ISSN: 2452-4751
Volumen 12 N°2, 2022, pp. 1-12
REPRESENTACIONES Y ARTEFACTOS DE LA
ATROCIDAD EN LA POSTDICTADURA CHILENA
Representations and Artifacts of Atrocity in the Chilean Postdictatorship
Daniela Jara Leiva 1
https://orcid.org/0000-0003-1432-9790
DOI: (Microsoft Sans Serif 10)
Recibido: 12 de noviembre 2022
Aceptado: 15 de diciembre 2022
Resumen
Las representaciones públicas sobre perpetradores de crímenes humanitarios en sociedades que
están lidiando con memorias de violencia, usualmente divididas, permiten elaborar socialmente la
atrocidad. En este artículo me centraré en la producción de una memoria de la violencia de Estado a
través del análisis de dos artefactos oficiales que han incidido de manera significativa en la
representación que la sociedad chilena ha ido elaborando y disputando sobre su pasado: uno que
apunta a develar las causas estructurales y culturales de la violencia política y otra que apunta a
identificar las responsabilidades individuales en la violencia de Estado. Analizo el Informe Rettig,
presentado en 1991, y el juicio por el asesinato a Letelier, cuya sentencia se dio a conocer en 1995.
Ambos artefactos movilizan dos modelos de representación de los perpetradores y la
responsabilidad. El objetivo de mi análisis es mostrar cómo estas diferentes representaciones
movilizan significados y tienen distintos potenciales pedagógicos que pueden ser al mismo tiempo
complementarios. Pese a sus tensiones y diferencias, sus discursos están entrelazados en la
memoria cultural de la postdictadura, constituyendo parte del archivo cultural con el que dialogan las
nuevas generaciones.
Palabras clave: Perpetradores, representaciones, artefactos, atrocidad.
Abstract
Public representations of perpetrators of humanitarian crimes in societies that are dealing with
memories of violence, usually divided, allow atrocity to be socially elaborated. In this article I focus on
the production of a memory of state violence through the analysis of two official artifacts that have
significantly influenced the representation that Chilean society has been developing and disputing
about its past: one that points to reveal the structural and cultural causes of political violence and
another that aims to identify individual responsibilities in state violence. I analyze the Rettig Report,
presented in 1991, and the trial for the murder of Letelier, whose verdict was announced in 1995. Both
artifacts mobilize two models of representation of the perpetrators and responsibility. The aim of my
analysis is to show how these contrasting representations mobilize meanings and have different
pedagogical potentials that can be complementary. Despite their tensions and differences, their
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Académica Escuela de Sociología, Universidad de Valparaíso. PhD en Sociología, Goldsmiths College, University of London.
E-Mail: daniela.jara@uv.cl
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discourses are intertwined in cultural memory, constituting part of the cultural archive with which new
generations dialogue.
Keywords: Perpetrators, representations, artifacts, atrocity.
Cómo citar
Jara, D. (2022). Representaciones y artefactos de la atrocidad en la postdictadura chilena.
Intervención, 9(1), 1-12.
1. Introducción
Desde los ‘90 en adelante las diversas políticas de la memoria han apuntado a dar una existencia
social, cultural y oficial a las víctimas de la dictadura (Jara et. al, 2018) y a generar una narrativa
sobre la atrocidad. Es decir, han buscado significar la historia reciente desde la perspectiva del
lenguaje de los Derechos Humanos (=DDHH). Sin embargo, la figura del perpetrador y el cómplice,
y su lugar en la sociedad han sido menos debatidos públicamente, generando una constante tensión
en la postdictadura. Una de las notables y tempranas excepciones fue el trabajo de Ariel Dorfman en
La Muerte y la Doncella, obra de teatro que generó importantes preguntas sobre cuál sería el rol del
cómplice y perpetrador en el proceso sociopolítico que se abría entonces. A la obra de Dorfman
siguieron otros eventos y producciones culturales que pusieron en la mirada pública el problema de
los y las perpetradores: el encuentro entre Agüero (un estudiante previamente torturado) y Meneses
(profesor universitario, acusado de haber sido torturador) (Verdugo, 2004) y la controversia desatada,
la entrevista de la periodista de Univisión a Osvaldo Romo en 1995, la detención de Pinochet en
Londres en 1998, entre otros. Pero ha sido durante la última década que el problema del perpetrador
ha irrumpido trayendo nuevos dilemas a los espacios públicos (Jara et al. 2020; Jara y Aguilera,
2017). Algunos de estos dilemas fueron representados por Cordillera en 2015, obra de teatro escrita
por Felipe Carmona sobre militares ya en la tercera edad reclutados por sus crímenes humanitarios,
en la que se aborda el suicidio de uno de ellos estando en prisión. El guion sostenía que la vergüenza
había sido el motor del suicidio, y reflexionaba en torno al problema de la culpa y la responsabilidad
individual. Paradojalmente, tras procesos de conflicto social y experiencias de violencia de Estado,
los sentimientos morales individuales como la vergüenza o el arrepentimiento no han sido
expresiones comunes en quienes han sido acusados o incluso sentenciados como perpetradores de
atrocidades (Card, 2010; Payne, 2008). Más allá de esta paradoja, Cordillera demuestra el esfuerzo
que hace una segunda o tercera generación de artistas en sociedades postconflictos por sostener un
diálogo abierto con el pasado y resignificarlo.
La obra descrita y sus contradicciones arrojan luces sobre la importancia que tienen las
representaciones culturales sobre pasados recientes y su movilización de nociones de ética,
responsabilidad y justicia a través de imágenes, narraciones y sentimientos que se transmiten y se
re-apropian intergeneracionalmente. Estas representaciones son símbolos públicamente
disponibles, que tienen una significación sobre el pasado y que circulan por medio de artefactos e
instituciones, siendo impulsados por actores y que aspiran a competir entre sí, o al menos a expresar
frente a otros una significación (Olick, 2007). Para Jinks (2016), las representaciones sobre
perpetradores son importantes para entender la relación de las sociedades con los pasados difíciles
y las distintas formas en que las comunidades se apropian de su memoria histórica; es precisamente
en esta apropiación donde se produce la posibilidad de transformación. Según la autora, las
diferentes representaciones que se hacen del pasado tienen distintos efectos dentro de las
sociedades. Esta reflexión respecto de la importancia que tienen las representaciones en sociedades
postconflicto se alinea con lo que Assmann & Czaplicka (1995) llamó memoria cultural, cuya
particularidad es que constituye un archivo de la cultura, una memoria en el largo plazo.
En este contexto, la comprensión de qué tipo de memoria e imaginación ético-política se ha
fomentado en el Chile postdictatorial a través de la representación del pasado y de los perpetradores
de los crímenes de DDHH a través de distintos artefactos, discursos institucionales, objetos culturales
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y prácticas se vuelve particularmente relevante. De acuerdo con Leebaw (2011) los artefactos en
este contexto son entendidos como herramientas o soportes de las representaciones a través de los
cuales el significado es creado, circula y se archiva en la memoria cultural: objetos o comisiones,
incluso juicios, desde este punto de vista, pasan a ser artefactos. ¿De qué manera diferentes
artefactos han movilizado diferentes representaciones? ¿Qué afectos y discursos han circulado
mediante estas representaciones de los perpetradores, y cómo se han investido de significado?
¿Cuáles son las nociones de responsabilidad en torno al pasado que están disponibles y que
constituyen parte de la imaginación política de la sociedad chilena?
En este artículo me centraré en la producción de una memoria de la atrocidad en la postdictadura a
través del análisis de dos artefactos oficiales que han incidido de manera significativa en la
representación que la sociedad chilena ha ido elaborando y disputando sobre su pasado reciente: el
Informe Rettig, presentado en 1991, y el juicio por el asesinato a Letelier, cuya sentencia se dio a
conocer en 1995. El informe elaborado por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (1991)
fue un extenso testimonio extrajudicial de violencia. Fue la primera respuesta oficial a las atrocidades
cometidas bajo la dictadura, buscando restablecer los valores democráticos en la sociedad. A lo largo
de sus tres volúmenes se desarrolló una narrativa histórica para proporcionar una base moral para
la reconstrucción de la democracia. A diferencia de Argentina, donde el Informe Nunca Más
(CONADEP,1984) se convirtió en una publicación con gran éxito de ventas, el Rettig tuvo una
circulación limitada en Chile y se difundió al público solo por secciones y de manera fragmentada a
través de insertos en una publicación local. Sin embargo, a pesar de su escasa circulación, el informe
se convirtió en la narrativa fundacional de la postdictadura. Por su parte, el caso Letelier fue uno de
los nudos críticos de la memoria cultural de la dictadura y del discurso de los DDHH en Chile. Fue
uno de los primeros casos que tuvieron una amplia cobertura en la prensa, logrando erosionar las
bases morales del régimen militar. Ambos artefactos movilizaron dos modelos de representación de
los perpetradores y sus discursos están entrelazados, constituyendo parte del archivo cultural con
que dialogan las nuevas generaciones.
El objetivo de mi análisis es mostrar cómo estas diferentes representaciones movilizaron distintos
significados y relaciones con los perpetradores, para así reflexionar sobre qué tipo de relación ético
político con el pasado y el futuro éstas posibilitaron. En este sentido, cada uno de estos artefactos
tiene un distinto potencial pedagógico. A modo de síntesis, sugiero que una de estas estrategias de
representación de la atrocidad apuntó a las causas estructurales y culturales de la violencia (Informe
Rettig), mientras que la segunda apuntó a la individualidad y la espectacularidad del castigo (caso
Letelier). Estas dos formas de representar a los perpetradores han formado parte implícita de la
memoria cultural de la postdictadura en Chile.
2. Metodología
A partir de 2016 he realizado un trabajo de archivo histórico y de material de prensa en torno a las
nociones de perpetradores de crímenes de DDHH. Articulando los conceptos de representación
(Jinks, 2016) y artefacto (Leebaw, 2011), comencé la investigación en torno a hitos y casos
emblemáticos de la construcción de la memoria cultural en la postdictadura. Mi punto de partida fue
que había una disputa en el proceso de representación de los perpetradores: distintos artefactos
generaban distintos sentidos. La distinción conceptual de Leebaw (2011) fue iluminadora para
organizar el trabajo de archivo: distinguí entre los artefactos de comisiones de verdad, por un lado, y
los juicios, por otro. De manera complementaria realicé una revisión de material audiovisual y
literatura, revisando distintas estrategias éticas y estéticas desplegadas a través de las cuales se
fueron representando a los perpetradores en las producciones culturales de la época. Asimismo,
realicé entrevistas en profundidad a informantes clave: jueces, abogados de DDHH, activistas de la
memoria, periodistas, etc. a quienes consulté respecto de los hitos que fueron generando
trasformaciones en los criterios para pensar sobre el pasado o que fueron permitiendo a la sociedad
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representar a los perpetradores de crímenes de DDHH en la historia reciente, desde la década de
los ‘90 en adelante. Las sentencias de los juicios, y los reportes de las comisiones de verdad fueron
parte de los artefactos más relevantes de la transición política. Las entrevistas a informantes clave
me permitieron identificar los casos emblemáticos que analizo en este artículo: el Informe Rettig y el
juicio a Letelier. Específicamente, seleccioné artefactos que generaron sentidos y produjeron
narrativas sobre el mal en relación con los perpetradores, causando un impacto en la opinión pública.
Es decir, produjeron emociones, imaginaciones y una imagen ética sobre el pasado, dejando un
legado cultural a las futuras generaciones. Pese a tratarse de artefactos implementados por poderes
del estado, sus representaciones fueron distintas y generaron enfoques heterogéneos y simultáneos
sobre el pasado. Para el análisis de los archivos en ambos casos llevé a cabo un análisis de
contenido: de los artefactos mismos, una revisión de las políticas tras los artefactos y posteriormente
un trabajo en torno a la narrativa sobre el mal que promovió cada uno.
3. Enmarcar el debate: representar a los perpetradores de atrocidades
En las últimas tres décadas la mayoría de los dilemas que tuvieron lugar después de episodios de
violencia de Estado se enmarcaron en el paradigma de la justicia transicional en todo el mundo (Jara,
2020a; Olick, 2007). Uno de los elementos clave en este paradigma ha sido el uso que se ha dado a
la noción de DDHH, la que conlleva una serie de elementos: por un lado, la aplicación de marcos
legales internacionales, y por otro lado, la aplicación de categorías como la de víctimas, victimarios
o perpetradores de violaciones de DDHH. El lenguaje de DDHH está directamente relacionado con
los debates sobre qué constituye el mal en una sociedad y qué es o no legítimo en distintos
escenarios de conflicto, Nash (2009) ha denominado a este ámbito de clasificación como política
cultural de los DDHH. Chile, por ejemplo, es un caso donde la aplicación de la legislación
internacional en materia de DDHH ha generado desconfianza en ciertos sectores que se resisten a
su política cultural.
En este contexto, la representación pública de los perpetradores de atrocidades refiere a un proceso
de elaboración de la historia reciente de una sociedad en contextos de ruptura y de transformación
paradigmática en sus horizontes de sentido. Estas representaciones suelen dar pie a situaciones de
crisis, pues en la mayoría de los casos los y las protagonistas de los hechos aún están vivos o lo
estuvieron recientemente. A diferencia del sistema penal y los crímenes comunes en los que el
‘desviado o transgresor aceptaría generalmente que él o ella ha violado la ley, los perpetradores en
contextos postconflictos suelen plantear un nuevo reto: generalmente no se consideran criminales y
tienden a legitimar sus acciones mediante marcos y comunidades de memoria, incluso basados en
nociones sui generis de DDHH. Este es un fenómeno sorprendente, pero común tras escenarios de
violencia política. Card (2010) evita el relativismo considerando a este punto muerto como una brecha
de magnitud, lo que significa que los perpetradores de crímenes tienden a fallar en el reconocimiento
de la experiencia de sus víctimas.
Por esta misma capacidad de las memorias nacionales de dividirse antagónicamente, los actos de
perdón oficial de Estado cobraron relevancia a partir de la Segunda Guerra Mundial. Si bien
responden a una necesidad de reparación y restauración que ha sido estudiada por la literatura
especializada (Olick, 2007), también ocultan la escisión en el tejido social que seguirá acechando a
las sociedades postconflictos y que es, tal vez, uno de sus mayores dilemas. En el caso de Chile, por
ejemplo, después de recibir públicamente el informe de la Comisión Rettig, el expresidente Aylwin
se dirigió a la sociedad chilena en cadena nacional y pidió perdón, llamando a otros sectores a hacer
lo mismo. Esto fue considerado como uno de los episodios más emotivos de los primeros años de la
democracia. Sin embargo, también oscureció el hecho de que uno de los rasgos de la postdictadura
es que fueron escasos los sentimientos morales de arrepentimiento en las declaraciones de los
perpetradores y de las instituciones, actores y organizaciones asociadas con encubrimientos y
variadas formas de colaboración con el régimen militar (Jara, 2020c). En sociedades divididas son
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los procesos de memorialización y codificación del pasado donde se despliegan luchas de sentido,
en particular, en la representación de la atrocidad.
3.1. Atrocidad y representación
Hasta ahora, los debates que han abordado más directamente el lugar de los perpetradores dentro
de las sociedades posconflicto se han enmarcado a través de la tensión dentro de la teoría jurídica,
entre la justicia reparadora y la justicia redistributiva (Trevino-Rangel, 2012; Moon, 2008) desde
donde surge el dilema entre el castigo y la reintegración. Cada uno de estos enfoques está
relacionado con mecanismos institucionales que refieren al destino de los perpetradores una vez que
las instituciones deben actuar: mientras que los enfoques restauradores están vinculados a la
proliferación de las Comisiones de la Verdad en los ‘90, los enfoques redistributivos están vinculados
a la acción de los tribunales y procedimientos legales (Trevino-Rangel, 2012; Leebaw 2011). Sin
embargo, en un plano teórico político, existe una pregunta previa a la respuesta institucional a la
atrocidad, y que refiere al orden simbólico de las representaciones. Desde aquí, más que pensar en
las respuestas administrativas después de la violencia, como la propia implementación de los
tribunales internacionales o los mecanismos de justicia transicional, se lleva la atención a la
producción de significación de los eventos, la representación misma de la historia como un evento a
clasificar y clasificador. Lo que resulta fundamental es en qué condiciones las atrocidades pueden
traer consigo un potencial de aprendizaje para el futuro y para las nuevas generaciones. Es decir, el
foco está en el potencial pedagógico que reviste la memoria de la atrocidad para el futuro.
El trabajo de Hanna Arendt en especial en Los Orígenes del Totalitarismo (2006) y Eichmann en
Jerusalén (2013) suele servir de punto de partida para reflexionar cómo lidian las sociedades con
sus episodios de violencia y en particular con la elaboración que hacen de la atrocidad. De acuerdo
con Norrie (2017) lo que instigó a Arendt en su obra sobre Eichamnn- y que estaría a la base de la
misma argumentación que hizo posible la fundación del derecho internacional- fueron los límites de
la ley para juzgar un crimen contra la humanidad. Norrie (2017) describe cómo Arendt busca
encontrar una posición frente a los desafíos que la atrocidad y los crímenes humanitarios plantearían
a la ley y la justicia institucional. El filósofo muestra cómo este tipo de dilemas surge de esta brecha
y disrupción, en la que un orden moral ha sido fracturado por faltas, y donde no hay bases morales
comunes que sirvan de base para el juicio mismo. En sus correspondencias con Jasper, dice Norrie
(2017), Arendt cuestiona en primer lugar la posibilidad de juzgar algo que está más allá de la ley, y
donde no hay consenso moral entre fiscales y procesados. La atención de Arendt (2013) a la
normalidad de Eichmann obedece al problema de que él y los Nazis actuaron en contextos en los
que les era imposible saber que estaban actuando mal, por lo que se les hizo imposible la capacidad
de la conciencia de identificar el mal. Arendt (2013) pregunta qué sucede cuando Eichmann o los
jueces no tienen y no comparten este sentido de la maldad.
Al centrarse en un perpetrador y examinar sus motivaciones, Arendt (2013) trató de entender lo que
veía como la paradoja entre un hombre común, ordinario, y sus acciones monstruosas. Más que
interesarse en el delito común, o en el individuo con rasgos patológicos, se interesa en aquello que
provoca horror y que es indecible respecto del sistema como un todo: que el mal es cometido por
sujetos comunes a quienes solo les dijeron lo que tenían que hacer. Así la filósofa inspiró una línea
de reflexión que constata por un lado el tipo de mal que pueden producir tanto la burocracia moderna
como la participación en sistemas de tipo engranaje. Para Arendt (2013), el potencial pedagógico del
juicio de Eichmann está precisamente en su normalidad, es decir, en aquello que en su figura permite
la desmitologización. Siguiendo esta línea argumentativa, Card (2010) argumenta que la principal
ventaja de involucrarse críticamente con los perpetradores es que el mal puede ser desmitificado
Para Card (2010), tras episodios de violencia y ajuste de responsabilidades en sociedades
postconflicto, existe una tendencia a que este proceso consista en etiquetar a agentes, más que a
identificar cuáles son las prácticas y los hechos que pudiesen haber causado o posibilitado el mal.
Card (2010) está interesada en esta distinción porque en su propio trabajo sobre la atrocidad busca
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retomar argumentos filosóficos sobre el sufrimiento ambiental, o sobre el sufrimiento estructural, por
ejemplo. Por esto, para Card (2010) es fundamental la reflexividad que permite dar cuenta que el mal
no es ontológico y cuestiona que el foco de atención recaiga en agentes específicos. Aquí está en
sintonía con Ricoeur (2015), para quien esto es importante porque afirma que no hay maldad, sino
actos de mal. La desmitologización del mal significa apuntar a la distinción entre ser y práctica, que
para Ricoeur (2015) marca la distinción occidental entre los individuos y sus actos, que está a la base
de la teodicea cristiana y la función del arrepentimiento.
3.2. Juicios, Disenso y Memoria
Autores como Osiel (2000) y Payne (2000) interrogan desde la teoría social los efectos que las
representaciones de los perpetradores han tenido en la sociedad, ya no desde un punto de vista ético
sino más bien político. Interesado en la intersección entre la ley y la memoria colectiva; Osiel (2000)
llevó su atención a los juicios de atrocidades de masas, bajo el supuesto de que las cuestiones de
fondo discutidas en los juicios eran de mayor preocupación incluso que sus componentes legales.
En su investigación sobre los efectos de los juicios por crímenes de lesa humanidad o genocidio,
Osiel (2000) sugiere que, desde un enfoque clásico, el objetivo del juicio es determinar la
responsabilidad individual y constituirse como una voz pública de la necesidad de asegurar que el
crimen siga teniendo una realidad o presencia moral. Sin embargo, observa que en el caso particular
de los juicios de atrocidades como los del Holocausto o la Guerra Sucia en Argentina pueden tener
una función pedagógica dentro de las sociedades y pueden tener un efecto en la memoria colectiva.
El trabajo de Osiel (2000) va más allá de los enfoques socio jurídicos que ven al juicio como una pura
domesticación o la institucionalización cívica de la venganza. Basándose en las ideas de Turner
(2001) considera que en algunos casos los juicios pueden ser dramas sociales, es decir,
performances culturales donde los grupos pueden explorar diferencias y examinar el valor de sus
valores mediante procedimientos legales que cumplirían esta función ritual. En estos espacios los
grupos podrían experimentar disruptividad y autoexploración en espacios medianamente
controlados. Sin embargo, Osiel (2000), se distancia de la idea de que los juicios, en particular tras
las masacres administrativas, pudieran generar consensos sociales, y que pudieran posibilitar
visiones o lecturas comunes sobre el pasado. Por el contrario, observa que en sociedades divididas
la solidaridad social que puede fortalecer un juicio sobre la atrocidad tiene que ver más bien con un
espacio de disenso y desacuerdo, donde la solidaridad puede surgir del reconocimiento de las
diferencias en un espacio enmarcado jurídicamente. En sus palabras
una sociedad traumatizada que está profundamente dividida sobre su pasado reciente puede
beneficiarse enormemente de representaciones colectivas sobre el pasado, creadas y
cultivadas por un proceso de acusación y juicio, acompañado de un proceso de discusión
pública sobre el proceso y sus resultados (Osiel, 2000, p.39).
En este sentido, el potencial pedagógico de la atrocidad para Osiel requiere de la producción de
verdad jurídica.
Por su parte, la socióloga Payne (2008) ha centrado su atención en el estudio de las confesiones de
los perpetradores, no sólo en juicios y procedimientos legales, sino que ha mirado más allá,
explorando diversos formatos de confesiones y performances. Esto es interesante porque permite
ver la performance que Osiel (2000) observó en los juicios en el ámbito de lo extralegal y de la cultura
mediatizada. Así, Payne (2008) da cuenta de la multiplicidad de formatos, instancias y artefactos de
representación, en este caso de testimonios de perpetradores que circulan en las sociedades
contemporáneas en múltiples formatos de comunicación, incluyendo entrevistas de televisión. En su
lectura, coincide con Osiel (2000) respecto de que no puede esperarse que estas representaciones
generen un consenso en la audiencia. No obstante, argumenta que aun así estas confesiones tienen
una potencia pedagógica en la medida que circulan en el ámbito público, y pasan a ser objetos de
debate. Con esto Payne (2008) propone que las performances de perpetradores pueden tener un
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impacto aun cuando tienen lugar fuera del espacio legal. Esto, pues considera que todo debate en la
esfera pública mediatizada es una oportunidad para que se produzca un fortalecimiento de la
democracia. Sin embargo, la autora no reflexiona sobre un aspecto central en la teoría de Osiel
(2000): la importancia que estos debates tengan lugar mediados en el espacio jurídico, pues de esta
manera la producción de la verdad recae en manos del saber experto, y no en quien ofrece una
confesión o entrega un testimonio. En este sentido, el caso chileno es interesante y aporta un contra
argumento al trabajo de Payne (2008). Tras el suicidio de Odladier Mena, antes de su traslado a
Punta Peuco, el ex general de la Central Nacional de Informaciones (CNI) fue velado como mártir.
Su suicidio puede ser entendido como una performance pública, siguiendo a Payne (2008). Sin
embargo, la respuesta de su comunidad de memoria que lo recuerda como un héroe nos demuestra
que la elaboración que hace la sociedad de su pasado es indeterminada y contenciosa, y no siempre
fortalece la democracia, al menos en un sentido evidente. La producción de verdad está siempre al
centro de la disputa en los escenarios postconflicto. Los trabajos de Osiel (2000) y Payne (2008),
analizados conjuntamente, sugieren que la figura de los perpetradores y sus regímenes de
representación conllevan importantes dilemas morales que afectan a las sociedades, más allá de los
quehaceres institucionales. Pero el trabajo de Payne (2008) también abre nuevas preguntas: lo que
las representaciones de y sobre perpetradores de crímenes de DDHH generan en sociedades
divididas no siempre se puede prever. En este contexto, el espacio jurídico parece ser fundamental
para la producción de verdades que fortalezcan la democracia en escenarios postconflicto.
4. Representaciones de la atrocidad en dos artefactos de la
postdictadura chilena
En la próxima sección discuto en torno a dos artefactos de la memoria cultural de la postdictadura
donde se representan perpetradores de violaciones de DDHH bajo regímenes de memoria que se
construyen a partir de afectos y responsabilidades que difieren, pero dialogan. Tal como señala
Crenzel (2008), los regímenes de memoria dan cuenta de los marcos de selección de lo memorable,
así como de sus claves de interpretación. Ambos muestran los límites y desafíos que tiene la
elaboración de la atrocidad en las sociedades postconflicto y la importancia de las representaciones
durante los procesos de reconstrucción de la memoria histórica de pasados recientes y difíciles.
4.1. Informe Rettig y la ruptura social
El Informe Rettig (Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, 1991) es uno de los discursos
sobre el pasado de mayor relevancia en la postdictadura chilena. Es un testimonio extenso sobre
todas las dimensiones que formaban parte de la violencia estatal. Como cada testimonio, pretende
ser construido sobre una concepción natural de la verdad y una posición privilegiada en la historia.
Con cerca de 3000 páginas, está estructurado en tres volúmenes. En el primero de ellos, comienza
por describir el contexto en el que se produjeron los acontecimientos. Luego identifica diferentes
periodos de acciones y prácticas represivas, e incluso los diversos agentes estatales involucrados
en el período (Fuerzas Armadas, o la policía secreta, etc.). Luego, para cada período se identifica la
circunstancia bajo la cual las víctimas fueron asesinadas o desaparecidas. Proporciona, para cada
período, una descripción de las respuestas de la sociedad al terror estatal. Considera también una
sección en la que se representan las reacciones y experiencias de las familias de las víctimas, a
quienes se deja hablar en nombre de sus parientes silenciados. El tercer volumen tiene una función
más conmemorativa: enumera en orden alfabético, todos los nombres de las víctimas que se
mencionaron en los dos informes anteriores, y proporciona una breve descripción de sus biografías.
Una de las principales fortalezas del informe, es que se hizo del secreto anteriormente tácito, algo
oficial: en Chile hubo víctimas de violaciones a los DDHH cometidas por agentes del estado. Como
describe los crímenes cometidos contra miles de personas, abrió el camino para que las víctimas
sean reconocidas como tales. Pero si el Informe Rettig (Comisión Nacional de Verdad y
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Reconciliación, 1991) tuvo un discurso claro hacia las víctimas de la violencia estatal, es menos claro
cuando se examina desde la perspectiva de los perpetradores: si bien iluminó aspectos centrales
sobre las operaciones administrativas para producir terror, al mismo tiempo perpetuó el silencio
respecto de las responsabilidades.
El Informe expone a más de 3000 víctimas, pero también deja a sus perpetradores en las sombras.
Esto, porque a pesar de describir con gran detalle prácticas de terror, formas de organización,
instituciones involucradas, los autores son tratados con anonimato. Conceptos tales como ‘agentes
del Estado’, ‘militares’ y ‘uniformados’ son los sujetos de prácticas de detenciones arbitrarias,
ejecuciones y torturas. Examinando cuáles son las nociones que pueden haber reemplazado las
nociones de culpabilidad/responsabilidad individual en el informe, vemos que produjo una noción de
responsabilidad colectiva gracias a la cual la agencia es compartida por distintos grupos de la
sociedad, del Estado y de orden civil. En este sentido, el informe ofrece un intento de llegar a un
acuerdo con el pasado: proveer un mea culpa de la participación de actores sociales en una crisis
extendida. Pero esta amplia noción de responsabilidad ha tenido un efecto difuso en términos de la
aceptación de los legados violentos.
Según el informe, la responsabilidad moral del Estado se basa en la responsabilidad que tiene por
los actos de sus agentes, que estaban obedeciendo a la política del propio Estado. Pero el informe
también aborda otras formas de violencia, en su esfuerzo continuo por hacer un retrato justo del
pasado. En la introducción la Comisión hace un gran esfuerzo para describir la responsabilidad que
cada sector de la sociedad tiene en la ruptura social. Sin embargo, al hacerlo, el informe pasa a ser
el producto de la polarización social, y no de la especificidad de la decisión de agentes y actores de
la sociedad civil y estatal que apoyaron y perpetraron la violencia. El informe en este sentido es una
respuesta a la polarización, no a la violencia estatal. Se dirige a la sociedad para comprender la
violencia generalizada, pero no la violencia estatal en particular y la colaboración con ésta.
Cuando Jaspers (2009) ofreció la distinción entre cuatro formas de responsabilidad, se dio cuenta de
que esto podría conducir a un efecto no anticipado: el hecho de que la responsabilidad individual
pudiera ser evitada, y es esto precisamente lo que sucede en el Informe Rettig. Si bien fue
revolucionario al admitir la violencia estatal, también neutralizó sus efectos tomando una opción
problemática: mientras contabilizaba a las víctimas del régimen, también enumeraba a las víctimas
del lado del régimen (Collins, Hite & Joignant, 2013). Esto despertó temores de que el proceso de
memoria tendería a borrar las diferencias éticas sobre la idea de víctima. De hecho, esto es lo que
ha pasado en Chile. Desde hace años, por ejemplo, uno de los periódicos con mayor circulación
nacional inserta homenajes a las víctimas militares del régimen, idea que es permitida por el mismo
informe.
4.2. El caso Letelier, el fallo y la figura del mal radical
Desde que terminó la dictadura, una de las tareas más difíciles fue la búsqueda de la justicia para los
miles de familias y organizaciones que denunciaron haber sufrido distintas experiencias de
vulneración. Si bien el Informe Rettig (Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, 1991), allanó
el camino para un proceso de reconocimiento social de las víctimas de la violencia estatal, no
respondió a las expectativas de sectores que aspiraban a la materialización de la justicia. En cambio,
entre los primeros casos que lograron dar en tribunales una respuesta positiva a la demanda de los
activistas de DDHH fue el juicio por el asesinato de Orlando Letelier, permitiendo así desmontar la
hegemonía cultural de la dictadura.
Letelier había sido ministro de Interior y Canciller durante la Unidad Popular y Embajador en Estados
Unidos, siendo ministro de Defensa al momento del golpe militar. Después del 11 de septiembre, se
asiló en los Estados Unidos. En 1976, en plena cumbre de Naciones Unidas, una bomba hizo estallar
el auto donde viajaba junto a su secretaria, Ronny Moffit. El día del atentado, las primeras noticias
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que llegaron a Chile planteaban que se rumoreaba la posibilidad de que el blanco hubiera sido la
embajada chilena en Washington. Incluso, el representante de la Junta en USA, Manuel Trucco,
sugirió que Letelier llevaba él mismo una bomba entre las piernas que le había autoexplotado 2. Tras
este suceso, devino una de las primeras crisis en la Junta Militar, que derivó en el cierre de la
Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), la salida de Manuel Contreras y la llegada de Odladier
Mena a la nueva Central Nacional de Inteligencia (CNI). Este hecho precipitó una fisura y un giro en
el discurso del régimen, el que se abrió a considerar que la DINA había cometido exabruptos. Al
diferenciar a la DINA de la Junta Militar se dio paso a la construcción de un chivo expiatorio dentro
del régimen en relación con las figuras que pasarían estar asociadas a estos exabruptos. La noción
de chivo expiatorio sirve para explicar el efecto ritualizante del mal, y su expulsión de la comunidad.
En el chivo expiatorio se exculpan las responsabilidades del grupo y se enfocan en un individuo
particular; su expulsión purifica y permite continuar con la vida cotidiana.
Paradojalmente, el atentado buscaba eliminar a uno de los referentes internacionales más
importantes de la Unidad Popular, como fue Orlando Letelier. Sin embargo, con el tiempo tuvo otros
efectos. Primero, significó la distancia con Estados Unidos, la primera condena pública a la Junta
Militar y la caída de la DINA. El primer juicio a Contreras a causa del caso Letelier fue en 1993. El
juicio sirvió para que se generaran alegatos a los que asistió toda la cúpula de la Concertación y
también asistieron las altas autoridades del Ejército. Los partidos políticos de la derecha se
mantuvieron cautos entonces y plantearon la necesidad de escuchar a la justicia. Posteriormente el
caso generó importantes cismas dentro del discurso mismo de la derecha: uno de estos ejemplos fue
la contienda entre Contreras y Pinochet que terminó por enemistarlos.
El juicio de Letelier es considerado como uno de los eventos más importantes en el proceso de
conformación de una memoria cultural del pasado empática hacia los DDHH por la mayoría de los
informantes clave entrevistados para esta investigación. Los juicios fueron una instancia de enorme
valor pues tuvieron una inédita difusión, y lograron proyectar la imagen de Contreras como un
monstruo. El efecto de la causa Letelier permitió nombrar y castigar la responsabilidad penal de los
agentes involucrados. También permitió la decadencia del general (R) Manuel Contreras, una vez
intocable. El juicio de Letelier fue el primero (y el único) en que los fallos por juicios de DDHH fueron
televisados y transmitidos en un programa especial, y sentenció públicamente que Contreras y
Krassnof eran los dos responsables, autores intelectuales, del asesinato del diplomático. Durante el
juicio, se estableció que Contreras tenía la responsabilidad como jefe de la DINA. Este juicio
representó públicamente la tensión política que genera juzgar las acciones del pasado y permitió
comprender el lenguaje de los militares: mostro cómo fundamentaron sus acciones en la doctrina
asentada de la guerra interna. Gracias a las evidencias del caso Contreras, que antes se presentaba
como intocable, terminaría siendo recordado por amenazar con una pistola a la prensa que cubría el
día de su detención.
Pero hay una contrapartida a esto. Contreras se convirtió en el chivo expiatorio en un proceso de
domesticación de lo maligno y convirtiéndose en un paria dentro del Ejército. Con Contreras ocurrió
algo similar que con el caso de Osvaldo Romo 3: ambos fueron la figura del villano que se vuelve
caricaturesco, una parodia. Por esto, también podemos preguntar en qué sentido la representación
personificada del mal realmente permitió un ajuste de cuentas de orden moral con el pasado en la
sociedad.
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Trucco se retractó de esta acusación posteriormente.
Romo fue un agente de la DINA que se caracterizó por sus abiertas declaraciones sobre detalles escabrosos de las
violaciones de DDHH cometidos por el régimen y por él mismo, y por su crueldad. Inicialmente militante de una agrupación de
izquierda, Romo fue informante de la DINA en los 70; paradojalmente en los 90 fue uno de los agentes que, una vez procesado,
mayor cantidad de información entregó a la justicia.
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En un capítulo sobre la figura de Romo, Payne (2008) observa algo perturbador que también puede
ser aplicado al efecto que el juicio del caso Letelier tuvo en Contreras: que la confesión de Romo
reforzaba la idea del régimen de que algunos individuos renegados, y no las Fuerzas Armadas en su
conjunto, habían sido los responsables de la violencia. Romo encarnaba la excepción a la noble
misión del régimen, exculpándolo. Con la caída de Contreras, el agente se convierte en la
representación del mal radical, así como había pasado con Romo. Partiendo con una condena de 7
años, terminó con condenas por más de 500 años. Esto venía a satisfacer una necesidad del castigo
y, en ese sentido, la exigencia de la justicia se convirtió en la representación dominante del
perpetrador. Pero con una voz similar a la incisiva observación que hace Payne (2008), Ainly (2008)
analiza cómo se usa la categoría del mal en las relaciones internacionales y muestra cómo se usa la
etiqueta con énfasis en los individuos más que en los estados. Ella advierte sobre el riesgo de
legitimar la violencia estatal enfocándose sólo en los individuos desviados como agentes de los
males, ya que esto conduciría a que el sufrimiento de origen estructural sea ignorado.
5. Conclusiones
En este artículo he propuesto una reflexión sobre los distintos efectos que producen representaciones
de la memoria cultural de la postdictadura y que han sido parte de la memoria oficial del Estado, es
decir, son parte del lenguaje simbólico del Estado en torno al pasado y forman parte de un archivo
cultural sobre la historia reciente y sus diversas problemáticas que irradian el presente. Examinarlos
a la luz de las distintas reflexiones que la teoría política ha elaborado sobre la relación entre
perpetradores, juicio y memoria colectiva nos permite conocer los desafíos y tensiones de los últimos
cincuenta años en torno a la interpretación de la memoria histórica y en particular el sentido que se
le asigna. Las nociones básicas sobre la relación con la violencia, la justicia y la responsabilidad
permanecen en gran medida irresueltas y sobre todo, han provisto respuestas segmentadas.
He presentado dos artefactos fundamentales a la memoria cultural de la postdictadura. En primer
lugar, he propuesto un análisis del Informe Rettig a partir de su modelo de reconocimiento, centrado
en la víctima, pero ambivalente hacia los perpetradores, y cuya narrativa es débil en nociones de
responsabilidad individual, pero enfático en la responsabilidad colectiva. Hemos visto que el Informe
Rettig genera una representación ambivalente del perpetrador, pero que también se esfuerza por
mostrar cómo se construye un engranaje donde cada parte tiene una forma de participación. Si bien
el Informe Rettig allanó el camino para un proceso de reconocimiento social de las víctimas de la
violencia estatal, no respondió a las demandas de justicia. Dejó en evidencia la brecha y las
insatisfacciones que producían los procesos reparatorios que no se traducían en materializaciones
penales de justicia. Al mismo tiempo, de alguna manera al producir la impunidad, fijó a las
organizaciones de DDHH en una posición punitivista, a partir de su frustración ante la falta de
materialización de justicia.
En este sentido, el silencio del Informe Rettig lo perfila como un artefacto que invita hacia la
ambivalencia respectos de los perpetradores, y que muestra al mismo tiempo cuán importantes han
sido los juicios en la elaboración de una moral pública en Chile. A modo de contraste, examiné el
caso Letelier porque fue un juicio televisado y con difusión, a diferencia de la mayoría de los juicios
a perpetradores, de cuyas sentencias apenas hay noticias en los medios, salvo contadas
excepciones. Si bien este juicio logró generar una condena categórica y pasó a ser un precedente
dentro de otras prácticas de justicia, la individualización del perpetrador tendió en el tiempo a
caricaturizar los rasgos patológicos del perpetrador.
A partir del análisis de estos dos artefactos, sugiero que son emblemáticos de dos aproximaciones
que podríamos entender como modelos de representación de los perpetradores: uno que apunta
hacia la necesidad de desmitologizar al perpetrador, con el objetivo de distinguir a sujetos y sus
obras, desplazando el foco de atención hacia obras, contextos y prácticas, y otro que apunta hacia
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la individualización de la responsabilidad, donde el castigo debe ser ejemplar. El primero de estos
discursos sugiere que las representaciones deben apuntar hacia la desmitificación de los
perpetradores, esto es, deben enfocarse en sus prácticas y en los contextos socioculturales que
posibilitan la legitimación de la violencia. Una segunda postura, fundamenta en cambio la importancia
de producir y sancionar castigos ejemplares a individuos específicos, en instancias ritualizantes y
dentro del campo jurídico, que permiten momentos de deliberación y disenso en la sociedad.
Pese a que ambos artefactos puedan ser contradictorios, examinarlos en conjunto es relevante pues
constituyen un archivo y un lente para pensar en los desafíos éticos que heredan las nuevas
generaciones. Entre formas espectaculares de representación y formas ambivalentes, se ha
construido una memoria cultural de la postdictadura, que dialoga con múltiples otras formas de
memoria y olvido. Sin embargo, si bien estas representaciones pueden estar en tensión, o pueden
generar potenciales conflictos entre sí, no obstante, pueden ser promovidas por los mismos actores.
Tanto la narrativa del mal del Informe Rettig como la que se deduce del proceso y el fallo por el caso
Letelier, producen dos discursos que iluminan y oscurecen nociones de responsabilidad, instalan
relaciones afectivas de ambivalencia por un lado y rechazo por el otro. Ambas son distintas
respuestas ante la pregunta de cómo pensar éticamente en las atrocidades, cómo recomponer el
tejido social, y qué respuesta la sociedad le puede y debe ofrecer a un perpetrador de crímenes de
DDHH, así como a la complicidad, es decir, cómo produce y se relaciona con sus propios límites,
amenazas y transgresiones. Estas dos formas de representación han intentado lidiar con un pasado
que ha demostrado ser irrepresentable, en el sentido que ninguna institución ni agente ha logrado
monopolizar la representatividad ni el cierre del pasado. Ambos, muestran los límites y desafíos de
las representaciones del pasado que aspiran a operar como pedagogías para la atrocidad y la
importancia de su representación simultánea en la memoria cultural, como archivo, lente y recurso
de las nuevas generaciones.
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