida la estructura organizativa del SPD que un militante socialdemócrata podía aspirar a que el partido le proveyese, tanto a él como a su familia, servicios educativos, espacios de desenvolvimiento social, medios de comunicación, oferta cultural de todo tipo, asistencia familiar e incluso servicios funerarios. Cf. Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., p. 184. 116 Ib., pp. 196-198. 117 Ib., pp. 200-201. 115 41 monarquía y la república eran formas de Estado burgués funcionalmente encaminadas a reforzar el dominio de la clase dominante sobre el proletariado.118 Aunque en uno y otro caso las propuestas estratégicas eran disímiles, la hipótesis de Domènech es que los debates introducidos por Bernstein y por Jaurès respondían a una necesidad política específica: reubicar a las organizaciones socialdemócratas en la vida civil; rearticular el demos bajo hegemonía socialista, para lo cual era indispensable reapropiarse de la retórica republicana tal y como proponía Jaurès, y cerrar el paso a la “reacción monárquico-clerical sostenida por una gran burguesía industrial y financiera neoabsolutista”.119 ¿Cómo se explica el dogmatismo del SPD en medio de esta coyuntura? Una posible respuesta es que la socialdemocracia perdió de vista la reconfiguración ideológica del liberalismo en la última década de siglo XIX y la primera del XX. Según explica Domènech, ante el resquebrajamiento de la “época de la seguridad” y la creciente concentración del capital emergió en Europa una variante del liberalismo que reconoció la necesidad de intervenir el mercado capitalista y de constitucionalizar las relaciones entre los individuos (consumidores y trabajadores) y las empresas. Estos liberales, entre los que cabría mencionar a John A. Hobson, Bertrand Russell, Friedrich Naumann y el propio Max Weber, estaban dispuestos a reconocer el necesario “embridamiento jurídico de la empresa capitalista” y a hacer causa común con los socialistas en ese propósito.120 Así y todo, en el momento en que un sector del liberalismo se acercó ideológicamente a las posiciones socialistas en el seno de la socialdemocracia tuvo lugar un debate estratégico decisivo que opuso a Rosa Luxemburgo y a Kautsky. Se trataba de si debía apoyar o no la huelga general de masas y retomar la agitación republicana en un contexto en el que, merced a esta estrategia, el movimiento obrero había logrado el reconocimiento del sufragio universal masculino en Suecia, Holanda y el Imperio austrohúngaro.121 Contrario a la posición de Rosa Luxemburgo, Kautsky estimaba oportuno profundizar la estrategia del desgaste y alcanzar mayorías absolutas en el Reichstag para liquidar, en condiciones de legitimidad política mayor, el sistema monárquico dominante, lo que ciertamente perdía de vista que en Alemania no Ib., pp. 220-221. Ib., p. 223. 120 Ib., pp. 201-212. 121 Ib., p. 224. 118 119 42 imperaba una monarquía parlamentaria y que la acción estratégica, a diferencia de lo que podía ocurrir en Francia, en Gran Bretaña o en Norteamérica, se daba en condiciones políticas semiabsolutistas.122 Otra de las cuestiones que a juicio de Domènech impidió la construcción de una estrategia política transversal fue la “vaga y nebulosa idea” que los socialdemócratas, anarquistas y anarcosindicalistas tenían de lo que significaba en la práctica un “sistema republicano de asociación de productores libres e iguales”.123 Sobre esto, el autor propone dos reflexiones. De un lado, que antes de la Primera Guerra Mundial era impensable cualquier forma de socialismo o de capitalismo de Estado, lo que quiere decir que el ideal de una burocracia estatal gestora de los procesos productivos era ajeno a la socialdemocracia finisecular. De otro lado, en línea con los planteamientos del Marx de la Crítica al programa de Gotha, el SPD tampoco se hacía ilusiones de que el Estado ocupara la posición del propietario privado. Por contraste su programa económico estaba más emparentado con la socialización de la propiedad en los consejos de fábrica, sindicatos y organizaciones cooperativas.124 De hecho, esto último explica en parte el “pacifismo” de Engels, Bebel, Kautsky y Bersntein a partir de 1891. Para todos ellos la estrategia insurreccional hacía difícil conservar al personal técnico de las empresas, cuya función resultaba determinante a la hora de suplir las funciones antaño desempeñadas por los propietarios privados: asignar recursos, organizar eficientemente la producción y calcular el riesgo. Por otra parte, la “estrategia del cansancio” ideada por Kautsky justificaba la expropiación y posterior democratización de las empresas en un momento de mayor avance de la concentración del capital.125 Con todo y ello, las controversias anotadas se vieron eclipsadas por el creciente prestigio electoral de los partidos socialdemócratas adscritos a la Segunda Internacional y el consecuente poder social y de masas que ello les supuso, así como por la efervescencia nacionalista y los ánimos de guerra que empezaron a calar en el ambiente público. Domènech concuerda con la historiografía dominante en que la Primera Guerra Mundial propinó un duro golpe a la unidad de la socialdemocracia Ib., pp. 229-232. Ib., p. 235. 124 Ib., pp. 236-237. 125 Ib., pp. 254-256. 122 123 43 europea y a la estabilidad de la Segunda Internacional y de su partido más importante, el SPD. En el caso de Alemania, no hay que olvidar que con ocasión de la Gran Guerra una minoría que seguía defendiendo las banderas del pacifismo y del internacionalismo se apartó del SPD para crear el USPD. Este partido, recuerda Lichthem, se reivindicaba en la tradición radical-democrática de la Revolución Rusa de febrero de 1917. Su programa reivindicaba “la paz, una política de no anexiones, la autodeterminación nacional, una diplomacia abierta, el desarme general y el retorno al internacionalismo”.126 En su seno se reunieron los antiguos y conocidos dirigentes centristas del SPD, ahora disidentes, Kautsky y Bernstein, así como los dirigentes izquierdistas del mismo partido, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Unos y otros mantuvieron sus diferencias estratégicas, mas su unidad fue indispensable para la promoción de las huelgas que aceleraron el colapso de la resistencia militar alemana y propiciaron la caída de la monarquía Guillermina y la proclamación de la república.127 En todo caso, la ausencia de una dirección decidida y la falta de un horizonte de acción política claro conllevó a la ruptura del espacio político socialdemócrata y a la fallida resurrección espartaquista de enero de 1919, que dejó como terrible saldo el asesinato de Rosa Luxemburgo y de Karl Liebknecht. Pese a ello, Domènech relieva que la legitimidad del SPD no se vio golpeada, al punto que en las elecciones al Reichstag de 1919 los partidos defensores de la república obtuvieron 25 de los 30 millones votos sufragados.128 Y si bien es verdad que los buenos resultados electorales no se mantendrían con el paso de los años, la posguerra y el revival de las reivindicaciones democrático republicanas impulsó el poder social y electoral de las organizaciones obreras de tradición socialista (ahora escindidas en socialdemócratas y comunistas) y obligó a sus adversarios, algunos de ellos antiguos monárquicos, a disputar el poder político en competencia electoral.129 En lo sucesivo el texto de Domènech se detiene en profundizar en el fracaso de las experiencias políticas auspiciadas por los socialistas en Europa occidental y en Rusia. Pese a que en el apartado destinado a la estrategia y a la política de alianzas nos detendremos en esta parte del libro, vale decir que para el autor la derrota de estas George Lichtheim, Breve historia del socialismo (Madrid: Alianza Editorial, 1975), p. 316. Ib. 128 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 292-293. 129 Ib., p. 298. 126 127 44 experiencias obedece principalmente a dos razones que, por lo demás, coinciden con la propuesta analítica de Rosenberg. Primero, enfatiza en que el eclipse del programa republicano fraternal y democrático y el consiguiente quiebre en la política de alianzas transversales debilitó considerablemente a las repúblicas alemana, austriaca y española. Segundo, pone de manifiesto que la contracara de esta escisión fue la deriva autoritaria y nacionalista de los sectores conservadores críticos de la democratización del gobierno representativo, quienes, ellos sí coordinadamente y prevalidos de un ideal corporativista iliberal, sepultaron las experiencias republicanas de Europa occidental.130 3. El socialismo europeo, un esfuerzo de comprensión analítica Las líneas precedentes dieron cuenta de los asertos históricos y analíticos de tres obras que son cruciales para entender la historia del socialismo europeo entre la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX. Como lo reseñé en la introducción, a continuación quiero proceder con la segunda parte del trabajo, dedicada a comprender, de la mano de los autores reseñados y de una bibliografía auxiliar, aspectos neurálgicos del núcleo ideológico del movimiento socialista en Europa occidental. Para esos propósitos, esta parte del trabajo discurrirá a través de cuatro temáticas esenciales para abordar el tópico que nos concierne: los orígenes del movimiento socialista (3.1); el ideal democrático y republicano (3.2.); la cuestión de la libertad republicana y la propiedad (3.3.), y la acción estratégica y la política de alianzas (3.4.). 3.1. Los orígenes del movimiento socialista Reflexionar sobre el núcleo ideológico del socialismo europeo supone abordar la pregunta por el origen histórico de dicha tradición política. En este punto, estimo que los textos analizados nos permiten abordar este interrogante. Lo primero que hay que decir es que la emergencia de una tradición política involucra un conjunto de causalidades que no necesariamente tienen prelación lógica. Los textos que he reseñado permiten identificar dos razones históricas que, analizadas en conjunto, podrían explicar la emergencia del socialismo decimonónico en Europa occidental. 130 Ib., pp. 362-363; 381-382; 400-403; 507-510; 544. 45 Ambas premisas resultan sugestivas porque, al ubicar los pormenores históricos de la tradición política, complejizan el contenido de su ideología. Podríamos decir que una proposición analítica transversal a los tres textos abordados y que ha sido empleada en otras narraciones históricas131 es formulada lúcidamente por Polanyi en La gran transformación: el origen del socialismo está íntimamente ligado a la emergencia del capitalismo de libre mercado y no sólo a la revolución industrial. Una de las lecciones historiográficas de Polanyi es que la pauperización del nivel de vida de millones de británicos como consecuencia de la revolución industrial suscitó la reacción moral de diversos estratos de la sociedad. Mientras unos pretendían ralentizar el mecanismo poniendo trabas, por ejemplo, a la extensión del mercado de trabajo (como fue el caso del sistema de subsidios de origen judicial Speenhamland), otros reaccionaron a las externalidades negativas de la industrialización sin denostar del proceso en sí mismo. Ese fue el caso de Robert Owen, quien propugnó por una síntesis entre los avances técnicos de la industrialización y los ideales ilustrados de perfectibilidad y cooperación.132 Este punto nos introduce una premisa que resulta relevante a la hora de entender el origen del socialismo en Europa continental y en Gran Bretaña. Por lo que refiere a este último país, es preciso destacar que la crítica de los socialistas, aunque prevalida de ideales utópicos sobre la buena sociedad, comprendía ya un aspecto que sería central en el socialismo posterior: la crítica racionalista, endógena, del capitalismo. Owen, por ejemplo, se presentaba como un “ingeniero social” que había encontrado formulas más racionales para alcanzar los ideales de “mayor felicidad para el mayor número de personas”.133 Como lo vimos de la mano de Polanyi, los socialistas utópicos à la Owen descubrieron la sociedad como un problema político. Se sentían horrorizados moralmente por las consecuencias del reformismo capitalista, pero doctrinalmente seguían siendo utilitaristas. Esto último es crucial para entender el quiebre entre los socialismos europeos previos y posteriores a la década de 1840. Al respecto, la segunda premisa que valdría la pena rescatar de Polanyi es que esta ruptura tiene lugar en el momento en que los críticos del pauperismo se convierten en críticos de la economía política 131 Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit. Cf. Rafael del Águila, El socialismo utópico. En: Fernando Vallespín (Ed.), Historia de la Teoría Política 4 (Madrid: Alianza Editorial, 2002), pp. 68-69. 133 Ib., pp. 96-97. 132 46 decimonónica, o, para usar las palabras de Lichtheim, en el momento en que la crítica filosófica de la civilización se convierte en una acusación sociológica del capitalismo.134 No hay que perder de vista que es en esta década en la que Marx se introduce (desde luego, él y muchos más) en el estudio del modo de producción capitalista,135 al punto que para 1847 comienza a difundir una de las tesis que determinaría el futuro ideológico del movimiento socialista, a saber, que la dominación capitalista emana de la conversión de la fuerza de trabajo en mercancía.136 Lo anterior es indicativo de que el socialismo en Europa occidental, al menos a partir de 1840, no sólo se erigió como un movimiento de protesta contra la pauperización y los efectos nocivos de la industrialización no planificada. Como vimos, la reacción moral a estos fenómenos fue determinante pero seguía anclada a parámetros doctrinales que se debatían entre el utilitarismo racionalista y la crítica religiosa. Por contraste, a partir de estos años la seña de identidad del socialismo será la lucha contra la sujeción mercantil de la fuerza de trabajo, cuestión última que es determinante a la hora de valorar un aspecto central de lo que será, a posteriori, un eje definitorio del programa ideológico del socialismo de tradición marxista: la abolición de la propiedad privada sobre los medios de producción como condición necesaria para emancipar el trabajo de las leyes del mercado. Ahora bien, a partir de los textos estudiados, podría decirse que si estas hipótesis historiográficas son útiles para entender los orígenes del socialismo británico, se quedan cortas a la hora de comprender la emergencia del socialismo europeo continental. Sobre esto habría que hacer dos comentarios. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 97. Así lo dice en el conocido Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política: “En Bruselas a donde me trasladé [en 1845] a consecuencia de una orden de destierro dictada por el señor Guizot proseguí mis estudios de economía política comenzados en París. El resultado general al que llegué y que una vez obtenido sirvió de hilo conductor a mis estudios puede resumirse así: en la producción social de su vida los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general”. Cf. Karl Marx, Prólogo a la contribución a la Crítica de la Economía Política [1859] (Marxist Internet Archive, 2001, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/me/1850s/criteconpol.htm). 136 A tono con los críticos de la economía política, Marx insiste en 1847 que: “La fuerza de trabajo es, pues, una mercancía que su propietario, el obrero asalariado, vende al capital. ¿Para qué la vende? Para vivir”. Y más adelante añade: “El salario es, como hemos visto, el precio de una determinada mercancía, de la fuerza de trabajo. Por tanto, el salario se halla determinado por las mismas leyes que determinan el precio de cualquier otra mercancía”. Cf. Karl Marx, Trabajo asalariado y capital [1847-1849] (Marxist Internet Archive, 2000, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/49-trab2.htm). 134 135 47 Al margen de sus diferencias teóricas y conceptuales, no puede perderse de vista que los llamados socialistas utópicos, Saint-Simon y Fourier, eran reformadores sociales que coincidían en la necesidad de reorganizar la producción para alcanzar niveles más racionales de vida colectiva. A diferencia de Owen, sus pretensiones no eran una reacción directa contra el pauperismo (pues los efectos sociales de la industrialización británica no se reprodujeron in toto en la Europa continental), sino más bien de un interés por asimilar los desarrollos técnicos de la industrialización en condiciones de armonía social.137 A riesgo de simplificar, podríamos decir que estos socialistas eran más tecnócratas que igualitaristas. Saint-Simon, por ejemplo, desdeñaba explícitamente los ideales igualitarios de los jacobinos, al tiempo que tenía en alta estima el ideal de una sociedad en la que el gobierno de las cosas reemplazara el dominio sobre las personas, ideal utópico en el que Friedrich Engels se circunscribiría en el Anti-Dühring.138 Esto es importante porque matiza las causas históricas que, sobre los orígenes del socialismo europeo continental, enlistan Rosenberg y Domènech. No se puede obviar que los precursores del socialismo (“utópico”) francés no fueron propiamente seguidores del ideal democrático-igualitario de los jacobinos, sino que por el contrario cultivaron una tendencia tecnocrática del socialismo que se emparentaría con el positivismo europeo de las décadas siguientes (recordemos que Auguste Comte fue discípulo de Saint-Simon). Así y todo, no podríamos descartar la hipótesis de que una tendencia del socialismo continental, al menos como se desarrolló a partir de la década del cuarenta del siglo XIX, sí se reclamó heredero del movimiento democrático galvanizado por la Revolución Francesa. Dicho esto, en lo atinente a los orígenes del socialismo europeo, podemos trazar tres hipótesis que historiográficamente resultan valiosas. Por lo que refiere a Gran Bretaña, hay que decir que el socialismo emergió como un movimiento de rechazo al pauperismo y como una crítica del liberalismo utilitarista defensor de la economía autorregulada y de la conversión de la fuerza de trabajo en mercancía. Por su parte, en Europa continental fueron dos las corrientes que alimentaron el surgimiento de la tradición política. De un lado, el reformismo social de los llamados “socialistas utópicos”, que pretendían someter los más altos desarrollos de la técnica a los 137 138 Rafael del Águila, El socialismo utópico. Óp. Cit., 77-80; 90-91. Ib., pp. 79-80, 83. 48 principios del cooperativismo racionalista. De otro lado, la tradición democráticaigualitaria de extracción jacobina. En lo que sigue tendremos que profundizar en los impactos ideológicos de las tendencias anotadas, pero antes valdría la pena resaltar que si bien las preocupaciones sociopolíticas descritas no son en principio análogas, se entrecruzarían a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Por una parte, los reclamos igualitarios hicieron mella en el movimiento cartista de Gran Bretaña, cuyo propósito principal, antes que cualquier reivindicación de índole económica, fue la democratización del gobierno representativo. Por otra parte, la crítica de Marx a la economía de libre mercado desarrollada en el marco del capitalismo británico fue determinante en el futuro del socialismo europeo continental, en especial en Alemania, donde se fundaría el partido de tradición marxista más importante de la Europa finisecular y cuya agenda política se centraría en el reformismo económico y el intervencionismo de Estado. 3.2. El ideal democrático y republicano Norberto Bobbio manifestó en varias ocasiones que el movimiento socialista tuvo una “grave indiferencia hacia la teoría de las formas de gobierno”. A su consideración esa omisión era especialmente imputable a Marx y a sus herederos, quienes cometieron el error –según Bobbio– de creer que todo régimen político era al final de cuentas el reflejo de la dominación de clase.139 Desde luego, la crítica del filosofo italiano era en parte justa. La tradición marxista, desde la socialdemócrata hasta la bolchevique, no fue ajena a un tipo de teoría política que se aproximó al estudio del Estado desde una óptica puramente instrumental. No obstante, valdría la pena rastrear parte del origen histórico de esa discusión ideológica, pues, a tenor de las reflexiones de Rosenberg y Domènech, no es preciso asegurar que el socialismo por un lado y el marxismo por otro desatendieron del todo cualquier preocupación sobre esta cuestión. Es interesante comenzar por el análisis que hemos reseñado de Polanyi. En su obra se advierte una disonancia entre la preocupación económica del movimiento Cf. Norberto Bobbio, Autobiografía (Madrid: Taurus, 1998), p. 141. En uno de los ensayos contenidos en el libro Ni con Marx ni contra Marx, se lee la siguiente reflexión: “Los temas clásicos de la teoría política o del sumo poder son dos: cómo se conquista y cómo se ejerce. De estos dos temas el marxismo teórico profundizó en el primero, y no en el segundo. En resumen: falta en la teoría política marxista una doctrina del ejercicio del poder”. Cf. Norberto Bobbio, Ni con Marx ni contra Marx (México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1999), p. 84. 139 49 obrero británico y el objetivo político más relevante de los Cartistas: la obtención del sufragio universal. Este autor parece decir que si bien el movimiento socialista surgió de una crítica al mercado autorregulado, sus primeras reivindicaciones sistemáticas no fueron económicas, sino políticas. La lección que podemos extraer de estos autores es que esta circunstancia obedece a las condiciones ideológicas del movimiento obrero europeo de los años 40. Como lo deja en claro Rosenberg, era la democracia y no el socialismo el ideal que mayor pavor despertaba en los estratos dirigentes de la sociedad y que mejor articulaba los intereses de los trabajadores y de los pequeños propietarios. En el caso de Inglaterra, como lo dice Polanyi, la exclusión de las masas laboriosas del gobierno representativo se explicaba por una cuestión instrumental: no podía dejarse en manos de los pobres la vigencia de las leyes que, justamente, tenían por propósito disciplinar y ampliar el mercado de la fuerza de trabajo. Era impensable, pues, permitir que la emergente clase obrera incidiera en el poder normativo estatal en un contexto en el que Gran Bretaña profundizaba su industrialización. Otro tanto ocurrió en Europa continental. En esta zona, las reivindicaciones fueron a la vez democráticas y republicanas. Por una parte, como lo recuerda Rosenberg, el concepto de democracia que el movimiento socialista defendió en el marco de las revoluciones de 1848 fue el que justamente despertó resquemor en Aristóteles y en toda la tradición política que a él se remonta. En este caso, la democracia significaba abogar por el gobierno de la “mayoría pobre”, todo lo contrario al absolutismo monárquico. Es decir, se trataba de un ideario que, desde una perspectiva clásica, englobaba la democracia y el republicanismo y se reconocía heredero tanto de la revolución norteamericana como de la francesa. Esta idea, como vimos, está latente tanto en el relato historiográfico de Rosenberg como en el de Domènech. Pero con todo y su veracidad, habría que hacer notar que, al menos en Europa continental, fue particularmente la Revolución Francesa la que tuvo un impacto ideológico determinante en el movimiento socialista. ¿De qué tipo fue su incidencia? En principio, como explica Hobsbawm, los sucesos de 1793 contribuyeron a construir el ideal romántico de la revolución que permeó a toda la tradición socialista al menos hasta el siglo XX. Bajo la estela de este acontecimiento, la revolución fue comprendida principalmente como una secuencia de imágenes prestablecidas. Una insurrección popular de personas heroicas que se alzan en barricadas y quiebran la 50 fuerza del Estado (absolutista o semiabsolutista) proclaman la República e implantan un gobierno provisional que, a posteriori y a instancias del pueblo, convoca una asamblea constituyente que inaugura un nuevo orden social y político. En el entretanto el nuevo ordenamiento dispone de un poder ejecutivo fuerte y centralizado que hace frente a la contrarrevolución y que no descarta el empleo de la dictadura comisaria.140 Aunque esta herencia romántica es incuestionable, habría que decir que la Revolución Francesa no solo proveyó al socialismo de una imagen de la revolución sino que también le dio un programa democrático. Si hay algo imputable a Robespierre, nos recuerdan Rosenberg y Domènech, es que presionó a un sector del republicanismo francés a asumir las banderas de la democracia y no solo las del constitucionalismo. En términos normativos, esto se tradujo en la necesidad de incluir en la plena ciudadanía a las mayorías desapoderadas. Se trataba de integrar, en condiciones de igualdad y libertad, a los otrora sujetos pasivos de la sociedad civil y política.141 Al margen del desenlace del llamado régimen del terror, el hecho cierto es que el programa de los jacobinos: sufragio universal más derecho a la existencia caló en el ideario colectivo y fue determinante en la posterior emergencia del movimiento obrero. La democracia fraternal republicana se entendería, a partir de ese momento, como la posibilidad de que los pobres (esclavos y asalariados) pudiesen acceder de pleno derecho a la vida civil de los iguales recíprocamente libres.142 Al hilo, pues, de esa tradición, es entendible que el movimiento socialista de mediados del siglo XIX fuese esencialmente un movimiento de lucha democrática. Esta lucha, ciertamente, se tradujo en los términos propios de su época: reconocimiento del sufragio universal y democratización del gobierno representativo. Pretensión política que fue invariable al margen de las disputas estratégicas entre las tendencias del movimiento. Louis Blanc y August Blanqui, por ejemplo, coincidían tanto en su defensa de la república basada en el sufragio universal como en la necesidad de organizar cooperativamente el trabajo para garantizar el derecho a la existencia del que hablaba Robespierre a finales del siglo XVIII. Eric Hobsbwam, La era de la revolución (1789-1848). Óp. Cit., pp. 135; 272. Andrés de Francisco, La mirada republicana (Madrid: Catarata, 2012), p. 48. 142 Antoni Domènech, El socialismo y la herencia de la democracia republicana fraternal. En: Antoni Domènech, Escritos Sin Permiso [Antología] (Barcelona: Sin Permiso, 2018), p. 11. 140 141 51 Lo propio ocurrió en Gran Bretaña. Tras el fracaso de los Cartistas, cuyo programa, como vimos, era esencialmente democratizador, la reemergencia del movimiento obrero en ese país fue concomitante con la creación de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), fundada en Londres en 1864 y que reunió, entre otros, a sindicalistas ingleses, socialistas franceses y republicanos italianos. El Manifiesto inaugural de la AIT, redactado por Marx, revela los intereses democráticos del movimiento y reafirma este aspecto de su núcleo ideológico. Entre otras cosas, este documento dejó en claro que las conquistas de la economía política del trabajo (v. gr. la ley de las diez horas y la consolidación del cooperativismo) sólo podían seguir siendo efectivas mientras se democratizara la Cámara de los Comunes. En este caso, la advertencia de Marx fue precisa: la clase obrera debía conquistar el poder político y valerse de su elemento de triunfo: el número, ser la mayoría.143 Así pues, los socialistas de mediados del siglo XIX no obviaban que el socialismo debía materializarse por ser un programa de estirpe mayoritario. Para ese propósito era indispensable luchar contra el absolutismo monárquico y contra las trabas políticas que impedían que tales mandatos, sociológicamente mayoritarios, tuviesen concreción política. Hay que precisar además que esta percepción fue transversal a las tendencias del socialismo británico (incluida la positivista, que cristalizó en la conocida Fabian Society) y que, al menos hasta 1871, trascendió cualquier debate estratégico. Prueba de esto es que, en ese año y en el contexto de la Comuna de Paris de 1871, los positivistas ingleses próximos al socialismo, aunque hostiles al comunismo francés à la Blanqui, apoyaron abiertamente sus iniciativas y lamentaron su caída.144 Se trataba, como decíamos, de la defensa del programa de reforma política de la mayoría social que era aplastado por la minoría aristocrática y privilegiada. Hasta aquí valdría la pena decir tres cuestiones. En primer lugar, que los relatos historiográficos traídos a colación coinciden en que el movimiento socialista, al menos entre 1848 y 1871, se reclamó dentro de la tradición democrática fraternal inaugurada por los jacobinos, y que esto trascendió cualquier discusión sobre la estrategia política y de alianzas. Tanto los moderados como los radicales coincidieron en la necesidad de integrar a la vida civil y política a quienes, por virtud del absolutismo político y las reglas de dominación civil, estaban excluidas de ella. En segundo lugar, habría que decir que el movimiento socialista se reclamaba en la tradición democrática entendida 143 Karl Marx, Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores (Marxist Internet Archive, 2001, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1860s/1864fait.htm). 144 Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 236. 52 como gobierno de la mayoría pobre. El socialismo, pues, asoció democracia a mandato mayoritario y sujetó la legitimidad de su programa al hecho de ser defendido y estar dirigido a la mayoría numérica de la sociedad. En tercer lugar, en este lapso el movimiento socialista también asoció la democracia al autogobierno popular. Esto es valioso si se le mira desde la óptica de la tradición republicana. Por una parte, el Marx del Manifiesto Comunista creía firmemente en que la conquista de la democracia –esto es, del gobierno por el cual todos los ciudadanos participan de la formación de la voluntad general– haría irremediablemente que el poder político perdiera una de sus propiedades: la dominación de clase. Esta aproximación teórica marcó la agenda del movimiento obrero hasta la Comuna de París de 1871. En este último caso, en palabras de Hans Kelsen, lo que despertó el interés de Marx y de buena parte de sus camaradas, fue que el experimento de los comuneros (muchos de ellos seguidores de Blanqui) supuso el esfuerzo de los proletarios franceses por alcanzar dos puntos programáticos que se remontaban a las revoluciones de 1848: (i) sustituir la forma estatal monárquica por una constitución democrática-republicana fundida con elementos de la democracia directa, y (ii) permitir que los pobres conquistaran el poder del Estado y lo ejercieran en favor de sus intereses, es decir, alcanzaran el autogobierno popular.145 Con todo, el antedicho consenso ideológico sufrió un duro revés con posterioridad a 1871. No podemos afirmar con grado de certeza si, como lo dice Rosenberg, Marx se sumó a la estela de la Comuna de París por cuestiones estratégicas y no tanto teóricas. Lo que en todo caso es verdad es que a partir de ese acontecimiento el movimiento socialista sufrió la consabida escisión entre socialdemócratas y anarquistas. Esta escisión marcó una ruptura normativa asociada al ideal democrático. Ya dijimos que antes de 1871 los socialistas más o menos coincidieron ideológicamente en que la lucha democrática consistía en sustituir el absolutismo monárquico por la república parlamentaria y democratizar el gobierno representativo para conquistar el poder político. Como vemos, existía una relación inescindible entre los ideales del autogobierno popular y la tradición institucional parlamentaria. 145 Cf. Hans Kelsen, Socialismo y Estado. Una investigación sobre la teoría política del marxismo [1923] (México, D.F.: Siglo XXI Editores, 1982), pp. 240-241. 53 Tal era la conexión entre una y otra cuestión que la ruptura entre los anarquistas y los socialdemócratas se hizo manifiesta en el momento en que el V Congreso de la AIT, celebrado en La Haya en 1872, aprobó una reforma de sus estatutos tendiente a prescribir que, en su lucha contra las clases poseedoras, los proletarios debían crear sus propios partidos políticos para hacer frente a las organizaciones políticas de la clase adversaria.146 La reforma estatutaria de la AIT marcó un viraje normativo capital para entender el curso del socialismo en los cincuenta años siguientes. Por cuenta de la antedicha decisión los socialdemócratas de tradición marxista rompieron tanto con las tendencias “antipolíticas” del socialismo como con el reformismo de la burguesía radical. Se trataba de velar por la democratización del gobierno representativo. Sí. Pero también de alcanzar una mayoría autónoma de clase. En otras palabras, de intervenir en la incipiente actividad parlamentaria a fin de alcanzar la mayoría necesaria para consumar “la revolución”. No se trataba, ciertamente, de descartar el uso de la violencia en la actividad política, pero sí de minimizar su carácter insurreccional. Conceptualmente, y a partir de ese momento, la socialdemocracia tendería a ver la revolución como un acto normativo mayoritario, reflejo del autogobierno popular. No es gratuito que esta lectura normativa haya calado principalmente en Alemania, país en el que, a diferencia de Inglaterra o Francia, no existía una genuina tradición de lucha insurreccional.147 Pero tampoco es gratuito ese viraje ideológico si se le mira desde el punto de vista sociológico. Entre 1848 y 1875, fecha última en la que se creó el afamado Partido Socialista Obrero de Alemania, el crecimiento de la economía capitalista supuso el fortalecimiento del proletariado industrial. En el último tercio del siglo XIX emergió una capa social compuesta por personas que vivían en barrios densamente poblados en las proximidades de las fábricas. Se trataba de cientos de miles de personas que poco a poco fueron desarrollando una red de vida colectiva marcada por los problemas cotidianos: condiciones de precariedad laboral, salarios bajos y ausencia de medios alternativos para ganarse la vida. Además de estas adversas circunstancias materiales, la lucha política y sindical creció al imperio de las peores condiciones de persecución policial y proscripción legal.148 Karl Marx, Estatutos Generales de la Asociación Internacional de los Trabajadores (Marxists Internet Archive, 2000, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1860s/1864-est.htm). 147 Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., pp. 278, 288. 148 Cf. Ludolfo Paramio, La socialdemocracia (Buenos Aires: Catarata – Fondo de Cultura Económica, 2009), pp. 2022. 146 54 Esto último es importante tenerlo en cuenta porque a partir de la derrota de la Comuna de Paris, la reforma de los estatutos de la AIT en 1872 y la emergencia de los partidos socialistas en Europa continental, quienes se hicieron socialistas tenían claro que en los países donde se habían alcanzado derechos políticos era indispensable emplearlos en pos de la economía política del trabajo, al paso que en aquellos lugares en los que persistía el absolutismo monárquico era preciso conquistar los derechos a la participación política. Tras la década del 70 del siglo XIX los partidos socialistas creados a instancias de la Internacional acogieron la acción política institucional y defendieron la autonomía de los trabajadores como dos principios indispensables para “democratizar la política y la economía”.149 En cualquier caso conviene no perder de vista que los socialdemócratas, y no sólo los anarquistas, miraron con escepticismo la actividad política institucional. Esto último es determinante para añadir otro elemento importante del núcleo ideológico. A diferencia de lo que terminarían defendiendo en la década del 20 del siglo XX, los socialistas finiseculares no creían en la democracia como una política de compromiso. Su aproximación no era, pues, la de los demócratas sociales franceses de los años 40 del siglo XIX, derrotados en 1851. Todo lo contrario, creían que el Estado democrático sólo podía ser una realidad en tanto y en cuanto los trabajadores fueran mayoría numérica y conquistaran el poder político. Con todo y ello, la participación parlamentaria (desarrollada modestamente en Francia y Alemania a partir de la década del 70 del siglo XIX) se presentaba como una necesidad para proteger al movimiento contra la represión. Se trataba pues, de una acción defensiva mientras, en el terreno de la sociedad civil, se construían las bases socialistas del nuevo poder.150 Pese a que más adelante haré los comentarios correspondientes sobre la cuestión estratégica, es importante no perder de vista que la escisión entre “revolucionarios y reformistas”, propia del siglo XX, no puede proyectarse ideológicamente al siglo XIX. Esa es, a mi consideración, una de las lecciones historiográficas que nos dejan los textos analizados. El SPD, como lo expone Domènech con suma minuciosidad, participó “defensivamente” en la incipiente vida parlamentaria alemana mientras forjó un proyecto de contra sociedad que le granjeó un creciente apoyo popular. Es decir, durante el último tercio del siglo XIX, el partido socialista más importante de Europa 149 150 Adam Przeworski, Capitalismo y socialdemocracia (Madrid: Alianza Editorial, 1988), pp. 17-19. Ib., pp. 19-23. 55 occidental fue un partido que intervino en la vida institucional pero que tenía sus ojos puestos principalmente en la sociedad civil. Y es que, si lo miramos teóricamente, era justamente esa fórmula de comprensión ideológica la que diferenció a Marx de Lassalle y la que arrojó a los marxistas a enconadas controversias con los lassalleanos. Mientras estos últimos eran predominantemente estatistas, Marx consideraba, contrario a Hegel, que la reconciliación de la sociedad civil sólo podía emanar de una síntesis en su propio terreno. De ahí que el SPD se hubiese empeñado en construir una auténtica contra sociedad civil-burguesa).151 Aun en vigencia de las leyes antisocialistas de Bismarck, la socialdemocracia alemana forjó un andamiaje institucional que proveyó a sus militantes obreros de una auténtica red de servicios de seguridad social: escuelas, oferta cultural, asistencia familiar, auxilio de desempleo y servicios funerarios. Su hipótesis era, pues, que la participación institucional era útil de cara a alcanzar eventualmente una mayoría política que hiciera posible la transformación revolucionaria, pero que la base de su poder estaba en las experiencias civiles por él dirigidas. Bajo esa premisa fue creada la Segunda Internacional en 1889. Además de contribuir a la reconciliación entre los socialistas franceses y alemanes, su mandato político era la lucha de clases. La actuación política institucional era en estricto rigor una cuestión secundaria. El propósito de la socialdemocracia, según sus máximos dirigentes, era la organización de la clase y su preparación para la conquista del poder político.152 Como lo vimos de la mano de Domènech, en esto coincidieron todas las tendencias del partido: la democracia no era un medio de acción política, sino un fin. Mientras se alcanzaba el fin: la democracia, el socialismo como mandato normativo mayoritario, era preciso presionar a la sociedad burguesa y, si era del caso, arrancarle concesiones en pos de la economía política del trabajo. Dicho esto, a juzgar por la bibliografía que se ha traído a colación, se debe reconocer que al menos hasta principios del siglo XX el movimiento socialista se debatió entre aproximaciones normativamente contradictorias del concepto de democracia. Podría decirse que fueron justamente estas contradicciones las que dieron paso tanto al revisionismo como a la posterior ruptura entre reformistas y 151 152 Cf. Ludolfo Paramio, La socialdemocracia. Óp. Cit., p. 21. Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 303. 56 revolucionarios. A este respecto, y a modo de cierre, vale concluir con las siguientes seis ideas: 1. A partir de 1848 el movimiento socialista se fijó como propósito político el de luchar por la república parlamentaria y democratizar el gobierno representativo. Desde los Cartistas británicos hasta los socialdemócratas alemanes el movimiento socialista tuvo la antedicha pretensión. En este último caso, es conocida la frase del programa de Erfurt de 1891 que rezaba: “la clase trabajadora no puede librar sus luchas económicas y desarrollar su organización económica sin derechos políticos”.153 En efecto, la primera reivindicación del programa concernía al “sufragio igual, directo y universal y secreto para todos los ciudadanos del Reich mayores de 20 años, independientemente de su sexo”.154 La conquista del poder político significaba, a instancias de ese programa, una ocupación de las instituciones representativas por parte de la mayoría desposeída. Era pues una pretensión democrática que compaginaba con la tradición parlamentaria. 2. A partir de este programa, la teoría política del SPD fue una constante pretensión de sintetizar el reformismo político y los ideales socialistas del partido. Poco a poco los socialdemócratas alemanes fueron viendo en la democracia tanto un fin como un medio. No se trataba solo del régimen político de la futura sociedad socialista, sino del medio hacia el socialismo. Su visión pretendía pues enlazar la aproximación instrumental con la normativa.155 A su consideración, la participación mayoritaria podía dar pie para que a partir de la conquista paulatina de reformas se alcanzara el socialismo sin necesidad de acudir a la insurrección.156 Ahora bien, lo que autores como Rosenberg, Lichtheim y Domènech concluyen, es que si estas pautas normativas fueron comprensibles en el periodo de entreguerras, eran incomprensibles en la última década del siglo XIX por las razones que Engels ya había adelantado en su crítica al programa de Erfurt. En términos generales, el viejo Engels advirtió a sus discípulos que si bien doctrinalmente tenía sentido que las transformaciones socialistas se alcanzaran por vía constitucional en aquellos Estados en los que la soberanía residía en el pueblo –esto es, en las repúblicas democráticas o VV.AA, Programa del Partido Socialdemócrata de Alemania aprobado en el Congreso de Erfurt, del 14 al 21 de octubre de 1891 (Disponible en la red: https://grupgerminal.org/?q=system/files/1891-10-21-Programa-de-Erfurt-.pdf). 154 Ib. 155 Adam Przeworski, Capitalismo y socialdemocracia (Madrid: Alianza Editorial, 1988), p. 26. 156 Joaquín Abellán, Estudio preliminar. En: Eduard Bernstein, Socialismo democrático, trad. Joaquín Abellán (Madrid: Tecnos, 1990), p. XXI. 153 57 en las monarquías parlamentarias–, ni en Alemania ni en muchos otros países de Europa se daban tales condiciones. En el Reichstag, en concreto, las instituciones representativas carecían de poder real, al paso que la legislación alemana impedía a los partidos acoger programas políticos abiertamente republicanos.157 Aunque los socialistas defendieran la democracia procedimental y republicana, ante condiciones precarias de deliberación pública, competencia política y control del poder, el principio de mayoría en la toma de decisiones carecía de sentido práctico. 3. Así y todo, conforme el número de militantes socialdemócratas fue creciendo incrementó también el poder social del SPD. No obstante, ninguno de estos importantes elementos se tradujo en la conquista de la república parlamentaria ni mucho menos en la victoria electoral mayoritaria. Esta realidad llevó a la socialdemocracia a una encrucijada. De un lado, que presionar la declaración de la república por medios de hecho (v.gr. huelga general) podía traer consecuencias negativas para su acción sindical, cuyos dirigentes no tenían interés real en la lucha política en tanto la mayoría de sus éxitos se habían alcanzado a través de la negociación colectiva. De otro lado, que bien porque se adoptaran medios de hecho o se prefirieran los de derecho, la conquista de la república democrática y la democratización del gobierno representativo, en los términos del programa de Erfurt, significaba abandonar hasta cierto punto la política de clase por una política de compromiso con sectores que, siendo material y corporativamente ajenos al ideal socialista, eran partidarios de la ampliación de los derechos políticos. Se trataba pues, de ver el ideal democrático ya no como un fin, sino como un medio. De comprender que su conquista ya no sería un mandato mayoritario de clase, sino un compromiso interclasista, y que la lucha por el socialismo no era necesariamente un corolario lógico de la lucha por la democratización del gobierno representativo.158 4. Y es aquí cuando la ruptura entre reformistas y revolucionarios comienza a cobrar sentido ideológico. Por el lado de los reformistas “revisionistas”, tanto Bernstein como Jaurès identificaron que la democratización de Alemania y de Francia suponía un cambio tanto en la estrategia como en las alianzas. La realidad de ambos países era disímil, pero requería de ampliar los horizontes estratégicos a fin de pactar 157 Friedrich Engels, Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891 (Marxist Internet Archive, 2001, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1890s/1891criti.htm). 158 Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 308. 58 con sectores del liberalismo que abogaban sin rodeos por la república democrática y que se distanciaban del conservadurismo antirrepublicano. Desde luego, una política de este estilo requería que los socialdemócratas empezaran a ver las bondades políticas de la democracia procedimental, pero también requería de ver las mutaciones de la ideología liberal en Gran Bretaña y en Europa continental en las postrimerías del siglo XIX. Y es que, en efecto, por esta época el liberalismo de cuño utilitarista amante del laissez-faire fue eclipsado por una reflexión doctrinal en la que se reconocía la necesidad de intervenir los mercados y constitucionalizar las relaciones laborales y de consumo para hacer frente a la enfermedad, la miseria y el desempleo, así como a desbarajustes económicos ocasionados por el llamado “imperialismo monopolista”. Así, en palabras de Michael Freeden, el emergente “nuevo liberalismo” de finales del siglo XIX y principios del XX “enfatizó la estrecha interdependencia de los miembros de [la] sociedad” y dio a entender que la cooperación colectiva y el apoyo mutuo “no debía ser contemplado como opresivo o controlador, sino como esencial para facilitar la individualidad y la libertad humana (…)”.159 No obstante, entre 1891 y el fin de la Primera Guerra Mundial los socialdemócratas no propugnaron mayoritariamente por ninguna alianza transversal y, por ende, por una concepción de la democracia que trascendiera el principio de mayoría y que abonara el terreno de una perspectiva “compromisoria” del proceso político. 5. Finalmente, como corolario de lo anterior, tampoco emergería dentro de la socialdemocracia ninguna reflexión adicional sobre el concepto de Estado. En tanto reformistas y revolucionarios siguieron defendiendo que la democracia era un fin político: autogobierno popular socialista, no hubo otra consideración teórica adicional sobre la democracia procedimental. Si el viejo Engels afirmaba en 1891 que la transformación socialista podía llevarse a cabo por conducto del reformismo constitucional, en 1919, y en pleno auge del republicanismo democrático, Lenin aseguraba ante sus huestes que, por más de que el Estado fuese una república democrática, si mantenía la propiedad privada no era más que “una máquina en manos de los capitalistas destinada a aplastar a los obreros”.160 Michael Freeden, Liberalismo: una introducción (Barcelona: Página Indómita, 2021), p. 96. V.I. Lenin, Acerca del Estado [1919], En: V.I. Lenin, Obras escogidas, Tomo III (Moscú: Editorial Progreso, 1961), p. 273. 159 160 59 A diferencia de Engels y de los socialdemócratas finiseculares, Lenin defendió una relación lógica entre el capitalismo y la democracia “burguesa”.161 ¿Pero qué era “la democracia burguesa”? A este respecto la imprecisión conceptual campea a sus anchas. Con base en la bibliografía que hemos analizado, tenemos claro que el gobierno representativo no era por antonomasia democrático; que la extensión del sufragio universal habría sido impensable sin la lucha del movimiento obrero, y que incluso en aquellos países en los que se abolió el voto censitario en el siglo XIX, como fue el caso de la Alemania guillermina, sólo existieron auténticas instituciones parlamentarias hasta la segunda década del siglo XX.162 Por esa vía, Lenin desvalorizó uno de los aspectos ideológicos capitales del socialismo decimonónico en Europa occidental (la democratización del gobierno representativo y la conciliación entre programa socialista, principio de mayoría y tradición parlamentaria) en aras de salir al paso a quienes se oponían a su estrategia política insurreccional. Además, abonó terreno para que parte del movimiento socialista del primer tercio del siglo XX se desprendiera de las reivindicaciones democráticas y republicanas por juzgarlas como burguesas y procapitalistas, cuando, en estricto rigor, ningún socialista del siglo XIX habría sido capaz de desligar el programa socialista del autogobierno popular, es decir, de la democracia –sin adjetivos– como principio de organización política. De ese modo, como lo sostiene Domènech, aunque el movimiento socialista luchó desde mediados del siglo XIX por democratizar el gobierno representativo y por derrotar los resquicios del antiguo régimen en favor del republicanismo democrático, ante el desplome de las monarquías de Europa central y la proclamación de las nuevas repúblicas (sólo tras la revolución de noviembre de 1918 Alemania conoció lo que era una república parlamentaria con pleno sufragio universal) la socialdemocracia reformista se vio abrumada por los acontecimientos mientras Lenin Ib., pp. 272-273. Sobre el desatino de los bolcheviques a este respecto, vale la pena traer a cuento la siguiente reflexión de Domènech: “Es notabilísimo que Trotsky [y Lenin] (…) razone en 1919 como si la democracia parlamentaria fuera una institución con una larga historia detrás en los “países vencedores” [v.gr. Inglaterra y Francia] cono en los “países vencidos” [v.gr. Alemania]. Lo cierto es que, en el momento de estallar la Gran Guerra, aparte de la pequeña Suiza, había una sola democracia republicana parlamentaria con sufragio universal (masculino) en el mundo: la III República francesa salida de la guerra franco-prusiana en 1871. El resto eran monarquías autocráticas, como la zarista, o monarquías meramente constitucionales con parlamentos políticamente impotentes como la Guillermina, la Austrohúngara, la italiana o la española. Y la monarquía británica, plenamente parlamentaria desde 1832, pero sin pleno sufragio universal, o una República presidencialista de los EE.UU. que, según hemos visto, el propio Trotsky sólo se atrevía a calificar de “quasi-democrática”. Cf. Antoni Domènech, El experimento bolchevique, la democracia y los críticos marxistas de su tiempo (Barcelona: Sin Permiso, No. 15, noviembre de 2016), p. 34. 161 162 60 y Trotsky sobreestimaron la estrategia insurreccional, incluso después del fracaso de los levantamientos revolucionarios en Europa central. Por otra parte, lejos de perfeccionar el ideal parlamentario que, mutatis mutandis, los socialistas acogieron desde la fundación de la AIT, los bolcheviques intentaron una infructuosa superación. Como lo defiende Rosenberg, su Estado de los soviets se eclipsó en medio de una cruenta guerra civil que redundó en la dictadura del partido y que clausuró la posibilidad de conjugar la democracia consejista y la parlamentaria.163 Esto último, como ya dijimos, no solo perpetuó la inconveniente escisión, sino que además hizo que un sector importante del movimiento socialista europeo rompiera los vínculos históricos que el socialismo había construido con el republicanismo democrático.164 En lo sucesivo, como lo atestiguan los textos de Rosenberg y de Polanyi, algunos socialistas habrían de hacer esfuerzos intelectuales por recomponer el nexo ideológico entre la democracia republicana y el socialismo en la década del treinta. En todo caso, para ese entonces las reflexiones se verían superadas por la apabullante emergencia del fascismo. 6. Al hilo de lo expuesto, es claro que el núcleo ideológico del socialismo, por lo que refiere a su concepción de la democracia, se debatió entre al menos tres conceptos de ella. En primer lugar, apeló al ideal democrático como “autogobierno popular”. Es decir, se trataba de defender una forma de organización política que, a partir del sufragio universal y de las instituciones republicanas (v.gr. elección y control popular de los cargos públicos), integrara a los pobres libres a la sociedad política. En segundo lugar, el movimiento socialista defendió la democracia como un principio procedimental: el de la toma de decisiones por mayoría. A este respecto, como vimos, la democracia constituyó uno de los principios validadores del programa socialista. En tanto los ideales fuesen defendidos por la mayoría social, la concreción práctica de esas ideas era pues un mandato democrático. En tercer y último lugar, como consecuencia de la democratización del gobierno representativo y la conquista de los derechos políticos de carácter universal, al carácter mayoritario se le sumó otro estrato de significado, el compromisorio. Para un sector de la socialdemocracia alemana y aun de la francesa, la democracia supuso un medio institucional favorable para el reformismo del Estado en sentido socialista.165 Cf. Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 362-363. Cf. Antoni Domènech, El experimento bolchevique, la democracia y los críticos marxistas de su tiempo. Óp. Cit., pp. 34-37. 165 Cf. Joaquín Abellán, Conceptos políticos fundamentales: Democracia (Madrid: Alianza editorial, 2011), pp. 235-239. 163 164 61 Finalmente, vale decir que los bolcheviques tampoco estuvieron del todo alejados de estas aproximaciones conceptuales, por lo que podríamos decir que, desde una óptica analítica, estos estratos de significado se impregnaron al núcleo ideológico del socialismo en el periodo de tiempo que hemos estudiado, aunque por razones estratégicas tales coincidencias se hayan marchitado en la práctica política. Por lo que refiere a la primera aproximación conceptual, basta con decir que el propio Lenin trasuntó las reflexiones que, a propósito de la Comuna de Paris, Marx hizo sobre la democracia como autogobierno popular.166 Al tiempo que, como fue común en el siglo XIX, defendió la validez del proyecto socialista a partir del principio de mayoría. Con todo, Lenin introdujo una distinción entre principio de representación política y parlamentarismo. A su consideración las instituciones representativas eran una condición necesaria de la democracia, a diferencia del parlamentarismo, que debía desaparecer “como sistema especial de división del trabajo legislativo y ejecutivo, [y] como situación privilegiada de los diputados”.167 Y si bien es verdad que esta última idea se desprendía de la apreciación original de Marx sobre la posibilidad de que el “organismo parlamentario” fuese sustituido por “una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo”,168 no es claro conceptualmente que la superación del “dominio de la burguesía” requiriera la ruptura con la “tradición parlamentaria” en tanto expresión histórica del gobierno representativo, máxime cuando durante la mitad del siglo XIX el movimiento socialista no hizo más que luchar por su democratización. De hecho, podríamos decir que, prevalidos de las críticas del propio Marx, tanto la socialdemocracia como el liberalismo de izquierdas promovieron ajustes al modelo parlamentario a fin de convertirlo en una corporación de trabajo más efectivo y menos distanciado del electorado.169 A la hora de valorar los sucesos de la Comuna de París, Marx resaltó las siguientes pautas de organización política que, a su juicio, la Comuna procuró implementar: 1) descentralización administrativa; 2) conjunción entre el poder ejecutivo y el legislativo; 2) elección directa de todos los cargos públicos, abolición de las prebendas y reajuste salarial de los funcionarios; 3) democratización del funcionariado e implementación del mandato imperativo, y 4) separación entre la Iglesia y el Estado y expropiación “de todas las iglesias como corporaciones poseedoras”. Cf. Karl Marx, La guerra civil en Francia [1871]. En: Karl Marx y Friedrich Engels, Obras escogidas, Tomo II (Moscú: Editorial Progreso, 1976), p. 233-234. 167 V.I. Lenin, El Estado y la revolución [1917]. En: V.I. Lenin, Obras escogidas, Tomo II (Moscú: Editorial Progreso, 1981), p. 327. 168 Karl Marx, La guerra civil en Francia. Óp. Cit., p. 233. 169 Al respecto, y a modo ilustrativo, vale citar el programa de reforma defendido por Hans Kelsen en su opúsculo Esencial y valor de la democracia. Entre otras cosas, Kelsen abogó por implementar: (i) la iniciativa legislativa popular; (ii) el mandato imperativo; (iii) la rotación creciente de los representantes del pueblo en los órganos directivos, y (iv) la creación de comisiones legislativas especializadas. Cf. Hans Kelsen, Esencia y valor de la democracia [1920, 1929], (México D.F.: Ediciones Coyoacán, 2005), pp. 66-74. 166 62 Por último, hay que decir que las incipientes intuiciones de Marx sobre la conjunción de los poderes ejecutivo y legislativo, que Lenin trasladó al Estado y la revolución, no eran del todo claras si se le mira desde la óptica de la teoría política moderna. No podemos extendernos demasiado en este punto, pero vale la pena traer a colación dos ideas de Rousseau que problematizan la proposición normativa esbozada. En primer lugar, para el ginebrino la separación entre los poderes ejecutivo y legislativo obedecía a razones de conveniencia y de practicidad. De un lado, si el que hace las leyes es el mismo que las ejecuta, la función legislativa pierde sentido de generalidad y se puede corromper con facilidad. De otro lado, es impensable que el pueblo tenga que estar reunido permanentemente para ocuparse de la administración pública. Esto sólo sería practicable en comunidades demográficamente pequeñas y consuetudinariamente sencillas, pero impropias para las comunidades políticas modernas.170 En segundo lugar, si para Rousseau era impensable que el pueblo fuese sustituido en la conformación de la voluntad general, reconocía que sí podía y debía estar representado en el poder ejecutivo.171 En otras palabras, aun siendo defensor de la participación directa en la actividad legislativa, descartaba que el pueblo asumiera por sí mismo la labor ejecutiva. Ahora bien, en este último caso Rousseau era enfático en destacar que el “buen gobierno” era aquel en el que “los depositarios del poder ejecutivo no son los amos del pueblo, sino sus oficiales [fideicomisarios], que pueden ser nombrados o destituidos cuando le plazca, (…) y que, al hacerse cargo de las funciones que el Estado les impone, no hacen más que cumplir con sus deberes de ciudadanos”.172 Nótese pues que la revocabilidad del mandato así como la democratización de la función pública no era antagónica con la tradición parlamentaria, ni mucho menos con la doctrina de la separación de los poderes. Si hay algo común a la bibliografía que hemos traído a cuento es que la teoría política del socialismo no dejó de lado las fuentes del republicanismo democrático. Su núcleo ideológico, por lo que respecta al concepto de democracia, no puede desentenderse de dicha tradición intelectual. La democracia republicana, incluso aquella que se remonta a las fuentes ilustradas, jamás podría ser concebida, como erróneamente insinuaron algunos, como mera Cf. Jean-Jaques Rousseau, El contrato social [1762], trad. María José Villaverde Rico (Madrid: Akal, 2017), pp. 131-132. 171 Ib., p. 169. 172 Ib., p. 175. 170 63 “democracia burguesa”. De ahí que el socialismo, ideológicamente hablando, haya sido un continuador del movimiento democrático y republicano –sin adjetivos–. 3.3. La cuestión de la libertad republicana y la propiedad Como dijimos con antelación, el socialismo surgió a principios del siglo XIX como un movimiento de protesta en contra de la transformación de la fuerza de trabajo en mercancía. Para ese entonces Inglaterra ya experimentaba el ascenso de una clase obrera que, vinculada salarialmente a la producción industrial, sufría las consecuencias de la pauperización. Por su parte, en Europa continental el movimiento socialista era alimentado por artesanos amenazados por la industria.173 Unos y otros experimentaban las consecuencias de la creciente escisión entre el trabajo y las fuentes materiales de la existencia. Bien por el asedio estatal a la propiedad familiar y comunal, o bien por la presión comercial, la economía de libre mercado supuso la radical separación entre el trabajo y el capital, así como entre la economía y la moral.174 Esta división, además de ser puramente material, tuvo un impacto filosófico que valdría la pena escudriñar. Para ese propósito tendríamos que hacer una corta digresión sobre la tradición jurídica occidental de corte romanista, que definió la libertad republicana como ausencia de dominación. A tenor de esta formulación conceptual, no era libre ni sujeto de derecho el alieni iuris, es decir, aquel individuo sujeto a la potestad de otro. Por contraste, el sui iuris era el sujeto “no-dominado” que gozaba de libertad e independencia material.175 Es importante anotar que esta noción conceptual fue central para la teoría política de la revolución inglesa. En su Segundo tratado sobre el gobierno civil, Locke puso sobre la mesa dos dimensiones de ese concepto. De un lado, realzó el ideal de la libertad como no-dominación y aseguró que “todo hombre tiene derecho a disfrutar de su libertad natural sin estar sujeto a la voluntad o a la autoridad de ningún otro hombre”.176 De otro lado, rescató su dimensión material. A su juicio, el derecho a la libertad involucraba la potestad de apropiarse de los bienes provenientes del trabajo. Para Locke existía una relación inescindible entre trabajo y Cf. Ludolfo Paramio, La socialdemocracia. Óp. Cit., p. 17. Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., pp. 18-20. 175 Cf. Francisco Javier Andrés Santos, Derecho romano y axiología política republicana. En: María Julia Bertomeu, Antoni Domènech y Andrés de Francisco (ed.), Republicanismo y democracia (Buenos Aires: Miño y Dávila editores, 2004) pp. 215-216. 176 John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil, trad. Carlos Mellizo (Madrid: Alianza Editorial, 1996), p. 78. 173 174 64 riqueza. La mayor o menor proporción de esta última estaba directamente relacionada con la mayor o menor laboriosidad.177 En ese orden, es preciso tener en cuenta que el concepto republicano (y aun el protoliberal à la Locke) de libertad precisaba de la existencia de un determinado nivel de suficiencia material. Al margen de la veracidad empírica de las formulaciones normativas que subyacen a este ideal, lo cierto es que tanto para la tradición política clásica como para la moderna la libertad estuvo asociada a la garantía de la propiedad. Según este paradigma, para no vivir sometido al imperium de otro era necesario contar con un mínimo de recursos y de bienes, toda vez que quien carece de ellos “hará cualquier cosa para conseguirlos, incluso aceptar la dominación ajena, enajenar su libertad, autoalienarse”.178 Desde luego esto explica por qué, a lo sumo hasta la Revolución Francesa, todos los republicanos –tanto los clásicos como los de tradición democrática– adjudicaron a la propiedad personal un lugar primordial en su ideario. Tanto en el caso de Jefferson como en el de Robespierre la distribución de la tierra fue un aspecto elemental de su programa. Cuestión que tampoco fue ajena a Rousseau, cuyo ideal democrático se proyectaba en comunidades pequeñas de campesinos o de artesanos que controlaban sus medios de subsistencia al tiempo que contribuían a la formación de la voluntad general.179 Esto es importante si queremos comprender el núcleo ideológico del socialismo por lo que refiere a su ideal de libertad y su aproximación a la institución de la propiedad. Una idea que es transversal a la obra de Domènech y que es aprehensible en la de los republicanistas democráticos que hemos traído a colación, es que el proceso industrializador y el proyecto codificador rompieron –fáctica y normativamente– la relación entre la libertad y la propiedad. A diferencia de la tradición clásica, que excluyó de la ciudadanía a quienes no tenían propiedad 177 Ib., pp. 70-73. Nótese que en el capítulo 5, referido a la propiedad, Locke desarrolla dos ideas sugestivas. Por una parte, que la propiedad, como derecho real de dominio, está en principio limitada por el uso. En una economía agraria, parece decir Locke, “el derecho y la conveniencia iban unidos; pues del mismo modo que un hombre tenía derecho a todo aquello que él pudiese abarcar con su trabajo, tampoco tenía tentaciones de trabajar en más tierra de la que pudiese hacer uso”. Pero por otra parte, Locke no desconocía que en el marco de una consolidada economía mercantil “el modo en que un hombre puede poseer más tierra de la que es capaz de usar [es] recibiendo oro y plata a cambio de la tierra sobrante”. En otras palabras, aseguraba que el fenómeno de la “posesión desproporcionada y desigual de la tierra” era producto de un intercambio mercantil voluntario y consensuado que, en todo caso, se remontaba al trabajo como medida del valor (Ib., 74-75). Como es sabido, Marx controvirtió esta afirmación en El Capital, en particular en el Capítulo XXIV, dedicado a La llamada acumulación originaria. 178 Andrés de Francisco y Daniel Raventós, Republicanismo y Renta Básica. En: María Julia Bertomeu, Antoni Domènech y Andrés de Francisco (ed.), Republicanismo y democracia (Buenos Aires: Miño y Dávila editores, 2004) p. 262. 179 Cf. Ib., p. 263. Ver, además: George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 44. 65 (recuérdese que los términos latinos societas civilis, societas políticas y civitas eran equiparables180), el reformismo liberal europeo de inicios del siglo XIX consumó dos operaciones cruciales. Por un lado, introdujo la separación conceptual entre la sociedad civil y la sociedad política181 y, prevalida de tal distinción, integró en la sociedad civil a todos los individuos adultos pobres a cambio de cerrarles la entrada en la sociedad política. Por otro lado, concedió derechos civiles a los desposeídos pero a la par quebró la relación entre la capacidad jurídica y la suficiencia material, cuestión que era extraña para el derecho romano clásico.182 ¿Pero, por qué hacer lo uno y lo otro? Polanyi defiende en su obra una razón: los ajustes institucionales y normativos anotados fueron indispensables para crear civilmente y disciplinar políticamente el mercado de la fuerza de trabajo. A partir de ese entonces, un conjunto de hombres desposeídos enajenaría “libremente” y en condiciones de competencia mercantil sus habilidades físicas e intelectivas a cambio de una retribución salarial. El derecho privado moderno contribuyó pues a mantener la separación entre el capital y el trabajo a partir de dos operaciones normativas. (a) Convirtió la fuerza de trabajo en mercancía y por ende en objeto de propiedad, y (b) trató al trabajador como “una unidad portadora de derechos y deberes [es decir, lo emancipó de la loi de famille y le atribuyó plena capacidad jurídica] capaz de sostener una relación in personam”.183 Hemos dicho reiteradamente que el ideario socialista, tal como fue concebido en la primera mitad del siglo XIX, consistió básicamente en cuestionar la conversión mercantil de la fuerza de trabajo. Pues bien, prevalidos de tal crítica, los socialistas comenzaron a difundir dos planteamientos de estirpe republicana. Por una parte, advirtieron que en el capitalismo existía un quiebre entre el trabajo y la riqueza material. Aunque la fuerza de trabajo era el factor productivo más determinante en la creación del beneficio, el trabajador no disfrutaba plenamente de los resultados de su actividad laboral, por lo que la relación salarial era una relación de explotación. Por otra parte aseguraron que en estas condiciones el trabajo sólo podía ser un trabajo Joaquín Abellán, Estado y nación en Guillermo von Humboldt (Donostia: Revista Internacional de Estudios Vascos, 48, 1, 2003), p. 338. 181 Ib., pp. 338-339. 182 Andrés de Francisco y Daniel Raventós, Republicanismo y Renta Básica. Óp. Cit., p. 263. 183 Geoffrey Samuel, Derecho Romano y capitalismo moderno. En: P.G. Monateri y Geoffrey Samuel, La invención del derecho privado, trad. y ed. Carlos Morales de Setién Ravina (Bogotá D.C.: Siglo del Hombre Editores, 2006), pp. 264-265. 180 66 enajenado. Lejos de ser una actividad vital, las labores cotidianas se le presentaban al obrero como el sacrificio de su vitalidad y como un simple medio para subsistir.184 Estos planteamientos ideológicos fueron llevados a su máxima potencia retórica en el Manifiesto Comunista.185 Allí, Marx y Engels enlazaron los asertos previamente expuestos con la cuestión de la libertad y la propiedad. En tono irónico, los autores afirman: “[S]e nos reprocha que queremos destruir la propiedad personal bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano, esa propiedad que es para el hombre la base de toda libertad, el acicate de todas las actividades y la garantía de toda independencia ¡La propiedad bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano!”. Nótese que Marx y Engels aluden aquí a la concepción lockeana de la propiedad, en la que la riqueza es un reflejo directo del trabajo. Pero a renglón seguido continúan: “Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo de proletario, le rinde propiedad? No, ni mucho menos. Lo que rinde es capital”. De nuevo se reitera la idea que Marx ya venía cultivando desde 1847, según la cual el capital no era otra cosa que trabajo consumado, al paso que el salario consistía simplemente en el costo de la reproducción de la fuerza de trabajo. Sumadas una y otra idea, los autores cierran su argumento con un planteamiento descriptivo y otro normativo. En cuanto a lo primero recalcan: “Os aterráis de que queramos abolir la propiedad privada, cómo si ya en el seno de vuestra sociedad actual, la propiedad privada no estuviese abolida para nueve décimas partes de la población”. Por lo que atañe a lo segundo, a la dimensión normativa, precisan: “El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos sociales; lo único que no admite es el poder de usurpar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno”. Esta dimensión normativa no es baladí y se reiterará en la obra de estos autores. A guisa de ejemplo, en La guerra civil en Francia (1871), Marx recordó la potencia retórica de sus años mozos y afirmó una vez más que la transformación de los medios de producción en instrumentos de trabajo libre y asociado promovida por la Comuna de París tenía el propósito de superar la esclavización y explotación del trabajo y “convertir la propiedad individual en una realidad”.186 Nótese pues que la socialización de los medios Cf. Karl Marx, Trabajo asalariado y capital. Óp. Cit. y George Leichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., pp. 127-133. 185 Las citas que se reproducen a continuación son tomadas de: Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista [1848], (Marxists Internet Archive, 1999, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/me/1840s/48-manif.htm). 186 Karl Marx, La guerra civil en Francia. Óp. Cit., p. 237. 184 67 de producción, en los términos defendidos por Marx, suponía emancipar el trabajo de la explotación salarial y hacer realidad el ideal de la propiedad individual. Todo lo dicho refuerza el marco de comprensión ideológica que Polanyi y Domènech presentan en sus obras y que merece la pena resumir. En sus orígenes, en particular en Gran Bretaña, el movimiento socialista tuvo la intuición de que la pauperización de la vida del trabajador era consecuencia de una mala organización de la actividad productiva. De ahí que en condiciones de planificación racional y cooperativa esta circunstancia pudiese ser superada. Hasta ahí, el aporte del llamado “socialismo utópico” fue crucial. No obstante, a partir de la década del cuarenta del siglo XIX, Marx profundizó en su perspectiva crítica y en la naturaleza esencialmente “explotadora” de la relación salarial. Bajo condiciones capitalistas de sujeción del trabajo, Marx dixit, el trabajador produce un excedente para beneficio de aquellos que controlan los medios de producción, incluidos los recursos naturales (la tierra). De ahí que fuera deseable socializar los medios de producción y abolir el mercado de la fuerza de trabajo para garantizar la emancipación del trabajo, condición indispensable de la libertad como autorrealización humana. La pregunta que sigue es: ¿qué formulaciones normativas planteó el movimiento socialista para alcanzar dicho cometido? A modo preliminar hay que decir que el reformismo socialista del siglo XIX, en particular en Gran Bretaña, fue heredero de una práctica social consuetudinaria que tendía a la conservación de la vida comunitaria a expensas de la relación mercantil. En su conocido ensayo La economía “moral” de la multitud, E.P. Thompson pone de relieve un argumento que coincide con algunas afirmaciones de Polanyi. Uno y otro concuerdan, por ejemplo, en que Adam Smith defendió el mercado autorregulado en un momento en el que el laissez-faire no era un modelo empíricamente funcional ni culturalmente aceptado. Para la economía moral de la multitud del siglo XVIII era claro que los comerciantes ganaban dinero no por obra de la autorregulación mercantil sino a merced de su manipulación. La fluctuación de precios de los cereales –se creía– no era consecuencia de la libre circulación de bienes sino de su acaparamiento.187 Esta cuestión es relevante porque nos pone ante una circunstancia que en el siglo XIX fue crucial. A menudo se cree que el liberalismo económico no hizo más que describir un mecanismo de intercambio emergente a finales del siglo XVIII y 187 E.P. Thompson, La economía moral de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII. En: E.P. Thompson, Costumbres en común (Barcelona: Crítica, 1995) pp. 235-236. 68 galvanizado por la Revolución Industrial. No obstante, se olvida que Adam Smith se movía en el terreno normativo más que en el descriptivo, y que sus formulaciones de política económica –como fue el caso del libre comercio de los cereales– tuvieron impactos positivos a largo plazo pero desastrosos y dolorosos para quienes debieron afrontar el encarecimiento del grano en tiempos de escasez (v.gr. Irlanda e India). Además, se pierde de vista que las políticas de racionamiento vía precios y la tesis de que el encarecimiento del grano ajustaba la economía familiar y se convertía en un mecanismo espontáneo de uso racional de los recursos no eran eficientes desde el punto de la distribución y exacerbaban la ya penosa desigualdad social en las colonias.188 En ese orden, aunque a partir de 1790 el liberalismo económico ganó terreno político e ideológico, esa conquista no fue pacífica. A sus epígonos les tomó alrededor de cuarenta años derrumbar el institucionalismo paternalista de socorros y subsidios públicos. Al margen de la pugnacidad, la doctrina del mercado autorregulado como competencia espontánea entre productores se impuso sobre otro tipo de pautas institucionales y normativas. Como lo recuerda E.P. Thompson, para el primer tercio del siglo XIX a la metáfora del “libre mercado” se añadió otra exigencia: la “libertad del trabajo”. Dicho esto, tendríamos que proponer dos lecturas de un mismo fenómeno. En primer lugar, es interesante ver que la crítica socialista a la economía de libre mercado ha sido, en principio, una crítica endógena y que ese tipo de aproximación generó una pulsión reformista dentro del movimiento. Según se advierte en la obra de Polanyi, de antaño los socialistas comprendieron que, por sus propias circunstancias de desenvolvimiento histórico, el “mercado autorregulado” era en realidad un mito. Este supuesto “escenario espontáneo de intercambio”, en rigor de verdad, siempre ha estado regulado, unas veces en beneficio de los productores y otras en beneficio de los consumidores. Y, aunque en el caso de Gran Bretaña, la regulación en favor de los primeros gozó de un indudable prestigio durante el segundo tercio del siglo XIX, ello no obstó para que se implementaran correctivos en defensa del propio circuito mercantil y de los consumidores, alimentados muchas veces por los propios empresarios. 188 E.P. Thompson, La economía moral revisada. En: E.P. Thompson, Costumbres en común. Óp. Cit., pp. 320-322. 69 El hecho de que la crítica haya sido endógena hace comprensible una de las estrategias principales del movimiento socialista en la centuria que hemos estudiado: intervenir en el mercado. Por esa vía, y en el caso de la fuerza de trabajo, la actividad reformista legislativa y la sindical fueron dos caras de una misma moneda. La primera limitó el mercado de trabajo a fin de poner freno a la pauperización salarial; la segunda monopolizó su oferta a efectos de presionar el alza de su precio. Aun con sus ventajas, una y otra fueron estrategias de contención. Ninguna propugnaba en estricto sentido por eliminar el mercado de la fuerza de trabajo. En segundo lugar, habría que decir que desde mediados del siglo XIX surgió otra corriente socialista que, prevalida también de las críticas endógenas, y sin demeritar el reformismo, incentivó las proposiciones normativas encaminadas a la abolición del mercado de trabajo. En este campo, desde luego, la obra de Marx descuella por su lucidez. A partir de la década del 60 su estrategia económica para el movimiento socialista se concentró en el movimiento cooperativo. Esto es comprensible si se tiene en cuenta que el cooperativismo tenía profundas raíces en Europa. Prácticamente todos los llamados “socialistas utópicos” abanderaron la consigna cooperativista y se empeñaron en su realización. Se trataba pues de una experiencia práctica que despertaba el interés del proletariado europeo y en el que anidaban, in nuce, las particularidades de un esquema de coordinación en el que el trabajador controla el proceso productivo y disfruta en mayor medida de los frutos de su labor. Además, Marx estimaba que las fábricas y las unidades de producción basadas en esquemas cooperativos demostraban “que la producción en gran escala y al nivel de las exigencias de la ciencia moderna puede prescindir de la clase de los patronos que utiliza el trabajo de la clase de las «manos»”.189 Las cooperativas, en suma, permitían lograr acuerdos económicos ajenos a la relación salarial tradicional. Marx veía que el esquema cooperativo aportaba analíticamente una base para la socialización de la producción a gran escala y, por esa vía, para la abolición del mercado de la fuerza de trabajo.190 El esquema de control de la unidad de producción, parecía decir Marx, ya la había proveído en parte la experiencia cooperativa. Era indispensable, a continuación, suscitar las condiciones políticas para que ello fuese efectivo a nivel nacional. La socialización de los medios de producción, por esa vía, Karl Marx, Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Óp. Cit. Alex Gourevitch, La República Cooperativista. Esclavitud y libertad en el movimiento obrero (Madrid: Capitan Swing, 2024), pp. 316-318. 189 190 70 resultaba ser una suerte de conversión cooperativa de la empresa privada a fin de lograr una mayor distribución de los frutos del trabajo y un control directo de la producción. Esto último lo expone Domènech de forma sugestiva. Su posición es que Marx veía que el esquema de propiedad dominante podía revertirse bajo la lógica de la relación fiduciaria, imperante en el derecho público de corte republicano. Esta relación jurídica, que se remonta al derecho romano, tiene por base un tipo de vínculo a partir del cual, sobre la base de intereses disímiles aunque concurrentes, el principal (P) encarga al agente (A) la realización de una tarea (T).191 La hipótesis de Domènech es que, al momento de redactar El Capital, Marx advirtió que la empresa capitalista se caracterizaba cada vez más por ser la conjunción de dos tipos de agencia. Mientras la primera, propia de las emergentes sociedades comerciales, emparentaba a los accionistas con los ejecutivos (o gestores) de la empresa, la segunda enlazaba a estos últimos con sus trabajadores,192 así: Tabla 1. Relaciones de agencia en la sociedad comercial Principal Tarea encargada Agente (1) Propietarios nominales de Desempeñar las funciones de Ejecutivos o gestores de la empresa. acciones. inversión y de control del proceso productivo. (2) Ejecutivos o gestores de la Poner en marcha el proceso Trabajadores asalariados. empresa. productivo. Dicho lo cual, para Marx la socialización de la empresa capitalista no suponía la estatización de los roles que antaño desempeñaban actores privados, sino la transformación de las relaciones de agencia imperantes. De esto último se derivó un programa de acción que pretendía lo siguiente. Primero, democratizar la propiedad de las acciones de las empresas, de suerte que estas estuviesen mayoritariamente en manos de sus trabajadores. Segundo, y por cuenta de lo primero, hacer que los trabajadores fuesen los mayores interesados en la relación de agencia –por ser ellos los fideicomitentes principales– y civilizar por esa vía la segunda dimensión de la relación de agencia, que atañe al proceso productivo, así: Principal 191 192 Tabla 2. Relaciones de agencia en la empresa cooperativa Tarea encargada Agente Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Óp. Cit., p. 244. Ib., p. 252. 71 (1) **Trabajadores de la empresa. Desempeñar las funciones de Gestores de la empresa. inversión y de control del proceso productivo. (2) Gestores de la empresa. Poner en marcha el proceso **Trabajadores de la empresa. productivo. Para Marx y Engels, concluye Domènech, la transformación de la relación fiduciaria de agencia en el campo económico era indispensable para la emancipación del trabajo. En materia económica, permitiría una gestión común y eficiente de las fuentes de vida que no estuviese atravesada por la verticalidad clasista ni por la relación salarial. Por su parte, en términos del control productivo, el esquema cooperativo de agencia permitía abrir escenarios de democracia industrial en los espacios de trabajo que infundieran un mayor sentido de responsabilidad sobre el proceso productivo. La socialización de los medios de producción era entonces una medida que buscaba conciliar el trabajo con la dirección del proceso productivo y sus frutos materiales.193 Con todo, las obras que hemos reseñado son indicativas de que, al margen de estas pautas normativas, ni los socialistas británicos ni los europeos continentales tuvieron un proyecto claro de socialización de los medios de producción. Al margen de las hipótesis pragmáticas, esto podría explicarse por motivos ideológicos. Como lo expone el profesor Robert Lamb, Marx se aproximó a la cuestión de la propiedad a través de su crítica de la organización económica capitalista, pero nunca elaboró, in genere, una teoría normativa ni moral sobre la propiedad. A diferencia de Proudhon, quien se empeñó en demostrar que el derecho real de dominio era una “contradicción y una quimera”, Marx nunca tuvo una pretensión intelectual de tal estirpe.194 Su postura estaba mucho más permeada de realismo político y análisis coyuntural, lo que puede ayudarnos a entender los pormenores y aun las contradicciones entre la crítica normativa a la economía capitalista y el programa económico del socialismo finisecular. A partir de la fundación de la AIT el socialismo fue un espectro político con variados y heterogéneos interlocutores que iban desde el anarquismo hasta el positivismo de izquierdas. Hay que decir que los liberales y los marxistas coincidían en la existencia de las clases sociales. Unos y otros reconocían que el rol que se desempeñaba en el proceso productivo determinaba el disfrute efectivo de la riqueza 193 194 Ib., pp. 253-254. Cf. Robert Lamb, La propiedad (Madrid: Alianza Editorial, 2022), pp. 52-58. 72 social, un disfrute que, ciertamente, era desigual. Pero de este diagnóstico se desprendían dos proyectos normativos disímiles. Los liberales defendían que el mercado era el mecanismo más racional y eficiente de redistribución de los recursos y que la propiedad privada sobre los medios de producción era más eficiente que la dirección cooperativa de dichos medios.195 Por contraste, los socialistas exigían la intervención pública del mercado y el control gremial de los medios de producción, pero también justificaban su ideario en motivos de conveniencia y racionalidad. En este último caso, la hipótesis de Marx era que el capitalismo minaba las propias condiciones del mercado, pues destruía la pequeña propiedad en aras del monopolio y la centralización productiva. Ante este panorama, auguraba que la dirección cooperativa era más efectiva desde el punto de vista de la producción como de la distribución. Dos dimensiones progresivamente distorsionadas ante la creciente monopolización de la economía.196 El punto es que, teniendo claridades sobre su agenda normativa socializadora, la materialización de la agenda socialista estaba íntimamente ligada a la conquista del poder. Con todo, a lo largo del siglo XIX los socialistas nunca alcanzaron tales posiciones institucionales. En el entretanto, validos de su creciente aceptación social (como era el caso del sindicalismo británico y del SPD) su estrategia se hizo cada vez más reformista. Pero incluso aquí no se trataba de un reformismo pactista ni fatídico, como sería conocido en el siglo XX, sino de uno que, a sus ojos, era el resultado de la lucha de clases en el plano civil. Por otra parte, como lo recuerda la literatura especializada, tanto los socialistas finiseculares como los que se adscribían al marxismo en la primera mitad del siglo XX creían genuinamente que el capitalismo estaba cavando su propia tumba. A juzgar por sus análisis económicos, la economía capitalista presentaba tres tendencias: (i) la concentración monopólica, (ii) la creciente automatización y (iii) los altos índices de coordinación productiva. Estas condiciones, a su juicio, contribuían a la liberación del trabajo y de la necesidad, es decir, gestaban el socialismo. Por un lado, abonaban el terreno para la organización productiva a base de esquemas cooperativos que estuviesen sometidos a la demanda. Por otro lado, permitían la reducción del trabajo directo y, por esa vía, de la jornada laboral. En suma, para estos militantes socialistas, las propias condiciones materiales del capitalismo eran condición de posibilidad de un 195 196 Cf. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., pp. 392-393. Ib. 73 sistema económico que se desembarazara de la escasez, el trabajo asalariado y la represión socialmente organizada.197 Una política reformista sumada a una lucha de desgaste político contribuiría a acentuar estas tendencias, de suerte que, una vez conquistado el poder, bastaría con dictar medidas socializadoras que, lejos de resquebrajar el aparato productivo, fueran su galvanizador. Concluyamos este aparte con los siguientes puntos sintetizadores: 1. Podríamos estar de acuerdo con Polanyi en que el movimiento socialista, al menos a partir de la década del 40 del siglo XIX coincidió en la necesidad de eliminar el mercado de la fuerza de trabajo. Por más de que buena parte del movimiento se haya empeñado en embridar dicho mercado a través del sindicalismo o del reformismo legislativo, existió un consenso sobre sus nocivas consecuencias para la distribución de la renta y para el pleno goce de las capacidades humanas. La separación entre las fuentes de vida y el trabajo obra en contra de la libertad como no dominación, pues impide la satisfacción de una de sus dimensiones: la suficiencia material. Esto es un aspecto ideológico central del socialismo decimonónico que hizo coincidir a los marxistas continentales y a los sindicalistas ingleses. 2. Dicho lo anterior, huelga anotar que la socialización de los medios de producción es una pauta programática que se desprende de la crítica al mercado de la fuerza de trabajo y que busca su abolición. Nótese además que para buena parte de los socialistas (desde la socialdemocracia alemana hasta la Sociedad Fabiana) la socialización se presentaba no sólo como algo deseable, sino como una tendencia misma de la economía capitalista. Es esta aproximación la que explica por qué estos partidos migraron al reformismo político. No porque renunciaran al socialismo, sino porque creían genuinamente que las reformas aceleraban una tendencia que la propia economía capitalista, endógenamente, desarrollaba. 3. Lo anterior es llamativo porque, al menos en el siglo XIX, no podría decirse que el movimiento socialista fuera estatista (en los términos en que este calificativo fue usado en el siglo XX). Por un lado porque, como lo señala Domènech, antes de la Primera Guerra Mundial era impensable que la burocracia estatal fuera la gestora de los procesos productivos. Por otro lado porque, incluso quienes depositaban 197 Cf. Adam Przeworski, Capitalismo y socialdemocracia. Óp. Cit., p. 276. Y George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 417. 74 mayores expectativas en el Estado –como era el caso de los lasalleanos–, eran bastante cautos en sus pretensiones. Vale recordar que la discordia suscitada entre Marx y los seguidores de Lasalle a propósito del Programa de Gotha de 1875 se trabó por una propuesta de los lasalleanos que hoy en día cualquier socialista suscribiría sin rechistar. La formulación original del programa decía: “Para preparar el camino a la solución del problema social [entiéndase explotación de la fuerza de trabajo], el Partido Obrero Alemán exige que se creen cooperativas de producción, con la ayuda del Estado bajo el control democrático del pueblo trabajador”.198 Estas palabras motivaron la crítica de Marx, quien alegó que las sociedades cooperativas solo podían tener valor si eran “creaciones independientes de los propios obreros”, no iniciativas de “los gobiernos ni de los burgueses”.199 La famosa Crítica del Programa de Gotha dejaba claro que, más que avezadas políticas de un Estado interventor, la realización del socialismo precisaba de una fuerte y activa sociedad civil de trabajadores independientes y organizados.200 Con todo, es verdad que algunos socialistas advirtieron la posibilidad de conceder a la administración pública un mayor espacio en la gestión de los procesos productivos. Desde finales del siglo XIX hubo socialistas herederos del positivismo (v.gr. algunos militantes de la Fabian Society) que creyeron en la administración burocrática ilustrada de la economía. Pero incluso en este caso la colectivización se juzgaba como el resultado de un proceso natural e impersonal de las fuerzas económicas. El propio Engels se vio influenciado por este ideal tecnocrático atribuible, entre otras cosas, a Saint-Simon, pero nunca creyó en que la coordinación económica ilustrada, que no política, podía ser una medida de orden autoritativo. En otras palabras, podríamos decir que los socialistas finiseculares jamás concibieron que el programa económico del socialismo debía alcanzarse mediante la coacción extraeconómica en condiciones de autoritarismo político.201 4. La anterior premisa es crucial para juzgar las transformaciones del ideario en el primer tercio del siglo XX. Es Domènech quien en El eclipse de la fraternidad trae a colación una premonitoria afirmación de Weber sobre la relación entre la VV.AA., Programa del Partido Obrero Alemán (Proyecto) [1875] (Marxists Internet Archive, 2000-2020, disponible en la red: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/gotha/anexo-2.htm). 199 Karl Marx, Glosas marginales al programa del Partido Obrero Alemán. Óp. Cit. 200 Alfonso Ruiz Miguel, La socialdemocracia. En: Fernando Vallespín (Ed.), Historia de la Teoría Política 4 (Madrid: Alianza Editorial, 1992). 201 George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 407. 198 75 socialdemocracia y el Estado. Según el sociólogo alemán, en su esfuerzo por conquistar el poder político, sería la socialdemocracia quien terminaría siendo conquistada por el Estado. ¿Pero qué significaba terminar siendo conquistado por el Estado? A lo sumo, dos cuestiones: (i) renunciar a la “prédica” revolucionaria, y (ii) trasladar a la administración pública buena parte de las expectativas económicas que, antaño, se depositaban en la sociedad civil. Los asertos de Weber fueron precisos. Para la mitad del primer tercio del siglo XX, buena parte de las corrientes de la socialdemocracia europea ya veían en el Estado un instrumento indispensable para la concreción económica del socialismo. En 1912 Kautsky aseguró que, una vez conquistada la mayoría parlamentaria, sería indispensable ampliar las funciones administrativas en aras de hacer cumplir el programa socialdemócrata. Por su parte, Karl Renner creía fervientemente que el Estado era “la palanca del socialismo”; que el núcleo del nuevo modo de producción se “ocultab[a] en todas las instituciones del Estado capitalista”, y que el proletariado estaba muy lejos del “nihilismo del Estado”.202 Bernstein, ciertamente, tampoco estaba muy lejos de esta posición. En una conferencia de 1918 recordó sus épocas de revisionista solitario y reiteró su posición de aquel entonces: “en una buena ley industrial puede haber más socialismo que en la nacionalización de centenares de empresas y fábricas. Pues en tal caso se atiende al bienestar de un mayor número de personas”.203 De ese modo, bien a través de la nacionalización o bien a través de la legislación intervencionista, el Estado resultaba ser un aparato central para la consecución del socialismo. En la primera mitad del siglo XX, en consecuencia, nadie dudaba de las bondades de un Estado que, prevalido de un mandato democrático, interviniera en la economía o incluso nacionalizara recursos estratégicos. Esta posición caló tanto en la socialdemocracia europea como en el liberalismo de izquierdas.204 Pero así y todo el Cf. Hans Kelsen, Socialismo y Estado. Una investigación sobre la teoría política del marxismo. Óp. Cit., pp. 287-289. Eduard Bernstein, ¿Qué es el socialismo? [1918]. En: Eduard Bernstein, Socialismo democrático, trad. Joaquín Abellán (Madrid: Alianza Editorial, 1990), p. 162. 204 Así lo narró Hans Kelsen en su autobiografía: “Con el programa democrático del partido [social-demócrata] austriaco, que sin duda se encontraba fundamentalmente en el campo del marxismo, pero en la práctica nada tenía que ver con la teoría estatal anarquista de Marx y Engels, estuve yo desde el comienzo en un total acuerdo. Inicialmente fui contrario, en mi condición de individualista, a su programa económico de nacionalizaciones. Después, especialmente bajo la impresión de las conmociones económicas que trajo consigo la guerra, tendí más y más a reconocer que el sistema económico del liberalismo, tal como se realizaba dentro de las circunstancias dadas, no constituía ninguna garantía para la seguridad económica de la masa de los desposeídos y que la seguridad económica -dentro de esas condiciones- solo era posible mediante la economía planificada, y esto significaba, finalmente, poder conseguir la nacionalización de la producción” (énfasis añadido). Cf. Hans Kelsen, Autobiografía [1947], trad. Luis Villar Borda (Bogotá D.C.: Universidad Externado de Colombia, 2008), pp. 117-118. 202 203 76 programa económico seguía teniendo un influjo importante de las ideas del siglo XIX, impacto que se tradujo en la necesidad de que el control de la producción fuera gremial. En este frente, los socialistas y los liberales de izquierda abogaron por la defensa de la democracia industrial, tal como quedó consignado en las Constituciones de la posguerra.205 Quizás quienes mayor énfasis hicieron en esta última cuestión fueron los austromarxistas, que velaron por una suerte de síntesis entre el parlamentarismo y la democracia de consejos. Pero si estas reflexiones calaban en Europa occidental, en la convulsa Rusia ocurría lo propio. Más allá de las vicisitudes económicas que los bolcheviques enfrentaron, no se puede perder de vista que estos no eran ajenos a la relación: sociedad civil, libertad y propiedad. Como lo recuerda Domènech, en 1917 las tendencias del movimiento socialista ruso coincidían en la necesidad de implementar una reforma agraria que permitiera al campesinado acceder a la propiedad inmobiliaria. La consigna “la tierra para quien la trabaja” suponía, antes que la estatización del campo, la conversión de las grandes haciendas en cooperativas de campesinos. Tras la instauración de la NEP en 1921, una tendencia importante del partido encabezada por Bujarin defendió que la colectivización cooperativa representaba el mejor modo de introducir en la economía campesina “elementos de una economía a gran escala, de industrialización y de planificación estatal”. No es gratuito que la política de industrialización forzosa implementada por Stalin a partir de 1927, y que se llevó a cabo a expensas del bienestar y de la pequeña propiedad campesina, haya exigido la persecución de las tendencias agrarias y cooperativistas del partido.206 205 En su Teoría General del Estado, Hans Kelsen dejó consignado que, a fin de consolidar la democracia industrial, era indispensable que, por precepto normativo, se garantizara la participación de los obreros en la dirección de la empresa. Cf. Hans Kelsen, Teoría General del Estado [1925] (México D.F.: Ediciones Coyoacán, 2005), p. 470. Por su parte, desde el socialismo de tradición marxista, Karl Korsch se pronunció en los siguientes términos: “En efecto, en los ‘consejos’ elegidos en cada empresa según la ley de consejos de empresa del 4 de febrero de 1920 [refiere a una ley dictada en desarrollo del artículo 165 de la Constitución alemana de Weimar de 1919], hemos encontrado que el único punto en el que, en la constitución laboral de los países vencidos (Alemania, Austria y, en menor grado otros países de Europa que también cuentan entre los ‘vencidos económicamente’), se ha conseguido el reconocimiento legal, por más débil que sea en la práctica de una nueva forma de derecho de cooperación de los trabajadores que va en determinada dirección más allá de los logros anteriores de la lucha proletaria (...). Por ello, entre todas las organizaciones del proletariado en lucha, los consejos de empresa, por su historia revolucionaria y por su núcleo específicamente revolucionario, son los llamados a ‘representar en el movimiento actual al mismo tiempo el futuro del movimiento’, en larga y tenaz lucha que sostendrán en los próximos meses y años, (...) por la obtención de fines inmediatos: el sustento cotidiano y la defensa contra el excesivo tiempo de trabajo y las insoportables cargas impositivas”. Cf. Karl Korsch, Lucha de clases y derecho del trabajo [1922], (Barcelona: Editorial Ariel, 1980), pp. 147-148. 206 Cf. Antoni Domènech, El experimento bolchevique, la democracia y los críticos marxistas de su tiempo. Óp. Cit., pp. 46-47. 77 De ese modo, lo que valdría la pena rescatar aquí es que después de la Primera Guerra Mundial buena parte de las tendencias de la izquierda abogó por una intervención decidida del Estado en la economía. El ámbito ideológico era propenso a otorgar al Estado un papel fundamental en la gestión de los procesos productivos y los bolcheviques no fueron inmunes a esa cuestión. Con todo, también es verdad que para los socialistas de tradición marxista la transformación de las relaciones económicas debía ser una iniciativa fuertemente arraigada en la sociedad civil. Incluso en la Rusia revolucionaria se introdujeron medidas de liberalización económica que permitieron que las reglas del mercado y la competencia permearan sectores relevantes de la industria. Autores como Álvaro García Linera y Antoni Domènech concuerdan en que las reflexiones tardías de Lenin se encaminaban a alentar el fortalecimiento de la iniciativa privada y el cooperativismo en el marco de una economía de mercado altamente intervenida por el Estado.207 5. Con todo y su consenso, las tensiones políticas eran evidentes. La literatura que he tenido en cuenta resalta dos problemas en particular, que parecen ser un círculo vicioso que ha perseguido al ideal socialista. Por una parte, el riesgo más evidente de la estatización es que los funcionarios acumulen un gran poder burocrático y que, prevalidos de ese poder, instituyan monopolios administrativos que expropien a los trabajadores de la dirección de las empresas. Por otra parte, el riesgo más acuciante de la administración cooperativa es la “gremialización” de los intereses a despecho del interés general.208 Amén de estas dos tensiones, a ellas se suma el problema de la interdependencia económica entre las diversas unidades de producción. Aunque estas últimas se rijan bajo un esquema institucional cooperativo de productores libremente asociados, ello no nos dice nada respecto de la manera en que estas unidades pueden coordinarse unas con otras. Se trata aquí de un problema económico fundamental: el problema del mercado. Álvaro García Linera, ¿Qué es una revolución? De la Revolución Rusa de 1917 a la revolución de nuestros tiempos. En: Álvaro García Linera, “¿Qué es una revolución?” y otros ensayos (Buenos Aires: CLACSO; Prometeo, 2020), p. 223. 208 A propósito de la Revolución Rusa, García Linera hace la siguiente reflexión: “[E]n el momento en que cada fábrica comienza a actuar por su cuenta, a fijarse solo en el bienestar de sus trabajadores sin considerar el bienestar del resto de los trabajadores de otras fábricas y de los habitantes de las ciudades o de los campesinos; (…) es decir, en el momento en que cada institución democrática obrera solo se fija en sí misma sin tomar en cuenta el conjunto de los trabajadores y ciudadanos del país, se produce una hecatombe económica que paraliza el intercambio de productos y potencia los egoísmos entre los sectores que se desentienden de los demás llevando a la disminución de la producción, el cierre de empresas, la pérdida de trabajo, la escasez, el hambre y el malestar en contra del propio curso revolucionario”. Ib., pp. 192-193. 207 78 6. Dicho lo cual podríamos terminar este apartado de la siguiente manera. A partir de lo que hemos expuesto hasta este punto es claro que el movimiento socialista se incrustó en la necesidad de volver a politizar la vida social. Reconciliar, en alguna medida, la sociedad civil y la política. Esto suponía, en las condiciones del siglo XIX lograr dos cosas: democratizar el gobierno representativo, de suerte que los pobres pudiesen ocupar las instituciones públicas e incidir en la vida política, y volver a juntar las dos dimensiones de la personalidad jurídica antaño inescindibles: libertad y suficiencia material.209 A este último respecto, en las condiciones de avance técnico y tecnológico presenciadas a lo largo del siglo XIX y principios del XX, el ideario socialista abogó por una idea de socialización de los medios de producción que se debatió entre la estatización o la intervención legislativa de los títulos de propiedad y del mercado, pasando por la conversión cooperativa de las unidades de producción. En cualquier caso, ninguna tendencia del movimiento socialista finisecular ni mucho menos del socialismo previo y posterior a la Primera Guerra Mundial desconoció el papel que debía jugar el Estado en la economía. En ese contexto, era claro que el socialismo era una ideología que propugnaba por un esfuerzo de síntesis entre mercado, producción cooperativa e intervención estatal de corte republicano. Incluso en la Rusia de entreguerras primaba una postura pragmática que intentaba conjugar la iniciativa privada y las rentas de propiedad con la participación democrática en la industria y el control obrero de la producción. En línea con lo expuesto por Lichtheim, podríamos decir que en el primer tercio del siglo XX muchos socialistas, entre estos algunos de tradición soviética, tenían claro que la defensa económica del socialismo sólo era viable si se lograba conciliar la asignación de recursos por vía del mercado con un sistema de planificación central.210 En ese sentido, la economía cooperativa y el Estado se requerían mutuamente. Al paso que una y otra no podían prescindir de una forma (incluso más o menos embridada) de mercado. En términos generales fueron tres las razones que soportaron esta aproximación ideológica. En primer lugar, que los mecanismos del mercado no podían ser suprimidos por decisiones administrativas, so pena de incentivar el surgimiento subrepticio e ilegal de formas de intercambio. Esta fue una lección que muchos socialistas extrajeron del fracaso estrepitoso del comunismo de guerra soviético y que algunos otros siguieron 209 210 Andrés de Francisco y Daniel Raventós, Republicanismo y Renta Básica. Óp. Cit., pp. 263-264. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 416. 79 profundizando con el paso del tiempo.211 A este respecto habría que decir que el mercado no es solo un mecanismo de asignación y distribución de recursos sino también de información, y que en ese entonces no existía un mecanismo de planificación que pudiese tramitar la ingente cantidad de preferencias individuales que allí concurrían.212 En segundo lugar, otra de las lecciones de las experiencias políticas de aquellos años fue que la economía cooperativa o la propiedad gremial de las unidades de producción debían tener contrapesos institucionales para evitar que su extrema gremialización operara en desmedro del interés colectivo.213 En uno y otro caso el Estado era fundamental. Y lo era tanto para corregir las irregularidades del mercado (una reivindicación más democrática que propiamente socialista) como para intervenir en la propiedad de los medios de producción y en el curso de los mercados ficticios: dinero, tierra y trabajo. En tercer y último lugar, para el movimiento socialista no era extraña la noción de la libertad como no interferencia. En otras palabras, sabían que el Estado también debía ser limitado. Al respecto es interesante ver que la propuesta normativa que Polanyi expone en La gran transformación: “conservar esferas de libertad arbitraria protegidas por reglas inviolables” no estaba alejada de la propuesta que, en ese sentido, un liberal como Isaiah Berlin defendió unos lustros después.214 Con todo, la diferencia entre uno y otro radicaba en que mientras Berlin creía que la democracia no estaba ligada lógicamente a este tipo de espacios de libertad,215 Polanyi, por contraste, 211 Álvaro García Linera, ¿Qué es una revolución? De la Revolución Rusa de 1917 a la revolución de nuestros tiempos. Óp. Cit., pp. 214-215. 212 La Caverna Congresos (6 de febrero de 2014), Andrés de Francisco: El comunismo como proyecto emancipatorio, Min. 24:20-26:55 [Archivo de video disponible en la red: https://www.youtube.com/watch?v=osPAZY_Zhqo]. 213 En la ya citada conferencia ¿Qué es el socialismo?, pronunciada en 1918 y publicada en 1922, Bernstein puso de manifiesto que el traspaso de la propiedad de las fabricas a los obreros que allí laboraban, tal y como ocurrió en los primeros años de la Revolución Rusa, no era una medida estrictamente socialista. Entre otras cosas porque ello “enfrenta a los obreros, tan pronto se convierten ellos mismos en empresarios de su respectiva fábrica, con el resto de la colectividad, y debilita en perjuicio de esta el interés de introducir mejoras técnicas (...). Pero lo propio del socialismo es precisamente, la idea de la primacía del interés colectivo sobre todo el interés particularista de determinados grupos; parte del interés general de la clase y no del grupo (...)”. Cf. Eduard Bernstein, ¿Qué es el socialismo? Óp. Cit, pp. 153-154. 214 Decía Berlin sobre el particular: “Hay que crear una sociedad en la que haya fronteras de libertad que nadie está autorizado a invadir. (…) Se trata de normas de las que sería absurdo decir, por ejemplo, que pueden ser derogadas mediante un procedimiento formal por parte de un tribunal o de un cuerpo soberano. (…) La libertad de una sociedad (…) se mide por la solidez de tales barreras y por el número e importancia de las posibilidades a disposición de sus miembros, si no para todos, para un gran número de ellos”. Cf. Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad. En: Isaiah Berlin, Sobre la libertad, ed. Henry Hardy (Madrid: Alianza editorial, 2017) pp. 248-249. 215 Ib., p. 248. 80 aseguraba que los espacios de libertad inviolable solo podían ser expresión de una forma racional de organización económica y política de la sociedad. Los derechos y las prerrogativas inviolables (tanto de índole civil como económica), aseguraba Polanyi, eran artefactos humanos. La libertad “negativa”, por más noble que fuese su consecución, solo era posible mediante una cultura cívica que garantizara la supervivencia de la propia sociedad.216 En ese sentido, el autor puso de manifiesto que era posible equilibrar la salvaguarda de una esfera de libertad negativa sin escapar a las necesidades propias de la cooperación y el autogobierno.217 Con todo, coincidió con Berlin en que, de trazar una relación de precedencia, los ideales asociados a la libertad negativa estaban llamados a gobernar los fines del autogobierno y la planificación económica. Solo de esta manera el socialismo podía encontrar un puente entre la teoría política del liberalismo (J.S. Mill) y la de la democracia (Rousseau). 3.4. Acción estratégica y política de alianzas El último apartado de este análisis se concentra en la acción estratégica y la política de alianzas que el movimiento socialista desplegó entre la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX. En vista de que a lo largo del escrito se ha hecho parcial alusión al tema, este apartado será más corto que los que le han antecedido. Lo que me interesa comentar aquí es que los elementos del núcleo ideológico del socialismo impactaron la estrategia y la política de alianzas, pero también se vieron impactados por estas últimas. Al inicio del trabajo dijimos que la ideología es relevante en tanto provee un parámetro de comprensión de la realidad que sirve para justificar u oponerse a los acuerdos sociales a los que continuamente debe llegar una comunidad política. De esto se sigue que las organizaciones o movimientos políticos requieren de tres elementos para intervenir en la política activa: (i) una ideología; (ii) una base social y (iii) un modelo de acción. En este punto nos interesa concentrarnos en los dos últimos elementos, aunque todos ellos estén en una relación indisoluble. Para esos efectos merecería la pena tener en cuenta dos premisas a la hora de estudiar la 216 Karl Polanyi, Jean-Jaques Roussea o ¿es posible una sociedad libre? [1953]. En: Karl Polanyi, Nuestra obsoleta mentalidad de mercado (Barcelona: Virus Editorial, 2018), p. 110. 217 Ver los párrafos finales del apartado 2.1., supra. 81 estrategia de los actores políticos. La primera es que los adversarios siempre coevolucionan por “imitación y por mejoramiento gradualista”. Es decir, se observan entre sí y valoran instrumentalmente la relación entre prácticas políticas y objetivos estratégicos. La segunda refiere a que “en política no hay patentes”. Todas las prácticas, incluyendo las violentas, son esencialmente públicas. De ahí que en el enfrentamiento con el adversario se aprenda, se imite y se invente.218 Con base en lo anterior, me gustaría enfocarme en dos cuestiones que encuentro llamativas a propósito de esta temática y que pueden rescatarse de la bibliografía que se ha traído a colación. Primero, tocaré el asunto de la política de alianzas, para luego concentrarme en un comentario sobre la estrategia política y su relación con el núcleo ideológico. 1. Por lo que refiere a la política de alianzas, merece la pena traer a cuento la premisa historiográfica que Rosenberg presenta en su obra Democracia y socialismo, según la cual durante la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX el movimiento socialista trabó acuerdos que estratégicamente se debatieron entre la autonomía de clase y la transversalidad. Uno y otro extremo del péndulo marcaron la definición ideológica de los rivales y de los posibles aliados. Así, mientras en la Francia de 1848 la política de alianzas entre proletarios y sectores medios dio origen a la democracia social y permitió definir un programa transversal que integrara a los “emprendedores” que se enfrentaban sin pudor al poder monárquico. Una política de tales magnitudes fue impensable en la Europa de finales del siglo XIX, en la que los emergentes industriales ya no temían a los oficiales del Estado sino a los dirigentes sindicales y a las conjuras revolucionarias. Las coordenadas descritas son sumamente importantes, pero hay que cuidarse de caer en una aproximación simple de la cuestión. Creer, por poner el caso, que una política de alianzas transversal encuentra su correlato estratégico en el reformismo político; mientras que una política de alianzas autonomista redunda en un modelo de acción rupturista y, en algunos casos, insurreccional. Lo interesante de los relatos historiográficos que trajimos a colación es que nos permiten superar estas intuiciones. Fijemos dos ejemplos históricos ampliamente comentados a lo largo de estas líneas. Por una parte, vimos que las revoluciones europeas de 1848, al menos en Europa continental, estuvieron precedidas de alianzas políticas transversales. El movimiento 218 Cf. Francisco Gutiérrez Sanín, La destrucción de una República (Bogotá D.C.: Taurus – Universidad Externado de Colombia, 2017), pp. 31-32. 82 democrático del siglo XIX fue heredero de una imagen revolucionaria insurreccional, propia de la Revolución Francesa, que encontraba legitimidad en una base social ancha que aglutinaba a diversos estratos sociales. Cosa distinta ocurrió a partir de la década del sesenta del siglo XIX. En este último caso vimos que el movimiento obrero tendió a la autonomización política e ideológica mientras fortaleció sus estrategias reformistas. En línea con la hipótesis de Lichtheim, habría que decir que a partir de la segunda mitad del siglo XIX el socialismo fungió más como una ideología integradora que como una teoría de la acción estratégica. En esto el marxismo fue fundamental: forzó a que el proletariado se diferenciara ideológicamente de las clases medias y contribuyó a la emergencia de una “conciencia política de carácter corporativo” que partiera aguas con los conservadores y los liberales.219 Pero el esfuerzo analítico en este frente no fue igual de robusto en lo que refiere a la acción política. Al menos hasta la fundación de la Segunda Internacional la estrategia y la política de alianzas de los socialistas fueron bastante heterodoxas. Por ejemplo, la aprobación de la Ten Hours Bill en el parlamento británico fue consecuencia de un acuerdo entre los ya debilitados Cartistas y los terratenientes “whigs” de tradición conservadora; al paso que la campaña antiesclavista, secundada por la AIT, posibilitó que el incipiente movimiento socialista hiciera causa común con los liberales manchesterianos, a pesar de que estos últimos fueron los artífices de las leyes de pobres.220 Con todo, la puja por la autonomía política y la consciencia de clase fue determinante en la política de alianzas del movimiento socialista europeo. Al menos por lo que respecta a la socialdemocracia alemana, la doctrina especializada coincide en que esta expresión del movimiento socialista combinó la prédica revolucionaria con la acción estratégica reformista e institucional. Pero incluso en este último caso los socialistas europeos seguían teniendo las heridas abiertas del fracaso revolucionario de 1848 y de 1871. De hecho los más institucionalistas se rehusaban a concebir la participación parlamentaria como un espacio de deliberación racional en búsqueda del bien común. Su estrategia, en rigor, suponía alcanzar el poder político por medios legales, aunque no por ello menos litigiosos, e implementar el programa socialista. De ahí que la política de alianzas bloqueara la transversalidad y el compromiso interclasista, incluso en el marco de una política reformista.221 George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., p. 309. Ib., pp. 215-216. 221 Adam Przeworski, Capitalismo y socialdemocracia. Óp. Cit., p. 19, 33. 219 220 83 Pero conforme los socialistas llegaron al límite de su crecimiento político fue inevitable replantear las bases de su acción política. Según lo expone Przeworski, para finales del siglo XIX y principios del XX, los socialdemócratas advirtieron que el electorado obrero no era estadísticamente mayoritario. Incluso en los países más industrializados la clase obrera no llegaba a representar el 40% del censo electoral. Ante este panorama, políticos de la talla de Jaurès y de Bernstein llegaron a la conclusión de que los partidos socialistas debían encontrar apoyos en sectores ajenos a sus huestes tradicionales, pero guardaban la esperanza de que esto no tendría un impacto negativo en la definición y consecución de su programa político. Es decir, aunque abogaban por una política de alianzas transversal siguieron reclamándose dentro de la tradición anticapitalista.222 Naturalmente, el gradualismo y la progresiva transversalidad electoral impactaron la forma de hacer valer el núcleo ideológico. En el caso de los partidos socialistas de Europa central (Alemania y Austria) su alejamiento del anarcosindicalismo y de la tradición insurreccional latina les hizo rechazar la estrategia de la huelga general política. En el caso del SPD fue quizás ese asunto el que se convirtió en la manzana de la discordia entre Kautsky y el ala izquierda del partido (Rosa Luxemburgo).223 Pero con todo y esa discusión, lo que realmente quebró a la socialdemocracia alemana fue su separación estratégica entre la acción política y la lucha por conquistar mejoras económicas. En este último frente, de una política autonomista y abiertamente clasista (al estilo del siglo XIX), la mayoría de los socialdemócratas alemanes abogó por evitar el conflicto sindical. Ámbito en el cual primó la negociación colectiva por sobre otro tipo de estrategias.224 En medio de sus discusiones intestinas, los socialdemócratas continentales no lograron ni la mayoría electoral ni la democratización de Alemania ni evitar la guerra europea. Pero hay que decir que esto no tuvo nada que ver con el revisionismo. No se puede perder de vista que el revisionismo fue una repuesta al reformismo revolucionario, pero ningún historiador sensato podría achacarle la responsabilidad de la quiebra de la II Internacional. Como vimos, ni Kautsky ni Bernstein apoyaron la postura oficial del partido, de hecho se escindieron de él. Por su parte Karl Liebnecht, el afamado dirigente del ala de izquierda, era en realidad más kantiano que Ib., pp. 35-37. George Lichtheim, Breve historia del socialismo. Óp. Cit., pp. 304-306. 224 Adam Przeworski, Capitalismo y socialdemocracia. Óp. Cit., p. 25. 222 223 84 marxista. No se trataba pues de una cuestión de ortodoxia, sino de principios. Pero por otro lado, habría que reconocer que quienes se opusieron a la guerra desde el espectro socialdemócrata lo hicieron pagando el precio del aislamiento. No olvidemos que tras el fin de la confrontación bélica el ala de derecha del SPD siguió dirigiendo la política del partido, incluso tras el asesinato de Rosa Luxemburgo y de Karl Liebnecht. Y es en el marco de ese contexto que vale la pena preguntarnos de nuevo por la relación entre el núcleo ideológico socialista (democracia, republicanismo, libertad y propiedad) y la acción estratégica. Digamos en primer término que durante el siglo XIX hubo sectores de la burguesía y aun de la aristocracia terrateniente que comprendieron las mutaciones del gobierno representativo y su progresiva democratización y, por decirlo con Lampedusa, se adaptaron al viraje institucional para garantizar que todo se mantuviera igual. En ese sentido, es entendible que un socialista à la Rosenberg insistiera en que la democracia, a esas alturas, podía ser liberal o socialista. ¿Cuál era el criterio de distinción? para el movimiento socialista (incluyendo en este punto a reformistas, revisionistas y ortodoxos) lo que distinguía a la democracia ya no era solo que los pobres acudieran a las urnas y ocuparan cargos públicos, sino la relación entre el autogobierno y la propiedad. Pero incluso en este punto la estrategia comenzó a mutar. Durante la segunda mitad del siglo XIX el canon marxista de la socialdemocracia europea defendió que el autogobierno solo era posible, incluso procedimentalmente, si los medios de producción socialmente importantes eran propiedad de la comunidad. Con todo, hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial se pensó muy poco sobre cómo debía llevarse a cabo esa socialización. A partir del periodo de entreguerras ya vimos que las propuestas gravitaron entre el control gremial, la democracia industrial, la estatización y la intervención de los mercados estratégicos. Por otra parte, el peso cada vez más decisivo de los revisionistas, quienes, como fue el caso de Bernstein, empezaron a ser cada vez más cautos con el programa de nacionalizaciones primigeniamente defendido, allanaron el terreno para que la socialdemocracia europea descubriera finalmente, y por los años treinta, el keynesianismo. Con todo, lo que resulta importante destacar y será con esto con lo que terminemos este análisis, es que a partir de 1918 el movimiento socialista (ya dividido para esa fecha en dos grandes polos: socialdemócratas y comunistas) vuelve a intentar crear una alianza entre obreros, campesinos y clases medias para conseguir 85 transformaciones políticas: bien a través de la galvanización del furor insurreccional (en el caso de Rusia y Europa del este) o bien a partir de la defensa de las nacientes repúblicas democráticas (Europa occidental). Todos, en cualquier caso, fracasaron en sus apuestas estratégicas. Por lo que refiere a la Revolución Rusa, como lo reconoce Domènech, Lenin tuvo la astucia de forjar, al estilo de los ideales de 1848, un movimiento que aglutinara a todas las fuerzas laboriosas y a los estamentos populares de la milicia monárquica en una consigna transversal: paz, pan y tierra y una democracia de base a través de los soviets.225 Con todo, los bolcheviques sobreestimaron la estrategia insurreccional en un contexto en el que las revoluciones europeas eran poco a poco derrotadas: Alemania, 1919; Hungría, 1919; Italia, 1920. Pese a la astucia de su programa, su empecinamiento en azuzar levantamientos populares en un contexto de emergencia republicana suscitó tres errores políticamente catastróficos para el proyecto socialista en su conjunto.226 Primero, hizo que los nacientes partidos comunistas desconocieran las diferencias políticas entre las monarquías constitucionales y los regímenes republicanos y parlamentarios y vieran la acción política proletaria como una lucha contra el totum revolotum del Estado burgués. Segundo, clausuró la posibilidad de conjugar la democracia consejista y la parlamentaria en la Rusia revolucionaria,227 e impidió la regeneración democrática del mundo institucional socialdemócrata de Europa occidental. Tercero, las contradictorias conclusiones del segundo y tercer congreso de la Internacional Comunista,228 como consecuencia de las cuales se consumó la división entre comunistas y socialdemócratas en la década del veinte,229 obstruyeron la consolidación de una gran causa democrático revolucionaria que aglutinara a toda la población trabajadora europea y a amplias capas de las clases medias urbanas y rurales, así como a un sector importante de la intelligentsia de la izquierda liberal, lo cual habría cerrado el paso a las fuerzas reaccionarias emergentes en Europa continental.230 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 344-348. Ib., pp. 349-352. 227 Ib., pp. 362-363. 228 Ib., pp. 381-382. 229 Ib. 230 Ib., pp. 383-385. 225 226 86 De hecho, fue esto último lo que suscitó una escisión en la propia Internacional Comunista. En su carta de renuncia a la Internacional, el propio Rosenberg puso de manifiesto que mientras la Rusia soviética emulaba el compromiso entre los obreros calificados y los campesinos, así como entre estos últimos y los funcionarios especializados, fuera de los confines nacionales los bolcheviques prescribían a los partidos comunistas que se apoyaran en los “estratos obreros más pobres, radicales, enemigos de los compromisos y antinacionales”.231 Como lo plantea Domènech, a juicio de Rosenberg, ante el fracaso de las revoluciones en Europa era indispensable que en Rusia se reconociera la existencia de una “democracia nacional” fundada en un compromiso político transversal entre estratos y clases sociales heterogéneas. No obstante, esto suponía disolver la Tercera Internacional y desautorizar la estrategia leninista, cada día más y más embalsamada.232 Como es sabido, los intereses geopolíticos de la emergente Unión Soviética se sobrepusieron a los parámetros normativos de la revolución socialista. En el entretanto las nacientes repúblicas europeas fenecieron ante un intento estratégico infructuoso por salvarlas. Una de las lecciones que deja la reflexión de Domènech es que esta derrota está asociada a la falta de comprensión estratégica de la alianza transversal democrático-republicana en un contexto de asedio reaccionario. Esto último fue determinante en la suerte de la República de Weimar y de la Segunda República española. Por lo que refiere a la República de Weimar, vale recordar que la alianza entre el SPD y el Partido Popular de Gustav Stresemann permitió controlar los índices económicos en medio de la hiperinflación y el incremento en la tasa de desempleo. Polanyi y Domènech afirman que el Tratado de Versalles sirvió de excusa retórica para insuflar los ánimos de la extrema derecha, pero que sus impactos económicos, en estricto sentido, fueron sagazmente conjurados por el pacto entre socialdemócratas y republicanos de derechas. Pero con todo y sus buenas intenciones la política de alianzas del SPD no impidió el naufragio de la República. Amén de las razones económicas e institucionales: fuerte dependencia de la economía estadounidense; cartelización de la industria pesada y cooptación de puestos claves del ejército y la judicatura por los monárquicos antirrepublicanos, hay que decir que las fuerzas 231 Ver, al respecto, la introducción al libro de Arthur Rosenberg redactada por Gian Enrico Rusconi. Cf. Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo. Óp. Cit., p. 10. 232 Cf. Antoni Domènech, El experimento bolchevique, la democracia y los críticos marxistas de su tiempo. Óp. Cit., pp. 40-41. 87 políticas de Alemania, de izquierda a derecha, se fueron quedando sin defensores de la República.233 Sumado a esto, la estrategia retórica del NSDAP [Partido Nacionalsocialista Obrero de Alemania] cabalgó con astucia entre la revolución y la contrarrevolución. De forma sagaz, los nazis promocionaron medidas altamente intervencionistas (estatización de todos los trusts, abolición de las rentas ociosas y comunalización de los grandes almacenes234) y propagaron el antisemitismo entre los estratos medios urbanos y rurales asfixiados por el capital bancario que se resistían a su proletarización. No obstante, a la par, Hitler se granjeó el apoyo de sectores importantes de la industria pesada alemana, a quienes sumó al proyecto de recuperación económica a través de la senda del rearme y de la expansión del “espacio económico alemán”.235 Una vez llegaron al poder, la República de Weimar fue paulatinamente desmantelada. Intervinieron el mercado de trabajo para fortalecer la posición del empresario y disciplinar la mano de obra y el poder de negociación colectiva de los sindicatos, al tiempo que subrepticiamente permitieron la compraventa de mano de obra esclava.236 Por otra parte, por conducto de los decretos de arianización, los nazis despojaron a los alemanes judíos de sus derechos civiles y políticos y les presionaron para que enajenaran sus bienes y empresas, lo que redundó en una mayor concentración de capital.237 Finalmente forjaron un contubernio entre Estado autoritario y gran empresa privada para apalancar el proyecto imperialista que daría pie a la Segunda Guerra Mundial.238 En lo relativo a la República de Austria, a diferencia de lo acontecido en Italia o en Alemania, las turbulentas discusiones en el seno de la Segunda Internacional no Además del resentimiento que el asesinato de Rosa Luxemburgo despertó en las huestes comunistas, la República de Weimar vio morir a buena parte de sus defensores. Kurt Eisner, militante del USPD y quien proclamó la república en Baviera, fue asesinado en febrero de 1919 por un oficial del ejército guillermino; Matthias Erzberg, militante republicano católico, fue asesinado en 1921 por sicarios de extrema derecha; Walther Rathenau, demócrata judío, fue asesinado en 1922 por pistoleros ultranacionalistas; Paul Streseman, artífice de la política de recuperación económica, falleció por causas naturales en octubre de 1929; y, Paul Levi, destacado dirigente del KPD reingresado al SPD, murió en sucesos extraños a principios de 1930. (Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 400-403). 234 Ib., p. 407. 235 Ib., pp. 414-420. 236 Ib., pp. 436-438. 237 Ib., pp. 440-441. 238 Sobre el particular Domènech trae a cuento la reflexión de Carl Schmitt según la cual, a diferencia de la totalidad romana, la germánica “se limitaba a establecer un Estado fuerte y poderoso que exigía pleno control político, pero dejaba sin ninguna restricción las actividades económicas”. Ib., p. 442. 233 88 resquebrajaron a la socialdemocracia austriaca. Bajo la dirección de Otto Bauer y Karl Renner, el partido mantuvo la unidad de acción en dos momentos cruciales: la proclamación de la República y las elecciones a la Asamblea Nacional Constituyente, en la que, dicho sea de paso, fueron mayoría e hicieron valer la fórmula de su consenso político: reconocer el carácter parlamentario (deliberación pública) y consejista (deliberación gremial) de la República.239 Ahora bien, pese a que los socialdemócratas alcanzaron posiciones de ventaja a la hora de incidir en la configuración normativa de la constitución, a partir de las elecciones legislativas que siguieron a la promulgación de la carta política fueron los socialcristianos quienes tomaron la delantera y quienes, en su deriva corporativista, impugnaron los ideales de la libertad republicana y de la democracia parlamentaria y consejista. En concreto, abogaron por la reordenación estamental de la sociedad civil y por la congelación política de los estamentos sociales y de sus representantes.240 En el entretanto los socialdemócratas defendieron la democracia socialista y reforzaron su posición en la capital del país.241 Entre 1919 y 1934 la “Viena roja”, epicentro del poder municipal socialdemócrata, fue objeto de atención internacional por su despliegue cultural y urbanístico. Los austromarxistas llevaron al límite el reformismo: introdujeron altas tasas impositivas al patrimonio, aprobaron una ley de protección de los alquileres y financiaron un ambicioso proyecto de construcción de viviendas sociales. Asimismo, apoyaron las actividades culturales y deportivas de la ciudad y se ganaron el respeto de los intelectuales cercanos al Círculo de Viena.242 Así y todo, a partir de 1934 los conservadores no solo incrementaron su ofensiva contra el régimen republicano sino que se levantaron abiertamente contra él. Aunque desde el Congreso de Linz de 1926 los socialistas concluyeron que no era posible renunciar a la acción directa en un contexto de reacción antirrepublicana, fueron trémulos en su respuesta y llamaron demasiado tarde a la insurrección popular. La República de Austria cayó en manos de los conservadores corporativistas que, a la postre, se entregarían al poder geopolítico de la Alemania nazi, que se anexó Austria Ib., pp. 460-461. Ib., pp. 471-472. 241 Ib., p. 475. 242 Cf. Jaime Pastor, Retorno crítico al austromarxismo (Portal web “Jacobinlat”, 2021. Disponible en la red: https://jacobinlat.com/2021/08/23/retorno-critico-al-austromarxismo/), y Jean-Numa Ducange, La Viena Roja (Portal web “Conversación sobre la historia”, 2022. Disponible en la red: https://conversacionsobrehistoria.info/2022/07/15/la-viena-roja/). 239 240 89 en 1938. En suma, tanto en el caso de los alemanes como en el de los austriacos la ética de la responsabilidad fue insuficiente para salvaguardar el experimento republicano. Incluso en el caso de Austria, en el que la socialdemocracia se mantuvo cohesionada y afianzó una política de alianzas con el liberalismo, la estrategia reformista y la transversalidad fueron insuficientes para contener a un adversario que ya en la tercera década del siglo XX había renunciado a la democracia procedimental. Finalmente la Segunda República Española también fue derrotada. Hay que decir que en este caso la acción estratégica y la política de alianzas de los socialistas españoles tuvo un antecedente relevante: la monarquía constitucional configurada por Cánovas del Castillo en 1876 neutralizó el ímpetu modernizador y democrático del liberalismo finisecular. Como lo recuerdan Miguel Martorell y Santos Juliá, el régimen constitucional español de la segunda mitad del siglo XIX abogó por la integración y convergencia de los partidos de la monarquía constitucional a costa de la renuncia, por parte de la izquierda liberal, de su ideal republicano más preciado: el de la soberanía popular.243 Esta circunstancia explica por qué en España no emergió una fuerte tendencia “democrática” en las huestes del liberalismo de finales del siglo XIX, y permite comprender las razones por las cuales, luego del activo involucramiento de Alfonso XIII en la dictadura de Miguel Primo de Rivera, pocos abogaron por la monarquía parlamentaria. Es, pues, en ese contexto en el que el ideal republicano cobró relevancia en el debate público español y en el que las izquierdas republicana y socialista se vieron obligadas a confluir en sus pretensiones estratégicas: parlamentarizar la política española y depurar la institucionalidad monárquica (en particular el ejército), hacer una reforma agraria, afrontar la cuestión plurinacional y granjearse una base social favorable al nuevo régimen político.244 Las discusiones constitucionales del momento giraron en torno a estas preocupaciones, pero rápidamente partieron las aguas del bando republicano entre quienes valoraban su virtuosismo institucional (v.gr. Azaña) y quienes veían en él nada más que la antesala de la revolución. En el caso de la reforma agraria, por ejemplo, esta cuestión fue capital. Las antagónicas posturas entre republicanos y socialistas fraguaron la propuesta de reforma defendida por Felipe Sánchez Román, que 243 Miguel Martorell y Santos Juliá, Manual de historia política y social de España (1808-2018) (Barcelona: RBA, 2022), p. 174-175. 244 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 507-510. 90 pretendía intervenir la concentración de la propiedad sin afectar los títulos inmobiliarios y azuzar la reacción furibunda de los terratenientes.245 Para Domènech, pues, la derrota de la Segunda República está asociada a la incomprensión estratégica de la alianza democrático-republicana con anterioridad a la sublevación militar de 1936. Si los alemanes y austriacos llevaron al límite la ética de la responsabilidad, los españoles llevaron al límite la de la convicción.246 Este error corrió parejo a la rearticulación de los sectores conservadores –que desacreditaban sin pudor la legalidad republicana– y a la radicalización de sectores del movimiento obrero que reclamaban políticas mucho más radicales por parte del gobierno central.247 Es verdad que el triunfo del Frente Popular alimentó de nuevo las esperanzas compartidas en la República; no obstante, la sincronización política entre socialistas y republicanos nunca fue del todo efectiva.248 Unos y otros actuaron conforme a sus pretensiones estratégicas y, sin perjuicio de la dignidad y legitimidad de sus convicciones, fueron derrotados a manos de corporativistas iliberales y antirrepublicanos.249 4. Conclusiones: un núcleo ideológico para una teoría política republicana y socialista Llegados a este punto, vale la pena proponer un análisis de conjunto de lo que se ha expuesto a lo largo de estas líneas. Hay que comenzar por decir que la bibliografía que he analizado da cuenta de que el socialismo, en tanto movimiento político e ideológico, resulta mucho más complejo de lo que uno tendería a pensar a simple vista. Si acogemos la definición de Freeden que cité al comienzo, según la cual las ideologías nos son útiles para atribuir sentido a los hechos y a los conceptos políticos, por más de que existan planteamientos normativos y premisas analíticas que se mantengan en el tiempo, una ideología nunca escapa a la heterodoxia: bien porque Ib., pp. 520-524. Hago referencia a la distinción propuesta por Weber entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad. A su juicio, “quien actúa según la ética de las convicciones sólo se siente ‘responsable’ de que no se apague la llama de la convicción”, mientras que quien actúa motivado por la ética de la responsabilidad actuará según las consecuencias previsibles de su conducta y asumirá la responsabilidad moral que de ellas se deriva. Cf. Max Weber, La política como profesión. En: Max Weber, El político y el científico, trad. Joaquín Abellán (Madrid: Alianza editorial, 2021), p. 234. 247 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad (…). Óp. Cit., pp. 534-535. 248 Ib., pp. 539-541. 249 Ib., p. 544. 245 246 91 la comprensión misma de los hechos varía, o bien porque los compromisos políticos, y su función práctica e instrumental, fuerzan el entrecruzamiento y la intersección de las ideas propias con las ajenas. Este trabajo ha permitido estudiar el núcleo ideológico del socialismo bajo esa mirada compleja y contextual. Naturalmente, el lector avezado se preguntará en este punto cómo conviven “núcleo ideológico” y “pulsión heterodoxa”. Sobre el particular vale decir que, sin perjuicio de su fluidez, toda ideología estabiliza, “despolemiza” y prioriza un conjunto de conceptos y valores en aras de su permanencia temporal. De lo contrario sería imposible hablar de un corpus ideológico y mucho menos de estudiarlo. Por tal razón el concepto de núcleo es útil en esta empresa intelectual, habida cuenta de que habilita al investigador a proponer aspectos de estabilidad y contingencia en una tradición política. No ha sido otra la pretensión de este escrito. Para ese propósito nos enfocamos en primera medida en reseñar la obra de tres autores cuyas reflexiones resultaron cruciales para nuestros objetivos analíticos. Polanyi nos brindó tres premisas relevantes. Primero, nos puso de manifiesto que la tradición socialista es una respuesta a la emergencia del mercado autorregulado, en particular en Gran Bretaña. Segundo, nos recordó que las tradiciones políticas emergentes en el siglo XIX tuvieron que vérselas con las contradicciones dimanantes de la mercantilización ficticia de la mano de obra, la tierra y el dinero. En el caso de los socialistas, como vimos, su programa económico responde a la conversión mercantil de la fuerza de trabajo y de su consecuencia social principal: la pauperización. Tercero, la definición de socialismo formulada por Polanyi nos recordó que esta tradición ideológica no puede verse al margen del entrecruzamiento entre la planificación, el mercado y la libertad individual. Por su parte, el texto de Rosenberg nos hizo reflexionar sobre tres cuestiones igual de pertinentes. Por una parte, que en Europa continental el movimiento socialista surgió de las reminiscencias del proyecto democrático defendido por Robespierre, y que por cuenta de esta herencia el socialismo europeo continental defendió una idea de república democrática que aglutinara a las clases medias y a las populares. Circunstancia ideológica que comenzó a cambiar a partir de 1871. De un lado porque el movimiento apeló a una política de alianzas menos transversal y más autonomista; de otro lado, porque, doctrinalmente, un sector de los socialistas comenzó a ver con recelo el institucionalismo parlamentario y la doctrina de la separación de poderes. 92 De ese modo, la emergencia de la Segunda Internacional fue ideológicamente heterogénea. Por un lado, encarnó dos valores que una parte del liberalismo venía abandonando: el cosmopolitismo y la lucha por la paz. Por otro lado, pese a su perspectiva autonomista y estrictamente obrerista, la Internacional siguió defendiendo la democratización del gobierno representativo pero se distanció de la política de alianzas propia de las experiencias del 48. A su turno, del texto de Rosenberg concluimos que la debacle de la Segunda Internacional y la fallida estrategia de la Internacional Comunista se explican por razones doctrinales y estratégicas. En cuanto a lo primero, los socialistas perdieron de vista la importancia de conjugar su programa económico con los valores del republicanismo democrático y del autogobierno popular. Por lo que toca a lo segundo, el movimiento lanzó por la borda la importancia de una política de alianzas transversal en pos de la consecución de su programa político. Finalmente, del texto de Antoni Domènech podríamos destacar las siguientes reflexiones. Primero, que si bien la tradición republicana no ha sido por antonomasia democrática, la ideología socialista no se explica sin el esfuerzo, históricamente situado, de hacer realidad un programa a la vez republicano y democrático. Esta pretensión se tradujo a su vez en una propuesta política que tuvo entre sus premisas normativas principales la de (i) erradicar el despotismo proveniente de la loi de famille, que se extiende desde el plano doméstico hasta el laboral, y (ii) superar el despotismo burocrático-estatal heredado de la loi politique del Estado monárquico absolutista. Según Domènech, el programa de la Asociación Internacional de los Trabajadores y sus propósitos reformistas no pueden abstraerse de esa pretensión: una república democrática de ciudadanos libres suponía, a instancias suyas, la apropiación común de las fuentes de vida. Ahora bien, como tuvimos oportunidad de plantear. Domènech se concentra en desarrollar las peripecias de esta pretensión. Su narrativa historiográfica deja claro que el socialismo europeo, en particular el continental, fue una comunidad deliberativa que cabalgó entre el reformismo institucional y la insurrección política; entre conceptos instrumentales y compromisorios de la democracia, así como entre una idea de la política como consenso transversal y otra como mandato mayoritario en condiciones autoritativas. Con todo, el cuadro del socialismo europeo que Domènech presenta, al igual que ocurre con Rosenberg, no estuvo desprovisto de pretensiones normativas. En línea con este último, Domènech enfatiza en que el trágico desenlace 93 del socialismo europeo en el primer tercio del siglo XX obedeció tanto al eclipse de la estrategia democrático fraternal, como a la imposibilidad de acordar una agenda política común que priorizara un concepto republicano de democracia y autogobierno popular. A partir de los cuadros historiográficos y normativos presentados por las obras estudiadas, en la segunda parte del trabajo tuve por propósito desarrollar una aproximación más sistemática sobre el núcleo ideológico del socialismo europeo entre 1848 y 1939. De tal exposición me gustaría rescatar las siguientes conclusiones: 1. No sería posible reflexionar sobre el núcleo ideológico del socialismo europeo sin entrar a valorar los orígenes históricos del movimiento. Una de las ideas que pudimos extraer de los textos revisados es que, por lo que refiere a Gran Bretaña, el origen del socialismo obedece a la reacción política que el pauperismo suscitó en los reformadores sociales herederos del pensamiento ilustrado. Con todo, el socialismo no se contrajo a ser una reacción moral a la industrialización. Por contraste, un primer aspecto nuclear de su ideología fue la crítica a la conversión mercantil de la fuerza de trabajo. Esto es importante por otra razón relevante: buena parte de las formulaciones programáticas que el socialismo europeo trazó sobre la propiedad estuvieron mediadas por este aspecto de su origen histórico: la denuncia de la explotación de la fuerza de trabajo por cuenta de su conversión mercantil. Por otra parte, reconocimos que los socialistas utópicos franceses, precursores del socialismo europeo posterior a la segunda mitad del siglo XIX, eran más tecnócratas que igualadores. Su programa ideológico pretendía asimilar los desarrollos técnicos de la industrialización en condiciones de armonía social, pero no se trataba de un programa exclusivamente redistributivo. Aunque el régimen de producción cooperativo tenía el propósito de impactar en la distribución de las rentas, estos socialistas estaban más preocupados por la racionalización productiva que por la democratización de la propiedad. Sin perjuicio de esta herencia, dijimos también que el movimiento democrático de tradición jacobina fue fundamental en la emergencia del socialismo continental y de sus claras pretensiones democrático-igualitarias. Esta raíz ideológica explica la agenda política Louis Blanc y de Auguste Blanqui. En suma, si en Gran Bretaña el socialismo emergió como un movimiento de rechazo al pauperismo y como una crítica del liberalismo utilitarista defensor de la economía autorregulada y de la conversión de la fuerza de trabajo en mercancía, en 94 Europa continental se trató de un movimiento heredero tanto del reformismo social de los llamados “socialistas utópicos”, que pretendían someter los más altos desarrollos de la técnica a los principios del cooperativismo racionalista, como de la tradición democrática-igualitaria de extracción jacobina. 2. Desde luego, estas tendencias se entrecruzarían con el paso de los años y a partir de los esfuerzos de coordinación internacional del movimiento obrero. Esto explica por qué la primera dimensión del emergente núcleo ideológico refiere al ideal democrático. A este respecto, una de nuestras grandes conclusiones es que el movimiento socialista es heredero de la tradición democrática y republicana que hizo mella en Europa a finales del siglo XVIII y pervivió en el siglo XIX. La Revolución Francesa no sólo proveyó al socialismo de una imagen de revolución, sino que le legó un programa democrático y republicano: integrar a los pobres (esclavos y asalariados) a la sociedad civil y a la política. De ese modo, en términos de la proximidad, hay que poner de relieve que el movimiento socialista fue un movimiento de lucha democrática en los términos de su época: reconocimiento del sufragio universal y democratización del gobierno representativo. Estas reivindicaciones fueron transversales a las revoluciones europeas (1848), a la fundación de la AIT (1864), a la Comuna de París (1871) y a la fundación de la Segunda Internacional (1889). Por otra parte, pusimos de presente que en medio de ese contexto el ideal democrático estuvo íntimamente ligado al principio de mayoría. A juicio de los integrantes del movimiento, el programa de reforma del socialismo (v. gr. reducción de la jornada de trabajo o la consolidación del cooperativismo) encontraban su fuente de legitimidad en su carácter mayoritario: estar dirigidas a beneficiar a la mayoría social: los pobres y desposeídos. A su turno, la crítica institucional al absolutismo monárquico o incluso a las monarquías parlamentarias imperantes suponía cuestionar las trabas institucionales que estos regímenes imponían al autogobierno popular. Los socialistas, ciertamente, anhelaban que los pobres ocuparan los cargos públicos y ejercieran su mandato en favor de sus propios intereses. Sumado a lo anterior, pusimos de relieve que a partir de la derrota de la Comuna de Paris (1871) surgieron dos corrientes dentro del movimiento socialista que serían determinantes en la escisión entre comunistas y socialdemócratas casi cincuenta años después. Aunque unos y otros estimaban que la conquista del autogobierno popular era un aspecto medular de su apuesta programática, los socialistas británicos y alemanes seguían juzgando como compatibles el autogobierno popular y la tradición 95 parlamentaria. En todo caso, no puede obviarse que los socialistas continentales, por más reconciliados que estuviesen con esta última tradición, siempre la vieron con escepticismo. La política institucional en este caso, aunque reformista, fue siempre defensiva. Mientras luchaban por democratizar el gobierno representativo los socialistas intentaron forjar una contra sociedad civil. De lo anterior se deduce que estos últimos, al menos hasta el fin de la Primera Guerra Mundial, no vieron la democracia como un medio, ni la valoraron en estricto sentido como una política de compromiso. Así las cosas, pese a que hubo convergencia en la tradición ideológica en lo que refiere a la importancia y legitimidad del autogobierno popular y el principio de toma de decisiones por mayoría, en los albores del siglo XX los socialistas discreparon sobre la posibilidad de ligar las pretensiones democráticas con la tradición parlamentaria y, en el contexto de entreguerras, con un concepto compromisorio del proceso político deliberativo. En este punto no hubo en realidad una convergencia conceptual, aunque, desde nuestro punto de vista, fuese más coherente entender la democratización del gobierno representativo en la estela de la tradición parlamentaria, heredera de toda una corriente de teoría política defensora del republicanismo. A tenor de la obra de Rousseau, concluimos que esta tradición republicana no se oponía al programa de reforma del Estado invariablemente defendido por los socialistas a partir de 1871: democratizar la función administrativa, implementar formas de mandato imperativo y fortalecer, a partir de revocabilidad del mandato, el escrutinio de la labor de los agentes públicos. 3. La segunda dimensión del núcleo ideológico del socialismo que quisimos explorar está asociada a la noción de la libertad republicana y al lugar que la propiedad ocupa en ese proyecto. A efectos de indagar en este aspecto comenzamos diciendo que para la tradición republicana el concepto de libertad como no dominación ha estado anclado a la suficiencia material. Esta relación entre libertad y suficiencia material fue quebrada por el reformismo liberal del siglo XIX con el propósito de crear las bases del mercado de trabajo: sujetos jurídicamente libres que, por razón de sus necesidades materiales, enajenan su fuerza de trabajo. Al hilo de ese contexto, el movimiento socialista criticó la separación entre el capital y el trabajo. Como vimos, los planteamientos de Marx defendidos tanto en el Manifiesto Comunista como en la La guerra civil en Francia apuntan a que la socialización de los medios de producción, en tanto medida tendiente a reconciliar el trabajo con las fuentes de existencia, era una condición indispensable para la emancipación del trabajo y para la garantía de la 96 propiedad individual. De lo cual se infiere que la corriente más relevante del movimiento socialista en el siglo XIX, a tenor de la tradición republicana, jamás disoció la libertad de la propiedad. A partir de esa convergencia ideológica advertimos igualmente que el movimiento socialista propugnó por el reformismo laboral y por la consolidación del movimiento cooperativo. A este último respecto, dijimos que el esquema cooperativo de producción se presentó ante los socialistas, incluyendo los de tradición marxista, como la expresión organizativa de la socialización de la producción. En todo caso, precisamos que tanto para los socialistas alemanes como para los británicos la socialización era una cuestión normativa y descriptiva, esto es, una tendencia constatable de la economía capitalista. Por otro lado, advertimos que, al menos hasta la segunda década del siglo XX, los socialistas no fueron en estricto sentido estatistas, al paso que tampoco creyeron que su programa económico pudiese alcanzarse mediante la coacción institucional. Esta aproximación ideológica, desde luego, varió en el primer tercio del siglo XX. En la medida en que los socialdemócratas alcanzaron mayores posiciones institucionales depositaron mayores esperanzas en el Estado. Pero incluso en esas circunstancias el programa económico del socialismo, por lo que refiere al control de la producción, se debatió entre el intervencionismo legislativo, la democracia industrial y el control gremial cooperativo. Aproximaciones que impactaron también los debates de la Rusia revolucionaria luego del fracaso estrepitoso del comunismo de guerra y la instauración de la NEP. Por último, pusimos de presente que para el primer tercio del siglo XX el socialismo propugnó por un esfuerzo de síntesis entre el mercado, la producción cooperativa y la intervención estatal republicana. Esta síntesis estuvo mediada por tres razones específicas: (i) que los mecanismos de mercado no podían ser suprimidos por medidas administrativas o de coacción extraeconómica, pues se trata de mecanismos de distribución y asignación de información difícilmente sustituibles por un sistema de planeación general; (ii) que la producción gremial requiere de contrapesos institucionales que presionen la cooperación, a fin de que los intereses gremiales no operen en desmedro de los generales; y, (iii) que cualquier mecanismo de planificación requiere de salvaguardar esferas de libertad negativa tuteladas por reglas absolutas que no puedan ser disponibles por el poder público, y que a su vez estén protegidas por 97 mecanismos de coordinación económica que garanticen la suficiencia material individual. 4. En último término, nos concentramos en comentar la acción estratégica y la política de alianzas del movimiento socialista en el lapso objeto de nuestro interés. A este respecto merece la pena plantear las siguientes tres conclusiones. Por una parte, es claro que la política de alianzas del movimiento socialista se movió en torno a dos extremos: la transversalidad y la autonomía clasista. A su turno, vimos que las estrategias del movimiento socialista también cabalgaron entre dos polos: el institucionalismo reformista y la insurrección revolucionaria. Además, precisamos que, contrario a una primera intuición, hubo alianzas transversales en pos de la insurrección, así como estrategias reformistas prevalidas de una concepción autonomista y obrerista del movimiento socialista. Todo esto nos permitió asumir una mirada compleja de la acción política en el periodo de tiempo estudiado. Por otra parte, recalcamos que los cambios de estrategia se vieron afectados tanto por la mutación de los conceptos políticos como por las contingencias mismas de la historia. El reformismo socialdemócrata, por ejemplo, fue una estrategia anclada a una circunstancia concreta: la necesidad de ampliar el caudal electoral en medio de una sociedad en la que los obreros industriales no representaban la mayoría del censo electoral. A su turno, al menos en Europa occidental, la estrategia se vio interpelada por los propios adversarios y posibles aliados. La paulatina política de transversalidad reformista obedeció en parte a las mutaciones ideológicas del liberalismo, tradición política que poco a poco fue aceptando la inminente democratización del gobierno representativo, al paso que un sector nada despreciable de sus huestes comenzó a comulgar con el intervencionismo estatal y la política redistributiva de corte socialista. Unos y otros se fueron acercando. Primero pactaron el programa económico de estirpe socializador y consejista propio de las constituciones de entreguerras, más cercano al programa económico del socialismo decimonónico continental. No obstante, a la postre, coincidirían en el intervencionismo estatal de corte keynesiano, más cercano al social liberalismo de corte anglosajón. Finalmente, advertimos que a partir de 1918 el movimiento socialista en su conjunto apeló a la transversalidad pero no convergió en su estrategia. Con todo, socialdemócratas y comunistas serían derrotados en sus propósitos políticos. En el caso de la Revolución Rusa, el paroxismo insurreccional clausuró la posibilidad de conjugar la democracia parlamentaria con la consejista y debilitó el espectro socialista 98 en Europa occidental en un contexto de asedio reaccionario. Por su parte, en el caso de las repúblicas de Alemania y Austria, el marcado reformismo institucional fue insuficiente para atajar la estrategia discursiva del fascismo. A su turno, la lealtad a las formas de la democracia procedimental impidió consensuar un cambio de estrategia oportuno en un momento en el que la derecha reaccionaria rompía subrepticiamente con los principios del gobierno representativo. Por su parte, en el caso de España, la incomprensión estratégica de la alianza democrático-republicana con anterioridad a la sublevación militar de 1936 debilitó la institucionalidad civil. La falta de sincronización efectiva entre socialistas y republicanos, por cuenta de una excesiva ética de la convicción, golpeó a la Segunda República y la debilitó ante quienes, amparados en un ideal corporativista y antiliberal del Estado, la sepultaron para siempre. Como se puede apreciar, el estudio de la ideología socialista resulta más complejo de lo que uno podría esperar. No obstante, en términos normativos, es inviable pensar en un programa o en una estrategia del socialismo sin apelar al análisis histórico y conceptual de esta tradición de pensamiento. Indagar en el núcleo ideológico no nos da mayores esperanzas sobre la realización de ese ideal, pero al menos nos permite clarificar las ideas en pos de su defensa o de su crítica. También nos permite salir al paso de los lugares comunes. Entender, por ejemplo, que el socialismo no se explica sin la reacción a la sujeción mercantil de la fuerza de trabajo, o que, doctrinalmente, para ningún socialista decimonónico era claro que la defensa de la libertad se opusiera a la socialización de los medios de producción. Este análisis nos permite distinguir entre la tradición democrático-igualitaria y la socialista, y comprender hasta qué punto la segunda es heredera de la primera, pero también en qué medida se diferencian. A menudo se confunde la política democrático-igualitaria con la socialista, cuando ideológicamente no son del todo equiparables. Redistribuir es una medida democrática que opera en favor de la igualdad material; el socialismo no se opone por principio a esa medida, pero aboga por la emancipación del trabajo a través del control democrático de la actividad productiva. En ese orden, el keynesianismo contribuye a la democratización de la sociedad, pero no necesariamente se inserta en la estela del socialismo. Dicho lo cual, habría que decir que cualquier actualización del programa socialista supone detenerse en el estudio de la ideología y por ende de los valores defendidos, así como de las aproximaciones conceptuales que han signado su programa político. Hoy más que nunca está claro que ningún tipo de socialismo está 99 inserto en la lógica de la historia, y que cada día la mercantilización de las esferas de la vida aumenta a un ritmo vertiginoso. Contrario a nuestros deseos, no se advierte que la política avance en pos de la emancipación del trabajo o de la socialización de las fuentes de vida. En cualquier caso estimo que es indispensable volver a la discusión normativa, y por ende ideológica. En este frente es preciso hacer un esfuerzo honesto por estudiar la historia del movimiento socialista a fin de tener las ideas un poco más claras que antes. Este trabajo ha querido ser un aporte modesto en esa dirección. 100 Bibliografía: Joaquín Abellán, Conceptos políticos fundamentales: Democracia (Madrid: Alianza editorial, 2011). Joaquín Abellán, Estado y nación en Guillermo von Humboldt (Donostia: Revista Internacional de Estudios Vascos, 48, 1, 2003). Joaquín Abellán, Estudio preliminar. En: Eduard Bernstein, Socialismo democrático, trad. Joaquín Abellán (Madrid: Tecnos, 1990). Pedro Abellán Artacho, La teoría política como profesión: una propuesta desde el ejemplo de Hannah Arendt (Madrid: Revista de Estudios Políticos, No. 201, 2023, pp. 13-45). Francisco J. Andrés Santos, Derecho romano y axiología política republicana. 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